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Authors: Ángeles Caso

Tags: #Histórico, Intriga

Donde se alzan los tronos (5 page)

BOOK: Donde se alzan los tronos
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El Duque de Anjou depositó torpemente a su abuelo en el sillón y se dirigió hacia su asiento. Sus ojos se tropezaron entonces con los pechos de la Marquesa de Fontiègnes, claramente extendidos hacia él. Felipe volvió a enrojecer, mientras la dama se pasaba con suavidad los dedos de su mano derecha sobre la blanquísima piel del escote, apenas recubierta por una gasa que intentaba simular una cierta modestia. El Duque tropezó con su silla y estuvo a punto de tirarla antes de sentarse. El corazón le latía tan fuerte que creyó que iba a caerse desplomado. Tenía que salir de allí antes de perder el conocimiento como una damisela y organizar un escándalo. Pero era imposible: estaba sentado en la primera fila, al lado de su padre, justo frente al altar desde donde su abuelo lo veía todo, y además tendría que atravesar la capilla entera hasta la puerta bajo las miradas y los murmullos de toda la corte. Felipe respiró hondo, y sintió un sudor repentino empapándole el pecho y la nuca. El cráneo comenzó a picarle bajo el calor implacable de la peluca. Le hubiera gustado meter la mano por debajo de los rizos y rascarse, pero estaba seguro de que, a su espalda, todos estaban observándole. Y además, justo en ese momento, el Capellán Mayor salió de la sacristía, rodeado de una multitud de acólitos y monaguillos que lanzaban sobre él y sobre los fieles nubes de oloroso incienso.


In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen. Introibo ad altarem Dei.


Ad Deum qui lætificat iuventutem meam.

Las voces de la corte en pleno se alzaron hacia el cielo inmaculadas y gloriosas en la gloriosa mañana de noviembre. El Duque de Anjou sintió el aliento de la Marquesa de Fontiègnes en su nuca, como si hubiera logrado atravesar la densidad de la peluca. Lo cierto es que, aunque él no podía saberlo, a la dama le había costado un verdadero esfuerzo ocupar aquella mañana el lugar que se encontraba justo detrás de su asiento. La noche anterior había estado jugando hasta muy tarde al
lansquenet
, y había perdido una fortuna. Pero ni el temor a tener que confesarle a su marido las pérdidas ni las breves horas de sueño le habían impedido estar en pie a las siete y llegar la primera a la capilla, a las ocho y media, para poder situar su reclinatorio en el lugar elegido. Durante un rato, hasta que comenzó a llegar el resto de los cortesanos, estuvo dormitando arrodillada, envuelta en una capa de piel que su criado se había llevado después, dejándola bien a la vista —aunque un poco aterida— con su escotado vestido apenas disimulado bajo la gasa sutil. Pero aquél podía ser su gran día, y todo sacrificio valía la pena.

Hacía mucho tiempo que la Marquesa perseguía al Duque de Anjou. Lo había conocido recién nacido, cuando ella tenía quince años y acababa de casarse con ese vejestorio que tenía por esposo, y desde entonces lo había visto crecer, siempre tan lindo y tan tímido, y convertirse en aquel jovencito de diecisiete años, guapo como una luna llena en una noche despejada del invierno, y tan apetecible, con sus rubores y su pudor de niña de colegio. Athénaïs suspiraba desesperadamente por él, deseaba desvirgarlo, transmitirle la sabiduría acumulada en sus muchos años de amor en los brazos de los hombres más doctos de la corte, pero el Duque, semejante a una doncella medieval, vivía rodeado de un muro de castidad. Su preceptor, el rígido Padre Fénelon, había logrado convencerle de que el amor carnal fuera del matrimonio le conduciría a las puertas mismas del Infierno, de donde jamás sería redimido. Felipe miraba a su alrededor, observaba las depravadas costumbres de la corte, la obvia sexualidad del abuelo —cuyos amoríos extraconyugales transcurrían a la vista de todo el mundo—, y a veces por la noche, mientras rezaba arrodillado en su reclinatorio antes de acostarse, rompía a llorar, imaginando que todas aquellas gentes viciosas que le rodeaban acabarían en los abismos de los condenados, entre llamas y tormentos insoportables.

