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Authors: Ángeles Caso

Tags: #Histórico, Intriga

Donde se alzan los tronos (12 page)

BOOK: Donde se alzan los tronos
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—Eminencia —le diría—, no hace falta que os explique mi irreprochable lealtad a nuestro soberano y la extraordinaria admiración, la profunda estima que me une a Vuestra Reverencia desde hace mucho tiempo. Son esos nobles sentimientos los que, desde mi llegada a Madrid, me hicieron acercarme a la Princesa de los Ursinos. Sé que muchos habrán podido pensar, llevados por la confianza que esa dama me demuestra, que mi amistad con ella había adquirido una hondura que justificaría mi complicidad en sus desmanes. Nada más lejos de la verdad, Eminencia. Quiero creer que ya habréis adivinado que la única razón de mi acercamiento a ella ha sido el poder servir mejor a los intereses de Su Majestad Luis XIV y a los vuestros propios. —El Cardenal D’Estrées haría entonces un amplio gesto de agradecimiento, y le rogaría que siguiese hablando—. Sabiendo que sus manejos no eran limpios y podrían perjudicar a nuestro soberano y a Vuestra Reverencia, me permití hacerle creer que podía compartir conmigo sus secretos. Es así como he llegado a saber cosas que afectan a vuestra persona. Como podéis comprobar, Eminencia, he venido a contároslas en cuanto habéis llegado. —El Cardenal volvería a darle las gracias, aunque su rostro daría ahora evidentes señales de preocupación—. Lamento heriros, pero debo deciros que sé a ciencia cierta que la Princesa de los Ursinos es vuestra enemiga. Una enemiga feroz y peligrosa que desea perjudicaros con toda la fuerza de su femenina maldad, digna de una Eva pecadora. Creyendo en su soberbia que todos compartimos sus ideas y le damos la razón, ha llegado a enseñarme las cartas que le envía al Rey en contra de Vuestra Eminencia. —Alarmado, el Cardenal se levantaría de su asiento y empezaría a recorrer la habitación, pidiéndole que siguiese hablando—. Ayer mismo me dio a leer la última, y os aseguro que la misiva me hizo estremecer. Le explica a Su Majestad la discusión que tuvo con Vuestra Reverencia hace dos días a propósito de la dirección de los asuntos de gobierno, y le informa de que no estáis capacitado para ejercer ningún puesto de importancia. Con palabras de serpiente, dice que estáis…, permitidme que os lo diga, Eminencia, que estáis demasiado mayor, y que la edad ha debilitado vuestro entendimiento. Afirma que olvidasteis las formas ante ella y que estuvisteis a punto de golpearla cuando os hizo saber que los asuntos del gobierno de España eran muy delicados y que hacía falta mucha mano izquierda para no herir a los orgullosos castellanos. Esa mujer dañina como una Semíramis tirana y lujuriosa —el Padre Daubenton se detuvo un momento para recrearse en el acierto de su inspirada imagen— quiere acabar con Vuestra Excelencia, y le asegura a nuestro soberano que, si él no os explica bien cuáles son vuestras funciones, vais a causar mucho daño a Su Majestad Don Felipe. Mi profunda amistad me ha dictado que debía comunicaros todo esto rápidamente, Reverencia, para que podáis escribir de inmediato a Versalles y desmentir el efecto que pueda causar su carta.

El Confesor Real esperó un instante mientras se imaginaba escuchar las emocionadas palabras de reconocimiento que le dirigiría el Cardenal, y luego continuó ensayando su supuesto diálogo:

—No debéis agradecerme nada, sólo he cumplido con el deber que me dictan mis hondos sentimientos hacia Vuestra Excelencia… —y se interrumpió de inmediato, porque su propia emoción ante su propia valerosa virtud le puso acuosos los ojos. Y entonces le dio por volar con la imaginación lejos, muy lejos y muy alto, hasta el día en que sería consagrado Cardenal por Su Santidad y D’Estrées estuviera allí compartiendo su gloria, si es que Su Santidad no era para entonces el mismo D’Estrées, que bien pudiera ser. Imaginó durante tanto tiempo y de una forma tan viva que, cuando al fin se dio cuenta de que tenía que salir ya hacia el palacio del Embajador y se puso el manteo y la teja, le sorprendió no verse envuelto en muarés púrpuras y coronado con el capelo cardenalicio.

