Ahora sí está ayudándome. Ya no estoy sola.
Louise durmió inquieta aquella noche. De vez en cuando, se levantaba para observarlo desde la puerta y lo veía trabajar con el ordenador o leer los documentos de Henrik que ella le había llevado. Hacia las cuatro de la mañana, Aron se tumbó en el sofá, con los ojos abiertos.
Poco antes de las seis, Louise oyó un leve ruido en la cocina y se levantó. Lo encontró junto a los fogones, preparando café.
–¿Te he despertado?
–No. ¿Has dormido algo?
–Un poco –le contestó Aron–. Lo suficiente, al menos. Ya sabes que nunca duermo demasiado.
–Bueno, por lo que yo recuerdo, eras capaz de dormir hasta las diez y las once, si se terciaba.
–Quizá, pero sólo cuando llevaba mucho tiempo trabajando duro.
Ella notó cierta impaciencia en su voz y decidió deponer las armas enseguida.
–¿Qué tal ha ido?
–Pues ha sido una experiencia muy extraña la de intentar introducirme en su mundo. Me he sentido como un ladrón. Henrik levantó barreras infranqueables para los extraños, y yo tampoco he podido atravesarlas. Era como si estuviera batiéndome en duelo con mi propio hijo.
–¿Qué has podido descubrir?
–Antes tengo que tomarme un café. Y tú también. Cuando vivíamos juntos, ésa era una norma tácita, la de no hablar nunca de cosas serias antes de haber desayunado en solemne silencio. ¿Lo recuerdas?
Louise no lo había olvidado. Tenía grabada en su memoria la serie interminable de mudos desayunos que compartieron día tras día.
Se tomaron, pues, el café. Los papagayos revoloteaban sobre la mesa de madera, alborotados y lanzando sus rojos destellos. Llevaron las tazas a la cocina y se sentaron en el sofá. Ella estaba preparada para reaccionar si él volvía a acercarse como la víspera. Pero él pulsó el botón de inicio del ordenador y esperó a que se iluminase la pantalla, que se encendió al son de monótonos tambores.
–Compuso la música él mismo. No es difícil si eres un profesional de la informática, pero para un aficionado resulta bastante complejo. ¿Acaso había estudiado Henrik algo de informática?
No lo sabes, puesto que nunca estabas. Y en sus cartas no te cuenta en ningún momento a qué se dedicaba o qué estudiaba. Sabía que, en realidad, no te interesaba lo más mínimo.
–No, creo que no.
–¿Y qué hacía? Me contó que estaba estudiando, pero no el qué.
–Cursó un semestre de historia de las religiones en Lund. Pero no tardó en aburrirse. Después se sacó el permiso para conducir taxis y se ganaba la vida instalando persianas.
–¿Y podía vivir de eso?
–Era muy ahorrativo, incluso cuando viajaba. Decía que no quería decidir a qué dedicarse en la vida hasta no estar totalmente seguro. En cualquier caso, nunca trabajó con ordenadores, salvo como simple usuario. ¿Qué has encontrado?
–En realidad, nada.
–¡Pero si has estado despierto toda la noche!
Él le lanzó una mirada.
–Sí, ya me pareció oír que estabas despierta.
–Pues claro que estaba despierta, pero no quería molestarte. Bien, ¿qué has encontrado?
–He logrado forjarme una idea de cómo utilizaba su ordenador. Pero no he conseguido abrir todas esas puertas cerradas, todos esos muros y callejones sin salida que construyó, y que son muy reveladores acerca de lo que Henrik ocultaba.
–¿Y qué ocultaba?
Aron adoptó un repentino aire de preocupación.
–Miedo. Es como si no hubiese escatimado esfuerzos para construir todas las barreras imaginables, con el único propósito de impedirle a todo el mundo el acceso a lo que escondía en su ordenador. Estos discos son una válvula de seguridad alojada en lo más hondo de las profundidades de Henrik. También yo solía proteger el contenido de mis aparatos, pero jamás lo hice de ese modo. Es un trabajo magnífico. Yo soy un ladrón habilidoso en este terreno y no es frecuente que se me resistan los accesos, si me propongo encontrarlos. Pero se me resisten en este caso.
El miedo. Aquí lo tenemos otra vez. Nazrin hablaba de alegría. Pero el propio Henrik hablaba sin cesar del miedo durante los últimos meses de su vida. Y también es el miedo lo primero que ha descubierto Aron.
–El contenido de los ficheros que puedo abrir no aporta ninguna información interesante. Lleva en ellos la contabilidad de su pésima economía y parece que tiene contacto con varios portales de ventas por Internet, sobre todo de libros y películas. He estado dándome cabezazos contra sus muros de acero toda la noche.
–¿Y no has encontrado nada raro o inesperado?
–Bueno, creo que sí. Algo que no estaba en su lugar, guardado entre las carpetas del sistema. Me detuve ante ello por pura casualidad. ¡Fíjate!
Louise se inclinó para acercarse a la pantalla. Aron le señaló el fichero.
