Quizá el que más pena sintió por aquella muerte fuese Felipe. De pronto, él, que apenas había recordado a su padre en años, empezó a revivir viejas escenas de la infancia, ramalazos de breves momentos a su lado, el primer día que le subieron a un caballo enano y el Delfín agitó ligeramente su brazo mirándole desde una ventana, el primer día que le entregaron una pequeña espada y le enseñaron a manejarla y el Delfín se interesó luego por su aprendizaje, o el primer día que le explicaron cómo debía inclinarse ante el Rey su abuelo y el Delfín le dio una colleja en la nuca por no haberlo hecho bien. Se dio cuenta de que en realidad lo que echaba de menos era lo que no había tenido, y de que nunca había pasado demasiado tiempo en su compañía y apenas había aprendido nada de él. Eso le entristeció tanto que tomó la decisión de ser mejor padre para sus hijos, e incluso se fue corriendo a la habitación del Príncipe de Asturias —que ya había cumplido los cinco años y parecía tan sano como una buena manzana fresca—, y estuvo un rato viéndole jugar. Luego le llevó con él a la capilla y rezaron juntos por el alma del difunto, para quien encargó un funeral solemne y quinientas misas.
Tanto en Versalles como en Madrid, el luto por el Delfín Luis fue en verdad magnífico, pero duró apenas tres días. Porque exactamente setenta horas después de su fallecimiento, el 17 de abril de 1711, la Muerte se coló en el Hofburg vienés y segó la cabeza del mismísimo Emperador José I, llena también de viruelas. Aquello desbarató todo, e hizo que Europa entera se estremeciera, llena de dudas. A medida que los mensajeros procedentes de Viena llegaban de día en día a nuevas ciudades, llevando consigo la noticia de la muerte del soberano, las gentes se agrupaban en las plazas y en las tabernas, o corrían presurosas a las casas de quienes estaban mejor informados. Todos lanzaban conjeturas, como piedras tiradas al aire que caían en cualquier sitio, al azar, sin que los hechos que habrían de ocurrir se viesen alterados lo más mínimo por sus deseos o sus temores. Las respuestas, entretanto, las verdaderas respuestas —aquellas que sólo poseían los poderosos—, desfilaban ordenadamente bajo tierra, preparándose para salir a la luz en el momento oportuno, semejantes a esas hormigas aladas que sólo aparecen cuando estalla la tormenta e invaden de pronto el patio donde los hombres afilan las guadañas, la blanca habitación de una parturienta, el hogar junto al que se calienta una anciana ciega. Llegan desde la oscuridad, indiferentes a la existencia humana, toman al asalto lo que necesitan y regresan luego a su escondite, a los palacios suntuosos del inframundo, provistas de todas las riquezas robadas durante su breve presencia en la luz.
Cuando casi tres semanas después la noticia llegó al Alcázar, Felipe acababa de sentarse a comer. El Capellán Mayor había bendecido la mesa y se había colocado detrás de él, cerca de la pared, para poder apoyarse un rato con disimulo mientras soportaba en pie el interminable almuerzo regio. El Aposentador de Palacio le había sostenido la silla rodilla en tierra. El Copero le había ofrecido el aguamanil para que se lavase las manos, y el Panetier le había dado la servilleta al Mayordomo de semana que se la había dado a su vez al Mayordomo Mayor que se la había ofrecido luego al Rey para que se secase.
Entretanto, desde las cocinas había llegado la larga procesión de los veinte gentileshombres de la Boca de Su Majestad llevando solemnemente los veinte platos que le habían preparado aquel día. Mientras el Trinchante los destapaba para que les echase un vistazo y eligiera, Felipe hizo con la mano un leve signo al Copero Mayor. El Copero se acercó al Sumiller de la Cava, que le entregó y descubrió la copa de Su Majestad, ya preparada. El Médico de semana acercó sus narices al vino y comprobó que no había ningún olor extraño. El Sumiller volvió a taparla y el Copero la acercó entonces con lentitud a la mesa, escoltado por dos maceros y un ujier de sala, e hincó la rodilla en tierra para ofrecerle el vino al Rey. Aliviado de que por fin el líquido hubiese llegado hasta él, Felipe bebió con gusto y se dejó luego limpiar la boca por el Panetier, mientras el Copero volvía a entregarle la copa al Sumiller, que volvía a ponerla a su vez en el aparador, a la espera de que el Rey la pidiese de nuevo para recomenzar la complicada ceremonia.