Claro que también lloraba un poco por sí mismo, aunque eso nunca se lo confesaría al Padre Fénelon. Al fin y al cabo, por muy Príncipe de Francia y muy devoto que fuera, no dejaba de ser un muchacho, y las tentaciones del deseo se incrustaban a menudo en su cerebro y en su cuerpo con la fuerza de mil cuchillos afilados. Vivir entre todas aquellas damas hermosísimas, entre las criaditas frescas y cálidas como leche recién ordeñada, que a menudo le miraban con ojos lánguidos y se acercaban más de la cuenta a él al cruzárselas en los pasillos, era una auténtica agonía. Menos mal que el preceptor le había permitido aliviarse a solas cuando resultara imprescindible, aunque no más de dos veces al día: Dios sabría comprender aquella debilidad de la carne en un hombre joven y sano. Cualquier cosa —siempre con moderación—, con tal de que no cayera en el pecado.

La Marquesa de Fontiègnes se lo estaba poniendo especialmente complicado, con sus pechos sinuosos siempre presentes delante de sus ojos, con aquellas sonrisas inspiradoras y los gestos mudos de su abanico. Un día, en pleno
appartement
, ya tarde, cuando todo el mundo había bebido lo suficiente, hizo como que tropezaba al pasar a su lado y se dejó caer sobre él, sentándose en sus rodillas. Una vez allí, no hubo manera de levantarla en un largo rato. Entre las risas de todos los que estaban alrededor, Athénaïs frotó sus senos contra el pecho del Duque, le acarició la nuca y hasta le mordió ferozmente el cuello, pasándole luego la lengua sobre el mordisco. Sólo se puso en pie cuando apareció en la sala el Delfín y quizá tuvo miedo a recibir una regañina. Entonces se esfumó carcajeante, rodeada por sus amigos, que la envolvieron como si fueran su cuerpo de guardia.

Y ahora la tenía detrás, justo aquella mañana que debía ser la del comienzo de su nueva vida. Bendita mañana, eso pensaban todos. Menos él, que maldecía sin cesar el testamento de Carlos II, y a Carlos II, y el trono de España con todos sus reinos. Él no quería ser Rey, no quería gobernar, no quería tener que tomar decisiones a cada momento, ni levantarse temprano todas las mañanas y fingir que era poderoso y reluciente, como hacía su abuelo, que siempre parecía ir recubierto por una armadura de oro. Una armadura que le protegía del mundo y, a la vez, imponía su dominio sobre él, sobre la vida de las personas y las fronteras de los Estados y el destino de los animales y hasta el crecimiento de las plantas de sus jardines, que él quería ordenadas y simétricas para dar testimonio, también en eso, de su poder.

Pero el Duque de Anjou sólo deseaba seguir llevando aquella vida tranquila de Príncipe sin aspiraciones, dormir mucho, ir a cazar por las tardes, aparecer por las noches en el
appartement
del Rey tratando de pasar lo más desapercibido posible. Y que siempre le dijeran lo que tenía que hacer. Siempre. ¿Cómo iba a adoptar leyes para lejanos súbditos que vivían en tierras cuyos nombres nunca conseguiría aprenderse? ¿Cómo iba a ordenar movimientos de tropas y gastos de dinero si ni siquiera había sido capaz de decidir jamás, en sus diecisiete años de vida, qué ropa debía ponerse? Estaba acostumbrado a que otros pensaran siempre por él, su madre, su padre, su preceptor, el Rey y hasta los criados. Y ahora tendría que pensar él solo, por sí mismo y por miles y miles de personas a las que jamás conocería. El abuelo se lo había dejado bien claro el día anterior, al darle la noticia y comunicarle sus primeras instrucciones:

—Te prohíbo que tengas ningún privado. ¿Me oyes bien…? Ningún favorito, ¡nunca! Los favoritos acaban con los Monarcas, son como vampiros, les chupan la sangre y se enriquecen a su costa, vaciándoles las arcas. Cuando haya asuntos complicados, yo te daré las órdenes desde aquí. Lo demás deberás decidirlo tú. Tendrás tres o cuatro personas de mi confianza, y ellos te ayudarán. Pero no se te ocurra jamás hacerle caso sólo a uno. ¡Que no se te ocurra! Escúchalos a todos y luego piensa tú mismo qué es lo mejor. ¿Te ha quedado bien claro?

