Y Aron rompió a llorar. Sucedió de repente, sin previo aviso. Lloraba de forma convulsa. Louise no recordaba haberle visto llorar nunca, salvo cuando estaba borracho y se volvía sentimental y le juraba el amor infinito que sentía por ella. En su mente, el llanto de Aron estaba siempre ligado a un tufo a alcohol o a la consiguiente resaca. Pero, en esta ocasión, no había nada de aquello. Sólo un dolor inmenso.
Estaban en una calle de Barcelona. Era de madrugada y Aron lloraba desconsolado. Cuando se calmó, buscaron una cafetería abierta, desayunaron y volvieron al apartamento.
Tan pronto como abrieron la puerta, Aron corrió al cuarto de baño. Cuando regresó, se había peinado y lavado la cara.
–Te pido disculpas por mi falta de dignidad.
–¿Por qué tendrás que decir siempre tantas chorradas?
Aron no replicó. Tan sólo alzó las manos en señal de protesta. Con Aron como resuelto buscador de senderos, siguieron escudriñando en el ordenador de Henrik.
–¿Te acuerdas de Uncas? –preguntó Louise.
–¿El último mohicano, el de la novela de James Fenimore Cooper? La leí con fruición cuando era niño. Soñaba que me convertía en el último de mi tribu, la tribu de los Aron. Pero ¿leían las chicas ese libro?
–Artur me lo leyó en voz alta. Creo que nunca se me ocurrió pensar que no era para chicas. Él sólo me leía lo que él mismo quería oír. También me tocó escucharle algún que otro libro sobre cazadores furtivos cuando tenía siete u ocho años. Pero el libro de Uncas sí lo recuerdo.
–¿Y qué es lo que más recuerdas?
–Aquel episodio en el que una de las hijas del comandante Munroe se arroja al precipicio y elige la muerte antes que caer en manos de aquel indio sanguinario. Ésa era yo, valiente hasta el último momento. En mi vida, yo elegiría siempre los precipicios.
Aquel día, en Barcelona, Aron se obligó a recorrer la vida de Henrik; Louise lo seguía como espectadora. Trabajaba febrilmente por acceder a los diversos espacios que Henrik había querido dejar cerrados. Algunas puertas las arrancaba, como sacadas de sus goznes; en otras forzaba las cerraduras. Pero tras ellas había siempre preguntas, rara vez una respuesta. ¿Cuánto tiempo llevaba Henrik enfermo? ¿Cuándo había contraído la enfermedad? ¿Quién se lo había contagiado? ¿Sabría él quién se lo había contagiado? En julio de 2004, escribió que estaba enfermo: «La enfermedad está dentro de mí y, aunque la temo, ahora lo sé. Claro que con los medicamentos de que disponemos hoy en día puedo vivir diez años más y, con los que desarrollen en el futuro, seguro que más incluso. Aun así, es una sentencia de muerte. Resultará muy difícil librarse de eso». Ni una palabra sobre cómo sucedió, dónde, con quién, en qué circunstancias. Intentaron retrotraerse al pasado, hojeando sus fragmentarios y caóticos diarios; y hallaron información sobre distintos viajes, pero nada resultaba totalmente claro, siempre había algo que se les escapaba. Louise se puso a buscar viejos billetes de avión, pero no encontró ninguno.
Aron logró acceder a un programa de contabilidad en el que Henrik había intentado registrar sus ingresos con regularidad relativa. Ambos reaccionaron al unísono. En agosto de 1998, Henrik anotó como ingreso la importante cantidad de cien mil dólares.
–Más de ochocientas mil coronas suecas –constató Aron–. ¡Pero, en nombre de Dios!, ¿de dónde sacó semejante suma?
–¿No lo dice ahí?
–No, aquí sólo figura su número de cuenta en España.
Arón siguió buscando. Lo que encontraban los desconcertaba cada vez más. En diciembre de ese mismo año, aparecía de pronto la cantidad de veinticinco mil dólares. Un buen día, el dinero llegó a su cuenta; Henrik había introducido la cifra en el programa de contabilidad sin indicar el nombre del ordenante de la transferencia. Un pago, ¿en concepto de qué? Aron lanzó a Louise una mirada inquisitiva, pero ella no sabía qué responder. Había más ingresos, grandes cantidades transferidas a la cuenta de Henrik durante la primavera de 2000. Aron calculó que había recibido, en total, unos doscientos cincuenta mil dólares
–Tuvo acceso a grandes sumas de dinero y se gastó la mayor parte, pero no sabemos en qué. Pero desde luego que podía permitirse este apartamento y mucho más. Y también podía viajar cuanto quisiera.
Louise notó que Aron, conforme se adentraba en el mundo de Henrik, se mostraba cada vez más preocupado.
Tal vez él vea con claridad algo que a mí se me oculta. Es demasiado dinero, llegado de ninguna parte.
Aron proseguía su búsqueda y no cesaba de hablar de callejones sin salida.
–Igual que este apartamento, en el Pasaje de Cristo, un callejón sin salida.
–Henrik solía decir que no creía en las casualidades.