Entretanto, en la plaza de Palacio, casi un centenar de mendigos se iban juntando a esa hora, entre empujones, puñetazos y golpes de bastón, para recibir las sobras del pan de la mesa de Su Majestad, que el Mozo de Limosna les entregaría tras haberlas recibido del Limosnero Mayor, que a su vez las habría recibido del Trinchante: ningún caballero de palacio podía desde luego quejarse de no tener nada que hacer. Al menos durante algunos minutos al día, todos estaban trabajosamente enfrascados en tareas que justificaban la importancia de sus familias, de sus casas y de sus rentas, como desplegar servilletas o introducir llaves en cerraduras. De hecho, en ese mismo momento, en la Pieza Ochavada, los cortesanos permanecían en pie alrededor del Monarca, dispuestos a cumplir con su deber, es decir, contemplar absortos la comida de Felipe y lanzar exclamaciones de admiración cuando le viesen masticar con gusto algún plato nuevo. Graves y solemnes, los gentileshombres de servicio iban y venían ocupándose de todo, inmersos en la pesada lentitud de los sueños y acompañados por la trompetera pompa de los músicos que tocaban en la habitación de al lado.
El Rey señaló con el dedo —igualmente lento— el faisán con chocolate y clavo, que ya se había enfriado en su fuente. Y justo en el momento en que levantaba los cubiertos e iba a empezar a comer, apareció jadeante el Marqués del Soto para anunciarle la muerte del Emperador José. Felipe escuchó, clavó su tenedor y su cuchillo en la carne blanca, se metió un trozo en la boca y se atragantó. La muchedumbre nobiliaria contuvo la respiración. Cuando al fin Su Majestad logró recuperarse —antes de que la flemática copa de vino hubiera llegado hasta sus labios—, se dio cuenta de que de pronto se le había pasado el hambre. La dichosa noticia le había fastidiado la comida. En su cabeza zumbaban incesantemente las mismas palabras, como un moscardón testarudo, empeñado en seguir el ritmo de la música: ¿Y ahora qué…? ¿Y ahora qué…? ¿Y ahora qué…?
El Rey regresó inmediatamente a su gabinete, abandonando el almuerzo, y mandó llamar a Mariana. Ella apareció con una floreciente sonrisa en los labios y el aire del triunfo pegado a la piel.
—¿Ya sabes la noticia?
—Sí, Majestad.
—¿Qué va a pasar ahora…?
—Tendremos que esperar algunas semanas, pero creo que es fácil suponerlo. Su Majestad el Emperador sólo ha dejado dos hijas. Y las mujeres no pueden reinar ni en Austria, ni en Hungría, ni en Bohemia. Y mucho menos aspirar al trono del Imperio. Su único heredero varón es su hermano, el Archiduque Carlos. Así que tendrá que sucederle.
Felipe miró el globo del mundo que tenía sobre su mesa. Le pareció que Europa se convulsionaba, como si un inmenso dragón estuviera moviéndose por debajo del continente:
—¿Y entonces qué crees tú que van a decir los otros…? Llevan once años haciéndonos la guerra para que los Borbones no seamos tan poderosos. ¿Y él…? ¿Se lo van a permitir a él…? ¿Va a ser Rey de España y Emperador…?
