Ése era el único asunto en el que no estaba de acuerdo con la Princesa de los Ursinos: ella consideraba que debía esperar el año de luto para empezar a pensar en una novia. Por lo demás, Felipe daba gracias a Dios por seguir teniendo a la antigua Camarera Mayor de María Luisa a su lado. Gracias a ella, aquellos meses habían sido un poco menos duros. Esa mujer extraordinaria se ocupaba de todo. Después de la muerte de la Reina, ella misma le había sugerido que la nombrase Gobernanta de los Infantes para poder seguir estando cerca de él. Le había alejado del Alcázar lleno de recuerdos, llevándole durante unas semanas al palacio requisado del Duque de Medinaceli. Le había entretenido con partidas de caza y juegos. Y había conseguido levantar un muro de protección a su alrededor, logrando que sólo se acercasen a él los más íntimos y manteniéndole inaccesible para todos aquellos que ansiaban molestarle con estúpidos asuntos de gobierno.
Con su inteligencia y su buen hacer de siempre, ella se había ocupado de tomar todas las decisiones importantes, discutir con los Ministros, recibir a los Embajadores y dar las órdenes necesarias para que el buen funcionamiento de sus reinos no se viese alterado por su dolor. Era increíble la cantidad de asuntos que había abordado en los últimos tiempos: había logrado que Luis enviase tropas para luchar contra los catalanes, que seguían oponiéndose a su autoridad pese a que hacía ya meses que el Archiduque se había ido definitivamente a Viena, obligado por sus antiguos aliados. Estaba modernizando la anticuada maquinaria de la administración de sus reinos, librándose de los nobles y los hidalgos españoles, incultos y vagos, y eligiendo para todos los puestos de importancia a hombres franceses bien formados. Y había iniciado un enfrentamiento con la Iglesia —violento pero necesario— tratando de que Roma aceptase la autoridad del Monarca sobre la administración eclesiástica.
Sí, la Princesa de los Ursinos era un auténtico hombre de mérito bajo la delicada forma de una inocua mujer. Dios había querido dotarla de todas las virtudes propias de un varón, de inteligencia, y rectitud y determinación, aunque conservara la dulzura de una dama. Y también había querido ponerla cerca de él. Tenía que admitir que, sin ella, su reinado sería mucho más difícil. Pero no podía llevársela a la cama. No era su esposa. Y él, además de una consejera, precisaba una esposa que diera satisfacción a sus necesidades carnales. Necesitaba que estuviera de su parte en ese asunto. Y necesitaba que fuera ya. Era fundamental para su salvación casarse pronto, antes de que su ansia estallase dentro de él y le hiciera cometer un pecado mortal.
El atardecer iba cayendo dorado y rosa sobre Madrid, y los criados empezaban a encender las velas. Pronto llegaría la noche y tendría que irse otra vez a la cama solo, y no habría risas ni juegos ni besos ni mordiscos, y el placer sería breve y triste, un estallido solitario que luego le dejaría desconsolado. Tenía que arreglar aquello de inmediato. Hasta los gorriones revoloteaban en parejas —podía verlo a través de la ventana—, y él no estaba dispuesto a esperar ni un día más. Hizo llamar a Mariana, que llegó rápidamente. Aún estaba entregada a su preciosa reverencia cuando el Rey ya le estaba hablando:
—He decidido que el Padre Robinet tiene razón: voy a casarme.
El anuncio no la pilló de sorpresa. Hacía semanas que sabía que había perdido aquella batalla. Había tratado por todos los medios de que el Monarca retrasase esa decisión, intentando ganar tiempo mientras se solucionaba el asunto de su principado, pero ya se había dado cuenta de que no era posible. De hecho, había decidido que lo que tenía que hacer era buscarle una nueva esposa sumisa y agradable, que la respetara y prestara tanta atención a sus consejos como había hecho María Luisa. Una Reina complaciente que, además, estuviera en deuda con ella por haberla elegido. Había preparado una cuidadosa lista de todas las Princesas católicas disponibles, y, a decir verdad, ya había hecho su propia elección. Ahora se trataba de conducir al Rey suavemente hasta ella:
—Debo daros la razón, señor. Sabéis que durante un tiempo os aconsejé que guardaseis el año de luto por Su difunta Majestad, a quien Dios tenga en su Gloria, pero me he dado cuenta de que os sentís triste y necesitáis una esposa. Y estoy segura de que todos vuestros súbditos se alegrarán de saber que tienen una nueva Reina.
