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Authors: Ángeles Caso

Tags: #Histórico, Intriga

Donde se alzan los tronos (13 page)

BOOK: Donde se alzan los tronos
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Todo aquello era triste, por supuesto. Y muy humillante. Estaba siendo tratada como una criminal, como una conspiradora. Y con aquella urgencia: tan sólo veinticuatro horas antes, había llegado al Alcázar Pierre de Châteauneuf, con el encargo de Luis XIV de expulsarla de España. Ella oyó la noticia impasible, fingiendo que no le afectaba en absoluto. En realidad, ya estaba preparada para recibir un golpe como ése. Sus amigos de Versalles —Madame de Maintenon en primer lugar— le habían hecho saber que Luis estaba indignado con ella. El asunto de la carta de Jean d’Estrées había provocado en él uno de sus famosos ataques de furor, un arrebato de gritos, golpes y patadas tan fuertes contra el suelo que el tacón de uno de sus zapatos se había roto y durante un buen rato el Rey había recorrido su despacho de un lado a otro cojeando, mientras vociferaba enrabietado: «¡Esa mujer ha cometido un crimen de lesa majestad! ¡Lesa majestad!»

Era humillante. Se sentía como una lagartija que hubiera estado descansando tranquilamente al sol, soñando con multitudes de mosquitos, y a la que alguien hubiera machacado la cabeza con una piedra, dejándola medio moribunda, atontada y renqueante. Tenía que fingir que aún conseguía sostenerse, pero en realidad se arrastraba dolorida hacia algún lugar desconocido donde la estaba esperando o el final o la resurrección —aún era imposible saberlo—, y estaba segura de que quienes la habían destruido la observaban ahora desde lo alto, muy por encima de ella, y que se reían a carcajadas, con los brazos en jarras, esperando gozar de su agonía y de su rápida extinción.

Sin embargo, no podía culpar a nadie. De haber estado en su piel, hubiera hecho lo mismo. Todos habían jugado al mismo juego, tratando de agarrar el diamante —o la cabra— y disfrutarlo en solitario. Simplemente, era ella la que había perdido. Y lo tenía bien merecido: envuelta en halagos y reverencias y solicitudes y regalos, rodeada siempre de una corte de aduladores que sostenían perennemente la cola de sus faldas e incensaban el aire a su alrededor cada vez que ella abría la boca, se había olvidado al fin de que allá arriba, en la cima del mundo, bien altivo al frente de su carro triunfador, tronaba sobre una nube el auténticamente poderoso, y que a él no se le podía mentir ni se le podía desafiar. Sus ojos lo abarcaban todo, su orgullo era tan grande como el universo, y su rayo destructor alcanzaba el rincón más escondido, la caverna más oscura. Su Majestad Luis XIV se había enfadado con ella, y ahora la castigaba. Y tenía razón.

Al principio —durante muchos meses en realidad—, cuando sus enemigos empezaron a hablar en su contra, él la mantuvo arropada. Desde la lejanía, siguió sosteniéndola e iluminándola con su propia luz. Louville, César d’Estrées y el Padre Daubenton no paraban de inventar acusaciones en su contra —mientras ella, a decir verdad, les devolvía los golpes—, pero el Rey permanecía imperturbable. Aquellos hombres se habían dedicado a bombardear Versalles con sus medias verdades y sus descaradas calumnias. La intensidad de las acusaciones iba creciendo de día en día, a medida que comprobaban que no causaban el daño esperado. Primero mencionaron su indecencia. Luego contaron que vendía cargos y privilegios. Después añadieron que las dificultades que el nuevo Monarca estaba encontrando para ser aceptado por sus súbditos se debían a sus muchos errores. Más tarde, que estaba traicionando a Francia y mantenía contactos secretos con los austríacos. Y, por último —Louville había sido el autor de aquella mentira—, que ella y la Reina tenían planeado asesinar a Felipe con unos guantes envenenados y que María Luisa se casaría entonces con el Archiduque, que ocuparía por supuesto de inmediato el trono de España.

Aquellas cartas pérfidas cruzaban la meseta y las montañas y las llanuras de las Landas y los vergeles del Loira y llegaban raudas a manos de sus destinatarios en Versalles, que se las leían en voz alta a sus amigos y hasta hacían copias para enviárselas a aquellos que estaban en sus palacios, lejos de la corte. Los que se las daban de castos se persignaban ante su atrevimiento sexual. Quienes afirmaban ser honrados meneaban la cabeza desaprobando sus corruptelas. Aquellos que presumían de ser hombres de Estado criticaban duramente sus acciones políticas. Y todos ellos, junto con todos los que envidiaban su relación con Luis, con los que aspiraban a ser tan poderosos como ella, los que la menospreciaban por ser mujer, los que le guardaban rencor por algún suceso del pasado, los que la odiaban porque odiaban al mundo entero, los que siempre estaban dispuestos a creerse cualquier maledicencia y los que amaban escandalizarse por puro entretenimiento, todos —es decir, la mayor parte de los hombres y mujeres de Versalles— gritaron horrorizados cuando el rumor de que quería matar al Rey de España serpenteó por los salones y penetró, seductor y fulgurante, en los oídos de los cortesanos.