Mariana pensó en el estupor que estaría recorriendo ahora todas las cortes, como un duende burlón que flotase sobre los tronos lanzando cantidades gigantescas de estupefacción a la cabeza de cada soberano. Era evidente que ninguno de los aliados iba a sentirse contento de aquella nueva circunstancia. Habían intrigado, saqueado y asesinado durante mucho tiempo, se habían gastado enormes fortunas en tratar de impedir que una sola dinastía uniera todas las tierras de España y de Francia. ¿Aceptarían ahora que los Habsburgo se sentasen sobre tantas naciones? Es más, ¿estarían dispuestos a admitir que uno solo de los Habsburgo tuviera una pierna puesta en Viena y otra en Madrid, con sus dedos repartidos entre decenas de reinos y millones de súbditos? No era nada probable.
De hecho, la Princesa sabía gracias a sus agentes que hacía ya algún tiempo que las cosas habían empezado a cambiar, al menos en lo referente a los ingleses. La Reina Ana Estuardo se había cansado ya de aquella guerra interminable y ruinosa, en la que no parecía que fuese a haber nunca un claro vencedor. Luis, que ansiaba igualmente firmar la paz, había aprovechado su hartura para tentarla con lo que ella más deseaba: el monopolio del comercio de esclavos en las Indias. Estaba dispuesto a renunciar a su porcentaje de beneficios sobre la venta de ganado humano a cambio de que los ingleses se retirasen, abandonaran al Archiduque y dejaran tranquilo el trono de Felipe. Mariana había sabido crearse una gran red de informantes entre las cortesanas más famosas de Europa, y sabía por algunas de ellas —buenas amigas de los diplomáticos— que Gran Bretaña y Francia estaban incluso celebrando unas conversaciones secretas, a espaldas del resto de los aliados. Pero ahora Saboya, Portugal y los Países Bajos correrían también a redactar tratados y a prometer siglos de amistad con tal de no tener que ver cómo al Archiduque le salían unas alas y echaba a volar sobre las tierras y los océanos del mundo.
La Camarera Mayor sonrió:
—Sospecho que no vamos a tardar mucho en firmar la paz.
—¡Vaya! ¿Eso crees…?
—Sí, señor, pero debemos tener paciencia. Me temo que las negociaciones puedan ser largas. Puesto que nadie ha sido derrotado, todo el mundo querrá sacar su propia tajada.
Felipe se reclinó en su sillón, tranquilo:
—Bien, esperaremos… —De pronto, un puchero le deformó la cara, y las lágrimas comenzaron a caer llenas de emoción de sus ojos—. ¿No te parece que… esto es una… señal de Dios…? Los designios divinos han que… han querido llevarse al Emperador José al Cielo para… para que yo pueda ser Rey de España… —Un fuerte sollozo le quebró ahora la garganta—. ¡El Señor ha respondido a mis oraciones!
Mariana sintió un relámpago de pavor sacudiéndola: ¿y si al Archiduque le daba por pensar lo mismo, pero al revés…? Las gentes tan piadosas eran finalmente un peligro: se aferraban a la voluntad de Dios en cada acontecimiento de sus vidas, y luego no había manera de hacerlas razonar. Antes de responderle, decidió que a la semana siguiente se trasladarían al palacio del Buen Retiro, a ver si con el sol, las partidas de
mail
y las fiestas que pensaba organizar —dijeran lo que dijesen los Grandes—, el Rey se olvidaba un poco de los mensajes celestiales.