A Felipe le conmovió el apoyo de la Princesa. Tenía que aprovechar el momento: había que darse mucha prisa.
—Sí, sí… Y quiero hacerlo todo lo antes posible. ¿Has pensado en alguna candidata?
—No he pensado en ninguna en concreto, pero puedo deciros de memoria quiénes son las Princesas que están libres ahora mismo.
El Rey se frotó las manos, lleno de entusiasmo:
—Dime, dime… Pero tengo una condición: que sea guapa. No deseo un adefesio en mi cama…
—Lo comprendo, Majestad. En ese caso, supongo que la Infanta Doña Francisca de Portugal no os conviene. Tiene sólo quince años, pero dicen que es tan fea y de piel tan oscura como su padre…
—Ésa no… Sigue.
—Hay una Archiduquesa disponible. María Josefa. Pero es la hermana de vuestro mayor enemigo, el Emperador…
Felipe meditó:
—¿Es bonita…?
—Parece que no es desagradable, señor. Aún tiene catorce años, pero aseguran que su cuerpo está muy bien formado.
—Podría ser una buena boda… El Emperador se vería obligado a firmar la paz…
—Si me permitís que os lo diga, Majestad, firmaréis la paz en los campos de batalla y encenderéis la guerra en la corte.
—¿Tú crees…?
—¿No teméis que los Grandes que apoyan a los Habsburgo formen una facción a su alrededor…? Os harían la vida muy difícil.
El Rey volvió a meditar:
—Tienes razón. Nada de Archiduquesas. Otra.
—Vuestra prima bastarda Mariana de Borbón.
Felipe hizo un gesto despectivo:
—Bastardas no. Ni aunque desciendan de mi abuelo.
—Está también María Casimira, la nieta de Su difunta Majestad Jan Sobieski de Polonia.
—¿Sobieski…? Pero ¿ésa es de verdad una familia real…?
—Creo que no, señor. Y además, la viuda del Rey era una aventurera sin ninguna decencia. Puedo asegurároslo. La conocí bien en Roma.
Felipe parecía decepcionado:
—¡Vaya…! ¿No queda ninguna más?
Mariana tomó aire y pronunció el nombre de su elegida con tanta suavidad que logró embellecerla desde el primer instante a los ojos del Rey:
—Bueno, no sé si… Hay otra, Majestad. Su Alteza Serenísima Isabel de Farnesio.
—¿Y ésta qué tiene de malo?
—Creo que nada, señor. El ducado de Parma se mantuvo fiel a Vuestra Majestad durante la guerra. Y el actual Duque detesta al Emperador y hace todo lo posible por perjudicarlo.
—Ya, pero ¿y ella…?
—Tengo informes muy satisfactorios sobre Su Alteza. Tiene veintidós años y ha recibido una buena educación. Es muy piadosa. Su familia ha sido siempre muy prolífica, y su salud es excelente: nunca ha estado enferma, salvo una viruela que la atacó de pequeña y a la que logró sobrevivir gracias a su fortaleza. Es alegre, tiene buen carácter, baila muy bien y, por lo visto, posee una dentadura magnífica.
Felipe parecía interesado:
—¿Y es guapa?
—¡Oh, sí, Majestad! ¡Muy guapa! Tiene una figura espléndida, un precioso cabello rubio y una cara muy bonita… Creo que… sí, tengo una miniatura suya que me regaló el Padre Alberoni, que la aprecia mucho. ¿Queréis verla…? Puedo ir a buscarla.
—Vete, vete… ¡Date prisa!
