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Authors: Ángeles Caso

Tags: #Histórico, Intriga

Donde se alzan los tronos (2 page)

BOOK: Donde se alzan los tronos
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Entretanto, el Rey permanecía sentado en su sillón, con los ojos cerrados, sintiendo cómo el corazón le latía cada vez más fuerte, tanto que parecía resonar bajo la bóveda, como los ecos de un martillo que golpease con saña su propia cabeza. Allí estaba el pobre Carlos II, Rey de Castilla, de León, de Navarra, de Aragón, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Murcia, de Galicia, de Sevilla, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las islas Canarias, de Mallorca, de Menorca, de Nápoles, de Sicilia, de Cerdeña, de Jerusalén, de las Indias Orientales y Occidentales y de las islas de Tierra Firme del mar Océano; Archiduque de Austria; Duque de Borgoña, de Brabante, de Luxemburgo, de Gueldre y de Milán; Conde de Habsburgo, de Flandes, del Tirol y de Barcelona; Marqués del Sacro Imperio; Señor de Vizcaya y de Molina; Señor de Frisia, de Salina, de Utrecht, de Malinas, de Overiffel y de Groninga; Gran Señor del Asia y de África. El amo de medio mundo, un hombrecillo contrahecho y amarillento, que temblaba encogido en su sillón, muerto de frío y de angustia.

Sudando y jadeando en cambio —y exhalando olores como de pocilga que se mezclaban con el aroma acre de las antorchas—, los obreros terminaron por fin de alzar la enorme losa de mármol que cubría los restos de Su Católica Majestad Don Felipe IV y la llevaron trabajosamente hasta el fondo más oscuro de la cripta. Dentro del sepulcro lujoso apareció la caja de plomo que contenía lo que aún quedase del Rey pecador y devoto, fallecido mucho tiempo atrás. Carlos II abrió al fin los ojos, y miró espantado la sepultura de su padre. El Mayordomo Mayor se acercó a su oído para preguntarle si quería que abriesen la caja, pero el Rey había decidido que no deseaba que nadie compartiese con él aquellos momentos. El Duque de Medina Sidonia se aclaró la voz antes de exclamar:

—Caballeros, dejemos solo a Su Majestad.

El cortejo se organizó en unos instantes, aunque en el momento de atravesar la puerta, el Cardenal y el Padre Abad, que lo encabezaban lado a lado, trataron de pasar al mismo tiempo, chocaron entre sí y produjeron un parón que no se resolvió hasta que el fraile, al observar a la luz de las teas la mirada iracunda de Portocarrero, se resignó de mala gana a cederle el paso.

El Rey se quedó entonces a solas con su padre. O, por decirlo mejor, con los restos de su padre. Hacía treinta y cuatro años que Felipe IV había muerto y su cadáver había salido del Alcázar, camino de El Escorial, entre monjes y curas, guardias y nobles enlutados, rodeado de hachones y acunado —bajo las nubes perfumadas de incienso y el vaporcillo de los excrementos de los caballos— por los cantos fúnebres de la Capilla Real. Carlos II tenía entonces sólo cuatro años, pero lo recordaba todo muy bien. En especial, las palabras que su aya le había repetido un montón de veces mientras veían alejarse el cortejo fúnebre desde el balcón central del Alcázar:

—Mirad bien, Majestad, no dejéis de mirar, estáis viendo vuestro propio destino… Todos acabaremos así, todos, también vos que sois tan pequeño… Un día os meterán en una caja igual que esa de vuestro padre y os llevarán al Pudridero de El Escorial, ¡ay, Señor!, y vuestra alma saldrá volando por los aires y llegará al Cielo, ante el mismísimo Dios, y tendrá que rendirle cuentas de haber sido un buen cristiano y un buen Rey, ¡ay, Virgen mía de Atocha, guardadlo sano y puro, y que no se parezca a Su Majestad difunto en lo de los pecados de la carne! ¡Dios lo perdone y lo tenga en su Gloria! Mirad, Don Carlos, mirad, así terminaréis vos, muerto y frío y arrodillado ante el Señor, y más vale que cuando os lleven en ese coche vayáis con el alma bien limpia. —Y la Marquesa de los Vélez, que no dejaba de recordar entretanto las muchas caídas de ojos que le había hecho inútilmente al Rey Felipe cuando ambos eran jóvenes, se llevaba cada poco un pañuelito a los párpados, como si estuviera llorando, mientras con la otra mano le sujetaba a él muy fuerte el cuello, para mantenérselo tieso.

