Mariana la cuidó durante todo su embarazo como a una niña pequeña. Estaba profundamente emocionada ante la inmediata existencia de aquella garantía para el futuro que iba a suponer el Infante, y además le preocupaba que la salud de la Reina se agravase, de manera que vigiló sus comidas y sus horas de descanso, mantuvo a los médicos lo más alejados posible de ella para evitar que se dedicasen a hacerle tropelías, e incluso consiguió en cierta medida controlar mediante amenazas de aborto el ardor del Rey, a quien el cuerpo cada vez más redondeado de su mujer parecía excitar aún más que de costumbre.
Por lo demás, se ocupó con sumo cuidado de los preparativos para el parto y la crianza del recién nacido. Era importante traer de Francia todo lo necesario: como en tantas otras cosas, los españoles estaban muy anticuados al respecto, y sus hijos se morían mucho más fácilmente que los de los franceses. Tenían la costumbre de cubrir a los críos de la cabeza a los pies de horribles amuletos que debían espantar a los demonios, y además seguían empeñados en envolverlos nada más nacer en vendas apretadas que sólo se les cambiaban una vez cada dos semanas y dentro de las cuales las criaturas permanecían hasta cumplir casi el año, como pequeñas momias vivas. Los médicos de Madrid estaban convencidos de que aquel sistema impedía que cogieran enfermedades y que se les doblasen los huesos, pero Madame de Maintenon —que había sido la Gobernanta de siete de los hijos ilegítimos de su futuro marido, el Rey Luis— sostenía en cambio en sus cartas desde Versalles que las vendas los debilitaban y les impedían crecer de manera adecuada. Era imprescindible por lo tanto que el médico que atendiese el parto fuera francés, igual que el aya que debía ocuparse de los cuidados del Príncipe.
También debían ser franceses los muebles de la habitación donde la Reina iba a dar a luz. El aposento para los partos de las Reinas en el Alcázar era especialmente tétrico: un cuarto interior, sin ventanas, oscuro como una cueva, y lleno de cuadros de Vírgenes Dolorosas y tallas de santas sanguinolentas que tenían la misión de ayudar a la parturienta. Si el alumbramiento se presentaba especialmente difícil, solían trasladar hasta allí las reliquias de Santa María de la Cabeza. Cuando María Luisa se enteró de aquella costumbre, rompió a llorar, y le hizo jurar a Mariana que jamás permitiría que aquel puñado de huesos, presididos por la horrible calavera enfundada en una cofia de seda y oro, fuera depositado junto a su cama mientras ella daba a luz. La Princesa juró, y se ocupó además de instalar una nueva habitación bien iluminada, con un exquisito mobiliario tallado por los mejores ebanistas de París, cuyos interiores albergarían la delicada colección de camisas, camisones, batas y chinelas que la Reina debía usar durante sus semanas de recuperación.
Así que, a lo largo de aquellos meses de espera, entre París y el Alcázar fluían incesantemente objetos y personas, arcas llenas de ropa, doctores con su instrumental impoluto, cunas recubiertas de bronces, ayas expertas que habían criado a duquesitos y condes diminutos, y matronas sabias entre cuyas manos habían venido al mundo sus futuros poseedores. Otra cosa era el asunto de las nodrizas que tendrían que amamantar al Príncipe. La Camarera Mayor estaba convencida de que la leche que habría de tomar el regio niño debía ser española. Sería un hermoso gesto que dejaría bien claro que los Borbones se consideraban ya naturales del país. Aquello agrandaría el amor de sus súbditos por el Rey, y asentaría en el corazón de los españoles a su heredero, criado a los pechos de una compatriota. Pero no era fácil encontrar nodrizas adecuadas en los territorios de la corona de Castilla. Mariana estaba convencida de que el excesivo sol que reinaba en buena parte del país viciaba la leche de las mujeres: aquellas campesinas renegridas y pequeñas que solía ver durante sus viajes, inclinándose al paso de su carroza, jamás serían capaces de alimentar en condiciones a un Infante de España. Tan sólo en las tierras del norte de la Península le parecía haber divisado mujeres altas y bien formadas, de piel clara y ojos brillantes, cuya leche podría ser buena y dulce y transmitir vigor y decencia. Dos comisiones de cirujanos y médicos salieron al fin en busca de las candidatas, recorriendo pueblos, aldeas y caseríos perdidos, sopesando tetas y anotando cuidadosamente la actitud de sus poseedoras, el estado de salud de sus hijos y hasta la limpieza de las casas en las que vivían.
