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Authors: Ángeles Caso

Tags: #Histórico, Intriga

Donde se alzan los tronos (27 page)

BOOK: Donde se alzan los tronos
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—Ya veo… También me han contado lo mucho que presumes de que aquí gobiernas tú.

Quizá por primera vez en su vida, Mariana temió haberse quedado sin respuesta. Le costó un gran esfuerzo encontrar las palabras adecuadas. Era el momento de dejarle las cosas claras. Ahora o nunca:

—Señora, empezáis una nueva vida para la que tal vez aún no estéis preparada. Los reinos de España son un millón de veces más grandes que el ducado de Parma, un millón de veces más relumbrantes. Difícilmente hubierais podido soñar, dado vuestro linaje, con este trono. Ahora necesitáis aprender el lugar que ocupa cada uno en vuestra existencia. Y, antes que nada, el vuestro propio. Su Majestad Don Felipe confía plenamente en mí para todo. Y si deseáis ganaros su cariño, deberíais seguir su ejemplo. Sólo conseguiréis que él os ame si vos aprendéis a amarme a mí, a quien, por cierto, debéis vuestro nuevo y relevante lugar en el mundo. Tengo a bien recordároslo, y creo que sería mejor que no lo olvidaseis.

Algo oscuro, terrible, como un relámpago devastador, cruzó el rostro de la Reina. Se puso en pie:

—Tal vez tú no deberías olvidar una cosa mucho más importante: a partir de ahora, la Reina soy yo. Y sólo yo.

Isabel de Farnesio se dirigió deprisa a la puerta y la abrió atropelladamente. Su grito se oyó en toda la casa:

—¡Quitadme de aquí a esta loca!

Las gentes del séquito la miraron boquiabiertas, paralizadas por el asombro. Nadie se movía. De pronto, desde la penumbra al pie de las escaleras, avanzó hacia la luz la figura untuosa y perfumada del Padre Alberoni. Los caballeros y las damas fueron abriéndole paso, mientras él, sonriente, caminaba en medio del silencio, entraba en el saloncito, llegaba hasta la Princesa —que permanecía en pie junto al fuego, rígida como un trozo de piedra—, la cogía por un brazo y la empujaba violentamente hasta situarla ante el Capitán de la Guardia, entregándosela. Pero el oficial fue incapaz de hacer ni el más mínimo gesto. Entonces se oyó decir a la Reina:

—¡Traedme recado de escribir!

Alguien partió en busca de papel, pluma y tintero. Isabel de Farnesio se acercó a la mesa y escribió durante unos momentos. Luego, sin decir nada, le entregó el papel al Padre Alberoni. El cura soltó al fin el brazo de Mariana y se acercó a un candelabro. Su voz resonó triunfante:

—Su Majestad ordena que la Princesa de los Ursinos sea detenida y conducida de inmediato a la frontera. ¡Ahora mismo! —Sonriente, con el rostro enrojecido de placer, se acercó al oficial de la Guardia, que permanecía estupefacto ante Mariana, sin atreverse a tocarla, y exhibió el escrito ante sus narices—. Encerradla en una habitación hasta que todo esté preparado. Sola.

Dos horas después, a las tres de la madrugada del día 24 de diciembre de 1714, Mariana de la Trémoille, Condesa viuda de Chalais, Princesa viuda de los Ursinos, era subida a un coche en compañía de una criada, llevando por único equipaje su magnífico traje de terciopelo carmesí y su riquísimo aderezo. Y un corazón que ahora latía tenue y apagado. No había nada más. Ni dolor ni ira. Quedaba su cuerpo, sí, pero el espíritu de la Princesa se había disuelto, como un puñado de nieve que hubiese dejado un insignificante charco en el suelo. Dos guardias de corps viajaban con ella en la carroza, vigilando cada uno de sus movimientos. Cincuenta más la rodeaban, con la orden expresa de cabalgar lo más rápidamente posible hasta Irún, sin más paradas que las imprescindibles.

En ese mismo momento, Su Majestad la Reina Católica de España Doña Isabel de Farnesio roncaba gloriosamente en su cama, soñando que estrangulaba entre sus brazos rollizos a un hombrecillo insignificante. En la habitación de al lado, el Padre Giulio Alberoni rezaba infatigable, agarrado a su crucifijo de oro como si fuera el tronco salvador de un náufrago, dando las gracias por las bondades divinas que lo habían llevado casi, casi, a las cumbres del poder, y rogando para que lo aupasen un poco más, hasta las mismísimas alturas de donde nadie pudiera expulsarlo jamás, salvo para ascender a los Cielos.

