Cuando, varias horas más tarde, cerró el último archivador, estaba convencida. No había sido una muerte natural. La catástrofe había venido de fuera.
Se acercó a la ventana y miró hacia la calle en penumbra.
«Ahí se ocultan sombras», observó para sí, «y algunas de esas sombras asesinaron a mi hijo.»
Por un instante, le pareció entrever a alguien que se movía junto a la oscura fachada. Después, todo volvió a la normalidad.
Era más de medianoche cuando dejó el apartamento y se marchó al hotel. De vez en cuando, se volvía a mirar. Pero nadie la seguía.
La habitación del hotel la recibió en silencio. Las habitaciones en las que la gente entra y sale constantemente no acumulan recuerdos. Se colocó junto a la ventana y se quedó contemplando el barrio de Gamla Stan; observó el tráfico y pensó que el ruido no traspasaba los gruesos cristales. La grabación de los sonidos de la realidad estaba cortada.
Se había llevado algunos de los archivadores más voluminosos. El escritorio era pequeño, así que extendió los documentos sobre la cama y retomó la lectura. Pasó casi toda la noche leyendo. Entre las tres y media y las cuatro y cuarto, cayó dormida entre los archivadores, cuyo contenido se había esparcido por la cama como un mar de papeles. Con un sobresalto, se despertó y se aplicó a continuar la lectura. Pensó que estaba clasificando la información sobre Henrik que tenía ante sí igual que hacía su trabajo de arqueóloga. ¿Por qué estudiaba su hijo con tanto ahínco algo que había sucedido con el presidente Kennedy hacía más de cuarenta años? ¿Qué buscaba exactamente? ¿Qué información se ocultaba en aquellos documentos? ¿Cómo busca uno lo que otro andaba buscando? Era como una de las muchas ánforas de la antigüedad griega ante las que ella se había visto a lo largo de toda su vida: un montón de piezas rotas, sin ordenar, que ella debía unir y dar vida como si se tratase de un Ave Fénix surgida de un montón de cenizas milenarias; precisaba de una buena dosis de paciencia para no ceder al desaliento y domeñar los rebeldes trozos que no parecían dispuestos a dejarse unir. Pero, y ahora, ¿cómo debía proceder? ¿Cómo pegar los trozos que Henrik había dejado?
Una y otra vez rompía a llorar durante la noche. O tal vez se pasó la noche llorando sin cesar y sólo cobraba conciencia de ello cuando, a ratos, las lágrimas cesaban. Leyó todos aquellos documentos desconcertantes que Henrik había recopilado, la mayor parte escritos en inglés, en ocasiones fragmentos fotocopiados de libros o de compilaciones de documentos, otras veces impresiones de documentos informáticos procedentes de la biblioteca de la universidad o de instituciones privadas.
Todo giraba en torno a un cerebro desaparecido. El cerebro del presidente asesinado.
Al alba, agotada, se estiró sobre la cama e intentó sintetizar lo más importante de cuanto había leído.
En noviembre de 1963, hacia las doce del mediodía,
central time
, el presidente John Fitzgerald Kennedy recibió un disparo cuando, junto con su mujer, cruzaba en un coche descubierto el centro de Dallas. Tres disparos salieron del arma, tres proyectiles que cruzaban el aire a la velocidad del rayo y transformaban cuanto había en su camino en una sanguinolenta masa de carne y huesos y ligamentos. El primer disparo alcanzó al presidente en la garganta; el segundo falló; pero el tercero le impactó en la cabeza y le abrió un orificio por el que salieron propulsados con gran violencia fragmentos de masa encefálica. El cuerpo del presidente fue trasladado aquel mismo día desde Dallas en el
Airforce Number One
. Lyndon Johnson juró el cargo de presidente a bordo del avión; a su lado estaba sentada Jackie, con la ropa ensangrentada. Después practicaron la autopsia del cadáver del presidente en un hospital naval. Un telón ocultaba cuanto sucedía, nadie sabía lo que ocurría en realidad. Muchos años después se aseguró que el cerebro del presidente Kennedy –los restos que habían quedado tras la autopsia– había desaparecido. Pese a que se llevaron a cabo varias investigaciones en un intento por aclarar lo sucedido, nunca dieron con el cerebro. Lo más probable era que Robert Kennedy, el hermano del presidente asesinado, se hubiese hecho cargo de esos restos y los hubiese enterrado. Pero nadie lo sabía con certeza. Y, pocos años más tarde, Robert Kennedy murió, también asesinado. El cerebro del presidente Kennedy estaba desaparecido sin remedio.
Con los ojos cerrados y tendida en la cama, intentaba entender todo aquello. «¿Qué buscaba Henrik?» Revisó mentalmente las notas que su hijo había escrito en los márgenes de los documentos.
«El cerebro del presidente muerto es como un disco duro. ¿Acaso alguien tenía miedo de que fuese posible descodificar el cerebro al igual que se descodifica un disco duro para obtener huellas de textos que, en realidad, deberían haber estado borrados?»
Henrik no contestaba a la pregunta.