El
paternoster
, musitado por la corte en pleno a toda velocidad —el oficio no debía durar más de treinta minutos—, anunciaba que no quedaba ya mucho de la misa. Y en ese momento lo oyó, oyó claramente la voz de la Marquesa susurrando a su espalda, muy cerca de su oído, después del
Adveniam regnum tuum,
«a medianoche en mi habitación, os espero, Majestad». ¡Majestad! Era la primera vez que le llamaban así, y tenía que ser justo aquella mujer, aquel demonio de pechos grandes y cuello perfecto que le atacaba desde hacía meses.

Quería morirse. Eso es lo que quería. Y tenía muchas probabilidades de conseguirlo: debía realizar aquel horrible viaje de muchas semanas hasta Madrid en pleno invierno, entre nieves, vientos y heladas y, con un poco de suerte, enfermaría sin remisión. O quizá su carroza volcaría en algunos de esos puertos espantosos que, según decían, separaban el norte del reino de la meseta, y su cuerpo rodaría como un muñeco por la pendiente, dejando tras de sí un rastro de sangre real. (El Duque sacó la lengua para recibir la comunión y pronunció su «Amén».) Incluso era posible que alguien lo envenenara, sí, tal vez alguno de los partidarios del Archiduque se las arreglaría para asesinarle. Y a decir verdad, no le importaba. El caso era morirse.

Arrodillado piadosa y lastimeramente en su reclinatorio, después de la comunión, se le ocurrió la solución a todos sus males: ¡Moriría en la batalla! ¡Eso era! En cuanto hubiese un enfrentamiento con algún ejército enemigo, se pondría él mismo delante de sus tropas y penetraría en las filas contrarias con tal valentía que acabarían matándolo. Así, al menos, su honor quedaría a salvo. La idea le causó tanta alegría que estuvo a punto de volverse hacia la Marquesa de Fontiègnes y hacerle un gesto afirmativo con la cabeza, aceptando su invitación: puesto que iba a morir pronto, bien podría disfrutar al menos una vez de un cuerpo de mujer. Pero la voz del Padre Fénelon resonó en sus oídos, interrumpiendo su arrebato: «No pequéis nunca contra la castidad, Monseñor, es el pecado más horrible a los ojos de Dios…» Y el repentino sueño de una noche de placer se esfumó entre las nubes de incienso que los monaguillos arrojaban sobre las primeras filas.


Ite, missa est.

Luis le hizo una señal a su nieto, indicándole que subiera a buscarle al altar. Juntos, apoyados el uno en el otro, muy lentamente, abandonaron la capilla, bajo las miradas de éxtasis de todos los cortesanos, el Rey con la cabeza muy alta, muy poderosa, como si llevara la corona de sus antepasados eternamente puesta, y el Duque de Anjou tembloroso y desvalido, sintiéndose como un escarabajo negro y feo atrapado en una trampa que sólo desease inútilmente abrir las alas y echar a volar.

El cortejo real, tan ordenado y solemne como al principio, regresó al gabinete del Monarca. Felipe pidió entonces permiso para retirarse.

—No te olvides de estar en el Gran Patio a las dos. —Luis sacudía entretanto la mano ensortijada de oro, haciéndole gestos de que podía irse—. Deseo que hoy me acompañes a la caza.

