Donde se alzan los tronos (16 page)

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Authors: Ángeles Caso

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Donde se alzan los tronos
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Entretanto, mientras el Archiduque iba dando lastimeros tumbos por el Mediterráneo, sus agentes en tierra —bien distribuidos en las ciudades más importantes de la corona de Aragón— se dedicaban a allanarle el camino hacia el futuro. Mezclándose con la gente en tabernas, mercados, salones privados y reuniones de todo tipo —hasta desde los púlpitos de las iglesias—, habían ido haciendo que creciera la convicción de que los Borbones intentaban crear un Estado a la manera francesa, en el que todo el peso lo tendría Castilla, y Madrid en concreto. Los demás reinos serían anulados, convertidos en simples provincias sometidas a la capital. Los Austrias, en cambio, respetarían como siempre habían hecho los antiguos fueros y privilegios, convocarían las Cortes, escucharían a sus enviados y mantendrían los sabrosos aranceles fronterizos.

Cada vez más habitantes de Aragón y de Cataluña, de Valencia y de Mallorca apoyaban al Archiduque y deseaban que el francés avasallador abandonara el trono. Los rumores astutamente extendidos se habían convertido en certezas, y las certezas dieron lugar al deseo. Y, finalmente, el deseo se transformó en ansia: las rebeliones contra Felipe V se extendían como campos de trigo salpicados de rojas amapolas sangrientas, y a medida que la flota aliada desembarcaba en algunos puertos, con su verde Archiduque al frente, éste era aclamado como Rey. La conquista de Barcelona fue poco menos que un paseo triunfal. Hubo una cierta resistencia, es cierto, pero no había pasado ni un mes y medio desde el inicio del sitio cuando, el 8 de octubre de 1705, los escasos defensores de los Borbones abandonaban la ciudad, entregándola en manos de quienes apoyaban al Archiduque y en las del mismísimo Archiduque, rápidamente proclamado y jurado como nuevo soberano de España, Su Católica Majestad Don Carlos III.

Cuando Felipe V se enteró de que allá, a cuatrocientas millas de distancia de su palacio y su trono dorado, había otro Rey, sentado a su vez en su propio trono, firmemente erigido en medio de su propio palacio, sufrió uno de sus habituales ataques de abulia. La noticia le llegó hacia las cinco de la mañana, cuando el Mayordomo Mayor irrumpió en su habitación acompañado por un mensajero que había reventado siete caballos para llegar lo antes posible a Madrid. A las ocho de la tarde seguía en la cama, sin haber tomado nada en todo el día. No se había levantado ni siquiera para acudir a misa, lo cual era síntoma de que su crisis estaba siendo especialmente grave. María Luisa entraba y salía una y otra vez de la habitación, pero por más que le suplicase, por más que intentara hacerle toda clase de arrumacos, él seguía imperturbable, totalmente a oscuras, quieto y mudo bajo las mantas, tapándose incluso la cara que, de haber podido ser vista, hubiera parecido transparente de pura palidez.

A la hora de la cena, la Reina, que se había mantenido muy firme durante el día, sollozaba inconsolable, a ratos porque estaba segura de que perderían el trono, y a ratos porque pensaba que su marido ya no la quería. A decir verdad, no sabía cuál de las dos razones le resultaba más dolorosa. Mariana supo como de costumbre tranquilizarla, pero respecto al Rey decidió en cambio esperar al día siguiente para hablarle, convencida de que era mejor darle tiempo a recuperarse de aquel golpe que le había paralizado.

Por la mañana, aguardó pacientemente a que sonaran las once —la hora a la que Felipe solía levantarse— y entonces, tras ordenar a los gentileshombres y a los criados que no entrase nadie en la habitación, le llevó ella misma el desayuno. Tuvo que despertarle, sacarle de la cama —sin ningún miramiento a la etiqueta—, y obligarle a sentarse a la mesa. El Rey parecía una estatua, un pedazo de mármol colocado muy tieso en un jardín, con los ojos abiertos y vacíos, ajeno a la vida. A ella le entraron ganas de sacudirle y hasta de pegarle un par de bofetones, a ver si reaccionaba de una vez. Pero, como de costumbre, contuvo su arrebato y se esforzó en cambio en obligarle a comer, metiéndole un trozo de bizcocho bien empapado en la boca. Felipe masticó por pura inercia, aunque la Princesa no dejó de pensar que era un buen síntoma y siguió dándole pedacitos del dulce y sorbos de cacao. Cuando al fin notó que la cara recuperaba un poco de color, como si la sangre hubiese vuelto a circular, y los ojos empezaban a parecerse a los de un ser vivo, se decidió a hablarle:

—Anoche le escribí a Su Majestad Luis. —Felipe permaneció mudo—. Le he pedido que nos mande ayuda urgente. Necesitamos tropas, armas y municiones para sitiar Barcelona. Es imprescindible que echemos de allí al Archiduque.

Felipe musitó algo incomprensible.

—Disculpadme, señor, no os he entendido. ¿Os molestaría repetir lo que habéis dicho…?

—Es inútil.

—Majestad, permitidme que os diga que no deberíais afirmar algo así. En una guerra, nada es inútil hasta la derrota final. Y ese momento no va a llegar, os lo aseguro: son vuestros enemigos quienes tendrán que resignarse pronto a la inutilidad de cualquier acción. Su Majestad Luis enviará enseguida refuerzos. Recuperaremos Barcelona y echaremos a ese intruso austríaco. ¡Podéis estar seguro!

El Monarca se limpió la barbilla con la manga de su camisa de noche y miró el día triste de octubre a través de la ventana. Una ráfaga de viento lanzó un puñado de tierra y hojas secas contra los vidrios, y se coló luego descarada en la habitación por las rendijas, haciendo temblar a Felipe:

—Es inútil. Dios no quiere que me quede en España. Él no desea que sea Rey.

—Pero, señor, permitidme que os lo recuerde: nadie conoce los designios divinos hasta que se han cumplido. No podéis saber aún lo que Dios desea de Vuestra Majestad. ¿Cómo estáis tan seguro de eso?

—Porque he soñado con Dios. Estaba encima de una nube dorada, con su larga barba blanca, y el triángulo resplandecía sobre su cabeza como un sol. A su alrededor había muchos ángeles de alas transparentes, y cantaban como si fueran
castrati
, unas cosas muy dulces, aunque debía de ser en el idioma del Cielo, porque no logré entender nada. Yo estaba allí, arrodillado ante el Altísimo, y le pregunté qué debía hacer. Y entonces me contestó con una voz muy profunda: «No hagas nada, Felipe —eso fue lo que me dijo—. Se acabó. El trono en el que estás sentado no te corresponde. Es para el Archiduque Carlos, que ha sido mucho más piadoso que tú. Mientras tú rezabas una oración, él rezaba cien. Así que he decidido que el reino sea suyo. Coge tu dinero, tus joyas y a María Luisa, y vuélvete a Versalles. En Madrid ya no pintas nada.» Eso fue lo que me dijo, con esas mismísimas palabras, lo recuerdo muy bien. Tenemos que irnos. Organízalo todo. Yo ya no soy Rey.

Mariana tragó saliva, y se esforzó en ganar tiempo mientras pensaba rápidamente cómo contestarle. Se acercó a la cama, tiró de una de las mantas y envolvió en ella al Rey, que seguía tiritando:

—Entiendo que estéis asustado, Majestad. Son palabras muy serias. Pero ¿estáis seguro de que era Dios de verdad…?

—¡Claro que era Dios! ¿Quién iba a ser si no…?

—No sé, quizá fuese… ¿Su triángulo lanzaba rayos azules…?

—No… Eran rojos y dorados, como los del sol…

—¿Y los ángeles eran hombres o mujeres?

—Eran niños…

—¿Veis, señor? ¡Ahí lo tenéis! ¡Ése no era Dios de verdad! San Agustín, que lo vio a ciencia cierta, afirma que su corona despedía rayos azules como el mismísimo Cielo, y que los ángeles eran mitad hombres y mitad mujeres, y que además cantaban en latín. Y Santa Teresa de Ávila también vio lo mismo. —Mariana sabía que el Rey nunca se pondría a leer ningún libro para confirmar si lo que estaba diciendo era verdad—. ¡Y los santos no mienten! Ése no era Dios, podéis estar seguro.