–Un fichero pequeño que nada tiene que ver con el sistema. Lo más extraordinario es que no intentó esconderlo en absoluto. Aquí no hay contraseñas ni códigos de seguridad de ninguna clase.
–¿Y por qué crees que lo hizo?
–En realidad, sólo se me ocurre un motivo. ¿Por qué deja alguien un fichero a la vista cuando se molesta en esconder todos los demás?
–¿Tal vez porque quiere que lo encuentren?
Aron asintió.
–Desde luego, es una posibilidad. Lo que revela ese fichero es que Henrik tiene un apartamento en Barcelona. ¿Lo sabías?
–No.
Louise recordó la
B
que había visto en los diarios de su hijo. ¿Sería el nombre de una ciudad, y no el de una persona?
–Pues tiene un pequeño apartamento en una calle que lleva el curioso nombre de Pasaje de Cristo. Se encuentra en el casco antiguo de la ciudad, en pleno centro de Barcelona. Además, ha anotado el nombre de la portera, señora Roig, y lo que paga de alquiler. Si no he entendido mal, lleva cuatro años alquilando ese apartamento, desde diciembre de 1999. Parece que firmó el contrato el último día del milenio pasado. ¿Tú sabes si Henrik sentía debilidad por los rituales? ¿Las noches de Año Nuevo? ¿Si enviaba mensajes en una botella? ¿Si era importante para él firmar un contrato un día determinado?
–Jamás se me había ocurrido. Aunque le gustaba volver a lugares que ya había visitado.
–En ese aspecto, la humanidad se divide en dos grupos: los que odian volver y los que adoran hacerlo. Tú ya sabes a cuál de los dos pertenezco yo. Y tú, ¿en cuál estás?
Louise no respondió. Atrajo la pantalla hacia sí y leyó lo que ponía. Aron se levantó y salió a ver a sus pájaros. De repente, ella temió que desapareciera otra vez.
Se puso el abrigo y salió también.
Los pájaros levantaron el vuelo y desaparecieron refugiándose en los árboles. Los dos se quedaron de pie, el uno junto al otro, contemplando el mar.
–Un buen día, veré aparecer por ahí un iceberg –dijo Aron–. Estoy convencido.
–A mí me traen sin cuidado tus icebergs. Quiero que vengas conmigo a Barcelona y me ayudes a comprender qué le pasó a Henrik.
Aron no respondió, pero ella estaba segura de que, en esta ocasión, haría lo que le pedía.
–Voy a bajar al puerto a pescar un rato –anunció al cabo de unos instantes.
–De acuerdo. Pero procura encontrar a alguien que te sustituya para cuidar el bosque mientras estás ausente.
Dos días más tarde, se despidieron de los rojos papagayos y pusieron rumbo a Melbourne. Aron vestía un arrugado traje marrón. Louise había pagado los billetes de avión, pero no protestó cuando Aron le reembolsó el dinero. A las diez y cuarto subieron a un avión de la compañía Lufthansa que los conduciría a Barcelona vía Bangkok y Frankfurt.
Iban hablando de lo que harían cuando llegasen a su destino. No tenían la llave del apartamento y tampoco sabían cómo reaccionaría la portera. ¿Qué sucedería si la mujer se negaba a dejarlos entrar? ¿Habría un consulado sueco en Barcelona? Les resultaba imposible prever cómo se desarrollarían los acontecimientos. Pero Louise insistía en que debían hacer preguntas. Con el silencio no avanzarían nada, y tampoco se acercarían a Henrik. Y entonces sólo podrían buscarlo a tientas.
Cuando Aron se quedó dormido con la cabeza sobre su hombro, ella se puso tensa, pero lo dejó descansar así.
Veintisiete horas más tarde aterrizaban en Barcelona. Y por la noche, tres días después de abandonar a los papagayos rojos, se vieron ante el edificio que se alzaba en un callejón sin salida que llevaba el nombre de Pasaje de Cristo.
Aron le tomó la mano y entraron juntos en el edificio.
El portador de la luz
Más vale encender una luz
que maldecir la oscuridad.
Confucio
La señora Roig, la portera, vivía en la planta baja, a la izquierda de donde arrancaba la escalera. La luz se encendió con un chisporroteo.
Habían acordado que dirían la verdad, que Henrik había muerto y que ellos eran sus padres. Aron llamó al timbre. Louise se imaginaba a la portera como la que recordaba de los seis meses que vivió en París, a mediados de los años setenta. Corpulenta, el cabello repeinado, lo que le daba un aire altanero, y algún que otro diente cariado asomando por su boca. Y al fondo, el sonido de un televisor encendido y el atisbo de los pies descalzos del marido sobre una mesa.
Pero quien abrió la puerta era una joven de veinticinco años. Louise vio que Aron se sorprendía ante su belleza. Aron chapurreaba el español, pues en su juventud había vivido unos meses en Las Palmas trabajando como camarero en distintos bares.
La joven se llamaba Blanca y asintió con amabilidad cuando Aron le contó que era el padre de Henrik y que la mujer que había junto a él era su madre.
Blanca Roig sonrió sin sospechar lo que le quedaba por oír. Louise pensó con desesperación que Aron estaba exponiéndolo todo en el orden equivocado. Aron cayó en la cuenta de su error y la observó suplicante, pero ella apartó la mirada.
