—Algo, sí… ¿Qué se te ocurre?
Hacía mucho tiempo que a Madame de Maintenon ya se le había ocurrido, aunque lo disimuló:
—No sé… ¿Habéis pensado en mandar que bajen el precio del pan…?
—Sí, desde luego, ya lo había pensado. Voy a dar órdenes, sí. Escríbele una nota a mi secretario para que me lo recuerde.
—Supongo que también se os habrá ocurrido reunir dinero para los más necesitados… Seguro que vuestros cortesanos estarán dispuestos a hacer todo lo posible por esos desdichados. Luego podríais entregárselo a los párrocos para que ellos lo repartan…
—Sí, aún no lo he hecho, pero lo haré, claro… —El Rey se agitó en su sillón y pareció animarse—. Voy a organizar una rifa. Un bonito aderezo de brillantes para las damas y una espada con la empuñadura de oro para mis gentileshombres… Eso es… Y que todos den mucho dinero para los pobres. Yo mismo sacaré los números. Estos ratos en tu habitación siempre me ayudan a tener buenas ideas…
Madame de Maintenon le miró sonriente y dejó su bordado a un lado:
—Gracias, sire. Es hora de ir al oficio de la tarde. ¿Queréis acompañarme…? Vuestros súbditos están necesitando nuestras oraciones.
En ese momento, un gorrión superviviente y perdido cruzó de pronto la terraza y fue a estrellarse contra una de las ventanas del ala norte del palacio. Y en el mismo instante, ante aquella repentina visión de la muerte, el Rey tuvo una revelación. Durante unos minutos se quedó quieto, con la boca abierta, la mirada perdida en el cuerpecillo pardusco, inmóvil sobre las piedras heladas. Luego se puso en pie y, perdiendo las formas de la etiqueta, comenzó a gritar:
—¡Lo he visto! ¡Lo he visto, Françoise! ¡Dios me lo ha enseñado! ¡Ya sé lo que tenemos que hacer! ¡Una capilla! ¡Una capilla nueva! ¡La más rica! ¡La más bella! ¡Eso es lo que Él desea! ¡Así escuchará más atentamente nuestras oraciones! ¡Necesito los mejores mármoles! ¡Quiero las mejores estatuas! ¡Y que la bóveda esté toda pintada! ¡Y mucho oro! ¡Mucho oro! ¡La he visto, Françoise! ¡La capilla más lujosa del mundo! ¡El Todopoderoso se ocupará con mayor interés de mis súbditos! ¡Yo mismo dirigiré los trabajos! ¡Seré el arquitecto del Señor…!
Madame de Maintenon permaneció atónita, derrumbada en su sillón, preguntándose si su marido no estaría empezando a perder la cabeza, mientras él abandonaba la habitación y ponía en marcha el palacio entero para empezar a construir la suntuosísima capilla que habría de paliar el hambre de los pobres de Francia.
Quizá fuera verdad que a los ojos del Dios del Rey Luis las capillas de Versalles y del Alcázar no eran lo suficientemente majestuosas. Al menos, su representante en la tierra pareció indicarlo así cuando tomó la decisión de reconocer al Archiduque como Rey de las Españas: de pronto, el Papa Clemente XI, que hasta ese momento había navegado en medio del conflicto sin dar la razón a nadie —aunque estaba claro que sus simpatías estaban con los Borbones—, fue iluminado por el Espíritu Santo y desde su cátedra de San Pedro designó a Carlos III sucesor de la musaraña Carlos II. Claro que, en aquella ocasión, el Espíritu Santo se había presentado no como de costumbre bajo las maneras de una leve paloma, sino en forma de violentos soldados imperiales que habían conquistado Nápoles y el Milanesado y amenazaban las fronteras de sus terrenales y ricos Estados Pontificios. El Dedo de Dios le había hecho saber a Su Santidad que más valía acatar que convertirse en víctima, y Su Santidad se apresuró a poner en práctica los sabios consejos divinos, abandonando a su suerte a Felipe V y a Luis XIV. Que se las entendiesen ellos con sus católicos súbditos. A él, a fin de cuentas, le daba igual un monarca que otro mientras le obedeciesen, y, desde luego, no iba a poner en peligro sus propios reinos.
