Al recibir la noticia, a la Princesa se le cortó la respiración. ¡Aquello era una auténtica osadía! Tanto Mariana de Neoburgo como el Cardenal eran enemigos acérrimos de Felipe, y ambos habían sido desterrados de sus reinos. La viuda, por apoyar públicamente al Archiduque Carlos. Su Eminencia, por oponerse a que el Rey tuviera autoridad sobre la Iglesia. No era admisible que Isabel recibiera con tantas muestras de afecto a dos personas expulsadas de España. Y, además, ella sabía muy bien lo mucho que la odiaban por su intervención en sus respectivas caídas en desgracia. Estaba segura de que estarían vertiendo toda clase de venenos contra ella en los oídos de la Reina, como termitas devorando las patas de su sillón. Tendría que actuar rápida y astutamente para contrarrestar esas influencias si no quería acabar cayéndose al suelo y ser pisoteada igual que una molesta cucaracha.
La mejor estrategia era sin duda ponerla en su sitio desde el principio. Aquella muchacha pueblerina tenía que enterarse de una vez por todas de cuál era su papel a partir de ese momento, y darse cuenta de que, si quería ganarse el afecto y la confianza de su marido, ella era la pieza imprescindible para lograrlo. Por mucho que dijese Alberoni, estaba claro que se le habían subido los humos. Y era fundamental bajárselos lo antes posible.
Así que Mariana le escribió una larga carta en la que, entre frases ampulosas y fórmulas de cortesía, le dejaba claras las cosas de una vez para siempre: Su Majestad Don Felipe consideraba que su comportamiento al recibir a sus enemigos no había sido adecuado. Tampoco eran de su agrado los sucesivos retrasos de su viaje. Debía comprender que su principal obligación era obedecer en todo los deseos de su real esposo. Y su real esposo exigía que se pusiera en camino lo antes posible y sin más dilaciones hacia Castilla. La boda se celebraría el día 24 de diciembre en Guadalajara, antes de que Sus Majestades realizasen juntos su solemne entrada en Madrid, y el Rey no admitía ningún cambio al respecto. Aunque la nieve atascase los caminos, aunque un vendaval derribase los árboles e impidiera el paso de su cortejo, la Reina de España debía estar ese día ante el altar.
Por lo demás, su nueva Camarera Mayor —Felipe había tenido a bien confiar otra vez en ella para que cuidase de su segunda esposa— le enviaba su maternal afecto y se declaraba humildemente dispuesta a enseñarle todo lo que fuera preciso para que llegase a ocupar en el corazón del Rey y de sus súbditos el mismo lugar imborrable que había ocupado Su difunta Majestad Doña María Luisa, a quien Dios tuviese en su Gloria.
El día 19 de diciembre de 1714, Mariana salió desde el Alcázar hacia la villa de Jadraque, donde debía esperar a la Reina para conducirla a Guadalajara. Nevaba sobre Madrid, y a las diez de la mañana en el palacio ya estaban encendidas las velas. A la Princesa no le importó, sin embargo, ni la oscuridad, ni el frío, ni las posibles dificultades con las que tal vez se tropezase en el camino: se había levantado de muy buen humor, y sentía dentro de sí misma el viejo placer del dominio, que parecía hacerla flotar por encima de las contrariedades, como un gran pájaro que permaneciese aleteando entre los vientos más frenéticos. Una nueva época estaba a punto de empezar, y se sentía totalmente segura de su esplendor. Alberoni —quien, según le contaban, pasaba mucho tiempo a solas con la Reina— había hecho bien su trabajo. Y también, por supuesto, la carta que ella le había enviado había logrado el efecto esperado. Isabel escribía ahora con mansedumbre y humildad, y les había pedido perdón a ella y al Rey por las molestias que su ignorancia de la etiqueta y de los sucesos de la corte hubiera podido causar. La primera parte del trabajo, la más difícil, estaba hecha.
En tres días —cuatro a lo sumo, según informaban los mensajeros que iban y venían entre el cortejo de la novia y Madrid—, se encontraría por fin con Isabel. Y entonces la nueva soberana caería en sus brazos, entregándose a su sabiduría igual que una novicia deposita la certidumbre de su futuro en las manos de su superiora. Ella sería su maestra, y la guiaría firmemente hacia el agradecimiento y la sumisión que les debía al Rey y a ella misma, y también hacia la fastuosa dignidad que debía mostrar como soberana. Sí, estaba segura de que la tarea que le quedaba por desempeñar sería tan descansada como un paseo en silla de manos por alguna de las deliciosas veredas sombreadas de los jardines del Rey Luis en una cálida tarde de verano.
Mariana acudió a despedirse de Felipe antes de iniciar el viaje. Estaba nervioso y contento, igual que un caballo al que hubieran soltado en un cercado junto a una yegua en celo. Cuando vio entrar a Mariana, dio varios saltitos en su dirección y la hizo levantarse a mitad de su reverencia:
—¿Crees que debo vestirme de oro y azul para recibirla?
—Desde luego que sí, señor. Su Majestad agradecerá que llevéis los colores del blasón de los Farnesio. Es un gesto muy galante.