A finales de mayo, catorce campesinas bien seleccionadas llegaron a Madrid, para que la Princesa eligiese entre ellas dos o tres nodrizas. Las reunieron a todas en Canillas, las sometieron a un lavado, las despiojaron, las peinaron con rizos y las embutieron en sobrios trajes de corte. Luego fueron instaladas en tres carrozas —a Lucrecia Díaz, que venía de Jaca y era muy gorda, tuvieron que empujarla entre dos lacayos para conseguir que se subiera al coche— y las condujeron triunfalmente al Alcázar. El rumor de su llegada ya había corrido por toda la ciudad, y, al verlas pasar, las mujeres las señalaban con el dedo y se reían y los hombres les hacían gestos obscenos sobre el tamaño de sus pechos. Ellas iban encantadas allá en lo alto, creyéndose repentinamente marquesas, como si sus mamas las hubieran alzado hasta las alturas siderales de los poderosos, y saludaban con la mano, felices y atónitas ante el espectáculo del gentío, las casas apretadas, los palacios, las enormes iglesias y el tráfico estrepitoso de carruajes y carros.
La Princesa las recibió con toda clase de atenciones. No es que sintiera ninguna simpatía especial por los campesinos, aquellos seres malolientes a los que solía vislumbrar, sin prestarles atención, desde su carroza, pero sí recordaba con mucho cariño a su propia nodriza, que había permanecido a su lado hasta que cumplió los siete años y fue llevada a un convento. Durante tres días las tuvo alojadas en el Alcázar, durmiendo en buenas camas, atendidas por criados uniformados, y alimentadas con platos cuya existencia no hubieran podido ni siquiera imaginar. De entre todas ellas eligió al fin a dos, las más sanas, más hermosas y mejor educadas. Y despidió a las otras, que se volvieron a sus casas con un buen puñado de monedas y una cruz de plata colgando orgullosa sobre los pechos nutricios, símbolo de ahí en adelante de su preeminencia sobre el resto de los vecinos de sus aldeas, a los que ellas —que habían estado en palacio, y habían visto al Rey y a la Reina, y habían comido faisán y sorbetes— mirarían desde entonces por encima del hombro, contagiadas de un ápice de la inmortalidad de los verdaderamente inmortales.
Todo el esfuerzo hecho por la Princesa, y los miles de misas y rezos, y la inmensa cantidad de escudos de oro gastados en los preparativos —con los que se hubiera podido alimentar a los habitantes de varias ciudades— dieron al fin resultado: cuando el 25 de agosto de 1707 la Reina se puso de parto, se instaló en su precioso aposento nuevo y se vio rodeada por los Grandes y sus esposas —que debían acudir al alumbramiento para dar fe de la verdad—, lo que nació fue un niño. Un Infante. Un Heredero. Sangre de la sangre del poder. Nació sano y llorón. Y nació justamente, milagrosamente, el día de San Luis, el día del santo de su mil veces ilustre bisabuelo, cuyo nombre por supuesto le fue adjudicado. Nadie dudó a la hora de interpretar la señal escondida en esa fecha: Dios había querido mandar un mensaje al enemigo para dejarle claro de qué parte estaba. El
Te Deum
celebrado por la venida al mundo del Príncipe de Asturias fue aún más solemne y sentido que de costumbre, y el propio Rey echó incluso un par de lágrimas a escondidas, profundamente emocionado por la obvia predilección que el Señor había demostrado hacia él.
Una semana después, cuando la noticia llegó a Barcelona, el mismísimo Archiduque no pudo evitar pensar al enterarse que Dios había señalado con su dedo a los Borbones, y luego sufrió un ataque de hígado. Durante tres días, desde su lecho del dolor, entre vómito y vómito, le recriminó muchas veces al Todopoderoso que le tratase así, a él, que tanto le veneraba. ¿Cómo era posible que quisiera arrebatarle de esa manera el poder obtenido con el sacrificio de tanta sangre vertida…? Por no hablar de sus horribles semanas de navegación… ¿Iba a dejarle ahora tirado como una basura, al margen del merecido trono de sus antepasados…? Al fin, cuando se despertó la cuarta mañana algo más tranquilo, sin aquellos espasmos terribles que había estado sufriendo y sin fiebre, vio de pronto la luz: el Señor no le había abandonado, sólo estaba probándole. De inmediato llamó a su Mayordomo Mayor, y en cuanto éste entró en su habitación, le espetó:
—¡Búscame una esposa! ¡Ya! ¡La que tenga las caderas más anchas!
El Mayordomo Mayor hizo su reverencia y se encaminó a toda prisa a su gabinete, dispuesto a estudiar a fondo la lista de novias reales —y católicas— en venta.
Aquella tarde de enero de 1709, Su Majestad Cristianísima Luis XIV de Francia tomaba una taza de reconfortante café en la habitación de su esposa secreta, Madame de Maintenon. El Rey observaba pensativo el paisaje desolado de Versalles. A pesar de la hora tardía, los prados aún no habían perdido la capa de escarcha de la noche anterior, encaramada a su vez sobre las de otras muchas noches. Los arbustos y los setos que sus jardineros podaban tan cuidadosamente bajo sus estrictas instrucciones se habían quemado en medio del frío insoportable de los amaneceres, y las hojas que siempre habían sido vigorosas eran ahora rastrojos marrones y retorcidos que cubrían los lastimeros esqueletos de las ramas. Los chorros de las fuentes se habían convertido en hielo, y sobre el Gran Canal congelado algunas damas atrevidas se paseaban en trineo recubiertas de pieles, como si estuvieran en San Petersburgo.