Aquella inesperada decisión provocó una nueva crisis en el Alcázar. Cuando llegó allí la noticia, Felipe pareció sumirse en el estupor. Esta vez, el ataque de parálisis no le llevó a meterse en la cama, sino que le condujo precisamente a la desdichada capilla, donde permaneció rezando de rodillas durante cinco horas, mientras el Capellán Mayor celebraba una tras otra hasta media docena de misas. Hacia las siete de la tarde de aquel día de febrero de 1709, cuando el cura ya se estaba quedando afónico y el Rey empezaba a tiritar de frío en su reclinatorio, María Luisa y la Princesa de los Ursinos entraron a buscarle.
La Reina se acercó silenciosa y resuelta a su marido, aunque en aquel lugar sagrado no se atrevió a tocarle. Se limitó a susurrarle al oído:
—¿Te encuentras bien…? Estoy muy preocupada por ti… Ya casi es la hora de ir a dormir, y te voy a echar de menos en la cama… —Ante esas palabras, el cuerpo de Felipe pareció removerse, pero no levantó la cara, que tenía escondida entre las manos, ni dijo nada. María Luisa tomó entonces una decisión radical y subió un poco la voz—: Sal, Felipe. Necesito hablar contigo. Tengo que contarte una cosa muy importante. Ahora mismo.
Al Rey le pareció que en aquellas frases se ocultaba un misterio que le concernía. Quería seguir rezando, pero también deseaba conocer el secreto de su esposa, y estirar un poco el cuerpo y comer algo. Podría volver a la capilla más tarde, o quizá mañana, después de despertarse en su buena cama y con el calorcillo tan delicioso de María Luisa a su lado. Musitó el final del
Veni, Creator Spiritus
que había empezado a repetir por enésima vez antes de ser interrumpido por su mujer, y se persignó. Al incorporarse, se dio cuenta de que después de tanto tiempo arrodillado no podía estirar bien las piernas. Pero ahora tenía prisa por llegar a su antecámara y sentarse y tomar un chocolate bien caliente, así que, sin darse más tiempo para recuperar la solemnidad habitual de sus pasos, bailoteó un par de veces en el aire perfumado con incienso de la capilla y salió cojeando y sujetándose en el brazo de María Luisa.
A la puerta le aguardaba preocupado su séquito en pleno, al que se había unido el de la Reina. Los ministros le esperaban para hablarle, y los demás para que les hablase. Llevaban horas allí, de pie, hambrientos y cansados, acechando una orden suya, un breve comentario, una palabra al menos o un gesto real que les indicase qué debían pensar y hacer. Nadie sabía qué hacer. Jamás se había dado antes, en toda la historia de los catolicísimos y heroicos reinos de España, una situación como aquélla. Los más devotos estaban sinceramente descompuestos. El Marqués del Faro —que había encabezado varias delegaciones diplomáticas ante Clemente XI, había recibido muchas veces su bendición y se sentía tan imbuido de la autoridad del Papa que le confundía con el propio Dios— no paraba de preguntarse si no debería partir hacia Barcelona esa misma noche, sin esperar al día siguiente. Su Santidad no podía cometer errores, pues el Señor en persona le hablaba al oído. Lo mejor era irse de inmediato, sin hacer ruido, correr ya a postrarse ante el auténtico Rey Católico y no perder ni un momento más de su vida junto al usurpador —al que había guardado fidelidad hasta ese mismo día—, por si acaso en la Eternidad no se lo perdonaban.