Felipe se estremeció de nuevo, aunque ahora no de frío, sino de miedo:

—¿Quién era entonces…? —preguntó con un hilo de voz, temiéndose ya la respuesta:

—Era el Diablo, Majestad. Ése era el Diablo, que quiere engañaros y perderos y que entreguéis el trono al Archiduque para escarnio de vuestro poderosísimo y cristianísimo abuelo… —Mariana bajó la voz, como si sospechara que alguien pudiera oírla al otro lado de las paredes—. No pretendía decíroslo, porque es una acusación muy grave, pero he sabido de muy buena fuente que el Archiduque celebra misas negras…

El Rey se hizo rápidamente la señal de la cruz:

—¡Señor mío Jesucristo…!

—¿Habéis oído hablar de Étienne Guibourg, aquel cura al que vuestro abuelo hizo ahorcar porque sacrificaba niños en el altar para que ciertas mujeres obtuviesen lo que deseaban…? —Felipe asintió—. Pues es lo mismo que hace el Archiduque con sus compinches.

El Monarca miraba asustado a su alrededor, como si temiese ver surgir al demonio de detrás de alguna cortina. Sus ojos se habían abierto tanto que ahora parecían los de una lechuza. Estaba a punto de romperse en sollozos:

—¡He estado con Satanás…!

Mariana le tocó suavemente la mano. No quería asustarle en exceso:

—No, Majestad, no… No habéis estado con él. Tan sólo se os ha aparecido en sueños, y no es lo mismo. Sin embargo, si Vuestra Majestad lo desea, le pediré a vuestro Confesor que rocíe la habitación con agua bendita y rece algunas oraciones para alejar del todo al Maligno.

—Sí, sí, que venga ya, vete a llamarle…

—Inmediatamente, señor. Esta misma mañana lo hará, sin falta, no os preocupéis. No quedará ni rastro de esa serpiente. Pero, mientras el Padre Robinet se ocupa de todo, deberíais aparecer ante la corte y anunciar lo que vais a hacer. Todos están esperándoos.

—¿Y qué voy a hacer…?

—¿No le parece a Vuestra Majestad que lo mejor sería que fueseis al frente de vuestras tropas a Barcelona y tratarais de reconquistar la ciudad…?

Felipe se puso en pie. La mención de la guerra le había animado. De pronto, ardía en deseos de volver a enarbolar la espada, y dormir en la tienda, y emborracharse con sus Generales. Ansiaba febrilmente recuperar Barcelona y echar al Archiduque para siempre de sus reinos. Tenía que hacerlo. El trono era suyo, España entera le pertenecía, todos sus súbditos le debían pleitesía a él, su señor, designado por el Todopoderoso para representarle en aquellos inmensos pedazos de la tierra a uno y otro lado del océano. ¡Nadie iba a echarle de su propia casa! Lucharía y vencería. Y ahora que sabía que todo aquello era asunto del Demonio, por Dios que iba a hacerlo. Sin temblar ni un minuto. Sí, expulsaría a aquellas hordas satánicas de sus estados y la bendición divina recaería sobre él. Tenía que anunciarlo ya, de inmediato, y salir lo antes posible hacia Barcelona:

—Di que vengan a vestirme… ¡Rápido!

Dichosa como una joven enamorada que acabase de seducir a su amado, Mariana hizo la reverencia y se dispuso a salir del cuarto. Pero Felipe volvió a llamarla:

—¡No! ¡Espera…! Que me lleven a la habitación de la Reina. Que me vistan allí. No quiero estar aquí hasta que el Padre Robinet lo santifique todo bien…