La Princesa de los Ursinos no se equivocaba: dos días antes, en su palacio de Barcelona, al llegarle la noticia del fallecimiento de su hermano, Carlos III de España se había agarrado también a los designios divinos como si se abrazara a un magnífico cuerpo de mujer. Y allí estaba, abrazado y feliz. Porque lo que a él le decían los designios es que era el nuevo dueño de Europa. A decir verdad, ya se lo habían dado a entender meses atrás, el día en que acudió a visitar la tumba de su antepasado Carlos V en El Escorial, durante el tiempo que vivió en Madrid. Estaba allí, arrodillado frente a su sepulcro, rezando humildemente ante los restos del césar grandioso, cuando lo oyó. Lo oyó con claridad, igual que acababa de oír al mensajero llegado de Viena: «Tú serás yo.» Y ahora las palabras que el espíritu de Carlos V le había susurrado desde los Cielos se cumplían. Ahora sus títulos serían tan interminables como los de su predecesor, y ni siquiera cabrían en su propia tumba cuando tuviesen que hacérsela. Rey de Hungría, de Bohemia, de Castilla, de León, de Navarra, de Aragón, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Murcia, de Galicia, de Sevilla, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las islas Canarias, de Mallorca, de Menorca, de Nápoles, de Sicilia, de Cerdeña, de Jerusalén, de las Indias Orientales y Occidentales y de las islas de Tierra Firme del mar Océano; Duque de Borgoña, de Brabante, de Luxemburgo, de Güeldres y de Milán; Conde de Habsburgo, de Flandes, del Tirol y de Barcelona; Señor de Vizcaya y de Molina; Señor de Frisia, de Salina, de Utrecht, de Malinas, de Overiffel y de Groninga; Gran Señor del Asia y de África; Archiduque de Austria, Rey de Romanos y Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. ¡Sí, Emperador del Sacro Imperio! El Amo del Universo, porque Dios así lo había querido. El mismísimo Dios, que se había llevado a su hermano a la Gloria para ascenderle a él a las alturas de la tierra.
Sería todo eso, vaya si lo sería. Tendría el trono más elevado de Europa. Porque, desde luego, aunque fuesen a coronarle en Viena, no estaba dispuesto a renunciar a los reinos de España. Cierto que las cosas se estaban poniendo feas últimamente: los ejércitos ingleses iban menguando de día en día, dejándoles a sus soldados el peso de las batallas, como si ya no les interesase aquella guerra. Era probable que ahora lo abandonasen del todo, a poco que Luis cediera en sus pretensiones. Y tal vez el resto de los aliados los seguirían y le dejarían solo. Pero aún seguía teniendo Barcelona, y la fidelidad de muchos catalanes. Y, sobre todo, ahora sabía a ciencia cierta que el Señor le había dado esas tierras para que él las guiase por el verdadero camino del catolicismo —que era el suyo y no el de los franceses—, y no estaba dispuesto a olvidarse de ellas. Con amigos o sin ellos, él seguiría peleando con todas sus fuerzas, obligaría a todos sus hombres a morir si era preciso, pero no pensaba largarse así como así de su ciudad. Tendría que irse temporalmente a Alemania, por supuesto, pero dejaría allí a su esposa, Isabel de Brunswick, la de las anchas caderas. Y luego volvería a combatir por el trono de las Españas aún con más vigor, con su espada más refulgente que nunca, los cañones de sus ejércitos mejor engrasados y todo el ardor guerrero de su antepasado Carlos V corriéndole ostentosamente por las venas. El mundo le vería convertirse en un nuevo césar, y caería pasmado a sus pies, reverenciándole. Y, después de reflexionar intensamente sobre todo eso, fue cuando el Archiduque, igual que Felipe algunos meses antes, pronunció desde lo más hondo de su pecho la frase que recogerían las crónicas: «Antes morir que abdicar.» Y se sintió un héroe.
Durante toda la tarde, Carlos III de España —y pronto VI de Alemania— rezó piadosamente en su capilla. Se suponía que oraba por el alma de su hermano, pero en realidad estaba dándole gracias al Señor, que tanto le amaba. Y al mismo tiempo, entre
paternoster
y
paternoster
, pensaba en cosas diversas: en recuperar la vieja tradición de hacerse coronar Emperador por el Papa, en la ropa que se pondría ese día —llevando un símbolo de cada uno de sus reinos más importantes— y en el viaje que enseguida tendría que emprender para acudir a su elección por los Príncipes alemanes, viaje que, desde luego, haría por tierra y no por mar, aunque fuese más largo. Por nada del mundo estaba dispuesto a volver a pasarse un montón de días en un barco, vomitando hasta el alma. Ni siquiera por el Imperio.