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Authors: Ángeles Caso

Tags: #Histórico, Intriga

Donde se alzan los tronos (10 page)

BOOK: Donde se alzan los tronos
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De haberse atrevido, Felipe habría reconocido que hasta el olor de la sangre y el estertor de los moribundos llegaron a resultarle no sólo indiferentes, sino más bien vivificantes. De haber sido capaz de que sus pensamientos se adentrasen un poco más allá de la superficie resbaladiza de las cosas, habría tenido que aceptar que el dolor y la muerte ajenos le producían una rara alegría, el placer perverso de saber que eran otros los que morían y sufrían, mientras él seguía vivo, respirando, sí, sintiendo el corazón latirle muy fuerte y percibiendo en sus oídos, como una música marcial, el ruido de la batalla que ahora, después de la experiencia del primer día, se había vuelto sordo, inidentificable, algo así como si un millón de abejas zumbaran amenazadoras a su alrededor —haciendo nacer en sus entrañas el deseo de acabar fieramente con ellas—, mientras él se mantenía protegido sobre su caballo, resplandeciente e intocable. El nieto victorioso del victorioso Rey Sol.

Ésa era la única cuestión: la victoria. Aquellos meses en el frente se lo habían hecho comprender: era un Borbón, por sus venas corría la sangre de mil guerreros laureados. Su cuerpo estaba hecho para la guerra, y su espíritu para el triunfo. Ahora sabía que jamás iba a permitir que sus enemigos lo derrotasen. ¡Jamás! No sería fácil, por supuesto. Eran fuertes los enemigos. Fuertes y numerosos: el Imperio, que todavía aspiraba a quitarle el trono y entregárselo al Archiduque Carlos, y junto con él Inglaterra, Holanda, Portugal y Saboya. Sí, su propio suegro le había traicionado y se había unido al resto de los aliados para luchar contra España y Francia, a los que sólo ayudaba la pequeña Baviera. Todos aquellos Reyes codiciaban las riquezas de sus tierras, y además odiaban a Francia y no querían ver a Luis convertido en el Monarca más poderoso. Y, sobre todo —quizá por encima de todo lo demás—, estaba el asunto de la trata de esclavos.

Cada vez hacían falta más negros en las Indias, tanto en las colonias de España como en las de Francia. Las plantaciones de caña de azúcar, de cacao y de tabaco aumentaban y se extendían de mes en mes, con sus cosechas prodigiosas. Además de las minas de oro y de plata, que gastaban miles de esclavos al año. Se necesitaban muchos hombres fuertes para todo aquello. Y también muchas mujeres para atender los palacios y las mansiones y las haciendas y las necesidades de los caballeros, aunque él en ese asunto en concreto prefería no pensar. Vender negros en aquellas regiones era un gran negocio. Y, desde Fernando el Católico, los Reyes de las naciones conquistadoras se beneficiaban de ese comercio: eran ellos quienes concedían el privilegio de la trata y cobraban una comisión por cada esclavo vendido, viéndose obligados a cambio a arriesgar sus naves y sus hombres en la lucha contra el contrabando, que les arrebataba ilegalmente muchos beneficios. Ése era el precio que pagaban por facilitarles la existencia a sus súbditos de ultramar, sus carísimos barcos y la vida de un montón de buenos soldados.

Luis XIV había ido un poco más lejos que sus antepasados: había fundado su propia empresa, la Compañía de Guinea, para llevar esclavos a sus territorios del otro lado del océano. Al sentar a su nieto en el trono de España, le había asociado al negocio para cubrir también las necesidades de sus propias provincias. Felipe se sentía tranquilo con aquel asunto, porque la Compañía estaba dirigida por Jean-Baptiste Ducasse, el gobernador de la próspera colonia francesa de Santo Domingo. Y Jean-Baptiste Ducasse era un hombre de honor, del que un rey podía fiarse. Felipe recordaba haberle visto varias veces en Versalles. Era extremadamente educado y amable, de gustos refinados y exquisita sensibilidad para la música, algo que a él le agradaba de manera especial. Nadie hubiera dicho que ese caballero, que parecía haber vivido siempre entre príncipes, había sido en tiempos remotos capitán de barcos negreros, y había tenido que surcar los mares llevando a bordo de sus navíos aquella carga nauseabunda de negros que dormían sobre sus propios excrementos. Estaba seguro de que su honestidad y su buen hacer les procurarían muchas ganancias. Era un auténtico alivio poder confiar en que sus hombres sabrían cómo dar caza en las costas de África a la mayor cantidad posible de esclavos y que los trasladarían rápidamente a las Indias —buenos capitanes conocedores de las mejores rutas de la mar—, luchando contra los vientos para evitar que muriesen como ratas en las bodegas, perdiéndose así un montón de dinero.

