—¡Oh! Sí, sí, dormir creo que sí… Lo que no he hecho ha sido…
Se puso rojo y agachó rápidamente la cabeza, incapaz de terminar la frase. La Camarera no sintió ninguna sorpresa. Estaba bien informada sobre Felipe. Sabía que era un tipo raro, probablemente el único miembro de la corte de Versalles —incluyendo a los criados— que había llegado al matrimonio sin haber tenido jamás una amante. El Padre Fénelon había hecho su trabajo a conciencia, y había logrado hacer creer a aquella criatura de ingenio más bien escaso que el amor fuera del sacramento le llevaría derecho al Infierno. El Rey era virgen. Pero de eso ya hacía tiempo que estaba informada, desde que Luis le pidió que se hiciese cargo de la novia y la llevara a España para quedarse luego a su lado. Lo que no sabía era que nadie le había contado a aquel muchacho lo que debía hacer para acostarse con una mujer. Ahora empezaba a sospecharlo. Le interrogó con suavidad y sin mirarle a los ojos, para que no se sintiera cohibido:
—¿Queréis decir que no habéis consumado vuestro matrimonio? ¿Es eso, Majestad…?
Felipe asintió con la cabeza, mientras se metía un bizcocho entero en la boca. Mariana suspiró mentalmente:
—No creo que debáis preocuparos… Es muy normal que la primera noche no suceda nada. Incluso que pasen varias noches hasta que se produzca el acto. Es habitual que los esposos tan jóvenes como Vuestras Majestades necesiten conocerse un poco antes de ser capaces de intimar en la cama.
El Rey seguía con la cabeza agachada, comiendo bizcochos. Los carrillos, cada vez más rojos, se le habían hinchado. Un hilo de chocolate le resbalaba por el mentón. Mariana se lo limpió mientras insistía en preguntarle:
—¿Su Majestad la Reina os recibió bien? ¿Estuvo amable?
Felipe volvió a asentir. La Camarera decidió intentar librarse de aquella penosa tarea:
—Creo, señor, que tal vez necesitéis hablar con un hombre. ¿Queréis que llame a Louville…? —La cabeza agachada negó—. ¿A Benavente…? ¿A vuestro Confesor…?
Felipe tragó con esfuerzo todo lo que tenía en la boca y, al fin, se atrevió a mirarla a los ojos:
—Deseo que me lo expliques tú. Tú eres mujer, y sabes lo que les gusta a las mujeres. Quiero hacer cosas que le gusten…
Mariana pensó que aquel deseo era muy prometedor para el futuro del matrimonio. Desde luego, lo más probable era que a la Reina no le gustasen las mismas cosas que a ella —al menos no todavía—, pero se sentía perfectamente capaz de recordar sus comienzos en los asuntos amorosos, los primeros tiempos inocentes de su matrimonio, y la manera apropiada para una niña de relacionarse con su esposo. Le daría una clase iniciática. No le quedaba otro remedio. Y si querían ir más allá, ya tendrían tiempo de aprender ellos solos. Pidió permiso para sentarse y comenzó a explicarse con mucha calma:
—Lo primero que debéis hacer, señor, es acariciarla. A las mujeres nos agradan las caricias hechas con suavidad. Acariciadle primero la cara y luego id bajando vuestros dedos por el cuello, por la parte de la nuca y también por delante. Al mismo tiempo, podéis empezar a besarla, muy despacio.
Felipe carraspeó:
—¿Cómo lo hago…? ¿Con los labios cerrados…?
—Creo que es mejor que los abráis, señor, y también que estén un poco húmedos. Y estaría bien que al mismo tiempo pasarais un poco la lengua por la piel. Es una sensación muy agradable…
El Rey la miraba sin pestañear. De pronto, le tendió la mano:
—Bésame tú tal y como debo hacerlo.