Era uno de los pocos recuerdos claros que conservaba de sus primeros años. Lo demás era confuso y oscuro, como si toda aquella parte de su vida —y, a decir verdad, también el resto— hubiera transcurrido entre corredores tenebrosos y habitaciones heladas en las que soplaban corrientes de un aire tan denso que parecía venido de otros mundos, arrastrando consigo lamentos y susurros. Recordaba a su madre, con aquella larga toca negra de viuda que le perfilaba la cara de color verdoso, siempre sollozando y logrando que él hiciera su voluntad a base de amenazarle con enfermar y morirse de disgustos. A la vieja y sombría Marquesa de los Vélez, sosteniéndole con fuerza el cuello que se negaba a mantenerse alzado, y llevándole de un lado a otro en brazos, hasta que cumplió los seis años y pudo empezar a andar solo. Y a su preceptor, el pobre Ramos del Manzano, aquel sabio catedrático de Salamanca que apenas logró enseñarle a leer y escribir torpemente.

Y recordaba a los médicos, sobre todo a los médicos, oscuros y tristes como cuervos, empeñados desde que era muy niño en cubrirle de reliquias de santos protectores que cuidaran en el Cielo de su inexistente salud, obsesionados con realizarle sangrías y colocarle palomas agonizantes en la tripa, para que la última tibieza del ave calentase sus humores demasiado fríos, e insistiendo en hacerle tomar toda clase de pócimas inútiles, hechas con los elementos más misteriosos y repugnantes. Se abalanzaban sobre él en cuanto tenía vómitos, o diarrea, o estreñimiento, o dolor de cabeza, o espasmos en el estómago, o rigidez en las piernas, o temblores, o tos, o fiebre, o cualquier otro de los infinitos males que había padecido cada día de su vida. Lo agujereaban, lo apaleaban, lo martirizaban, pero todos aquellos remedios torturantes no servían para nada. Siempre había estado enfermo, tan débil y lastimero como alguno de esos cachorros de perro a los que las madres, sabiendo que no podrán sobrevivir, abandonan en un rincón. Sólo que a él no lo habían abandonado.

Pero toda su existencia, en realidad, había sido una larga agonía. Y aunque apenas sabía nada, de lo que sí estaba seguro era de que había vivido muriéndose. Treinta y ocho años de dolores y enfermedades que le habían convertido en un anciano prematuro, un viejo muy viejo, arrugado, amarillento y contrahecho. También sabía que ahora estaba a punto de morirse del todo: su cuerpo ya no aguantaría mucho más. Y, a decir verdad, se alegraba de ello: se acabaría el sufrimiento, y estaba casi seguro —casi— de que Dios le haría un sitio entre los Elegidos. Al fin y al cabo, había asistido a misa cada día de su vida y también cada día había rezado el rosario y otras muchas oraciones, sin dejar de hacerlo ni siquiera cuando estaba muy malo. Había cumplido con todos los ayunos, vigilias y abstinencias. Había presidido varios autos de fe y rogado mucho por la conversión de los herejes. Había tirado un puñado de monedas a los mendigos por las ventanillas de su coche siempre que salía de palacio. Había gastado muchísimo dinero en indulgencias papales. Y en su testamento pensaba dejar claramente escrito que debían decirse por su alma doscientas mil misas, el doble de las que se habían dicho por su padre, que había sido mucho más pecador que él. Sí, Dios Nuestro Señor le sentaría a su lado, bastante cerca, pues para eso era Rey, y le permitiría pasarse la Eternidad contemplándole y gozando de buena salud, que era lo único que realmente deseaba.

Sólo había una cosa que angustiaba a Carlos en aquellos momentos y le impedía estar totalmente seguro de su subida al Paraíso: el terrible problema de la sucesión. Dios no había querido darle hijos. Aunque, en realidad, era el demonio el que se había emperrado en que no procrease. Había quedado bien claro tras las diversas ceremonias de exorcismo a las que le habían sometido tiempo atrás. Él mismo había oído la voz del Infierno explicándolo todo a través de aquella pobre monja —también endemoniada— que la Reina le llevó un día a su gabinete. La religiosa, con el rostro arañado y las tocas desgarradas, se había revolcado por el suelo mientras el demonio lo contaba todo: había sido su propia madre, Mariana de Austria, quien le había hechizado cuando tenía catorce años, echándole en una jícara de chocolate los sesos y los riñones de un hombre ajusticiado. De esa manera, le había arrebatado el semen. Así se explicaba por qué, a pesar de las muchísimas veces que lo había intentado con sus dos esposas, no había conseguido engendrar hijos.

Los médicos y los curas habían probado todos los remedios conocidos para librarle del embrujamiento. Incluso un exorcista venido desde Alemania estuvo a punto de enloquecer tratando de expulsarle al demonio de dentro. Pero nada. Por más que le dieron vasos y más vasos de aceite bendecido, y le pusieron lavativas, y le bañaron en agua traída del Jordán, y le hicieron pasarse una noche entera rezando en la basílica de El Escorial, mientras los monjes cantaban incesantemente a su alrededor durante casi diez horas, por más que le explicaron una y otra vez todos los movimientos que debía hacer para penetrar bien a fondo a sus mujeres y dejarlas preñadas, no había habido manera.

Así que le tocaba irse al Cielo sin hijos. Y debía dejar sus territorios gigantescos a algún Príncipe extranjero. Dios había querido ponerle en aquel terrible aprieto antes de morir. Porque la decisión era muy difícil: toda Europa quería echar mano a los reinos de España, y hacía ya años que entre los Monarcas había negociaciones, tratados secretos y amenazas de guerra que recomenzaban una y otra vez. Francia se repartía los estados de Carlos con Holanda, que luego se los repartía con Inglaterra, que a su vez se los repartía con el Imperio. Alguien se enfadaba y movía sus tropas. Y vuelta a empezar.

Entre todos le estaban volviendo loco. La Reina le presionaba. Los Embajadores le presionaban. Y los Ministros. Y los Grandes. Y el Nuncio. Y el Cardenal. Y hasta sus Confesores. Primero el Padre Matilla, buen amigo de su esposa, que no hacía más que repetirle en susurros lo que ella le decía a voces. Después, cuando éste fue apartado de su lado por orden de Portocarrero, el Padre Díaz, que le repetía a voces lo que el Cardenal le decía en susurros: el trono debe ir a los Borbones de Francia. A los Wittelsbach de Baviera. A los Habsburgo de Austria. A los Habsburgo. A los Wittelsbach. A los Borbones…

¿Qué debía hacer…? Dos años atrás, la situación había llegado a parecer bastante clara. En aquel momento, cuando ya fue evidente que nunca tendría un heredero, decidió cumplir con lo que le había prometido a su madre en su lecho de muerte, y hacer testamento a favor de su sobrino nieto, el Príncipe José Fernando de Baviera. Ése era también el deseo de la Reina, que había negociado a cambio de su apoyo una inmensa cantidad de dinero. Al menos, ella le dejaría en paz. Pero José Fernando había muerto repentinamente, quizá envenenado por el Emperador Leopoldo, según afirmaban muchos rumores. Ahora quedaban dos candidatos con derechos de sangre bien justificados: el hijo del propio Emperador, el Archiduque Carlos de Austria, y el nieto de Luis XIV de Francia, el Duque de Anjou. ¿A cuál de ellos iba a legar su trono…?

En el Alcázar sombrío, las serpientes reptaban sin parar, y escupían su veneno por todas partes, salpicándolo todo de podredumbre. El olor a carnes y almas corruptas inundaba los corredores y las salas, trepaba por las paredes y apestaba los tapices y los lienzos. Detrás de las rollizas diosas de Rubens, de los santos delicados de Murillo, de los reales retratos regios de Velázquez, había nidos de víboras que mordían y emponzoñaban y cambiaban de piel. Todo eran reuniones secretas, encuentros a oscuras, murmullos repetidos de oído en oído. Las bolsas resonaban llenas de monedas. Los regalos exquisitos y las promesas de futuras prebendas circulaban en carrozas doradas por las calles polvorientas de Madrid, recorriendo una y otra vez el espacio que separaba las embajadas del Alcázar, las residencias de los agentes de los Monarcas extranjeros de los palacios de los Grandes de España, la capilla del Nuncio de la capilla del Cardenal.

Todo aquel mundo de secretos e intrigas confluía en las habitaciones del Rey. Carlos envejecía de día en día. Su cuerpo se iba volviendo más pequeño, más amarillento y apergaminado, como si hubiera sido momificado en vida, y las presiones para que tomara al fin una decisión se habían vuelto insoportables. La Reina —que según las ofertas que le llegasen de cada uno había apoyado primero al Archiduque de Austria, luego al Duque de Anjou, después al Príncipe de Baviera, y de nuevo al Archiduque— no se separaba de él ni un minuto desde hacía varios meses. Ni siquiera le dejaba dormir solo, compartiendo con él cada noche la cama y soportando sin desaliento las tiritonas y los ataques de insomnio que a menudo padecía. Mariana de Neoburgo trataba así de evitar que nadie pudiese acercarse a solas a su marido e influir sobre él. Algunos días, ni siquiera se cambiaba de ropa. Permanecía a su lado todo el tiempo, bordando, rezando o dormitando con un ojo abierto por si acaso alguien se colaba en la habitación sin que ella se diera cuenta. Asistía a todos los Despachos y a todas las comidas, intervenía en todas las conversaciones quitándole a él la palabra de la boca y respondiendo en su nombre, y a veces, cuando estaban solos, se ponía a chillarle insistiéndole para que firmase de una vez el testamento a favor del Archiduque Carlos.

—¡Te vas a morir! —le gritaba—. ¿No te das cuenta del estado en el que estás…? ¡Te vas a morir ya, cualquier día de éstos, y te morirás sin haber firmado el testamento! ¡Pero si estás agonizando, todo el mundo lo ve menos tú! ¡Te vas a morir y aquí va a haber una guerra para ocupar tu trono! ¿Me oyes…? ¡Una guerra! ¡El Alcázar ardiendo, y yo presa…! ¡Por tu culpa! ¡Los franceses me encerrarán en algún castillo perdido y no me darán ni de comer! ¡Me moriré yo también por tu culpa! ¡Firma! ¡Firma de una vez y déjale el trono al Archiduque Carlos! ¡Eso es lo que Dios quiere, y por eso se llevó al otro mundo al Príncipe de Baviera! ¡Si no lo haces, irás al Infierno! ¡No dudes de que irás al Infierno! —Y Mariana blandía ante su marido el testamento redactado ya por ella misma, mientras pensaba en la buena vida que iba a llevar como riquísima Virreina de Nápoles cuando el nuevo Monarca llegase al trono y la instalase, según le había prometido, en las dulces tierras de Italia, con una buena fortuna en sus arcas.

Pero Carlos II, inseguro toda su vida de todo, lo estaba más que nada de aquella decisión. Su gran amigo, el Cardenal Portocarrero —que había sido siempre para él como un padre y le había dado los mejores consejos—, sostenía exactamente lo contrario. Afirmaba que era el Duque de Anjou el que más derechos poseía para heredar sus reinos. Y estaba seguro de que la unión de Francia y España bajo una misma dinastía garantizaría largos siglos de paz entre las dos naciones que tantas veces se habían enfrentado. Los Borbones eran poderosos y ricos, Francia brillaba últimamente en todos los terrenos, y sus ejércitos habían demostrado ser prácticamente imbatibles. A los reinos de España les convenía ahora mucho más la alianza con París que con la lejana Viena.

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