Lo malo era que los portugueses, y los holandeses, y también los ingleses —con una codicia más propia de judíos que de cristianos— ansiaban desesperadamente poseer el control de la trata. Así que, al saber que los franceses se lo habían reservado todo para sí mismos, se habían lanzado con entusiasmo sobre sus mosquetes y sus cañones, dispuestos a defender su derecho a vender negros. Y ahí estaban ahora en plena guerra, miles de hombres de lenguas distintas enzarzados contra él y su abuelo, combatiendo en diversas zonas de Europa para que sus soberanos fuesen cada vez más ricos, y acumulasen más títulos, y exhibieran más escudos en sus estandartes, y pudieran gozar de más pedazos de Cielo tras su muerte, aunque, eso sí, unos en el Cielo de los católicos y otros en el de los protestantes, bien separados para evitar problemas.

Felipe pensó en todo eso, y en que algún día, si el negocio de la trata salía bien, le concedería el Toisón de Oro a Ducasse. Pensó también que, de momento, él y su abuelo iban ganando la guerra, gracias a Dios. Y pensó en el cuerpo suave y pequeño de María Luisa, en sus grandes pechos blancos con el botoncillo rosado que tanto le gustaba morder, en su cueva profunda y tibia a través de la cual un hombre podía ascender al Cielo en cuerpo y alma. Se imaginó frotándose contra ella y clavando luego su estoque —le gustaba mucho esa expresión guerrera— en aquel centro milagroso del universo, y sintió el deseo subiéndole por las venas, como el excitante aguardiente de las mañanas de batalla.

En cuanto llegase a Madrid, se metería en la cama con la Reina y se pasaría allí días enteros, hasta que se cansara de poseerla, si es que eso podía llegar a suceder. Estaba harto del sexo en solitario. El Jefe de su Casa, Charles de Louville, había intentado enredarle con varias mujeres durante los meses que habían estado en Italia. Pero él se había mantenido fiel a los preceptos de Fénelon: jamás se acostaría con nadie que no fuese su esposa. Por más que se pavonearan ante él tratando de tentarle ciertas damas exquisitas dispuestas a cualquier exceso, ilustres cortesanas dueñas de todos los conocimientos sobre los cuerpos o deliciosas doncellas en busca de un primer amante regio, había sabido quitárselas de encima y se las había arreglado a solas, guardando la entrega de su pasión para María Luisa. Al cabo de unas horas estaría al fin con ella, y hasta el triste Alcázar le parecería el Jardín de las Delicias. A lo lejos se veían ya las murallas de Guadalajara. Felipe V de España espoleó su caballo y, seguido por el séquito —exhausto del viaje acelerado—, cabalgó hacia la ciudad donde pasaría la última noche antes de regresar a los amadísimos y lindos brazos de su mujer.

Mientras el Rey intentaba volar hacia Madrid, la Princesa de los Ursinos, sentada junto a la chimenea de su antesala en el Alcázar, observaba con calma el rostro flácido del Cardenal César d’Estrées. Era increíble cómo se le habían abotargado las mejillas a aquel hombre. En realidad, las mejillas y el resto del cuerpo. Estaba todo él hinchado, redondo, como si un diablo le hubiera soplado aire por dentro, deformándole. Hasta las manos eran ahora gordas y amorfas, y a Mariana le daban ganas de pinchárselas con una aguja para que volviesen a ser las manos de antes, las de treinta años atrás, cuando él le tendía en público la derecha, para que ella besase respetuosamente su anillo de prelado, y luego, a solas, le acariciaba la nuca con la punta de los dedos, haciéndola estremecerse, antes de empezar a desnudarla.