Mariana se preguntó si no habría exagerado un poco con lo de la visita del Demonio. Pero no podía permitir que el Rey se quedase quieto mientras el Archiduque siguiera avanzando por las tierras de España y ganando gentes para su causa. Luis le había dejado bien claro antes de partir de Versalles que, por mucho que fuera una mujer, la guerra también era cosa suya. Estaba decidida a no defraudarlo. Y, sobre todo, estaba decidida a demostrar al mundo que no era una de esas damiselas amedrentadas que, ante la simple idea de los muertos y los heridos y el sufrimiento de las viudas y los huérfanos y las madres privadas de sus hijos, claman al Cielo por la paz. No iba a vestirse de guerrero, como siglos atrás Juana de Arco, pero dirigiría la guerra desde lejos. Mataría a través de las armas de los hombres del Rey. Estaba dispuesta a cargar sobre sus espaldas con esas muertes, si era preciso. Pero nadie volvería a echarla del Alcázar. Pensaba morirse allí, entre aquellas paredes tristes aunque resplandecientes de poder, y la llorarían desconsoladamente, y su recuerdo sería respetado y venerado como el de una Reina. Por los siglos de los siglos.

Capítulo VII

La mujer era hermosísima. Estaba allí, a pocos pasos de él, a la orilla del río, desnuda, y sólo podía verle la espalda. Pero seguro que era hermosísima. Desde luego, tenía un culo extraordinario, el mejor culo que él había visto en su vida, muy grande y muy blanco, y cubierto de ricos hoyuelos. Mateíllo la observó con avidez. Qué ganas de tocar aquellas nalgas, de apretarlas muy fuerte con las manos, y de frotar su sexo contra ellas. ¡Qué delicia! Su sexo, sí. El miembro magnífico que aún seguía teniendo, completo y bien hermoso. Menos mal que había huido aquella mañana de las manos asesinas del Padre Cantor. De no haberlo hecho, a estas alturas tendría un trapillo colgando entre las piernas, una cosa fea y reseca, y no habría disfrutado de aquel espléndido trozo de su carne que le había dado tanto placer. En realidad, el único placer auténtico, junto con ciertas borracheras, que había conocido en su vida. Le había servido innumerables veces para el goce a solas, pero también lo había disfrutado con muchas mujeres, y hasta con unos cuantos hombres, en las noches de helada en los campamentos, cuando al apretarse unos contra otros para aliviar un poco el frío surgía inevitablemente el deseo.

Como ahora: allí estaba, su miembro creciendo y endureciéndose frente a la belleza de la mujer desnuda. Tenía que llegar hasta ella. Trató de incorporarse, pero el dolor en el costado volvió a ser insoportable. Había conseguido aplacarlo un poco echándose sobre la herida y apretándose contra el suelo. Si se apretaba mucho, el dolor iba disolviéndose en ondas dentro de su cuerpo, y al final se desvanecía. Pero no podía ponerse en pie. De nuevo miró a la mujer. Estaba volviéndose lentamente, como si quisiera que él viese su cuerpo entero. ¡Dios mío, qué cuerpo! Los pechos enormes, y las redondas caderas envolviendo la tripa blanda, en la que sería tan dulce descansar la cabeza… El sol se iba ocultando más allá del río, y los rayos atravesaban las nubes y formaban un nimbo rosáceo y dorado, justo detrás de ella, como el que había en los cuadros de santos del monasterio cuando él cantaba allí. De tan hermosa como era, con aquella aureola rodeándola, parecía un ángel. Seguro que era un ángel. Si el Cielo estaba lleno de mujeres así, valía la pena morirse cuando llegase la hora.

Mateíllo decidió que debía acercarse a ella como fuese. Ya que no podía ponerse en pie, iría arrastrándose. Empezó a reptar por el suelo, apoyándose en el brazo izquierdo, dejando a su paso un reguero caliente de sangre que se volvía negruzca y sucia al mezclarse con el polvo. Pero sólo consiguió recorrer un par de metros. Enseguida tuvo que detenerse y volver a apretarse contra la tierra, exhausto, intentando que el dolor desapareciese otra vez. Le pareció que estaba ardiendo por dentro, aunque al mismo tiempo tenía mucho frío y los dientes le castañeteaban. Necesitaba beber para apaciguar el fuego, chupar aquellos pechos y extraer todo lo que hubiese dentro de ella, el placer y la calma, la vida misma. La miró de nuevo. Le estaba sonriendo, gorda, suave, con los brazos entreabiertos, ofreciéndose toda entera a su sexo intacto. Fue lo último que vio antes de llegar al Cielo, quién sabe si lleno para él de mujeres como aquélla.

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