El Duque de Anjou hizo su reverencia y trató de dirigirse a su habitación, pero una nube de caballeros le rodeó de inmediato, los ojos ansiosos y las cejas alzadas, intentando cada uno de ellos ser el objeto único de su atención. Las interpelaciones y las preguntas se entremezclaban, mientras todos caminaban a su alrededor por los salones, como un enjambre de moscas en torno a un pescado.

—Monseñor, os he traído de mis cuadras un hermoso caballo zaino que deseo regalaros. Montáis con tanta gracia, que sólo vos podréis lucir sobre un ejemplar tan magnífico —gritaba el Marqués de La Motte.

—Monseñor, ¿qué tal habéis dormido esta noche? Me preocupa tanto vuestra salud que al saber que ayer os habíais retirado del
appartement
demasiado pronto, no he podido ni siquiera acostarme a causa de la inquietud —chillaba el Conde de Vernois.

—Monseñor, he ordenado a mi cocinero que os preparase las codornices al chocolate que tanto os gustaron el día que me hicisteis el honor de cenar en mi casa, y os las he traído para vuestro almuerzo —vociferaba entre jadeos el Barón de Moulin, que a consecuencia de su edad se iba quedando cada vez más atrás.

Felipe hizo lo que pudo para librarse de aquella jauría de peticionarios. Rompiendo la etiqueta, echó a andar a toda velocidad por los salones, y huyó entre espejos y lustres y estatuas de mármol, hasta que alcanzó su dormitorio, hundido en una esquina oscura de la planta baja del palacio. Se tiró exhausto en la cama y ordenó a los criados que le llevaran una jarra de vino —no quería comer nada— y que le dejaran tranquilo hasta la una y media. Nadie debía entrar en su habitación, ni siquiera su padre.

Luego, entre trago y trago de buen vino de la Champaña, intentó dormirse, pero no lo logró. Se le agolpaban las imágenes y las ideas en la cabeza, el largo viaje, la vida en el Alcázar —triste, según decían, como un féretro—, las leyes que tendría que firmar, la esposa que ya debía de estar buscándole su abuelo, la negra ropa de los españoles a la que jamás podría acostumbrarse, las guerras que sería preciso iniciar, el nuevo idioma que no se sentía capaz de aprender, los dineros que tendría que administrar, la gravedad y firmeza que se vería obligado a mostrar en cada momento… Entre negrura y negrura, debió de quedarse dormido unos instantes, porque lo cierto es que creyó entrever cosas extrañas, un cuerpo de mujer desnudo en su cama, grueso y blando, tendiéndole los brazos, un estandarte de los tercios de Flandes flotando en una charca, un demonio rojo como un pimiento danzando en medio de un salón sin adornos ni ventanas, al son de una bombarda desagradablemente chillona…

Luis XIV, entretanto, hablaba en efecto con sus consejeros sobre las Princesas casaderas de Europa. Iban analizándolas una a una, como a caballos expuestos en una feria: ricas y pobres, lindas y feas, fuertes y enfermizas, virtuosas y ligeras… Unas no servirían por su edad, otras por la escasez de su dote, o por su salud quebradiza, o porque a su madre se le habían muerto casi todos los hijos, o porque estaban poco educadas, o porque lo estaban en exceso, o porque mostraban demasiada ambición, o porque se decía que eran muy coquetas… Caballos en una feria a los que se les miraba la dentadura, y la robustez de las patas, y la firmeza del vientre.

Al final, un nombre pareció resplandecer entre todos, nimbado por la aureola que el propio Luis supo crear a su alrededor, el de María Luisa de Saboya. Aquella niña de doce años, preciosa como un zafiro según sus retratos, era la hermana pequeña de María Adelaida. Y el Rey adoraba a María Adelaida, la esposa de su nieto mayor, el Duque de Borgoña. Linda, alegre, y leal a su marido como un guardia de corps. Había que reconocer que el cínico de Víctor Amadeo de Saboya había tenido buenas hijas, exquisitas Princesas que reinarían cuando les llegase el momento con el mismo brillo con el que la estrella de la mañana reina en el cielo. Sí, María Luisa sería una buena esposa para Felipe, y una esplendorosa soberana para el trono de España.

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