–Bueno, ni que decir tiene que, con tanto dinero a su disposición, podía elegir el nombre de su calle.
Aron siguió tecleando hasta que, de pronto, se detuvo. Louise estaba acuclillada ante una estantería.
–¿Qué ocurre?
–Algo está abriéndose, pero no sé qué es.
En la pantalla, una imagen centelleaba, algo parecido a una intensa nevada. Después, la imagen se volvió más nítida. Ambos se inclinaron hacia delante, la mejilla de Louise muy próxima a la de Aron.
Y en la pantalla apareció un texto:
«La antorcha de Diógenes.
»Ahora empiezo a comprender que vivo en una época en la que ocultar las verdades se ha convertido tanto en un arte como en un saber. Las verdades que antes podían salir a la luz se mantienen hoy ocultas. Sin la antorcha, la búsqueda de un ser humano es prácticamente imposible. Gélidas ráfagas de viento apagan la antorcha. Uno puede elegir, puede dejarla apagada o volver a encenderla y seguir buscando seres humanos».
–¿Qué querrá decir?
–Diógenes le pidió a Alejandro que se apartase, pues le tapaba la luz del sol –explicó Louise–. Cuentan también que Diógenes salió en cierta ocasión con una antorcha, en pleno día, buscando a un hombre. A un hombre que fuera íntegro, a un hombre moral. Y solía ridiculizar la avaricia y la simpleza. Sé de compañías de seguridad e incluso de agencias de detectives privados que han tomado su nombre como símbolo.
Los portadores de la luz
, aquellos que oponen resistencia a la oscuridad.
Siguieron leyendo los razonamientos que Henrik se hacía a sí mismo:
«De los trolls contra los que luchan los cabritillos Bruse
*
, yo temo sobre todo a tres. El primero, Winkleman and Harrison y las secretas investigaciones genéticas a las que se dedican en su complejo, situado, curiosamente, no muy lejos del cuartel general de la CIA en Langley. Nadie sabe lo que sucede tras sus grises muros, pero agentes británicos que se dedican a rastrear el dinero ilegal procedente del narcotráfico y de la venta ilegal de armas, incluso el superávit de la gestión del tráfico sexual en Europa y en América del Sur, han localizado canales que los conducen hasta Winkleman and Harrison. El principal accionista es un hombre insignificante llamado Riverton que, según dicen, vive en las Islas Caimán, pero nadie parece saberlo con certeza. El segundo troll es el consorcio suizo Balco, que asegura dedicarse a proyectos de investigación sobre nuevos antibióticos que actúen sobre las familias de bacterias resistentes. Pero esa fachada oculta otras cosas. Corre el rumor de que han establecido laboratorios secretos en Malawi y en Tanzania, en los que están probando los fármacos contra el sida y donde nadie sabe qué y cómo ocurre en realidad. Finalmente, el tercer troll, que ni siquiera tiene nombre. Pero sé que en Sudáfrica hay científicos e investigadores que trabajan en secreto con el virus del sida. La gente habla de muertes extrañas, de personas que desaparecen; nadie lo sabe, pero si las antorchas se apagan, habrá que encenderlas de nuevo».
Aron se retrepó en la silla.
–Primero habla de una sola antorcha. Después, de repente, resulta que son varias. ¿Qué significa todo esto? ¿Se trata de un grupo de personas que intentan infiltrarse en estas compañías médicas?
–Ahí bien puedo yo imaginarme a Henrik. Aunque creía que lo había inmunizado contra toda pretensión de cavar la tierra en busca de secretos.
–¿Nunca quiso ser como tú?
–¿Arqueólogo? Jamás. Incluso detestaba jugar en el arenero cuando era niño.
Aron señaló la pantalla iluminada.
–Debía de tener profundos conocimientos de informática. Además, sus programas no son de última generación. Y eso también es curioso. Si tenía tanto dinero, ¿por qué no se permitía adquirir lo último en software? Sólo se me ocurre una explicación.
–¿Que quería invertir el dinero en otra cosa?
–Exacto, cada céntimo. Para otra cosa, sí. La cuestión es averiguar para qué.
Aron abrió una nueva brecha en el abismo del ordenador y sacó a la luz otro de los secretos de Henrik.
Eran unos artículos de prensa que el joven había escaneado directamente en el ordenador.
–Esto no pudo hacerlo aquí, porque no hay escáner –observó Aron–. ¿Había alguno en su apartamento de Estocolmo?
–Yo no lo vi.
–¡Ah!, ¿pero tú sabes lo que es un escáner?
–Pues lo cierto es que no solemos desenterrarlos como antiguas reliquias, pero sí los usamos en nuestro trabajo.
Se aplicaron a leer los artículos, dos del diario inglés
The Guardian
, otro del
New York Times
y un cuarto procedente del
Washington Post
. Los artículos trataban del soborno aceptado por varios empleados de un hospital para que facilitasen el historial clínico de dos pacientes: un hombre que deseaba permanecer en el anonimato y otro, llamado Steve Nichols, cuyo rostro aparecía en el artículo. Ambos habían sido víctimas de extorsión de grandes cantidades de dinero, porque tenían el virus del sida.