Mientras acercaba su sillón al del Rey y le cogía la mano, inclinándose hacia ella, Mariana pensó que, en cuanto llegaran a Madrid, encargaría que le tallaran una imagen del santo Job, al que pudiera rezar y encender muchos cirios:
—Así, Majestad.
Al día siguiente, los Reyes no se levantaron hasta casi las tres. Enseguida hicieron llamar a la Camarera Mayor al cuarto de la Reina, donde esperaban juntos el desayuno. Aunque Mariana no hubiese estado al corriente de lo que ya sabía todo el séquito —los ruidos de la cama, los gritos ahogados varias veces a lo largo de la noche—, le habría bastado con verlos un instante para saber lo que había ocurrido. Felipe y María Luisa estaban sentados el uno junto al otro al lado de la chimenea, cogidos de la mano, sonrientes. A cada minuto se miraban a los ojos sin poder evitarlo, como si en el mundo no hubiera nada más hermoso para mirar que el rostro del otro, y la sangre les circulaba con tanto ardor que las pieles pálidas del día anterior se habían vuelto rosáceas y tiernas. Mariana se permitió por un momento envidiarles: acababan de descubrir una de las mejores cosas de la vida, y de ahora en adelante —y ojalá fuera durante mucho tiempo— se dedicarían a profundizar en ese saber con el entusiasmo de los eruditos. Y entonces se sintió orgullosa de sí misma: al fin y al cabo, ella había sido la maestra que les había abierto las puertas del arte más sublime. Su reverencia de aquella mañana fue, de hecho, un poco menos humilde que de costumbre.
Don Fadrique Álvarez de Toledo y Ponce de León, Marqués de Villafranca del Bierzo, Conde de Peña-Ramiro, Duque de Fernandina y Príncipe de Montalbán, Mayordomo Mayor de Su Majestad el Rey Don Felipe V de España, se quitó el lunar postizo de la barbilla y se lo colocó cerca del ojo izquierdo. Al mirarse de nuevo en el espejo, se encontró más favorecido, aunque realmente parecía que una mosca se había posado sobre su pómulo. Luego cogió el bastón, se dio la vuelta, estiró el brazo derecho y se quedó así quieto frente a las mujeres, en la misma actitud que a veces había visto en los retratos de Luis XIV, exhibiendo ante ellas su aparatoso traje amarillo, verde y violeta —recién llegado de París— y el enorme sombrero cubierto de plumas.
Las más jóvenes de la familia aplaudieron entusiasmadas, pensando en los vestidos escotados y sedosos que ellas mismas lucirían al día siguiente. A su esposa, Doña María Manuela Fernández de Córdoba, en cambio, se le llenaron los ojos de lágrimas: salvo cuando coincidían en la cama —y eso ya hacía mucho tiempo que no sucedía—, era la primera vez que veía a su marido vestido de otro color que no fuese el negro, y para colmo sin golilla. ¡Sin golilla! ¡Dios mío! ¡Su marido, que no se la había quitado ni para luchar contra los turcos…! Aquellas apreturas, aquel exceso de tonos, tantos bordados y cintas y encajes y lazos y tacones y perfumes, todo aquel aderezo afeminado del cuerpo de los hombres no podía ser cosa cristiana. Tenía razón el Almirante de Castilla cuando afirmaba que habían sentado al demonio en el trono de España…
Al Almirante, Don Juan Enríquez de Cabrera, nunca le habían gustado los franceses. Había apoyado la causa del Archiduque desde el principio. Pero, cuando se conoció el testamento de Carlos II, decidió acatar lealmente su voluntad y someterse, muy a su pesar, al Monarca Borbón. Sin embargo, se fue poniendo cada vez más nervioso a medida que iban llegando de Versalles todos aquellos sarasas —muchos de ellos descendientes para colmo de herejes luteranos— que se las daban de sabios en las cuestiones de gobierno y exhibían modales de mujerzuelas con su refinamiento decadente. Por no hablar de sus esposas, auténticas cortesanas, sin vergüenza, ni pudor, ni decoro. Aun así, tragó saliva y aguantó. El único gesto visible de reafirmación que se permitió frente a semejante exhibición de libertinaje fue el de caminar aún más tieso, solemne y negro que nunca por los salones del Alcázar, llevando siempre colgado de la mano un rosario de marfil y oro cuyas cuentas iba pasando todo el rato mientras susurraba incesantemente sus oraciones, sin detenerse a hablar con nadie.
