El ascensor chirrió un tanto mientras subía.
–¿Solía recibir visitas?
–Nunca. O, al menos, con poquísima frecuencia.
–Qué extraño. A Henrik le gustaba estar rodeado de gente.
–En tal caso, debía de verse con ellos en otro lugar.
–¿Recibía cartas? –quiso saber Aron.
El ascensor se detuvo. Cuando Blanca abrió la puerta, Louise se dio cuenta de que tenía tres cerraduras. Una de ellas, como mínimo, parecía de reciente instalación.
Blanca abrió la puerta y se hizo a un lado.
–Encontraréis su correo sobre la mesa de la cocina –explicó–. Estaré abajo, si me necesitáis. Aún no acabo de creerme que esté muerto. Vuestro dolor debe de ser inmenso. Yo jamás me atreveré a tener hijos, precisamente por el miedo a que les ocurra algo.
La muchacha le tendió las llaves a Aron, y Louise sintió que una oleada de indignación le recorría todo el cuerpo. Aron siempre era el más importante a ojos de los demás.
Blanca se marchó escaleras abajo y ellos aguardaron hasta que los pasos de la joven dejaron de resonar y oyeron que se cerraba la puerta de su vivienda. Desde algún lugar les llegaba una melodía. El rellano de la escalera quedó a oscuras y Louise se sobresaltó.
Es la segunda vez que entro en un apartamento en el que Henrik yace muerto. Él no está aquí, se encuentra ya en su tumba. Pese a todo, noto su presencia.
Entraron en el recibidor y cerraron la puerta. Era un apartamento muy pequeño que había sido, según vieron, parte del desván. Había un tragaluz en el techo, las vigas de madera estaban a la vista y las paredes abuhardilladas. Una habitación, una cocina pequeña y un baño. Desde el pasillo podía verse toda la vivienda.
El correo estaba, en efecto, sobre la mesa de la cocina. Louise hojeó la correspondencia y halló varios folletos publicitarios, una factura de electricidad y una oferta de la compañía telefónica. Al entrar en el dormitorio vieron las paredes desnudas y ausencia de elementos decorativos. Una cama cubierta con una colcha roja, un escritorio, un ordenador portátil y una estantería con libros y archivadores. Eso era todo.
Aquí vivía Henrik en secreto. A ninguno de los dos nos habló de la existencia de este apartamento. Gracias a Aron, él también aprendió a procurarse diversos escondites.
Recorrieron el apartamento sin decir nada. Louise apartó la cortina que ocultaba un vestidor. Camisas, pantalones, una cazadora, una cesta con ropa interior, algunos zapatos. Eligió un par de botas y alzó las suelas hacia la luz. Había tierra roja incrustada en ellas. Aron, tras sentarse ante el escritorio, había abierto el único cajón que tenía. Ella dejó las botas y se inclinó sobre su hombro. Por un instante, sintió deseos de acariciarle el ya escaso cabello con la mano. El cajón estaba vacío. Louise se sentó en un taburete junto al escritorio.
–Blanca no ha dicho la verdad.
Aron la miró inquisitivo.
–Cuando le he preguntado si había venido alguien a buscarlo o a preguntar por él, ha respondido demasiado rápido. Me ha dado la sensación de que no era cierto.
–Pero ¿por qué iba a mentir sobre eso?
–Antes solías decir que mi intuición te merecía bastante respeto, ¿no?
–Antes solía decir muchas cosas que hoy no se me ocurriría decir. En fin, voy a encender el ordenador.
–¡Espera, todavía no! ¿Tú te imaginas a Henrik en este apartamento?
Aron hizo girar la silla y paseó la mirada por la habitación.
–A decir verdad, no. Pero yo apenas lo conocía. Tú eres la persona más indicada para responder a esa pregunta, no yo.
–Bueno, no cabe duda de que vivió aquí. Durante cinco años tuvo alquilado este apartamento, en secreto. Pero no me lo imagino viviendo aquí.
–¿Insinúas que el que vivía aquí era otro Henrik?
Louise asintió.
A Aron siempre le había resultado muy fácil seguir sus razonamientos. Hubo un tiempo, cuando aún estaban muy unidos, en que adivinar las reacciones del otro se convirtió en un juego. Y, aunque el amor hubiese muerto, tal vez el juego hubiese sobrevivido.
–Otro Henrik, que él deseaba mantener oculto.
–Pero ¿por qué?
–Creo que tú puedes contestar mejor que yo a esa pregunta.
Aron esbozó un mohín de impaciencia.
–Yo era un borrachín que huía de todo y de todos, de las responsabilidades hacia los demás y, sobre todo, de mí mismo. No puedo creerme que Henrik fuese así.
–¿Cómo puedes estar tan seguro? Después de todo, era tu hijo.
–Porque tú jamás le habrías permitido que se me pareciese tanto.
–Ya, pero ¿cómo puedes estar tan seguro de que tienes razón?
–Yo nunca he estado seguro de nada en mi vida, salvo de la incertidumbre y de la duda; ellas han sido mi eterna compañía.