Al amanecer, detrás del coche rodeado de soldados, se pudo ver claramente sobre la blancura de la nieve el rastro mugriento de la vanidad, que abandonaba a toda prisa el lugar de la desgracia y corría veloz hacia la casa de postas de Jadraque, en busca de la Gloria inmortal.

Epílogo

El 13 de enero de 1715, después de un penoso y apresurado viaje de veinte días, la Princesa de los Ursinos cruzó la frontera que separa España de Francia y llegó a San Juan de Luz. La nieve, el viento y el frío habían sido tan intensos durante aquella cabalgata feroz que a uno de los cocheros hubo que amputarle un brazo porque la mano se le había congelado. Aun así, nadie vio nunca llorar a Mariana. Tampoco la oyeron quejarse. Ni siquiera, en los ocho años que aún le quedaban por vivir, se permitió jamás criticar en voz alta a Isabel de Farnesio o a Felipe V.

Y eso que se lo merecían. Al menos el Rey: aquel hombre que un par de días antes no sabía vivir sin su adorada Camarera Mayor la abandonó por completo a su suerte en cuanto su nueva esposa se metió en su cama y le permitió volver a clavar su estoque y ascender cada día varias veces al paraíso en buena compañía. La nueva Reina se hizo por supuesto con el poder. Y, junto a ella, el Padre Alberoni, que enseguida recibió el empujón necesario —quién sabe si de Dios o del Diablo— y llegó a las más altas cimas tan ansiadas, convirtiéndose en Cardenal Alberoni, además de Grande de España y Primer Ministro de facto de Su Majestad Don Felipe.

Entretanto, a finales de enero, Mariana recibió el permiso para trasladarse a Versalles, seguida de cerca por varios amigos que habían sido expulsados de Madrid detrás de ella, entre otros el Ministro Jean Orry, que había trabajado mucho por la reforma de la administración española, y el Confesor Real, Padre Robinet, que también había trabajado mucho para que la conciencia de Felipe estuviese de acuerdo con las ideas de la Princesa.

Luis XIV y Madame de Maintenon la acogieron con afecto. Pero no se sintieron capaces de hacer gran cosa por ella: el Rey de España les había hecho saber que consideraría cualquier honor a la Camarera desterrada como una ofensa a su esposa, y que se dedicaría a entorpecer las conversaciones de paz de Utrecht, que aún se estaban celebrando. Así pues, se le concedió una pensión y se le hizo entender que era mejor que se fuera a vivir a otro país. Quizá la debilidad de ánimo que por una vez mostró Luis tuviera que ver con el hecho de que se estuviera muriendo: el Esqueleto Segador le cortó en efecto la cabeza el 1 de septiembre de 1715, cuando estaba a punto de cumplir los setenta y siete años.

La noticia le llegó a Mariana en Aviñón, donde esperaba el permiso del Papa para regresar a Roma y convertirse de nuevo, como viuda del Príncipe Orsini, en primera dama de la ciudad: ya que al fin no había logrado su propio principado, intentaría disfrutar de los privilegios heredados de su marido. Pero aunque Clemente XI le debía en buena medida a ella el papado, no estaba dispuesto a perdonarle fácilmente que en 1709 hubiera convencido a Felipe para expulsar de Madrid al Nuncio. Se supone que el Santo Padre no era un hombre de mucha autoridad. Sin embargo, debía de ser bastante rencoroso: primero la obligó a aguardar la autorización del Rey de España para que pudiese instalarse en Roma, pues no quería herir a su Católica Majestad. Después la «invitó» a abandonar Aviñón, que era posesión suya a pesar de estar en territorio de Francia. Más tarde regaló sus privilegios como viuda Orsini al Duque de Gravina. Y, por último, la hizo esperar casi cinco años en Génova hasta que por fin, en 1720, pudo regresar a Roma, con todas las bendiciones papales y reales debidas, e instalarse en su nuevo y moderno palacio de Adda. Allí la atrapó la Muerte el 5 de diciembre de 1722, a los ochenta años, tras haber sufrido tan sólo una breve enfermedad de cuatro días.