Mientras el Padre Daubenton se dirigía al encuentro con el Embajador, la Reina y su Camarera Mayor seguían en una carroza a Felipe, al que le había dado aquella tarde por salir de caza, a pesar del calor gigantesco, en busca de algunas liebres a las que matar bien a gusto, ya que no había ninguna excitante batalla en la vecindad. María Luisa y Mariana llevaban casi dos horas dando tumbos por los andurriales resecos de la Casa de Campo, medio adormecidas y ahogándose con el sofoco y el polvo. Les dolían las nalgas de tanto golpetearse contra los duros asientos, y estaban hartas de fingir entusiasmo cada vez que el Rey asomaba la cabeza por la ventanilla exhibiendo su nueva pieza —en todo igual a la anterior— y dejando gotear la sangre maloliente sobre el suelo del coche.

Al fin, Felipe dio órdenes de volver al Alcázar. Las dos mujeres se espabilaron al mismo tiempo. La Reina se sintió feliz al pensar en lo agradables que debían de estar sus aposentos, que en verano se instalaban en el piso bajo del palacio, mirando al norte, para aliviarla un poco del calor. También la Princesa de los Ursinos se sintió feliz al comprender que aquél iba a ser el momento más adecuado para su charla. Había decidido que ya era hora de explicarle a la Reina cuál era su situación y de conseguir la promesa de su apoyo, y llevaba desde el principio del paseo esperando que la niña se despejase. Había buscado cuidadosamente las palabras más adecuadas para hacerle entender las luchas entabladas a su alrededor, la amenaza de todas aquellas espadas puntiagudas que trataban de atravesarla como a un pelele. En aquel momento, aún no sabía que se acababa de alzar la del Confesor Real, pero conocía bien la del Cardenal D’Estrées, que la detestaba porque había dejado de ser su amante sumisa y se dedicaba a escribir a Versalles diciendo barbaridades sobre ella. Y la del Jefe de la Casa del Rey, Charles de Louville, que la detestaba porque tenía más influencia sobre Felipe que él, y también escribía a Versalles para contar más barbaridades. Y la del Cardenal Portocarrero, que no podía escribir a Versalles porque no conocía a nadie allí, pero que la detestaba igualmente. No dejaba de ser curioso: durante muchos años —desde que se habían conocido cuando ella llegó a Madrid para rescatar a su primer marido—, Portocarrero y la Princesa habían compartido la idea de que era necesario cambiar la administración y el gobierno de España. Pero ahora que ella estaba iniciando esas transformaciones, él se había convertido en un anciano miedoso que no quería que nada fuese modificado, agarrado como si en ello le fuera la vida a los tiempos del pasado.

Cada uno de aquellos hombres era el centro de un círculo formado por otras muchas personas que, por razones diversas, compartían la aversión hacia ella. En las habitaciones del Alcázar y en los salones de muchos palacios madrileños, los alientos envenenados de sus enemigos formaban oscuros nubarrones de odio que se aunaban los unos a los otros y llegaban luego muy lejos, hasta reunirse con los nubarrones semejantes que flotaban entre las paredes de Versalles. Y toda aquella masa borrascosa amenazaba con hacer estallar la tempestad sobre su cabeza, lanzándole rayos y océanos de lluvia, y dejándola arrasada. Bastaba con que el espíritu volátil de Luis XIV mirara hacia otra dirección para que la desgracia la destruyera. Necesitaba garantizarse el apoyo de Felipe y de María Luisa, pues sólo ellos podrían defenderla de la tempestad, arropándola bajo el firme dosel de su trono.

Mariana salió, pues, al escenario. Tras mirar largamente a la Reina con los ojos tristes, agachó la cabeza y suspiró angustiada.

—¿Te encuentras bien,
zia
? —María Luisa se había acostumbrado a llamar así a su Camarera Mayor, que estaba siendo para ella mucho más que una tía, una auténtica madre por la ternura y la confianza y un padre por la firmeza y el buen hacer político.

—Sí, Majestad, estoy perfectamente. Sólo tengo calor, y eso me deja un poco atontada. Después de todos los años que he vivido en Roma, aún no he conseguido acostumbrarme a estas temperaturas del sur…

—No me engañes. Sé que hay algo más. ¿Qué te pasa? ¿Sigues enfadada con Portocarrero…? ¿Y con Louville…? ¿Y con D’Estrées…?

—Son ellos los que están enfadados conmigo. Y, por lo visto, no están dispuestos a reconciliarse.

—Pero,
zia
, ¿qué les pasa…? ¿Qué quieren…? Tú lo estás haciendo todo muy bien. Yo no sé qué sería de Felipe y de mí si no estuvieras con nosotros. ¿Cómo habría podido yo ser Regente mientras él estaba en Italia si tú no me hubieses dicho cada día lo que debía hacer…? Tendrían que estar contentos de que nos cuides, y darte las gracias por lo mucho que nos ayudas, y no empeñarse en fastidiarte.

Mariana sacó entonces a relucir la imagen infantil que había estado buscando toda la mañana:

—Majestad, ¿recordáis aquellas águilas que vimos durante el viaje, cuando veníamos a Madrid? ¿Recordáis que había una cabra sola en medio del monte y seis o siete águilas se abalanzaron sobre ella y luego se pelearon a picotazos por hacerse con la mejor parte hasta que la más pequeña se quedó allí tendida, como muerta…? Eso es lo que ocurre.

—¿Tú eres la cabra?

La Princesa no pudo evitar reírse:

—No, señora, no. Imaginaos que la cabra es el poder, y las águilas son todos esos hombres que lo quieren, Louville y los Cardenales y muchos más… Y yo sería el águila pequeña, la hembra. Los machos son muy fuertes, con esas alas enormes y los picos que desgarran como un puñal. Pero la hembra es mucho más frágil; sus músculos parecen de algodón, y las alas son tan cortas y débiles que apenas la sostienen el tiempo de un vuelo breve. Así que los machos la atacan a ella en primer lugar, porque es la víctima más fácil, y también porque les molesta que una cosa tan insignificante intente repartirse con ellos lo que tanto desean.

—Ya comprendo… Los hombres a veces son injustos con nosotras.

—Sí, lo son. Pero también lo son entre ellos. Así que, cuando hayan acabado con la hembra, se atacarán los unos a los otros sin piedad. El poder brilla demasiado, contiene demasiada belleza dentro de sí como para que nadie quiera compartirlo. Se parece a un diamante hermosísimo, el más valioso de todos, y no hay persona en el mundo que esté dispuesta a dividirlo en trozos y entregar partes de él a los demás. Es algo que debéis saber, señora, porque a vuestro alrededor siempre habrá cacerías, y todos serán muy crueles. Se dispararán entre ellos a vuestro lado, y la sangre os salpicará muchas veces, y caerán cadáveres a vuestros pies. Debéis aprender a no asustaros, y también a proteger a aquellos a los que consideréis más necesarios. Pero debéis saber igualmente que las personas que os son imprescindibles pueden desaparecer de vuestro lado. Hay gente que está por encima de Vuestra Majestad y de su esposo, y tal vez ellos a veces vean las cosas de una manera diferente…

María Luisa agarró la mano de su Camarera Mayor:

—¿Te refieres al abuelo…? ¿Piensas que el abuelo puede querer que te vayas de aquí…? No, no, eso no va a ocurrir, yo siempre te protegeré. Y Felipe también. No dejaremos que nadie te haga daño. ¡Vas a estar siempre con nosotros,
zia
!

