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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (40 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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–¿Está en el hospital?

–Se niega a que lo ingresen. No quiere que le abran la cabeza. Dice que prefiere morir.

–¡Pobre Leandros!

–Ha tenido una larga vida. Él mismo piensa que se merece morir.
«Oti prepi na teliosi, tha teliosi»
, como decimos nosotros: «lo que debe terminar, terminará».

Mitsos se levantó con la intención de marcharse.

–Pensaba irme mañana. A Suecia.

–¿Volverás el año que viene?

–Volveré.

Se le escapó. El pájaro echó a volar y ella no logró retener sus alas.

Mitsos estaba a punto de cruzar la puerta, cuando se detuvo y se dio la vuelta.

–Por cierto, vino una persona preguntando por ti.

Louise se puso en guardia en el acto. Mitsos acababa de mover los hilos que la rodeaban trabando su marcha.

–¿Quién?

–No lo sé.

–¿Era griego?

–No. Hablaba en inglés. Era alto, el cabello escaso, delgado. Tenía la voz clara. Preguntó por ti. Después fue a visitar las excavaciones. Daba la sensación de que sabía lo ocurrido.

Louise comprendió con pavor que el hombre que Mitsos acababa de describirle bien podía ser Aron.

–¿No dijo su nombre?

–Murray. Ni siquiera sé si es nombre o apellido.

–Puede ser ambas cosas. Cuéntame exactamente lo que pasó. Cuándo vino y qué quería. Y cómo llegó aquí, ¿en coche o apareció a pie por la calle? ¿O había aparcado el coche algo apartado, para que no se viese desde aquí?

–Pero ¡en el nombre de Dios!, ¿por qué iba a hacer tal cosa?

Louise sintió que no tenía fuerzas para dar más rodeos.

–Quizá fuese peligroso. Porque puede que fuese el que mató a Henrik y tal vez también a mi marido. Porque tal vez quisiera matarme a mí.

Mitsos la miró incrédulo y ya iba a oponer alguna objeción cuando Louise alzó la mano y le impidió que continuase.

–Quiero que me creas, sólo eso. ¿Cuándo vino?

–La semana pasada. El jueves por la noche. Llamó a la puerta. Yo había oído el ruido de un motor, pero los perros no se pusieron a ladrar. Preguntaba por ti.

–¿Recuerdas exactamente lo que dijo?

–Me preguntó si sabía si la señora Cantor estaba en casa.

–¿No dijo Louise?

–No, dijo «la señora Cantor».

–¿Lo habías visto con anterioridad?

–No.

–¿Te dio la sensación de que me conocía?

Mitsos vaciló antes de responder.

–No, no creo que te conociese.

–¿Qué le dijiste?

–Que te habías ido a Suecia y que no sabía cuándo pensabas volver.

–¿Y dices que fue a visitar las excavaciones?

–Eso fue el día siguiente.

–¿Qué pasó después?

–Me pidió disculpas por haberme molestado. Pero no lo dijo de corazón.

–¿Y tú cómo lo sabes?

–Esas cosas se notan. Era amable, pero a mí no me gustó.

–¿Qué ocurrió luego?

–Se perdió en la oscuridad y yo cerré la puerta.

–¿Oíste el ruido del motor al arrancar?

–No, que yo recuerde. Y los perros no ladraron una sola vez.

–¿No ha vuelto por aquí?

–Yo no lo he visto.

–¿Y nadie más ha preguntado por mí?

–Nadie.

Louise comprendió que no lograría averiguar nada más. Le dio las gracias a Mitsos, que se despidió y se marchó. Tan pronto como oyó cerrarse la puerta de Mitsos, ella hizo lo propio con la suya y se marchó de allí: no dormiría en la casa. Por la carretera que conducía a Atenas había un hotel, el Nemea, donde se había alojado en una ocasión, mientras reparaban una fuga de agua en la casa. Era prácticamente el único huésped del hotel y le dieron una habitación doble con vistas a unos extensos olivares. Se sentó en el balcón, sintió unas leves ráfagas de viento otoñal y fue a buscar una manta. A lo lejos se oían las notas de una melodía y risas.

Pensó en lo que le había contado Mitsos. Era imposible saber quién sería el hombre que había estado buscándola. Pero aquellos que le seguían la pista estaban más cerca de lo que ella se figuraba. No había conseguido librarse de ellos.

Creen que yo sé algo o que no me rendiré hasta que no encuentre lo que busco. El único modo de que me dejen en paz es cesar en mi búsqueda. Pensaba que los había dejado atrás cuando me marché de África. Pero estaba equivocada.

En la oscuridad que envolvía el balcón, decidió que no permanecería en Grecia. Tenía dos opciones: volver a Barcelona o regresar a Suecia. Tampoco aquella decisión fue difícil de adoptar: en aquellos momentos, necesitaba a Artur.

Al día siguiente, volvió a la casa e hizo la maleta. Le dejó a Mitsos las llaves en el buzón, junto con una nota en la que le decía que esperaba volver para llevarse la mecedora que le había regalado Leandros. Además, echó al buzón un sobre con dinero y le pidió que comprase para Leandros flores o cigarrillos y que le desease lo mejor de su parte.