¿Estaba sintiendo una punzada de nostalgia…? La Princesa se recompuso: agarró fuertemente la parte más dura de su mente, la más oscura de su corazón, y las puso cerca de la mesa, junto al fuego, bien visibles. No quería sentir ni la más pequeña pizca de afecto por aquel hombre que le había dado tanto placer en la juventud. Entonces, el Cardenal D’Estrées era su amante, y ella le había entregado todo lo que se le entrega a un amante: enormes cantidades de ternura, por supuesto, y misterio, y confianza, y todas aquellas posturas raras del amor que a él tanto le gustaban, lo recordaba muy bien. Pero ahora sólo era un enemigo a batir, y no debía permitirse hacia él ni la menor debilidad.

La Camarera Mayor sonrió durante un segundo a aquel vejestorio, aquella grotesca deformación de sí mismo, y luego retomó la conversación:

—Vuestro comportamiento no es el adecuado, Eminencia. Su Majestad os ha enviado a Madrid para resolver problemas, no para crearlos. Debéis sentaros en el Despacho junto al resto de los miembros del gobierno, eso es todo.

El nuevo Embajador de Luis XIV torció ostentosamente la boca casi desdentada. Más que un gesto de enfado, a Mariana le pareció una mueca de dolor, y se preguntó si también se le estarían clavando en los riñones, como a ella, las tallas de los horribles sillones de madera, tan del gusto castellano, en los que estaban sentados.

—¡Su Majestad me ha enviado para dirigir el gobierno, no para ser uno más! El Rey sabe que los Ministros españoles son unos ineptos que han colocado el reino al borde del abismo. ¡Un empujón más de sus negros pies, y ya no habrá España! ¡¡¡No pienso acudir al Despacho con todos esos inútiles mientras no se reconozca mi preeminencia!!!

—¿Dónde está escrito todo eso…? Las cartas de Versalles sólo dicen que habéis sido nombrado Embajador y que, dada vuestra gran experiencia —y Mariana recalcó esas dos palabras, subrayando de alguna manera la vejez de su contrincante—, Su Majestad Luis desea que forméis parte del gobierno de España. Nada más. No se me ha comunicado que estéis por encima del resto de los Ministros.

César d’Estrées se sintió enrojecer de indignación. ¿Cómo era posible que aquella mujer a la que él arropó cuando llegó a Roma como una viuda desconsolada y arruinada, a la que buscó el mejor marido e incorporó al grupo de franceses más notables de la ciudad —y también más útiles a Luis XIV— le mostrara tanto desagradecimiento…? Durante años, la había dominado, y ella había hecho todo lo que él deseaba. Había sido siempre dócil, una inteligente alumna sumisa, que se deslizaba por los salones romanos como si fuera su propia sombra y luego se metía en su cama, compartía con él sus secretos y ponía su cuerpo entero a su disposición, como la más entregada de las cortesanas. Era su creación. Si el Rey confiaba en ella, era por todo lo que él le había enseñado, conduciéndola como a una yegua mansa por el camino que llevaba al establo donde se almacena la mejor hierba. ¿Y ahora se lo devolvía así…? ¿Ahora se permitía desobedecerle, a él, César d’Estrées, sobrino de la magnífica concubina de Enrique IV, Duque-Obispo de Laon, Cardenal de la Santa Iglesia y amigo dilecto de Su Majestad Cristianísima…? No estaba dispuesto a que una puta como aquélla —y él sabía bien que lo era— le pasase por encima. Golpeó el brazo del sillón con el puño:

—¡No acepto vuestras reticencias, Princesa! ¡Tengo pruebas de que el Rey os ha escrito para contaros cuál es mi papel! ¡Yo he venido aquí a gobernar, y no estoy dispuesto a que una mujer me aparte de mi deber! ¡Pronto sabremos quién vence, si vos o yo! —César se atusó la larga melena, lo único que aún le quedaba de sus buenos tiempos de Cardenal seductor, y bajó repentinamente la voz—: Ahora debo ir a visitar a la Reina. Nos veremos pronto, señora.