Felipe comenzó a morderse la uña del dedo pulgar de su mano derecha y masculló:
—¿De verdad será guapa…? ¿A ti te han dicho algo que yo no sepa?
—¡Claro que no! Todas las noticias son muy favorables, os lo aseguro.
—¿Tú crees que… que sabrá algo de…? —Incapaz de terminar su frase, el Rey señaló su entrepierna.
—No os preocupéis, Majestad. Hablaré con ella. Si aún no está preparada, lo estará para la noche de bodas, os doy mi palabra.
El Monarca se emocionó y cogió las manos de la Camarera Mayor:
—¡Mi querida Princesa…! No sé qué habría sido de mí sin ti… Por cierto, antes de que te vayas, tengo una gran noticia: ahora que hemos reconquistado Cataluña, voy a darte dos señoríos. Les he quitado a los Duques de Cardona el suyo por apoyar al usurpador. Será para ti. Y te crearé otro en Rosas. Cuando volvamos de la boda, lo arreglaré todo. ¿Estás contenta?
Mariana pensó que no. No estaba contenta en absoluto. Ella deseaba ser soberana de un principado grande y destacado en el norte, cerca de París, que generase buenas rentas y fuese respetado. ¡Soberana, como se le había prometido! No dueña de un puñado de fincas, y para colmo en Cataluña, donde estaría rodeada de enemigos y de saboteadores. Tendría que volver a hablar nuevamente con el Rey del asunto. ¡Qué fastidio! Estaba harta de reclamar una y otra vez aquello que se le debía. Pero éste no era el momento adecuado para iniciar de nuevo la conversación. Después de la boda, cuando Felipe estuviera tranquilo y satisfecho, volvería a explicárselo todo por enésima vez. Así que disimuló su disgusto, sacó a relucir su mejor sonrisa y agradeció gentilmente la oferta:
—Gracias, Majestad. Sois muy generoso. Hablaremos de todo a la vuelta. Ahora debo irme. Nos veremos dentro de cinco días en Guadalajara.
—¡Llévamela! ¡Llévamela bien!
—No os preocupéis de nada, señor. Allí estaremos las dos, dichosas de encontrarnos ante Vuestra Majestad.
Mariana hizo de nuevo su magnífica reverencia y Felipe volvió a morderse las uñas mientras contemplaba el retrato de su nueva esposa colgado frente a su mesa y pensaba en la rotunda solemnidad de sus senos, contra los cuales la novia sostenía una blanca flor de pureza, que él estaba dispuesto a comerse a mordiscos.
El día 23, hacia el mediodía, un mensajero se presentó en la casa de postas de Jadraque para avisar a la Camarera Mayor de que Su Majestad la Reina no llegaría hasta última hora de la tarde. Los caminos estaban cubiertos de nieve y el cortejo sólo podía circular muy lentamente. Había que prever que tuviesen que pasar la noche allí y salir hacia Guadalajara al día siguiente.
La Princesa se había pasado la mañana supervisando la posada, comprobando que todos los muebles que habían llegado desde Madrid para darle un cierto aire principesco a aquel lugar penoso estuvieran colocados en su sitio, confirmando la blandura de los colchones de la cama de Isabel y el buen planchado de sus sábanas. La habitación donde los viajeros solían comer había sido transformada en saloncito. Mariana ordenó colocar dos sillones junto a la chimenea, uno a cada lado. Allí tendría lugar su primera conversación con la Reina. Antes de subir a su cuarto a descansar un poco, contempló durante unos instantes el escenario y se sintió satisfecha: todo estaba en orden, impecable, el sillón de Isabel un poco más alto que el suyo, pero los dos a la misma distancia del fuego y, frente a ellas, el retrato de Felipe. Sí, era un buen lugar para empezar a conocerse, dos mujeres cara a cara, compartiendo los momentos iniciales de lo que habría de ser su largo reinado conjunto, y ella dejando bien evidente desde el principio su autoridad, a la que Isabel tendría que someterse.
Luego comenzó a arreglarse. Había elegido un vestido magnífico, recién traído de París —terciopelo carmesí y bordados en oro—, y su mejor aderezo de diamantes y esmeraldas. Después de la muerte de los Delfines, Madame de Maintenon había logrado que triunfase en Versalles su aspecto sobrio, como de viuda piadosa y elegante. También ella se había plegado a esa modestia después de la desaparición de María Luisa, y llevaba varios meses vistiéndose con telas poco llamativas y cubriéndose el escote. Pero aquél era un día especial: tenía que impresionar a la Reina, y la riqueza de su traje y de sus joyas sería la primera prueba ante ella de su poder.
Las horas pasaban despacio. Cerca ya de la medianoche, aparecieron algunos guardias que se habían adelantado al cortejo para anunciar la llegada inmediata de Su Majestad. Mariana, que había estado dormitando en su sillón junto al fuego, se espabiló rápidamente y se puso en pie. Se atusó el precioso vestido, se pasó las manos por el cabello para comprobar que sus rizos seguían en su lugar, enderezó su carísimo collar y dejó que le colocaran encima de los hombros su impresionante capa azul forrada de piel blanca. Esplendorosa, recta y firme como una bella columna, caminó después hasta la puerta de la posada, seguida por su séquito.