Claro que Mariana de la Trémoille no se aburrió ni un momento durante aquel tiempo: dotada de una magnífica salud —sólo padecía algunos problemas de visión—, de un buen ánimo envidiable y de un talento para la política y la vida social a prueba de toda clase de golpes, pronto reunió en sus residencias de Génova y luego de Roma a las gentes más importantes de ambas ciudades. Rodeada siempre de diplomáticos, gobernantes y dignatarios de la Iglesia, se mantuvo informada de todos los sucesos europeos, aunque ya no fuera una de sus protagonistas. Y, sobre todo, vivió con estupor —y acaso cierta impotencia— lo que estaba sucediendo en España: enfermos de megalomanía, Isabel de Farnesio y Giulio Alberoni convencieron al Rey de que tenía que rechazar los tratados de paz de Utrecht y Rastatt e iniciar la reconquista de sus territorios italianos perdidos. Apenas terminada la Guerra de Sucesión, un nuevo conflicto bélico estallaba en Europa en 1717, cuando los ejércitos españoles invadieron la Cerdeña austríaca y luego la Sicilia de los Saboya. En 1719, Alberoni incluso envió una flota a conquistar Gran Bretaña, aunque una vez más, como en los tiempos de la Armada Invencible, los elementos hicieron de las suyas y una tormenta desbarató el absurdo proyecto.

Ni el Cardenal, ni Isabel de Farnesio ni Felipe V se habían dado cuenta antes de aquel patético arrebato de ardor bélico de que la situación internacional no era la misma que algunos años atrás. Francia ya no estaba gobernada por el abuelo Luis. El nuevo Rey, Luis XV —aquel pequeño Delfín de dos años al que nadie creía capaz de sobrevivir y que alcanzaría sin embargo los sesenta y cuatro—, era aún un niño, y el poder lo ostentaba el Regente, el ambicioso Duque de Orleans, que no estaba dispuesto a permitir la expansión de los reinos de Felipe. Esta vez, Francia se alió en una Cuádruple Alianza con sus antiguos enemigos, Gran Bretaña, Holanda y el Imperio, y todos juntos lograron derrotar a España.

Durante sus últimos tiempos en Roma, la Princesa de los Ursinos coincidió con su gran enemigo, Giulio Alberoni, que había caído rodando, y bastante magullado, por la pendiente del poder. Tras la derrota a manos de la Cuádruple Alianza, el Cardenal había sido expulsado de España el 4 de diciembre de 1719. Con tan pocos miramientos como los que había utilizado él para expulsar a Mariana tan sólo cinco años antes. Y con peor fortuna: durante su viaje estuvo a punto de ser asesinado —quizá por orden de la propia Isabel de Farnesio— y por algún tiempo tuvo que vivir como un proscrito, pues el mismísimo Papa se había empeñado en encarcelarle. Por cierto, Clemente XI, por muy Papa que fuera, entremedias también se murió. Concretamente, el 19 de marzo de 1721.

Después de tantos descalabros y tantas muertes, quedaría muy bien cerrar esta historia diciendo aquello de
Sic transit gloria mundi.
Sí, así pasa la gloria del mundo. Qué frase tan consoladora. Pero, a decir verdad, me temo que eso sólo ocurre a veces.

ÁNGELES CASO, nació en Gijón en 1959. Es licenciada en Historia del Arte y considerada «una escritora magnífica. Escribir no es ponerse a contar cosas. Ella no se pone a contar cosas. Crea un mundo» (Ana María Matute). Entre su obra narrativa destacan: Elisabeth, emperatriz de Austria-Hungría o el hada maldita; El peso de las sombras (finalista del Premio Planeta 1994); El mundo visto desde el cielo, y El resto de la vida. Un largo silencio (Premio Fernando Lara 2000) se ha convertido en un hito en las novelas para la recuperación de la memoria histórica, con numerosas ediciones. Ha escrito también las biografías Elisabeth de Austria- Hungría: álbum privado y Giuseppe Verdi. La intensa vida de un genio, así como los ensayos Las olvidadas. Una historia de mujeres creadoras y Las casas de los poetas muertos. Su obra se completa con cuentos infantiles, guiones de cine y traducciones. Contra el viento, Premio Planeta 2009, ha sido traducida a diez idiomas (holandés, italiano, chino, rumano, serbio, esloveno, francés, polaco, ruso y turco) y galardonada con el Premio a la mejor novela extranjera en China. Colabora en la Cadena Ser, en RNE y en La Vanguardia.

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