–Henrik ha muerto –declaró entonces–. Por eso estamos aquí. Hemos venido a ver su apartamento y a recoger sus cosas.
Blanca no pareció comprender del todo, como si el español de Aron se hubiese convertido de improviso en un idioma incomprensible para ella.
–Henrik ha muerto –repitió Aron.
Blanca palideció y cruzó los brazos sobre el pecho.
–¿Que Henrik ha muerto? Pero ¿qué ha sucedido?
Aron volvió a mirar a Louise de reojo.
–Un accidente de tráfico.
Pero Louise no quería permitir que su hijo hubiese muerto en un accidente de tráfico.
–Enfermó –mintió Louise en inglés–. ¿Hablas inglés?
Blanca asintió.
–Enfermó y la enfermedad acabó con su vida.
Blanca se apartó dando un paso atrás y les pidió que entrasen. El apartamento era pequeño: dos habitaciones exiguas, una cocina diminuta y un cuarto de aseo separado por una cortina de plástico. Louise descubrió con asombro dos grandes pósters a color con motivos de la Grecia clásica que adornaban la pared. Blanca parecía vivir sola en el apartamento, pues no había rastros de que allí viviese un hombre ni ningún niño. La joven les pidió que se sentaran. Louise notó que estaba conmovida por la noticia. ¿Había sido Henrik un inquilino normal y corriente, o había habido algo más? Eran más o menos de la misma edad…
Blanca tenía los ojos arrasados en lágrimas. Louise pensó que se parecía a Nazrin, que podían haber sido hermanas.
–¿Cuándo fue la última vez que estuvo en el apartamento?
–En agosto. Llegó una noche, bastante tarde. Yo estaba dormida y él siempre se movía sin hacer ruido. Al día siguiente llamó a mi puerta. Me traía semillas de varias flores. Solía hacerlo cuando regresaba de algún viaje.
–¿Cuánto tiempo se quedó?
–Una semana. Diez días, quizá. La verdad es que no lo vi mucho durante ese tiempo. No sé qué estuvo haciendo. Pero, fuera lo que fuese, lo hacía por las noches. De día siempre estaba durmiendo.
–¿No tienes ni idea de a qué se dedicaba?
–Me dijo que escribía artículos de prensa. Siempre andaba mal de tiempo.
Louise y Aron se lanzaron una mirada fugaz. «Atento», le pidió Louise en silencio, «no te precipites como un caballo desbocado.»
–Bueno, cuando se trabaja para un periódico, siempre se dispone de algo de tiempo… ¿Sabes sobre qué escribía?
–Él solía decir que pertenecía a un movimiento de resistencia.
–Pero ¿utilizaba él ese término, «resistencia»?
–La verdad, yo no lo entendía muy bien. Pero él decía que era como durante la guerra civil española y que él trabajaba en el bando que había luchado contra Franco. Pero no hablábamos a menudo de sus cosas. Por lo general, nuestras conversaciones trataban sobre asuntos de tipo práctico. Yo solía lavarle la ropa y le limpiaba el apartamento. Pagaba bastante bien.
–¡Ah!, pero ¿tenía dinero?
Blanca frunció el entrecejo.
–Si sois sus padres, deberíais saberlo, ¿no?
Louise comprendió que debía intervenir.
–Bueno, estaba en la edad típica en que uno no se lo cuenta todo a sus padres, ya sabes.
–Pero confiaba en nosotros. Henrik era nuestro único hijo –apuntó Aron.
Louise se preguntó con horror cómo Aron era capaz de mentir con tanta convicción. ¿Habría heredado Henrik esa habilidad? ¿Habría sido tan convincente como su padre cuando mentía?
Blanca se levantó y salió de la habitación. Louise quiso decir algo, pero Aron negó con un gesto y deletreó la palabra «espera». Blanca volvió al instante con unas llaves.
–Vivía en el último piso.
–¿A quién le alquilaba el apartamento?
–A un coronel jubilado que vive en Madrid. En realidad, el apartamento es de su mujer, pero el coronel Méndez lleva todo lo relacionado con sus propiedades inmobiliarias.
–¿Sabes cómo encontró el apartamento?
–No. Sólo sé que, un día, se presentó aquí con un contrato de alquiler. Antes vivían en el apartamento dos estudiantes americanos bastante molestos que se pasaban el día escuchando música a todo volumen e invitando a sus amigas. A mí no me gustaban lo más mínimo. Así que, cuando vino Henrik, todo cambió para mejor.
Blanca los acompañó hasta el rellano y abrió la puerta del ascensor. Louise se detuvo un momento.
–¿Ha venido alguien a preguntar por él durante las últimas semanas?
–No.
Louise prestó atención. La alerta no tenía un origen concreto. Pero la respuesta había sido demasiado rápida, demasiado bien preparada. Blanca Roig se esperaba aquella pregunta. Alguien había estado allí y ella no quería revelárselo. Pese a que miró a Aron cuando entró en el angosto ascensor, él no pareció notar nada.