Nevaba. Bajo la luz de los hachones encendidos para recibir a la Reina, los copos refulgían como pequeños brillantes y caían al suelo dejando en el aire una estela translúcida. Todo estaba en silencio. Hermoso silencio, pensó la Princesa. Dentro de su cuerpo, podía oír los latidos de su corazón, firmes, invencibles. No sentía miedo. Ni frío. Sólo la solidez, la bendita solidez de su alma que la había conducido hasta allí. Y el poder corriendo por sus venas como sangre repleta de vida.
Ya llegaban. Se oían relinchos de caballos, voces de hombres. Enseguida, la carroza real, cubierta de nieve, se detuvo ante la entrada. Mariana permaneció quieta en el umbral. Los miembros de su séquito se miraron: la etiqueta ordenaba que la Camarera Mayor se acercase a esperar a Su Majestad junto a la portezuela. Aquel desplante era sin duda una manera de demostrarle a la Reina su autoridad.
Isabel de Farnesio se bajó del coche y caminó hacia la puerta, alta, rotunda, quizá malhumorada. Sólo entonces la Princesa se hundió en una de sus reverencias ejemplares. La soberana la levantó y fingió abrazarla, sin llegar a rozar su cuerpo. No sonrió. No saludó. No miró a nadie. Se dirigió altanera a Mariana, con su fea voz de pajarraco, y le exigió —claramente le exigió— que se reuniera con ella a solas. Entraron juntas en el saloncito y, sin dudarlo, la Reina se sentó en el sillón más alto. La Princesa esperó en vano su indicación para ocupar el otro asiento. Pero ella se había puesto a contemplar el fuego, tiesa e indiferente.
Alguien cerró la puerta. Al otro lado, en el vestíbulo, se oían las voces apagadas de los miembros del séquito real, que iban entrando poco a poco. Allí dentro, junto a la chimenea, parecía que no ocurría nada, como si una cúpula de vidrio hubiese aislado a las dos mujeres de la realidad y permaneciesen allí solas, únicas, dos seres al margen del mundo, a punto de devorarse el uno al otro por el dominio absoluto de un espacio que ninguno quería compartir. En pie, irritada, Mariana contempló a la Reina. Alberoni le había mentido. No era guapa. Se le notaban las marcas de la viruela, afeándole la piel. Tenía los labios finos y apretados, como si amenazasen con estallar repentinamente en cólera. Y estaba gorda. A Felipe no le gustaban las mujeres gordas. Gorda, fea y descortés, eso es lo que era. Y, para colmo, mal vestida, muy mal vestida. Su gusto era sin duda alguna pésimo.
Al cabo de un rato, cuando tuvo claro que no la iba a invitar a sentarse, hizo una breve reverencia:
—Sed bienvenida, Majestad.
Isabel de Farnesio siguió mirando las llamas:
—Gracias.
—¿Habéis tenido un buen viaje?
—No. Ha sido terrible.
—Mañana debemos salir hacia Guadalajara muy temprano. Por suerte, es una jornada corta. —La Reina guardó silencio—. La ceremonia será a las cinco. Hasta entonces no veréis a Su Majestad Don Felipe.
Isabel se volvió ahora hacia ella:
—¿Eso dice la etiqueta? ¿No conoceré a mi marido hasta que estemos ante el altar?
—Así es, señora. Pero podéis estar tranquila. Su Majestad os espera con ansia. —La Reina volvió a mirar el fuego y no dijo nada. Mariana empezaba a sentirse seriamente enfadada—. Todo está preparado. Os he hecho traer un precioso vestido de París. Estaréis muy hermosa, aunque quizá haya que hacerle algún arreglo de última hora.
Isabel se volvió de nuevo:
—¿Quieres decir que estoy gorda?
—¡Por Dios, no era ésa mi intención, Majestad! Pero tal vez las medidas que me dieron no eran exactas.
La Reina sonrió durante un breve segundo y, por primera vez, miró a su Camarera a los ojos:
—Tengo mi propio vestido de novia. No necesito el tuyo.
Mariana sintió la furia estallándole dentro de la cabeza. Apretó disimuladamente los puños, rebuscó con paciencia en el espacio donde anidaba su cortesía y, calmadamente, trató de hacerle ver a aquella provinciana malcriada que su criterio no tenía ningún valor:
—Perdonad que me atreva a insistir, señora, pero creo que deberíais poneros el que yo os he encargado. Me temo que las modas de Turín y de Madrid no sean las mismas. Y puedo aseguraros además que conozco bien los gustos de Su Majestad Don Felipe.
—Sí. Ya me han dicho que presumes de conocer muy bien a mi marido.
La pelea de gallos había empezado. Mariana estiró el cuello, dispuesta a lanzar el picotazo más fuerte:
—Así es. Hace muchos años que estoy a su lado. Creo humildemente que podría decirse que todo lo que vais a poseer lo logramos juntos Su Majestad Don Felipe, Su difunta Majestad Doña María Luisa, a quien Dios tenga en su Gloria, y yo.