Al recién proclamado usurpador se le había puesto por cierto cara de tal. Llevaba el ceño fruncido, el cuerpo arrugado y cojeante, y había perdido el halo de esplendor e inmortalidad que le rodeaba, como si en las horas que habían transcurrido desde la llegada de la noticia hubiese caído sobre él la niebla de la insignificancia, dejándole maltrecho y vulgar. Aun así, el cortejo fingió más o menos organizarse a sus espaldas, y echó a caminar siguiendo sus pasos. Enseguida se formó una larga fila de ministros, mayordomos, camareros, caballerizos, gentileshombres de cámara y de boca, secretarios, meninos, damas, dueñas, truhanes y bufones —además de sus guardias y los de la Reina—, que subía y bajaba escaleras, cruzaba salones y atravesaba corredores. Pero estaba claro que algo extraño sucedía, porque en lugar de deslizarse rígidos y silenciosos como autómatas, todos aquellos cortesanos iban susurrando, parándose y acelerando luego el paso para recuperar su posición, volviendo las cabezas sobre el armazón disuasorio de las golillas para hablarse los unos a los otros. Poco a poco, el tono de voz iba subiendo, y a la altura de la Sala de los Consejos ya se oían ramalazos de conversaciones:
—… a confesar mañana a primera hora —decía una mujer.
—… que le han asustado —sostenía un hombre.
—¡Y nos vamos a Roma a bailar delante del Papa! —gritó de pronto la loca María Ramos.
El Mayordomo Mayor se vio obligado a ordenar silencio, y los guardias, asustados ante el asombroso guirigay tan impropio de palacio, empezaron a preguntarse si aquello no acabaría convirtiéndose en una insurrección contra el Rey y sujetaron firmemente sus picas. Al llegar a su antecámara, Felipe pidió que le llevasen chocolate, esperó a que pasaran María Luisa y la Princesa y cerró él mismo la puerta, dando un portazo en las narices a todos los que pretendían entrar. El golpe resonó en los salones del Alcázar como si hubiese caído una bomba, haciendo saltar por los aires innumerables lascas de honor castellano. Aunque humillados, los cortesanos se quedaron en el pasillo, de nuevo a la espera, sin darse cuenta de que el Marqués del Faro, disimulando, empezaba a deslizarse lentamente hacia la escalera ni de que, en cuanto pudo, echó a correr hacia su casa para organizar de inmediato su huida a Barcelona.
En la habitación real, Felipe entretanto se había desfondado en su sillón, como si tuviera cien años, y gemía igual que un perro apaleado. María Luisa se arrodilló ante él y trató de calmarle acariciándole las manos. De pronto, el Rey se acordó de que aún no le había revelado aquel secreto prometido en la capilla, algo que tal vez reconstruiría su vida desmoronada desde la mañana:
—¿Qué era lo que tenías que decirme?
María Luisa habló llena de orgullo, intentando que su sentimiento de deber cumplido penetrase en el cerebro de su marido y lo iluminara por unos momentos:
—Estoy embarazada. Ya llevo veintitrés días de retraso, y noto las mismas cosas que la… —se interrumpió, porque Felipe se había roto en sollozos.
—¡Otro heredero de nada…! ¿Para qué quiero yo ahora otro heredero…? ¡Menudo disgusto me das…!
A la Reina la ofendió aquella reacción, así que se incorporó rápidamente, enfadada con su marido, y miró a la Princesa pidiéndole ayuda antes de ir a sentarse lo más lejos posible de él. Entonces se le acercó la Camarera Mayor y le habló con mucha seriedad:
—Señor, tenemos que pensar bien en todo esto y tomar decisiones.
—¿Y qué es pensar bien…?
—Analizar lo que ha ocurrido y averiguar por qué ha ocurrido. Y luego hacer algo para cambiar las cosas. Así es como se comportan los Monarcas ante los problemas.
El Rey se sorbió los mocos:
—¿Y tú por qué crees que Su Santidad me ha repudiado?