Pero el nombramiento del Duque de Vendôme como jefe de los ejércitos que combatían en Italia a los austríacos colmó su paciencia. De acuerdo que Vendôme era un gran general, pero también era un grandísimo pecador, un impío que jamás pisaba la iglesia, un sodomita que se pavoneaba públicamente con sus donceles y compartía con ellos la cama, incluso en el propio palacio de los dignísimos Austrias. Al ver ante sus mismas narices de viejo noble hispano a aquel monstruo invertido, a aquel futuro condenado a los Infiernos, el Almirante de Castilla no pudo más.
Tuvo la suerte de que la Princesa de los Ursinos, sin pretenderlo, le puso las cosas fáciles: para quitárselo de encima y librarse de sus quejas, sus desplantes y su aspecto de pájaro de mal agüero, Mariana convenció a Felipe y a Luis XIV de que debían nombrarlo Embajador ante la corte francesa. Y así le dio la excusa perfecta: el Almirante simuló aceptar gustosamente el cargo, preparó su viaje y salió de la ciudad con un enorme séquito refulgente y armado hasta los dientes. El Rey lo despidió con toda solemnidad en el Alcázar, agradeciéndole sus muchos servicios y el gran sacrificio que le hacía a la corona abandonando sus estados, y la gente le aclamó a su partida, maravillada ante la presencia de tanta armadura, tanto coche y tanto carro repleto de arcones, que probarían a las gentes de Versalles las riquezas de los reinos de España. Don Juan cabalgó con castellana gravedad por las calles de Madrid al frente de su cortejo, salió altanero por la puerta de Alcalá, tomó el camino de Francia y, antes de llegar a Guadalajara, dio órdenes de girar hacia el sur y se fugó a Portugal, con sus arcones llenos de monedas, cuadros y vajillas de plata.
Ahora estaba en Lisboa, sirviendo a los austríacos y arengando a la nobleza para que abandonase a los frívolos Borbones y se volviera hacia sus señores históricos, los piadosos Habsburgo. Y la Marquesa de Villafranca del Castillo le admiraba por su valentía y envidiaba a su esposa, que en ese mismo instante estaría tal vez rezando, dignamente vestida de negro y honestamente protegida bajo su guardainfante, rodeada de hijas y nueras tan dignas y honestas como ella y acompañada por un marido vestido igualmente de negro y además con golilla, como Dios manda.
Ella, en cambio, ella, descendiente del fervoroso Gran Capitán de los Reyes Católicos, tenía que presenciar aquel espectáculo lamentable, toda su familia disfrazándose de franceses para darle una sorpresa al Rey cuando llegase al día siguiente. Por mucho que insistiese Fadrique, ella, una Fernández de Córdoba, no pensaba acudir a la recepción al lado de un esposo vestido de esas trazas, aunque eso le costara el cargo de Mayordomo Mayor. Se quedaría en la cama, enferma y orando. De hecho, iba a irse a la cama en ese mismo instante, ya, sin permanecer ni un minuto más en compañía de aquellos hugonotes afrancesados de su propia estirpe. La Marquesa se plantó en mitad de la sala, frente a su marido, le contempló con obvio desprecio, dirigió luego la mirada con abierta indignación a sus hijas y nueras y, dándose la vuelta, caminó con toda la altivez de que fue capaz hacia la puerta, empezando ya a pasar las cuentas de su rosario mientras musitaba los primeros rezos.