Henrik no había añadido ningún comentario a aquellos artículos, que semejaban columnas mudas de una sala en la que se percibía la presencia de Henrik. ¿Procederían de la extorsión aquellas sumas astronómicas de que Henrik había dispuesto? ¿Habría sido un chantajista? Louise estaba convencida de que Aron se planteaba las mismas preguntas. La sola idea resultaba tan desagradable, tan descabellada que la desechó.
Aron, sin embargo permanecía en silencio, acariciando el teclado con un dedo. La verdad sobre la auténtica actividad de Henrik, ¿no sería un negro túnel que desembocase en una habitación aún más negra?
No tenían la menor idea. Y ahí se detuvieron.
Echaron la llave de la puerta, bajaron la escalera y salieron del edificio sin ver a Blanca. Dieron un paseo por la ciudad y cuando, por fin, regresaron al hotel, Aron le preguntó a Louise si podía dormir en su habitación.
–No tengo fuerzas para estar solo.
–Tráete tu almohada –le aconsejó ella–. Y no me despiertes si estoy dormida cuando llegues.
Louise se despertó pocas horas más tarde al notar que Aron se había levantado. Se había puesto los pantalones, pero llevaba el torso desnudo. Ella lo miró con los ojos entrecerrados y descubrió una cicatriz, como un corte, que le cruzaba el omoplato izquierdo. Antes, hacía ya mucho tiempo, cuando ella solía reposar su cabeza sobre su hombro, no había ninguna cicatriz. ¿Cuándo se la habría hecho? Tal vez en alguna de las peleas de borrachos en las que, temerario y obstinado, solía mezclarse, la mayoría de las veces originadas por él mismo. Aron se puso la camisa y fue a sentarse en el borde de la cama.
–Veo que estás despierta.
–¿Adónde vas?
–A ningún sitio en especial. A la calle. A tomar café. No puedo dormir. Tal vez vaya a una iglesia.
–¡Pero si a ti nunca se te ha ocurrido ir a una iglesia!
–Ni siquiera he encendido una vela por Henrik. Y eso es algo que uno hace mejor solo, creo.
Aron tomó su cazadora, asintió a modo de despedida y salió de la habitación.
Ella se levantó y colgó en el pomo de la puerta el cartel de NO MOLESTEN. De vuelta a la cama, se detuvo ante el espejo que había fijado a la pared y observó en él su semblante. «¿Cómo será el rostro que ve Aron?», se preguntó. «Siempre me han dicho que tengo un rostro cambiante. Los colegas que me conocen bien y se atreven a decirme lo que piensan, aseguran incluso que cada mañana tengo una cara distinta. Yo no tengo dos rostros, como Jano, tengo diez, quince máscaras que voy cambiando. Unas manos invisibles colocan una máscara sobre mi rostro al alba, de modo que nunca sé qué expresión tendré ese día.»
La imagen solía acudir a su subconsciente en sueños.
Louise Cantor, arqueóloga, inclinada sobre unas excavaciones con una máscara de la Grecia clásica sobre el rostro.
De nuevo en la cama, no logró volver a conciliar el sueño. La desesperación no cedía. Llamó a Artur. Pero no contestaba, la línea parecía muerta. En un impulso, sacó el número de teléfono de Nazrin. Pero tampoco la joven respondió. Dejó un mensaje y le aseguró que volvería a llamar, pero que no intentase localizarla porque estaba de viaje.
Cuando ya se disponía a salir de la habitación para ir a tomar café, descubrió que Aron se había dejado la llave de su habitación sobre la mesa.
Durante aquella época de constantes sospechas, cuando creía que Aron me era infiel, los años anteriores al naufragio de nuestro matrimonio, me dedicaba a buscar a escondidas en sus maletines y en sus bolsillos. Hojeaba su agenda y siempre intentaba ser la primera en ir a buscar el correo. En aquella época, yo habría tomado su llave y habría abierto su puerta.
La idea la hizo ruborizarse. Durante su visita a Australia, en la casa de los papagayos rojos, no tuvo en ningún momento la sensación de que hubiese una mujer en la vida de Aron, alguien a quien él pretendiese ocultar a su llegada. Y, si hubiese habido otra mujer, no sería asunto suyo. El amor que una vez sintió por él no podía rescatarse del fondo de la tierra para ser restaurado.
Después de tomarse un café, decidió dar un paseo. Pensó que debería llamar a Grecia y hablar con sus colegas, pero ¿qué les diría? Se detuvo en la acera y se le ocurrió que tal vez nunca regresara a Grecia para trabajar, volvería tan sólo unos días, para recoger sus cosas y dejar la casa. El futuro era como una hoja en blanco. Se dio la vuelta y regresó al hotel. La mujer de la limpieza estaba arreglando su habitación, de modo que Louise bajó a esperar a la recepción del hotel. Una mujer muy hermosa acariciaba a un perro mientras un hombre leía el periódico con ayuda de una lupa. Cuando subió de nuevo a la habitación, vio que la llave seguía allí, de lo que dedujo que Aron aún estaba fuera. Se lo imaginó en una iglesia, con una vela en la mano.