—No os ha repudiado, señor. Ha proclamado Rey a vuestro adversario, pero no ha dicho ni una palabra respecto a Vuestra Majestad. No es lo mismo. Su Santidad confía plenamente en vos, y conoce bien vuestra devoción y vuestra sumisión hacia él, pero no le ha quedado otro remedio… El Archiduque amenazaba con conquistar sus Estados e imponerse por la fuerza. Y ya sabéis cómo es y las cosas que hace…
Mariana se llevó las manos a la cabeza, e hizo un rápido gesto con los dedos imitando los cuernos de Satanás, recordándole al Monarca el secreto que ambos compartían sobre sus misas negras. Felipe se persignó, pero volvió a insistir, no demasiado convencido de la verdad de aquellos razonamientos:
—¿Estás segura…?
Mariana utilizó el susurro para su confesión:
—He sabido que el Archiduque le ha escrito cartas al Papa diciéndole que, si no le obedecía, moriría de muerte natural en unas semanas… Y que entonces él entraría en sus territorios y lo saquearía todo sin contemplaciones. A Su Santidad no le ha quedado más remedio que plegarse ante esas amenazas, debemos comprenderlo. —Felipe no parecía creerse del todo sus afirmaciones, así que Mariana insistió—. Sabéis que aún conservo muy buenas relaciones en Roma, y hoy, junto con la dolorosa noticia para Vuestra Majestad, llegaron también cartas para mí…
—¿Y te dicen que el Santo Padre no me ha repudiado…?
—¡Claro que no lo ha hecho, Majestad! Yo le conozco muy bien. Fuimos buenos amigos. Venía mucho a mi casa, y cuando surgió el problema de la sucesión él se mostró partidario desde el principio de que los reinos de España fuesen para un miembro de vuestra familia. Estoy segura de su lealtad.
Mariana recordó inevitablemente a aquel joven Giovanni Albani —ahora Clemente XI— que adoraba todo lo francés y acudía a visitarla muy a menudo a su palacio Pasquino para hablar con ella en su lengua, escuchar las piezas de Lully que los músicos de su marido interpretaban hora tras hora, comer los platos que se comían en Versalles, oler los perfumes que le preparaban a la Princesa en París y rozar con los dedos las sedas de Lyon de sus vestidos. Cierto era que nunca había rozado nada más allá de las sedas —aunque ella lo había intentado—, tal vez porque de verdad era tan virtuoso como se decía o quizá, como siempre había sospechado, porque lo que a sus dedos les gustaba tocar eran pieles menos suaves.
Recordó también el muchísimo dinero que había tenido que gastar para que le eligiesen Papa en el cónclave a la muerte de Inocencio XII. El Rey Carlos II había ido a reunirse con el Santo Padre en el Cielo sólo un par de meses después, y Luis necesitaba una Roma francófila que le apoyase en el conflicto que estaba a punto de estallar por el trono de España. Así que Mariana se había pasado varias semanas intentando inspirar al Espíritu Santo, organizando fiestas y representaciones teatrales para los Cardenales y haciendo regalos muy caros, elegidos en función del gusto de sus destinatarios: cuadros de los maestros más en boga, viejas estatuas griegas, joyas deslumbrantes, piezas exquisitas de orfebrería antigua, caballos de inmaculada pureza y hasta un cachorro de tigre para el jardín de animales exóticos que el Cardenal Bardi poseía en sus propiedades de Busseto. Al final, y como premio a sus esfuerzos y sus gastos, el Espíritu habló en francés.
Clemente XI le debía mucho, desde luego. A ella y a Francia. Pero la Princesa recordó igualmente su carácter apocado y débil. Era un hombre que se dejaba convencer fácilmente a poco que se le levantase la voz. Él mismo conocía tan bien su propia falta de autoridad que durante el cónclave había intentado por tres veces renunciar a la elección, y sólo había acabado aceptando porque le habían forzado. Así era también como el Archiduque había conseguido su respaldo, atemorizándole como a un ratoncillo de cocina. Ahora les tocaba a ellos jugar fuerte. Mariana estaba convencida de que un buen susto pondría al Santo Padre en su sitio. Lo difícil era persuadir a Felipe de que debían responderle con contundencia: