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Authors: Ángeles Caso

Tags: #Histórico, Intriga

Donde se alzan los tronos (7 page)

BOOK: Donde se alzan los tronos
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A la misma hora, en una sala del suntuoso Palazzo Pasquino de la Piazza Navona de Roma, Mariana de la Trémoille, Princesa viuda de los Ursinos, le dictaba a su secretario Jean d’Aubigny una tierna carta dirigida al Cardenal Primado de España, Don Luis de Portocarrero. En la sala contigua, uno de aquellos capones en los que Mateíllo temía tanto convertirse interpretaba una virtuosa aria lacrimógena:

—«Eminentísimo y Reverendísimo Señor y muy querido amigo: llegan raudas y felices las noticias de Madrid, que me hacen saber que Vuestra Eminencia ha apoyado la causa francesa hasta el último aliento de Su difunta Majestad, a quien Dios tenga en su Gloria. Hace muchos años que aprendí que siempre puedo fiarme de vuestra palabra. Resta por saber si, como todos esperamos rezándole a Dios Nuestro Señor, Su Cristianísima Majestad ha aceptado el testamento y si el Duque de Anjou es ahora vuestro nuevo Rey.» —La Princesa de los Ursinos, que se había puesto en pie mientras dictaba, se acercó a la silla de su secretario y le besó en la nuca—. No te olvides de cifrarlo, Jean, y haz salir al mensajero esta misma noche. ¡Y ven pronto a mi cama! Sigo: «Ignoro si la Providencia me llamará de nuevo a esa corte, pero debéis saber,
mio caro amico
, que aunque los años me aconsejen acogerme al reposo de mi vejez en este palacio, entregada a la oración y a la lectura, mi voluntad siempre ha pertenecido a Su Cristianísima Majestad, mientras que mi amistad me deposita una y otra vez en mis sueños a los pies de Vuestra Eminencia…»

La impresionante voz del
castrato
clamaba delicadamente bajo las bóvedas pintadas de héroes y dioses:
Vieni presto a consolar questo cor che tanto brama…

Capítulo III

La Princesa de los Ursinos contempló a la pequeña novia que caminaba pizpireta hacia el altar, y sonrió para sus adentros, al fin tranquila. Con el precioso vestido que le había encargado a París, la niña estaba deliciosa. A pesar de sus escasos trece años, el cuerpo de María Luisa Gabriela de Saboya estaba perfectamente formado, y ella misma había podido comprobar durante el viaje cómo la regla le bajaba puntualmente cada veintiocho días. Cierto que su cara era todavía un poco infantil, con aquellas mejillas regordetas que parecían de muñeca, pero ese aire ingenuo y levemente travieso haría que los españoles simpatizasen enseguida con su nueva Reina, a la que era imposible considerar una amenaza.

Lo mismo se podía decir del Rey, tan guapo y tan callado. Demasiado callado, en realidad: aunque Mariana no hubiera recibido de sus confidentes todos los desoladores informes que tenía sobre él, hubiera bastado un vistazo para darse cuenta de que aquel muchacho tímido y melancólico, al que una mirada un poco intensa ya hacía enrojecer, poseía muy pocas cualidades para ser rey. La Princesa no pudo evitar recordar al Luis XIV de años atrás, cuando tenía, igual que ahora su nieto, dieciocho años y era ya sin embargo un hombre poderoso como el sol. Su presencia imponía silencio, su mirada hacía que los corazones se parasen, su voz erizaba la piel y sus gestos provocaban deseos de arrodillarse ante él. Luis había sido grande —no, grande no, inmenso— desde la cuna. Un verdadero astro. Felipe era en cambio pequeñito, tan débilmente refulgente como una luciérnaga a los pies de un árbol muy viejo.

El breve momento de satisfacción de Mariana al ver iniciarse la boda terminó enseguida. Ahora tuvo ganas de lanzar al aire un suspiro muy profundo, al pensar en el muchísimo trabajo que le iban a dar aquellos dos críos para convertirlos en dignos propietarios del trono de España. Si es que algún día lo lograba… La recién nombrada Camarera Mayor de Su Majestad la Reina alzó la mirada hacia el altar de la iglesia de Sant Pere y lo que vio le hizo morderse fuertemente el labio. Allí estaba aquella especie de mono sucio, el Patriarca de las Indias, bajo, renegrido y feo. Y, alrededor, todos aquellos hombres tan bajos, tan renegridos y tan feos como él, los Grandes de España, los nobles más importantes, espantosamente vestidos de negro, con las enormes golillas amarillentas y sobadas fijándoles las cabezas —que apenas podían mover—, como si fuesen espantapájaros.

Y detrás… Sabía muy bien lo que había detrás de ella, aunque no pudiese permitirse girarse para contemplar el espectáculo lamentable. Las damas, tapadas hasta la barbilla, aplastadas bajo sus corsés de madera, luciendo la ridícula silueta que les proporcionaban los guardainfantes, enjalbegadas las caras de blanco de albayalde, con las mejillas y las manos rojas del colorete, y coronadas por aquellos peinados patéticos, capas y más capas de rizos solidificados por las pomadas, parecidos a insonoros cascabeles. Horrorosas y tan tiesas como palos de escoba. Y junto a ellas, asomando sus monstruosas caras entre las faldas, un par de docenas de enanas y enanos inquietos y ruidosos, patéticamente vestidos con los mismos modelos en miniatura que sus dueños, incapaces de mantenerse quietos y respetuosos ni un minuto. Mariana sintió el desaliento recorrerle el cuerpo como un espasmo: todo aquel horror que la rodeaba era tan sólo una avanzadilla de lo que iba a encontrarse cuando llegase al Alcázar. Bajó de nuevo la mirada y trató de rezar: «Dios mío, dadme fuerzas para soportar este infierno. Os lo pido en nombre de vuestro devoto Rey Luis…»

Fue en ese preciso momento, mientras los monaguillos incensaban a los asistentes con nubes perfumadas de humo sagrado y el Patriarca comenzaba a declamar el
Kyrie, eleison
, cuando se oyó el estruendo: el reclinatorio del Duque de Osona se acababa de caer. El Duque, como representante de los Grandes de Cataluña, había sido colocado justo detrás del Rey, para ayudarle en todo momento. Detrás de la Reina estaba el Conde de Valencia de Don Juan, en nombre de los de Castilla. Pero a éste no le había gustado nada que le hicieran ocupar un papel secundario en la ceremonia. Pensaba —y los demás castellanos estaban de acuerdo con él— que los méritos de su corona eran mucho mayores que los de la corona de Aragón, que varias veces había traicionado a los soberanos de la Casa de Austria. Ahora que llegaba una nueva dinastía, se veían arrinconados. Y en connivencia con sus amigos, había decidido que no iba a permitir semejante desaire. Así que cuando llegó el momento de acercarle al Monarca su sillón para que se sentase, el Conde castellano se abalanzó sobre él, tratando de quitarle el sitio al Duque catalán. Comenzó entonces una pelea a codazos y empujones entre los dos Grandes, que no terminó hasta que el reclinatorio de Osona, golpeado por los litigantes, cayó al suelo. Valencia de Don Juan aprovechó ese momento para impulsar con fuerza el sillón del Rey y, ya victorioso, regresar detrás de la Reina y sostenerle ahora el suyo.

El Patriarca había interrumpido sus rezos y los monaguillos observaban embobados la escena. En la nave de la iglesia de Figueres se oyeron risitas y comentarios en voz no muy baja. Algún enano incluso se atrevió a aplaudir. La Camarera Mayor suspiró profundamente, sin preocuparse ya por la etiqueta. Luego decidió permanecer el resto de la ceremonia —que prosiguió como si nada hubiera sucedido— con la cabeza baja, fingiendo que rezaba, firmemente dispuesta a no levantarla salvo que ocurriese otra catástrofe. Sólo cuando la boda y el
Te Deum
terminaron, alzó los ojos para mirar de nuevo a los novios, y pudo ver que el rostro de la novia estaba enfurruñado y enrojecido de cólera. Mariana volvió a suspirar, y se apresuró a ocupar su lugar en el cortejo, detrás de la pareja real, al lado del horrible Mayordomo Mayor del Rey. Estaba segura de que el resto de la jornada sería duro, muy duro.

Por desgracia para ella, la Princesa no se equivocaba: todo se convirtió aquel día en un problema insuperable. El banquete, para empezar: Felipe había encargado que la mitad de los platos de la cena fueran nacionales y la otra mitad franceses. Aunque hacía ya ocho meses que estaba en España, era incapaz de acostumbrarse al gusto fuerte y seco de la cocina local. Pero tampoco quería ofender a sus súbditos, de manera que aquella solución le pareció salomónica. Y al menos, por un día, podría disfrutar de los viejos sabores. Sin embargo, algo raro ocurría: el protocolo del banquete de bodas indicaba que los oficiales de la Boca de Su Majestad debían pasar los platos a las damas de la Reina, y éstas a su vez entregárselos a la Camarera Mayor, que los depositaba entonces en la mesa, delante de los novios. Pero cada vez que llegaba un guiso francés, el recipiente resbalaba de las manitas pintadas con colorete de la Marquesa de turno y acababa chocando con estrépito contra el suelo. No hubo forma de que los novios probasen la
bisque
de cangrejos, las coronas de espárragos o los
mille feuilles
de hojaldre rellenos de foie a las hierbas. Todas esas exquisiteces terminaron por el suelo, pringosas y resbaladizas. Y, por más que Mariana frunciese el ceño ante las damas, tratando de transmitirles su enorme indignación, ellas se llevaban las manos a la boca, como pidiendo excusas, se retiraban hacia el grupo entre miradas de inteligencia y sonrisitas y volvían a dejar caer el siguiente plato extranjero.

La Princesa podía ver claramente a la luz de las velas el rostro cada vez más enfadado de María Luisa. La primera vez que un rico guiso rodó por tierra, la niña se mostró desagradablemente sorprendida pero, cuando llegó a continuación el españolísimo besugo en escabeche con zumo de naranjas, lo comió con bastante apetito. La segunda vez, sospechando ya que aquello no era casual, se negó en redondo a probar cualquier otra cosa. Apretó los labios y se cruzó los brazos sobre el pecho, aunque una mirada de Mariana le hizo enseguida saber que debía disimular su enfado.

A las once de la noche, terminó por fin el banquete desastroso. El Mayordomo Mayor y algunos Grandes acompañaron a Felipe a su cuarto. La Camarera siguió a la Reina al suyo, junto con varias damas, que fueron despedidas por ella sin ningún miramiento en cuanto cruzaron la puerta, y que se marcharon refunfuñando y abanicando el aire con las telas de sus enormes guardainfantes. María Luisa se sentó en el borde de la cama y volvió a mostrarse enfadada. Mariana se acercó a ella y, con su voz más exquisita, comenzó a hablarle mientras le quitaba suavemente los zapatos:

—Señora, permitidme que os diga que ahora deberíais cambiar de actitud. Su Majestad el Rey va a llegar en unos momentos, y tiene que encontraros contenta y dispuesta a satisfacerle.

—¿Contenta…? —la Reina gritó un poco más de lo adecuado—. ¿Cómo queréis que esté contenta, Princesa? ¡Me han mandado a una corte de monstruos! ¡Yo quiero volver a mi casa…!

Y se puso a llorar. Mariana no sabía muy bien qué hacer. Era cierto que la persona que tenía delante, sollozando sin consuelo, era su señora, la soberana de los inmensos reinos de España. Pero también era una niña, una criatura de muy pocos años arrancada de pronto a su familia, que se veía inmersa por primera vez en costumbres que debían de parecerle muy extrañas y ante las que, por su rango, tenía que responder como si fuesen las suyas propias. Para colmo, dentro de unos instantes, un hombre al que acababa de conocer aquel mismo día iba a llegar al dormitorio y la tomaría, quizá con impericia o tal vez incluso con violencia.

La Princesa de los Ursinos recordó su propia noche de bodas, la primera. Lo tenía todo aún muy vivo en su memoria, sí, vivo y todavía levemente hiriente, aquella noche del 5 de julio de 1659, en la que se enamoró. Ella era entonces un poco mayor que la Reina. Ya había cumplido los quince años, y ciertas lecturas a escondidas, ciertos comentarios de las amigas, la habían informado —mal informado— de lo que debía ocurrir en el primer encuentro con su marido. A pesar de lo mucho que le gustaba, había pasado un miedo terrible antes de que llegara el momento definitivo. Pero el miedo se desvaneció rápidamente en cuanto la presencia de Adrien a su lado, desnudo, despertó en ella un deseo como nunca había imaginado que pudiera existir. Un minuto de dolor, y luego toda aquella exaltación, aquella inaudita intensidad de sus sentidos, el ansia indefinida y tan carnal que aquel cuerpo fue capaz de provocarle, y el momento sublime y milagroso del placer… Mariana sintió revolotear la vieja mariposa en el vientre, y se preguntó si esa noche aún tendría fuerzas para hacerle sitio en su cama a Jean d’Aubigny. Pero ahora tenía que resolver la situación. Se arrodilló ante la Reina:

—Vamos, señora, no lloréis… Estáis cansada y asustada, y es normal. Yo también lo estaba hace muchos años, cuando me encontré por primera vez con mi esposo. A todas las mujeres les ocurre lo mismo. Pero no debéis tener miedo.

—¡No tengo miedo! ¡Yo nunca tengo miedo! ¡Lo que tengo es rabia! —y volvió a sollozar, aún más fuerte que antes—. ¡Son muy feos! ¡Los españoles son todos muy feos! ¡Y muy maleducados! ¡Y yo no quiero ponerme esas ropas horrorosas, ni comer ajo…! ¡No quiero vivir en el Alcázar! ¡Sólo quiero irme a mi casa…!

La voz de Mariana era una auténtica obra maestra de delicadeza:

—¿Su Majestad el Rey, vuestro esposo, también os parece feo…?

La niña contuvo por un instante el lloro. Sólo por un instante:

—No, él no… ¡Pero yo quiero irme a mi casa…!

Los mocos le caían sobre la boca. La Princesa sacó su pañuelo y la limpió:

—Tenéis razón, vuestro esposo es muy guapo. Y muy dulce. ¡Habéis tenido mucha suerte! Vuestro padre debe de quereros mucho para haberos organizado un matrimonio tan bueno. ¡Os habéis casado con un joven encantador, y además sois Reina de España…! Todas las Princesas de Europa os envidian, os lo aseguro.

Ahora sí parecía que María Luisa empezaba a calmarse. Abrió mucho los ojos enrojecidos:

—¿Es eso verdad…?

—Claro que sí. La Princesa de…

En ese momento, llamaron a la puerta, y el Duque de Osona irrumpió en la habitación sin pedir ni siquiera disculpas:

—Princesa, debéis venir, Su Majestad el Rey os necesita…

A Mariana le dieron ganas de tirarse de los pelos, pero se contuvo, se levantó, se atusó la ropa, pidió permiso a la Reina para retirarse unos momentos, hizo su magnífica reverencia —famosa en medio continente—, y salió corriendo por los pasillos hacia la habitación donde estaba alojado Felipe. Se lo encontró tirado en la cama, con su ropa de dormir, el gorro torcido y las zapatillas colgándole de los dedos, sollozando con una enorme pena, igual que la Reina. Al verla, se incorporó rápidamente:

—¡Me han dicho que María Luisa se quiere ir a su casa…!

La Camarera Mayor maldijo para sus adentros a quien hubiera estado escuchando detrás de la puerta, y no se molestó ni siquiera en completar su inclinación:

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