Aron comprobó que el cable de alimentación del ordenador estaba enchufado y levantó la tapa. Rozó las yemas de los dedos unas contra otras, como si llevase unos guantes de goma invisibles y se dispusiese a practicar una operación quirúrgica.
Alzó la mirada hacia ella.
–Hay una carta de Henrik que no te mostré. En ella parecía hacerme depositario de una confidencia que no deseaba que yo compartiese con nadie más. Tal vez no fuese así, pero lo que me revelaba en esa carta era de tal magnitud que no quise compartirlo con ninguna otra persona. Ni siquiera contigo.
–Tú nunca has querido compartir nada conmigo.
Aron se enojó.
–Te lo contaré.
Era una de las últimas cartas que Aron había recibido antes de romper con su mundo de unos y ceros. Acababa de ir a Nueva York y de recibir aquel cheque tan sustancioso, el salvoconducto para el resto de su vida, antes de regresar a Newfoundland para recoger sus pertenencias, la mayoría de las cuales redujo a cenizas; para él, quemar un sofá viejo o una cama era tan significativo como quemar un puente. Entonces recibió aquella carta de Henrik. El matasellos era de París. Una de las amistades de Henrik, un joven violonchelista de Bosnia –Aron jamás supo cómo había nacido aquella amistad–, había ganado un concurso de jóvenes solistas e iba a tocar con una de las más prestigiosas orquestas de la capital francesa. Henrik había tenido la oportunidad de asistir a uno de los primeros ensayos sentado en medio de la orquesta, entre los violines y los instrumentos de viento. Había sido para él una experiencia sobrecogedora: el intenso sonido había penetrado sus oídos suscitando en él un dolor inefable. Pero Henrik describía el instante como un lugar al que siempre podía regresar para recuperar «la extraordinaria fuerza que residía en el dolor». Después de aquella carta, jamás volvió a mencionar el suceso.
–Es decir, que teníamos un hijo que, en una ocasión, sentado en medio de una orquesta, aprendió algo sobre el dolor –concluyó Aron–. Era una persona muy especial.
–Enciende el ordenador –lo animó ella–. Sigue buscando.
Louise tomó algunos de los archivadores que había en la estantería y fue a la cocina. Le zumbaban las sienes, como si hubiese hecho suyo el dolor del que Henrik hablaba en su carta. ¿Por qué no le había dicho nada a ella? ¿Por qué había preferido contarle aquella experiencia a su padre, que nunca se había preocupado por él? Contempló los grises tejados de las casas. La sola idea la indignó. En medio del dolor por su muerte, Henrik le causaba otro dolor distinto, un dolor del que ella se avergonzaba.
Desechó ese pensamiento.
Hay otras cosas más importantes. Todo lo demás es más importante. Blanca no ha dicho la verdad. Ésta es otra pieza que he encontrado y que debo combinar con las demás para obtener una imagen. No sé si su mentira es el principio de una historia, o su fin. ¿Ha mentido porque Henrik se lo pidió? ¿O era otra persona la que estaba exigiéndole ocultar la verdad?
Se puso a hojear los archivadores. Cada página contenía un nuevo fragmento arrancado de una totalidad desconocida. Henrik llevaba una doble vida, tenía un apartamento en Barcelona de cuya existencia nadie sabía lo más mínimo. ¿De dónde sacaba el dinero? El alquiler de un apartamento en el centro de Barcelona no debe de ser muy barato. Recorreré sus caminos. Cada página será como una nueva encrucijada.
No tardó en comprobar que nada había allí sobre Kennedy o su cerebro, ni fotocopias de material de archivos y artículos, ni tampoco anotaciones del propio Henrik. En cambio, éste había reunido información sobre las principales compañías farmacéuticas del mundo. Se trataba ante todo de artículos críticos y de declaraciones de organizaciones como Médicos sin Fronteras e Investigadores para el Tercer Mundo. Había introducido anotaciones marginales y subrayado algunos textos. Y había rodeado con un recuadro en rojo un título en el que se decía que, en la actualidad, nadie tenía por qué morir de malaria, un título al que había añadido un signo de exclamación. Otro archivador contenía artículos y extractos de libros sobre la historia de la peste.
Una pieza tras otra. Aún no tenemos la totalidad. ¿Qué relación tiene todo esto con Kennedy y su cerebro? ¿Acaso existe alguna relación?
Desde la habitación contigua oyó cómo Aron se aclaraba la garganta y, de vez en cuando, tecleaba.
Así solía ser cuando vivíamos juntos. Él, en su habitación, yo en la mía, pero la puerta siempre abierta entre los dos. Un día la cerró. Y, cuando volví a abrirla, el había desaparecido.
Aron fue a la cocina para beber un vaso de agua. Parecía cansado. Ella le preguntó si había encontrado algo, pero él negó con un gesto.
–Nada, todavía.
–¿Cuánto crees que pagaba por este apartamento? No creo que fuese muy barato.