Después, volvió a Atenas. Estaba nublado y el tráfico era intenso, impaciente. Conducía a una velocidad excesiva, pese a que no tenía la menor prisa. El tiempo existía fuera de ella, al margen de su control. En el torbellino que se había apoderado de su persona imperaba la intemporalidad.

Por la noche consiguió un vuelo a Copenhague con la compañía SAS; luego continuaría en tren hasta Estocolmo. Llegó a medianoche y se alojó en un hotel del aeropuerto, aún con el dinero de Aron. Llamó a Artur desde la habitación, tras haber comprobado los vuelos del día siguiente, y le pidió que fuese a buscarla a Östersund. Llegaría por la noche, puesto que antes quería pasarse por el apartamento de Henrik. Notó que su padre sentía un gran alivio al saber que había vuelto.

–¿Cómo estás?

–Demasiado cansada para hablar de ello ahora.

–Aquí está nevando –le comentó él–. Una nieve escasa y despaciosa. Estamos a cuatro grados bajo cero y ni siquiera se te ha ocurrido preguntarme cómo ha ido la caza del alce.

–Lo siento. ¿Qué tal fue?

–Ha sido una temporada buena, aunque demasiado breve.

–¿Cazaste alguno?

–Pues no. Ningún alce se presentó en mis turnos, pero no nos llevó más de dos días conseguir nuestra cuota. Te recogeré; en cuanto sepas cuándo llega tu vuelo, avísame.

Aquella noche durmió, por primera vez en mucho tiempo, sin despertarse constantemente alarmada por pesadillas. Dejó el equipaje en consigna y tomó un tren a Estocolmo. Una fría lluvia bañaba la ciudad y el viento soplaba gélido y racheado del Báltico. Echó a andar encogida de frío en dirección al barrio de Slussen. El tiempo era tan inclemente que cambió de opinión y paró un taxi. Sentada en el asiento trasero, volvió a ver ante sí, de repente, el rostro de Umbi.

Todo sigue igual Louise Cantor continúa rodeada de sombras.

Hizo acopio de todas sus fuerzas antes de entrar en el portal de la calle de Tavastgatan y abrir la puerta del apartamento de Henrik. En el suelo, al otro lado de la puerta, había varios folletos publicitarios y diarios locales que llevó a la cocina. Se sentó a la mesa y aplicó el oído. Desde un lugar que no pudo determinar le llegaron las notas de una melodía. Recordó vagamente que ya había oído la misma música en una ocasión anterior en el apartamento de su hijo.

Y rememoró el instante en que encontró a Henrik muerto.

Siempre dormía desnudo. Pero aquel día llevaba pijama.

De repente, comprendió que existía una explicación al hecho de que llevase pijama, una explicación que ella había pasado por alto, pues se negaba a creer que se hubiese quitado la vida. Pero ¿y si había sido así? Él sabía que, cuando lo encontrasen, ya habría muerto. Y no quería estar desnudo; por eso se había puesto un pijama bien planchado.

Entró en el dormitorio y contempló la cama. ¿Y si Göran Vrede y el forense tenían razón? Henrik se había suicidado. No pudo soportar la idea de su enfermedad y, además, tal vez la experiencia de un mundo cruel e injusto le resultase una carga demasiado pesada. Aron había desaparecido porque era el mismo de siempre, un hombre incapaz de asumir responsabilidades. El asesinato de Umbi le resultaba, desde luego, inexplicable, pero no era un hecho que, necesariamente, debiese guardar relación ni con Henrik ni con Aron.

«He buscado refugio en una pesadilla», se dijo, «en lugar de admitir lo sucedido.»

Pese a todo, no lograba convencerse. Había demasiados datos que apuntaban en direcciones contrarias. La brújula se había disparado. Ni siquiera sabía qué había sido de las sábanas que había en la cama de Henrik. ¿Y si, simplemente, se las habían llevado con el cadáver? Siempre había algún escollo en las ánforas que componía con piezas extraídas de la tierra griega. La realidad no siempre revelaba todos sus secretos. Cuando dejó el apartamento, aún estaba hecha un mar de dudas.

Bajó hasta Slussen y tomó un taxi que la llevó al aeropuerto de Arlanda. El paisaje a través del cual la llevaba el vehículo era gris y brumoso. Estaban a finales del otoño; el invierno no tardaría en llegar. En la terminal de salidas nacionales sacó un billete para el vuelo de las 16.10 horas, con destino a Östersund. Artur respondió desde el bosque y le aseguró que iría a buscarla.

Faltaban aún tres horas para que el avión despegase. Sentada a la mesa de una cafetería desde donde se veían los aviones que iban acercándose a la terminal, marcó el número de Nazrin, pero la joven no atendió la llamada. Louise le dejó un mensaje en el que le pedía que la llamase a Härjedalen.

En aquellos momentos, ésa era su mayor preocupación. Tenía que hablar con Nazrin acerca de la enfermedad de Henrik. Tenía que saber si se la había contagiado a Nazrin, su hermana Felicia.