Hacía tiempo que no se escuchaba algo tan sabroso entre aquellas paredes, algo tan digno de ser repetido y comentado y censurado y alzado a los altares de lo Imperdonable. Hubo damas que perdieron la compostura al enterarse y echaron a correr por los pasillos para ir a contárselo a sus amigas. Y gentileshombres que, nada más ser informados, mandaron ensillar sus caballos y recorrieron veloces el camino de París, como si en ello les fuera la vida, para dar la noticia de primera mano a un aliado. Hubo incluso quien encargó misas por la integridad del Rey Felipe y rezó fervorosamente pidiéndole a Dios que se llevase a los Infiernos a aquella asesina. Y todo eso a pesar de que cada uno de los escandalizados y de los implorantes sabía que la noticia era falsa. Nadie dudaba de que se trataba de la calumnia que coronaba el feroz monolito que Charles de Louville, César d’Estrées y Guillaume Daubenton habían ido alzando desde hacía meses en honor al desprestigio de la Princesa de los Ursinos. Pero en aquel universo aburrido y cubierto de miserias —que dejaban su pátina tenebrosa sobre el oro y los damascos y las alfombras de Persia—, una calumnia era un festín hacia el que todos se abalanzaban exhibiendo sus mejores galas y enseñando entre los dientes las lenguas bífidas.

Cada vez que alguna de aquellas murmuraciones llegaba hasta Luis, él la escuchaba en cambio con la cabeza muy alta, torcía la boca a la derecha en señal de incredulidad y hacía un gesto desdeñoso con la mano para hacer callar a los chismosos. Tan sólo se había creído lo de que el cuerpo de la Princesa de los Ursinos era demasiado dado a los placeres, y lo de que su bolsa se abría fácilmente ante ciertas peticiones. Pero ¿quién no lo hacía…? ¿Cuántas mujeres podían presumir en su corte de no haberse entregado a un buen puñado de amantes? ¿Y cuántos no se enriquecían cobrando a cambio de determinados favores? Las Condesas vendían nombramientos de oficiales. Los Duques compraban a otros Duques cargos de servicio en palacio. Había quien mantenía su casa comerciando con las invitaciones para las fiestas reales. Y su propio hermano, el mismísimo Monsieur, le había pedido tiempo atrás una fortuna a cambio de informarle de ciertos desmanes en la tesorería del Impuesto Extraordinario para la Guerra. Estaba seguro de que esos pequeños vicios atribuidos a Mariana eran verdad, pero, en su grandeza, se los perdonó, y hasta le pareció que decían mucho a su favor: las personas de una pieza le daban miedo. Siempre pensaba que dentro de sí escondían un fuego que nada aplacaba y que algún día las haría estallar en grandes crímenes.

En cuanto a las otras acusaciones, las de sus errores y sus traiciones y el intento de asesinato de su nieto, ni siquiera se dignó tomárselas en serio. Conocía tan bien y desde hacía tanto tiempo a la Princesa, que sabía que nada de aquello podía ser cierto. Sus propias cartas desmentían con buenos argumentos —y suntuosas críticas a sus adversarios— aquellas tonterías. Y los informes que le enviaban Felipe y María Luisa, contándole todas las decisiones que ella adoptaba, los consejos que solía darles, la manera tan delicada y a la vez tan firme como los trataba, no hacían más que reafirmar su confianza en ella. Las denuncias le parecieron meras calumnias torpes. Tan torpes, que decidió que quienes las habían inventado no merecían seguir ocupando los cargos de suprema importancia que tenían. No es que le importase que calumniaran —eso formaba parte del fastuoso edificio del poder, y era algo con lo que siempre había que contar—, pero le molestaba lo estúpidos que habían demostrado ser. Desde luego, resultaba evidente que, a pesar de su sexo, Mariana era mucho más inteligente que sus detractores. Así que, de un plumazo, a finales del verano de 1703, Luis XIV destituyó a Louville de su cargo de Jefe de la Casa del Rey Don Felipe, al Cardenal D’Estrées del de Embajador y al Padre Daubenton del de Confesor Real.

Incluso se molestó en escribir personalmente a la Princesa para decirle lo contento que estaba de sus servicios y afirmarle que no conocía a nadie que pudiese sustituirla. Y fue entonces cuando Mariana cometió su gran error: mientras leía incesantemente aquella carta y veía al mismo tiempo a través de las ventanas de su gabinete cómo partían uno tras otro los tristes cortejos de sus enemigos vencidos, tuvo la certeza de que Luis la había cogido de la mano y la había alzado hasta su esplendorosa nube, haciéndole un sitio en el Olimpo de los Intocables. Y en lugar de dar la guerra por terminada y asentarse cómodamente en su espacio lleno de bienestar, decidió seguir llevándose por delante a cualquiera que tratase de hacerle frente. El aura del triunfo, con todo su esplendor y su magnificencia, la coronaba de tal manera a sus propios ojos que se creyó tan poderosa como el mismísimo Rey de Francia.

La siguiente batalla la emprendió contra el nuevo Embajador de Versalles, el abate Jean d’Estrées, que había sustituido a su tío César en el cargo. Aquel hombre de mofletes redondos y ojillos sucios de carroñero era todo un dechado de amabilidades, un portento de la etiqueta, un prodigio de la cortesía. Caminaba por los corredores del Alcázar igual que si danzase una pavana, a breves pasitos cortos, con el cuerpo muy estirado y la mano derecha medio extendida, como si permaneciese siempre dispuesta a ser ofrecida para el beso de respeto. Sus ropas eclesiales estaban hechas de brillantes sedas y suaves terciopelos, y jamás salía de su habitación sin cubrirse de los pies a la cabeza de su raro perfume de bergamota y ámbar gris.

Con la Camarera Mayor se mostró desde el primer día exquisito, delicadísimo y melindroso. Sus reverencias eran las más profundas que nadie le había hecho nunca, ejecutadas con una lentitud que a veces resultaba exasperante, y sus palabras estaban llenas de suavidad y parecían una compota que hubiera cocido durante demasiado tiempo, dejándose impregnar por el más dulce de los azúcares.

—Señora mía —le había dicho cuando fue a saludarla, nada más recomponerse de su larga postración—, doy gracias a Dios Nuestro Señor por haberme permitido vivir este día en el que he podido conocer a la más egregia de las mujeres, la más instruida de las consejeras nacidas de varón. Vos sois, Excelencia, el ideal al que aspiro, y si antes de conoceros ya os reverenciaba y os veneraba como un hijo, ahora que estoy ante vos, conmovido como si me encontrase en presencia de un astro, os suplico humildemente que tengáis a bien amarme y guiarme como una madre.

La Princesa escuchó su discurso perpleja —hacía mucho tiempo, desde la época de los viejos salones al principio de su primer matrimonio, que no oía a nadie expresarse de manera tan rebuscada—, y entendió perfectamente lo que escondían aquellas palabras tan vaporosas como un velo que tratara de ocultar el rostro agujereado de una mujer picada de viruelas:

—Señora mía, no creáis que voy a olvidarme fácilmente de la humillación a la que habéis sometido a mi tío el Cardenal —eso era lo que en realidad le estaba diciendo—. Confiad en mí, depositad en mí vuestros secretos y yo los utilizaré para vengar a mi antecesor y devolver a la familia el honor que vos habéis enturbiado. ¡La guerra aún no ha llegado a su final!

En unos instantes, Mariana pergeñó su estrategia. Fingió emocionarse —incluso se limpió con el pañuelito la comisura de los ojos—, le devolvió una a una sus exquisiteces, le aseguró que lo acompañaría en su camino como Embajador, sosteniéndole con firmeza la mano derecha a medio estirar, y antes de despedirlo, lo abrazó maternalmente.

Desde aquel día, la nueva batalla se convirtió en una auténtica representación de baile, de aquellas que tanto le gustaban a Luis XIV. Al ritmo de la música pomposa del engaño, la Princesa desplegaba sus brazos en el aire, giraba con suavidad sobre sí misma y se ponía luego de puntillas, alzando ligeramente el borde de su preciosa falda. El abate, entretanto, doblaba el codo, pegaba un saltito y agitaba el pie como un perro rascándose. Nadie vio relucir los cuchillos. Todos hubieran creído que se trataba de una hermosa y acompasada pareja: la dama ya vetusta aunque vivaz y el joven eclesiástico de prometedor futuro parecían componer una bella imagen del reinado glorioso de los Borbones sobre tan anchas zonas del mundo.

Evidentemente, el cuchillo de Mariana fue mucho más rápido, pero también demasiado atrevido. Ansiosa de saber las nuevas maldades que el Embajador se ocuparía ahora de extender sobre ella en Versalles, consiguió que Felipe le permitiese interceptar su correspondencia. No fue difícil: bastó con llorar un par de veces ante la Reina, recordando los horrores que habían estado contando unos meses atrás sus enemigos, y mostrarse aterrorizada ante el daño que podría causarle el abate a través de sus cartas. María Luisa comprendió enseguida que era preciso adelantarse a él de alguna manera. Y su Camarera Mayor sugirió tímidamente que el método más seguro era leer sus misivas antes de que llegasen a destino.

Esa misma noche, cuando ya se habían acostado y al fin estaban solos, mientras Felipe se empeñaba en sacarle el camisón por la cabeza y ella tironeaba hacia abajo para no quitárselo hasta que el asunto estuviera resuelto, la Reina se lo dijo a su marido:

—Espera un poco… Tengo que comentarte una cosa importante. La
zia
está preocupada por lo que el Embajador pueda escribir sobre ella a Versalles. La verdad es que tiene motivos de sobra, con lo que le hicieron los otros… Déjale que abra sus cartas.

Felipe detuvo repentinamente su faena:

—¿Cómo se te ha ocurrido eso…? Es el enviado de mi abuelo. ¡No puedo permitir que nadie le espíe!

La Reina frunció los labios, enfadada. Apartó a toda velocidad las mantas, se levantó y se metió debajo de la cama. Atónito, el Rey se puso boca abajo intentando averiguar qué sucedía:

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