—¡María Manuela! ¡Te prohíbo que te vayas! —El grito del Marqués resonó inútilmente en las bóvedas del palacio. Indignado, el Mayordomo Mayor intentó correr detrás de su esposa, pero los tacones tropezaron con el bastón, o el bastón con los tacones, y el hombre acabó en el suelo, entre las risas mal disimuladas y los grititos de fingida preocupación de las damas.
A esa misma hora del 16 de enero de 1703, Felipe V cabalgaba desaforadamente en dirección a Madrid. Quien le hubiera visto nueve meses atrás, cuando unos días después de la boda embarcó en Barcelona hacia Italia para participar en los combates contra los austríacos, apenas le reconocería. El Rey que se fue era un jovencillo pálido, atemorizado, capaz de dormir diez y hasta doce horas cada día con tal de no hacer frente a sus responsabilidades. Un muchacho melancólico y apocado que sólo parecía sentirse a gusto en los brazos de su esposa, de quien se había despedido entre temblores y llantos. El que ahora volvía era un hombre revitalizado, un auténtico soldado, bronceado por las muchas horas pasadas al aire libre y robustecido. La guerra le había sentado bien.
Al principio había tenido un poco de miedo, claro. En la primera batalla permaneció lo más alejado posible de las tropas, observándolo todo con un catalejo desde las alturas de una colina. Cada vez que se oía un cañonazo o que uno de aquellos proyectiles chocaba contra el suelo lanzando por los aires una nube de piedras y tierra —en medio de la cual se entreveían a veces, rápidamente, trozos de cuerpos ensangrentados—, cada vez que el viento llevaba hasta sus oídos los aullidos salvajes y demasiado cercanos de los soldados y los tiros feroces de los mosquetes, el Rey reculaba y daba un chillido.
Luego, una vez que la batalla terminó —victoriosa para él y sus tropas— y los Generales le animaron a que diera un paseo por los campos, lo pasó fatal viendo todos aquellos cadáveres en posturas indecorosas, los trozos de carne, los charcos de sangre, los heridos que se quejaban mientras los apilaban en los carros, rebozados en toda clase de porquerías. Le dio tanto asco que acabó vomitando la comida que le habían servido al mediodía, mientras a sus pies se prolongaba el combate. Incluso sintió pena por esos hombres valientes que habían muerto, y se molestó en preguntar dónde los iban a enterrar y en rezar un responso rápido, acompañado por todo su séquito. Y aquella noche soñó con un gran río sanguinolento en el que se ahogaban muchos soldados mientras alrededor, en las orillas, una multitud de mujeres muy viejas lloraba y clamaba.
Pero el asco y la pena pasaron pronto. Enseguida se acostumbró a todo aquello, y en las cartas a su esposa —a la que escribía dos o tres veces a la semana—, apenas mencionaba de pasada el número de bajas, entremezclado con el de cañones y banderas del enemigo que sus tropas habían capturado. Al fin y al cabo, lo de los muertos y los heridos y los amputados formaba parte de la guerra. Igual que las largas cabalgadas, las noches en los campamentos o en sucias granjas encontradas al azar, las veladas en compañía de sus Generales, con los mapas abiertos sobre la mesa, estudiando movimientos y estrategias y quitándose la palabra los unos a los otros sin ningún protocolo, mientras bebían una tras otra muchas botellas de excelente vino.
Todo aquello le ponía de buen humor y le excitaba, los cantos de los soldados borrachos junto a los fuegos, el bullicio alegre del tropel de criadas, esposas y prostitutas que los seguían en sus movimientos, el relajamiento de las normas de la etiqueta, el sonido enardecedor de los tambores que conducían a los hombres hacia la primera línea e incluso los fríos amaneceres antes de las batallas, cuando tenía que levantarse en plena oscuridad y se permitía templarse el cuerpo y el ánimo, junto a sus oficiales, con algunos tragos de buen aguardiente.