Luis suspiró, lleno de tristeza. Estaba siendo el invierno más duro que nadie recordase. El sol había dejado de existir. Desde hacía muchas semanas, el mundo era oscuridad, vientos, nieve, grandilocuentes heladas que estaban convirtiendo Francia entera en un erial. Todo se iba muriendo, los árboles y las huertas, los ganados, que aparecían congelados por las mañanas en los corrales, y hasta las gentes: desde muchos lugares, llegaban noticias de familias enteras encontradas muertas en sus casas, rígidas y frías como estatuas de hielo. En las ciudades, innombrables cadáveres de mendigos eran amontonados a diario en grandes carros para ser llevados a las fosas comunes. Y hasta se contaban historias que parecían ser ciertas de asilos y hospicios que habían echado a las gentes a la calle, pues no tenían nada que darles de comer. Sí, con el frío había llegado también el hambre, y luego quizá vendrían las epidemias, pestes y cóleras y disenterías, y media Francia se iría a la tumba.
Luis volvió a suspirar. Qué triste, qué triste. Todos esos súbditos suyos muertos. Y qué pena le daba ver sus jardines de Versalles en aquel estado, con el infinito cuidado que había puesto en ellos durante años, eligiendo cada especie, haciendo venir a menudo las semillas desde tierras lejanísimas, aclimatándolas en sus invernaderos, ordenando qué debía plantarse en cada rincón, podando día tras día sus ramas para que no se deformaran caprichosamente, al arbitrio de la naturaleza que él había conseguido dominar como nadie había logrado hasta entonces. Qué lástima el estado de su huerto de la Quintinie, en el que se estaban muriendo los perales y los manzanos y las moreras y los naranjos, y también sus cultivos de espárragos, lechugas y cardos de Italia, que debían ser recogidos en aquellas fechas pero que se habían helado mientras brotaban. Qué lástima, y qué caro le iba a costar reponer todo aquello. Menos mal que había mandado colocar estufas en sus establos y, al menos, sus costosos caballos no sucumbirían al frío.
Luis pensó con infinita tristeza en lo poco que podía la voluntad contra el destino: como a Dios le diese por enfadarse y fastidiar, no había nada que hacer para librarse de sus castigos. Pero ¿por qué se habría enfadado Dios con él en aquel preciso momento? No recordaba haber hecho nada malo últimamente. Hacía más de tres años, desde sus últimos encuentros apresurados y costosos con la Marquesa de Grandchêne, que ni siquiera cometía adulterio. Quizá el Todopoderoso le estaba castigando por las cosas del pasado, por lo mucho que había hecho sufrir a su pobre esposa difunta, María Teresa, con todas aquellas mujeres, la Duquesa de La Vallière, la Marquesa de Montespan, y la de Heudicourt, y la de Fontanges, y la Condesa de Soissons, y la Princesa de Soubise, y la de Mónaco, y tantas otras a las que recordaba fugazmente aunque con una extrema ternura, pues ellas habían sido una parte importante del resplandor que emanaba de él, y sus pieles, sus pechos, sus bocas y sus entrepiernas eran sabrosos pedazos de vida que llevaba siempre consigo, latiendo dentro de su corazón y en el bajo vientre. Además del frío y la muerte de sus súbditos y el estropicio de sus jardines, también era una pena que ese bajo vientre estuviese ahora tan mortecino, y no le permitiese seguir disfrutando de tantos momentos extraordinarios, robados al protocolo y a la piedad. Sí, definitivamente, aquél era el día de la pena…
Luis volvió a suspirar. Su esposa, que bordaba en silencio una casulla para el capellán de su colegio de jóvenes nobles empobrecidas, empezó a preocuparse por su estado de ánimo:
—¿Os ocurre algo, sire? ¿No os sentís bien…?
—No, estoy bien, estoy bien… Me preocupa lo de este dichoso tiempo… Como dure mucho más el frío, no sé qué vamos a comer…
Madame de Maintenon no supo si debía echarse a reír o enfadarse con su marido. Como de costumbre, optó por decirle con la mayor suavidad posible lo que pensaba:
—Bueno, no creo que aquí lleguemos a pasar hambre… Vuestra Majestad siempre podrá cazar unos ciervos…
—Sí, sí, algo habrá que hacer…
Luis pareció perderse en la contemplación de los jardines helados, y Madame de Maintenon volvió a su bordado y se mantuvo callada unos instantes. Luego, como si lo que iba a decir no tuviese ninguna importancia, habló sin levantar los ojos de la tela:
—Dicen que el Sena está helado hasta su desembocadura, y que incluso en el mar se ven trozos de hielo flotando. Si esto sigue así, en primavera el deshielo va a ser terrible.
—Sí, supongo que lo será…
—Habrá inundaciones. Y entre una cosa y otra, va a morir mucha gente.
El Rey la miró ahora, sorprendido de la perspicacia de su mujer:
—Eso mismo pensaba yo, Françoise. Y no creas que no me preocupa.
—Quizá podríamos hacer algo, ¿no creéis, sire?