Mariana apretó con firmeza la manita diminuta de la soberana e hizo que su voz temblase magistralmente:

—Majestad, mi amada Majestad, permitidme que os exprese así mis sentimientos, yo también quiero quedarme siempre aquí, al lado vuestro y de vuestro esposo. Es el lugar del mundo donde más feliz me siento, puedo asegurároslo. Me resultaría difícil imaginar ahora la vida sin vuestra compañía. Pero no estoy segura de que eso vaya a ser posible. El Cardenal Portocarrero no me preocupa: no puede hacer nada más que enfadarse y negarse a compartir el Despacho con los Ministros franceses. Pero el Jefe de la Casa de vuestro esposo y el Cardenal D’Estrées son muy poderosos. Sé bien que ambos le han escrito a Su Majestad Luis exigiéndole mi renuncia —la voz temblorosa se rompió ahora en un soberbio sollozo—. Y me temo que vuestro abuelo se la conceda…

—¡Eso no ocurrirá nunca!

María Luisa asomó la cabeza por la ventanilla para pedirle al escudero que cabalgaba junto a su portezuela que fuera a buscar al Rey. Al cabo de unos instantes, Felipe trotaba a su lado. La Reina ni siquiera le dio tiempo a saludar:

—En cuanto lleguemos a palacio, tengo que hablar contigo a solas. ¡Es muy importante! Vayamos más rápido…

El Rey cabalgó veloz hacia la cabecera del cortejo, dando órdenes de apresurar el paso. Mariana agachó la cabeza para esconder la sonrisa que le iluminó por un momento la cara. Y pensó con satisfacción que el trabajo estaba hecho. Ya se acercaban al Alcázar. Por primera vez, aquel caserón triste y viejo, lleno de sombras y de crujidos extraños —como si cientos de espectros lo habitasen, en busca de una paz de la que no habían gozado nunca entre sus muros—, le pareció su verdadero hogar.

Ahora, casi un año después, tenía claro que se había equivocado. Recordaba esa conversación, y el orgullo y la seguridad que sintió en aquel momento, como si la rodease un fuego que nadie se atrevería nunca a atravesar, y se sentía avergonzada de comprobar cómo se había equivocado. Los caballos corrían enloquecidos, y la carroza se bamboleaba y parecía a punto de volcar en cada curva. La masa del Alcázar iba quedando atrás, con todos sus tesoros y sus secretos y sus soberbias ambiciones. Y le parecía que no era ella la que se alejaba del palacio, sino el palacio el que se alejaba de ella, empequeñeciéndose hasta adquirir su verdadero tamaño, el de una maqueta en la que había jugado a ser poderosa. Enseguida, sin que apenas le diera tiempo a darse cuenta, comenzó a empequeñecer también, a sus espaldas, la ciudad entera, las calles enfangadas, los feos caserones de ladrillo, las iglesias perfumadas de incienso, las casuchas temblorosas donde se hacinaban aquellas gentes sucias que habían observado con asombro la carrera veloz del coche y el séquito impresionante de cuatrocientos soldados, atronando el aire los cascos de sus caballos.

Ahora estarían acudiendo a toda prisa al mentidero de San Felipe, y ya se estaría corriendo la voz por todo Madrid: «Han echado a la Camarera Mayor… Ha sido el Rey de Francia… Se la llevan escoltada hasta Alcalá, y desde allí tendrá que volver a Roma… Su Majestad la Reina no para de llorar…» Muchos se alegrarían de saber que aquella extranjera metomentodo había sido expulsada sin miramientos. Otros lamentarían que el trono perdiese a una buena consejera, y algunos hasta se compadecerían de ella y de María Luisa, que al fin y al cabo no era más que una niña y se había quedado sola, sin su tía adorada y sin su Rey, que estaba lejos, en la batalla…

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