Se tumbó de lado y observó el cuadro que había en la pared, junto a la puerta del cuarto de baño. Tres tulipanes en un jarrón de color beige, sobre una mesa de madera oscura, y un tapete blanco. «Un cuadro bastante malo», sentenció. «No respira. Y las flores no despiden ningún perfume.»
En uno de los archivadores, Henrik había intercalado una página entera escrita por él y extraída de algún bloc; en ella intentaba responder al enigma de por qué podía desaparecer un cerebro.
«El miedo a que resulte posible liberar los últimos y más secretos pensamientos de una persona muerta. Como taladrar una caja fuerte o robar los diarios del archivo más secreto de cualquiera. ¿Se puede llegar más hondo en la vida privada de una persona que robando sus pensamientos?»
Louise no comprendía quién tenía miedo de qué. ¿Qué creía Henrik que podía contar el presidente muerto? ¿Una historia concluida ya desde hace tiempo? ¿Qué tipo de historia buscaba Henrik?
«Debe de ser una pista falsa», resolvió. Se sentó sobre la cama y buscó el papel en el que él había hecho sus anotaciones. Comprobó que Henrik había escrito demasiado deprisa. La letra era bastante mala, había muchas tachaduras y la puntuación era escasa. Por si fuera poco, parecía haberlo escrito sin un apoyo, tal vez sobre sus rodillas. Abordaba allí la hipótesis del «trofeo»:
«Una cabellera puede ser la mayor de las presas de caza, al igual que la cornamenta de un alce o la cabeza de un león. Así pues, ¿por qué un cerebro no habría de considerarse también como un trofeo? Pero ¿quién es el cazador?».
Luego había escrito el nombre de Robert Kennedy, seguido de un signo de interrogación.
El tercer posible motivo era «la alternativa desconocida»:
«Algo que no podemos imaginar siquiera. Mientras el cerebro siga desaparecido, esta tercera alternativa no debe desestimarse. No puedo pasar por alto el elemento desconocido».
En el aún oscuro amanecer, se levantó y se dirigió hasta la ventana. Llovía y los faros de los coches despedían destellos. Se vio obligada a apoyarse en la pared para no caerse.
¿Qué buscaba su hijo?
Se notaba mareada y sentía que no podía seguir en la habitación por más tiempo.
Poco después de las siete, ya había recogido todos los papeles; tras pagar la habitación, se sentó en el comedor del hotel ante una taza de café.
Un hombre y una mujer que estaban sentados a la mesa contigua leían en voz alta réplicas de una obra de teatro. El hombre era de edad muy avanzada y leía con sus ojos miopes el texto de su papel, que sujetaba con manos temblorosas. La mujer llevaba un abrigo rojo y leía con voz monótona. La obra trataba de una ruptura, la escena se desarrollaba en un vestíbulo o tal vez en el descansillo de una escalera. Pero Louise no fue capaz de determinar si era él o ella quien dejaba al otro. Apuró el café y salió a la calle. La lluvia había cesado. Enfiló la pendiente que conducía al apartamento de Henrik. El cansancio le provocaba una especie de vacío, y le parecía que los sentimientos le provocaban escozor.
No pienso ir más allá del siguiente paso. Un paso detrás de otro, ni uno más.
Se sentó ante la mesa de la cocina y evitó mirar las migas de pan, que seguían sobre la mesa. Hojeó de nuevo la agenda. La letra
be
mayúscula aparecía con frecuencia. Se imaginó que correspondería a un nombre como Birgitta, Barbara, Berit… En ningún lugar había nada parecido a una aclaración. ¿A qué venía, por otro lado, aquel interés por el presidente Kennedy y su cerebro? Algo había obsesionado a su hijo, pero ¿sería real lo que buscaba o sería un símbolo? ¿Existiría aquella ánfora quebrada o sería un espejismo?
Se obligó a abrir la puerta del ropero y tanteó los bolsillos de las prendas. No halló más que monedas de poco valor, la mayoría suecas, y algún que otro euro. En el bolsillo de una cazadora encontró un sucio billete de autobús, tal vez de metro. Se llevó el billete a la cocina y lo sostuvo bajo la lámpara.
Madrid
. O sea, que Henrik había estado en España. A ella no se lo había mencionado; en tal caso, lo habría recordado. Por lo general, eso era lo único que le decía de sus viajes, dónde había estado; pero jamás por qué. Le revelaba el destino, nunca la intención.
Volvió al armario. En el bolsillo de un pantalón halló restos de una flor seca que se pulverizó entre sus manos. Nada más.
Se aplicó a revisar las camisas. Entonces llamaron a la puerta. Dio un respingo, como si el timbre la hubiese herido. El corazón le latía con violencia mientras se dirigía hacia el vestíbulo para abrir. Pero no era Henrik, sino una joven de baja estatura y cabello oscuro, al igual que los ojos y un abrigo abotonado hasta la barbilla.
La joven la miró con cierta reserva.
–¿Está Henrik?
Louise se echó a llorar. La joven retrocedió unos pasos apenas perceptibles.
–¿Qué hace usted aquí? –preguntó asustada.