Mariana sabía muy bien lo que él estaba pensando. Era capaz de leer dentro de su cabeza sin necesidad de que dijese nada, igual que treinta años atrás adivinaba sus deseos antes de que él los expresara. D’Estrées no podía soportar que ella ya no se dejara poseer, que no se mantuviera sumisa bajo él, hundida por su peso de varón, que no lamiera arrastrándose la punta de sus zapatos. No lograba aceptar que la ambición que latía dentro de ella había adoptado su propia forma, expulsando de su interior la debilidad y el miedo que aún podía sentir cuando era joven. Pero hacía ya mucho tiempo que se había puesto en pie, con la cabeza erguida. Había soportado que le cayeran encima cien tormentas y también se había adormecido bajo el sol, sola, inquebrantable, con el mismo orgullo y la misma fiereza que exhibían todos los hombres a su alrededor. Ahora era ella quien mandaba. El tiempo de César d’Estrées había terminado, y al fin era él el que tenía que someterse a la energía de una mujer. Le iba a costar aceptarlo, y trataría de hacerle daño —conocía bien sus largos rencores y sus venganzas dolorosas—, pero a la larga tendría que inclinarse ante su poder, reconociendo su grandeza.

Eso sí, Mariana no estaba dispuesta a lograrlo imitando sus malas maneras de hombre furioso, levantando la voz o dando manotazos al aire. Su solidez y su delicadeza convivían sin problemas dentro de su cuerpo de mujer, y se ayudaban la una a la otra para hacer pasar desapercibida su ambición. Se mantuvo, pues, primorosamente impasible, empleando el mismo tono de voz que habría usado para hablar del último peinado de moda en Versalles:

—Su Majestad no va a recibiros. No le agrada vuestra compañía. No intentéis acercaros a sus aposentos, porque sus guardias tienen orden de no dejaros entrar, y podría organizarse un escándalo. No creo que os convenga que se diga que habéis querido forzar la puerta de la Reina… Id a vuestra casa y esperad hasta mañana, cuando llegue el Rey.

El Embajador se puso el sombrero. Le temblaba el cuerpo de furia. Le hubiera gustado estrangular a esa mujerzuela indecente, estrangularla y gozar al mismo tiempo de ella, tomarla como si fuera una perra, aplastándola dolorosamente contra el suelo, para que se enterase de una vez por todas de que no podía desobedecerle. ¿Quién era ella para rebelarse contra su voluntad…? Sólo logró contenerse mediante un enorme esfuerzo de su larga disciplina de cortesano. Sus últimas palabras fueron un susurro:

—Esto no ha terminado, señora. Podéis estar segura de que le contaré a Su Majestad Luis XIV lo que está ocurriendo aquí. Y lo que está ocurriendo es que queréis el poder para vos misma. Habéis hechizado a Doña María Luisa, y a través de ella intentáis establecer vuestro dominio sobre el Rey Felipe. Sois una bruja, y acabaréis ardiendo en una hoguera. No lo olvidéis.

Mariana sonrió e inclinó la cabeza para despedirse. Había empezado la guerra y se sentía llena de energía y de deseos de combatir. Sí, igual que su soberano, también ella había nacido para derrotar a sus enemigos. Acudiría a la batalla enarbolando su mejor espada y, como los césares, haría desfilar a los vencidos ante los ojos de todos, humillados y cabizbajos. De momento, el nuevo Embajador de Versalles ya estaba en apuros: adelantándose al lacayo, había cerrado la puerta al salir con tal fuerza que la capa se le había quedado atrapada. La Princesa oyó al otro lado de la habitación ruidos, bufidos e improperios hasta que, al fin, el criado logró abrir y desenganchar a Su Eminencia. Entonces pudo verlo alejarse por los corredores con sus rápidos pasitos torpes de viejo y la magnífica capa de Cardenal, desgarrada en una esquina, flambeando tras él a la luz de las teas. La Camarera Mayor soltó una carcajada leve e, inmediatamente, hizo llamar a su secretario. La pelea con D’Estrées —quizá también algún recuerdo inesperado, entrevisto como una ráfaga incompleta pero llena de sensaciones apetecibles— le había abierto las ganas de pasar un buen rato en la cama con D’Aubigny. Un breve momento de descanso y éxtasis antes de ir a servirle la cena a la Reina.

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