–Podemos preguntarle a Blanca. Pero, y tú, ¿has encontrado algo en sus archivadores?
–Se trata de una gran cantidad de material que recabó acerca de enfermedades como la malaria, la peste, el sida… Pero nada sobre ti o sobre mí. Algunas partes o frases, incluso palabras aisladas, están marcadas con rojo y con signos de exclamación.
–En ese caso, es ahí donde debes buscar. O mejor aun, en las partes que no subraya.
Aron regresó al ordenador y Louise abrió el pequeño frigorífico, que estaba prácticamente vacío.
Era más de medianoche. Louise seguía en la cocina hojeando despacio los archivadores. Más recortes de periódico, sobre todo de diarios ingleses y norteamericanos, pero también artículos publicados en
Le Monde
.
El cerebro de Kennedy… Debe de existir una conexión entre tu obsesión por el cerebro del presidente asesinado y esto que tengo ante mí. Me esfuerzo por verlo con tus ojos, por tocar los archivadores con tus manos. ¿Qué buscabas exactamente? ¿Qué fue lo que te mató?
Se estremeció. Aron había entrado en la cocina sin que ella se hubiese percatado. En cuanto lo vio, comprendió que había encontrado algo.
–¿Qué pasa?
Aron se sentó frente a ella. A todas luces, estaba desconcertado, tal vez asustado. Y eso la atemorizaba más que ninguna otra cosa en el mundo. Una de las razones por las que ella se había enamorado de él era ésa, precisamente: su convencimiento de que él podría protegerla de todos los peligros que la amenazasen.
–Encontré un documento secreto, dentro de otro documento. Como las muñecas rusas, ya sabes, esas que salen las unas de las otras.
Guardó silencio. Louise esperaba la continuación, pero Aron había enmudecido. Finalmente, Louise salió de la cocina y fue a sentarse ante el ordenador para leer el documento ella misma. No contenía muchas palabras. No sabía qué había esperado encontrar. Desde luego, cualquier cosa, menos aquello.
«Así, también yo llevo la muerte en mi interior. Y eso lo vuelve todo insoportable. Tal vez pierda la vida antes de haber cumplido los treinta. De modo que tengo que ser fuerte y hacer de esto su contrario. Cuanto de insoportable he visto y vivido ha de convertirse en un arma. Ya nada debe asustarme. Ni siquiera el hecho de ser VIH positivo.»
Louise sintió que su corazón latía con fuerza. Desesperada, pensó que debería llamar a Artur para contárselo. Al mismo tiempo, se preguntó qué sabría Nazrin acerca de aquello. ¿Estaría también ella infectada por el virus? ¿Se lo habría contagiado él? ¿Era aquella la razón por la que Henrik ya no deseaba seguir viviendo?
Las preguntas se agolpaban en su mente y se vio obligada a apoyar los brazos sobre la mesa para no caer. Después oyó, como a lo lejos, que Aron se levantaba de la silla y se acercaba desde la cocina.
En el instante en que ella se desplomó, Aron la sujetó con sus manos.
Muchas horas después, cerraban la puerta del apartamento y salían para respirar aire fresco y para desayunar. Blanca dormía, o al menos no daba señales de vida, cuando abandonaron el edificio.
El amanecer los sorprendió con una brisa suave.
–Si quieres dormir, puedes irte al hotel. Yo necesito airearme un poco, pero puedo ir sola.
–¿A estas horas de la madrugada y en Barcelona? Parecerás un imán luminoso. Una mujer sola por las calles de Barcelona… ¿quién será?
–Estoy acostumbrada a arreglármelas yo solita. He aprendido a quitarme de encima a los pesados que se me acercan con la polla en una mano y la cartera en la otra. Aunque la cartera no suelen mostrarla.
Aron no logró ocultar su asombro.
–Nunca te había oído hablar así.
–Hay muchas cosas que ignoras de mí. Entre ellas, cómo selecciono mi vocabulario.
–Bueno, si quieres estar sola, puedes considerarme como una sombra adicional. Como cuando uno se lleva el chubasquero en el brazo, por si llueve.
Tomaron una de las calles principales, una avenida con árboles que ascendía ligeramente para desembocar en una plaza. El tráfico era escaso y los restaurantes estaban vacíos. Un solitario coche de policía pasó despacio a su lado.
Louise estaba agotada. Aron caminaba en silencio junto a ella ocultando, como siempre, lo que pensaba y sentía. Ella no dejaba de darle vueltas al descubrimiento del hecho de que Henrik fuese VIH positivo. Ahora estaba muerto, libre ya de la infección que había contraído, pero ¿había sido ésa la causa de su muerte? ¿Había sido incapaz de sobrellevar el destino del que, de pronto, había tomado conciencia?
–¿Y cómo es posible que la investigación del patólogo no revelase lo que contenía la sangre de Henrik? –preguntó Aron de improviso–. ¿Sería demasiado pronto y no se habrían formado aún los anticuerpos? En ese caso, ¿cómo podía estar él tan seguro de que tenía el virus?