Louise no era capaz de responder. Se dio la vuelta y volvió a la cocina. Desde allí, oyó cómo la joven entraba y cerraba la puerta sin hacer ruido.
–¿Qué hace aquí? –insistió.
–Henrik ha muerto.
La joven se sobresaltó y empezó a respirar con celeridad. Estaba de pie, inmóvil, mirando fijamente a Louise.
–¿Quién eres tú? –preguntó Louise.
–Me llamo Nazrin y salgo con Henrik…, bueno, salí con él. Desde luego, somos amigos. Él es el mejor amigo que una puede tener.
–Pues ha muerto.
Louise se levantó y sacó una silla para la muchacha, que seguía con el abrigo abotonado. Cuando Louise le contó lo sucedido, Nazrin negó con un gesto despacioso.
–Henrik no puede haber muerto –replicó cuando Louise hubo concluido.
–No. Yo pienso como tú. No puede haber muerto.
Louise aguardaba la reacción de Nazrin, pero lo hacía en vano, pues la joven no parecía comprender lo que había sucedido. Con suma cautela, Nazrin empezó a hacer preguntas.
–¿Estaba enfermo?
–No, nunca estuvo enfermo. Tuvo algunas enfermedades infantiles, como el sarampión, pero fueron tan leves que apenas nos dimos cuenta. Cuando era adolescente, pasó una época en que a menudo le sangraba la nariz, pero no le duró mucho. Él decía que sangraba porque la vida transcurría con demasiada lentitud.
–¿Qué quería decir con eso?
–No lo sé.
–Pero no puede haber muerto así, sin más. Esas cosas no suceden.
–No, no suceden. Y aun así, eso es lo que ha pasado. Las cosas que nunca suceden son las peores que le pueden suceder a uno.
Louise sintió de repente una ira creciente ante el hecho de que Nazrin no se hubiese echado a llorar. Para ella era como si la joven estuviese ultrajando a Henrik.
–Quiero que te marches –le soltó a bocajarro.
–¿Por qué?
–Viniste aquí para ver a Henrik, pero él ha dejado de existir. Así que puedes irte.
–Él me contó que jamás te había hablado de mí. Uno no puede vivir sin secretos, decía.
–¿Eso te dijo?
–Sí. Y también me dijo que fuiste tú quien se lo enseñó.
La ira de Louise empezó a atenuarse. Y se sintió avergonzada.
–Tengo miedo –confesó–. Estoy temblando. He perdido a mi único hijo. He perdido mi propia vida. Y lo único que hago es esperar aquí sentada a que se produzca mi propia descomposición.
Nazrin se levantó y entró en la otra habitación. Louise la oyó sollozar. La joven estuvo allí largo rato. Cuando regresó, se había desabotonado el abrigo y sus ojos oscuros aparecían enrojecidos.
–Habíamos quedado hoy para dar el «gran paseo». Así lo llamábamos. Solíamos salir de la ciudad bordeando el agua y caminábamos tanto como podíamos aguantar. Durante el camino de ida, debíamos guardar silencio. A la vuelta, ya podíamos hablar.
–¿Cómo es que te llamas Nazrin y no tienes acento?
–Nací en el aeropuerto de Arlanda. Mi familia llevaba allí dos días esperando que les asignaran un campo de refugiados. Mi madre me dio a luz en el suelo, junto al control de pasaportes; todo sucedió muy deprisa. Así que nací en Suecia. Ni mi madre ni mi padre tenían pasaporte. Pero a mí, que nací allí, en el suelo, me dieron la ciudadanía sueca enseguida. Aún hoy, uno de los policías del control de pasaportes me llama de vez en cuando.
–¿Cómo os conocisteis Henrik y tú?
–En un autobús. Íbamos en asientos contiguos. Él se echó a reír al tiempo que señalaba una pintada que alguien había hecho con rotulador en la pared del autobús. Pero a mí no me pareció divertido en absoluto.
–¿Qué ponía?
–Pues la verdad es que no lo recuerdo. Después, un buen día se presentó en mi trabajo. Yo soy enfermera en una clínica dental. Tenía la boca llena de algodón y decía que le dolía una muela.
Nazrin se quitó el abrigo. Louise observó su cuerpo y trató de imaginársela desnuda con Henrik.
Estiró el brazo sobre la mesa y posó su mano sobre el brazo de Nazrin.
–Tú tienes que saber algo. Yo estaba en Grecia. Tú estabas aquí. ¿Sucedió algo? ¿Lo notaste cambiado?
–No, estaba contento. Mucho más de lo que lo había estado últimamente; en realidad, lo nuestro se había convertido para él en una especie de amistad. Pero a su vuelta lo vi muy animado.
–Pero ¿por qué? ¿Qué había pasado?
–No lo sé.
Louise vio que Nazrin le decía la verdad. «Es como excavar en capas de sedimentos removidas», se dijo. «Incluso un experto arqueólogo puede tardar bastante en comprender que ha alcanzado una nueva capa de tierra. Y es posible cavar en los restos de un terremoto sin notarlo hasta mucho después.»