Louise contempló el bosque que se extendía más allá del aeropuerto. ¿Cómo podría sobrellevarlo, si resultaba cierto?

Henrik también podía haberle transmitido la enfermedad a Nazrin, su hermana inexistente.

Durante las horas de espera, intentó pensar en lo que haría con su futuro.

Sólo tengo cincuenta y cuatro años. ¿Seguiré sintiendo alegría y excitación ante lo que me espera oculto bajo la tierra o eso pertenece ya al pasado? ¿Existe, en realidad, algún futuro posible?

Aún no había llegado hasta el fondo de la muerte de Henrik.

Lo que me mata es no saber. Tengo que conseguir que las piezas encajen y me cuenten su historia. Es posible que la única investigación arqueológica que me quede por hacer sea la que llevo dentro de mí.

Marcó el número del móvil de Aron. «El número marcado no se encuentra disponible en este momento.»

Los aviones despegaban hacia un cielo gris o, más bien, alzaban el vuelo como aves relucientes bajo las nubes. Anduvo despacio hacia la consigna para recuperar su equipaje, lo facturó y se sentó en un sofá de color azul dispuesta a esperar. El avión no iba lleno y despegó a la hora prevista.

Cuando empezó a caminar hacia la terminal del aeropuerto de Östersund estaba oscuro, no soplaba el viento y la nieve caía sobre la tierra en leves copos.

Artur la esperaba junto a la cinta transportadora del equipaje. Se había afeitado y arreglado para recibirla.

Tan pronto como subieron al coche, ella se echó a llorar. Artur le acarició la mejilla y puso rumbo hacia el puente que cruzaba el lago de Storsjön en dirección a la carretera que conducía al sur, hacia Sveg. En las inmediaciones de Svenstavik, Louise empezó a referirle su viaje a África.

–Es para probar –aclaró Louise–. Creo que tengo que ir probando para elaborar el relato tal y como fue. Tengo que buscar las palabras adecuadas.

–Tómate tu tiempo.

–Tengo la sensación de que es urgente.

–Tu vida ha sido una pura urgencia, siempre deprisa. Y nunca he comprendido por qué. De todos modos, uno nunca tiene tiempo de hacer más que una mínima parte de lo que desearía. Las vidas largas también resultan cortas. La gente de noventa puede soñar con la misma impaciencia que un adolescente.

–Sigo sin saber nada de Aron. Ni siquiera sé si está vivo.

–Tienes que denunciar su desaparición. Yo no he querido hacerlo sin hablar antes contigo. Pero he estado investigando por si había vuelto a Apollo Bay. Y no es así.

Avanzaban atravesando la oscuridad. Las luces de los faros alcanzaban el bosque, muy espeso a ambos lados de la carretera. Aún caían algunos copos de nieve. En algún punto entre Ytterhogdal y Sveg, Louise se durmió con la cabeza apoyada sobre el único hombro que le quedaba.

Al día siguiente se dirigió a la comisaría de policía del ayuntamiento y presentó una denuncia formal de la desaparición de Aron. Conocía de su niñez al agente que tomó nota, que era unos años mayor que ella. Recordó que tenía una moto y que ella estuvo perdidamente enamorada de él, o tal vez de la moto. El hombre le dio el pésame sin hacer preguntas.

Después fue al cementerio. Una fina capa de nieve cubría la tumba. Aún faltaba la lápida, pero Artur le había dicho que se la había encargado a un marmolista de Östersund.

Cuando llegó al cementerio, creyó que no podría soportar lo que la aguardaba, pero cuando se vio junto a la tumba, se sentía serena, casi impasible.

Henrik no está ahí. Está en mi interior, no bajo la tierra ni bajo la fina capa de nieve. Su viaje fue largo, pese a haber muerto tan joven. En eso sí que nos parecíamos el y yo: los dos nos tomamos la vida muy en serio.

Una mujer pasó por uno de los senderos que formaban las hileras de las tumbas. Saludó a Louise, pero no se detuvo. Louise la reconoció, aunque no era capaz de ponerle nombre a su rostro.

Empezó a nevar y, ya estaba a punto de marcharse del cementerio, cuando el móvil empezó a sonar en su bolsillo. Era Nazrin. Al principio, le costó entender lo que decía la joven, que la llamaba desde un lugar muy ruidoso.

–¿Puedes oírme? –gritó Nazrin.

–Mal. ¿Dónde estás?

–Los tiempos cambian. Antes siempre se preguntaba «¿cómo estás?». Hoy hemos de emprender, antes que nada, una exploración geográfica y preguntamos «¿dónde estás?», antes de interesarnos por la salud.

–Apenas si puedo oírte.

–Es que estoy en la Estación Central. Los trenes van y vienen y la gente corre de un lado a otro.

–¿Te vas de viaje?

–No, acabo de llegar de Katrineholm, de todos los lugares del mundo. Y tú, ¿dónde estás?

–Ante la tumba de Henrik.

La voz de Nazrin se perdió un instante, pero volvió a oírse enseguida.

–¿He oído bien? ¿Quieres decir que estás en el norte?

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