Mariana salió en busca del retrato de la linda Isabel de Farnesio. Linda, dulce y apocada. Una muchacha que se pasaba los días bordando y rezando, y obedeciendo sumisa a sus padres. Era una suerte tener cerca a Giulio Alberoni, que la había ayudado a hacer la elección. El cura había llegado varios años atrás a la corte, cuando era secretario del Duque de Vendôme. Pero tras la repentina muerte del Mariscal —que un día se había atiborrado de langostinos hasta reventar—, se había quedado en Madrid, como Consejero del Rey. O, más bien, de la Princesa. A ella se le había vuelto imprescindible la presencia de aquel hombre tan ingenioso como astuto, capaz de organizar las mejores cenas y de servirle de mensajero, informador y compañero de reflexiones. Y era él quien había pensado en la joven Farnesio. Era cierto que no pertenecía a ninguna de las familias reales más ilustres de Europa —y aquello tal vez enojara a Luis—, pero, por lo demás, parecía cumplir todos los requisitos deseables.
«Alteza…» Mariana iba recibiendo a lo largo del Alcázar las reverencias y los saludos de las gentes con las que se cruzaba. Desde que se sabía que tendría su propio principado, todos la trataban así. Era consciente, sin embargo, de que la inmensa mayoría de aquellos hombres y mujeres la odiaban y la envidiaban, y que hubieran matado por poseer su inteligencia y su talento, y ocupar además su lugar al lado del Rey. Pero esos sentimientos no lograban llegar hasta ella. Ni siquiera alcanzaban a su sombra. Estaba protegida de toda mezquindad por su propio orgullo. Tenía motivos de sobra: si miraba hacia atrás y contemplaba su paso por la vida, se daba cuenta de que había sido radiante. Más que eso, auténticamente cegador. Que una mujer sola hubiera alcanzado las cimas de la existencia en las que ella estaba ahora tranquilamente situada, oteando el mundo a sus pies sin ningún temor, era algo más que extraordinario. Y la única duda que aún albergaba momentos antes, la de su relación con la nueva esposa del Rey, acababa de ser solventada: Felipe se casaría con Isabel de Farnesio, y la nueva Reina la adoraría por haberla conducido al trono de España y se le sometería como una perra que recibe con mansedumbre las caricias y los palos de su ama.
Sí, los tiempos recordarían su nombre y admirarían sus méritos. Estaba segura de ello. Todo lo que le quedaba por vivir eran honores y gloria, y ella los recibiría con la satisfacción de quien puede afirmar que ha recorrido su camino lenta pero firmemente, y que ese camino la ha llevado a un paraíso terrenal cuajado de justos dones colgando de los árboles, como preciosos frutos de Dios sólo para ella. «Buenas tardes, Alteza…» Mariana inclinó ligeramente la cabeza y estalló en una carcajada silenciosa. ¿Alteza…? No, era mucho más que eso. Nadie la llamaría nunca Majestad, por supuesto, pero todos sabían que ella era la verdadera Reina de España.
Su Majestad Doña Isabel —casada con Felipe por poderes el 15 de septiembre de 1714— tardó tanto en llegar de Turín a Madrid como una princesa que viajase desde Oriente, cruzando desiertos y montañas altas hasta el cielo. Nada más contraer matrimonio, la princesita sumisa demostró ser tan caprichosa como firme. Y un tanto miedosa, a decir verdad. Ya en Génova, se negó rotundamente a embarcarse en el barco que la esperaba para navegar como estaba previsto hasta Alicante: le daba miedo el mar. Exigió hacer el trayecto por tierra, pero no en carroza: también le daban miedo las carrozas, que siempre corrían el peligro de caerse por algún precipicio. Ella sólo estaba dispuesta a viajar en litera, despacito, sin riesgos, cómodamente tumbada.
El viaje se alargaba y cambiaba de rumbo. El largo cortejo de su Casa —sus damas, sus médicos, sus capellanes, sus criadas, sus ujieres, sus bufones, sus músicos y sus guardias—, que ya se había trasladado a esperarla a Alicante, tuvo que ponerse de nuevo en marcha y dirigirse a Pamplona. Entretanto, la Reina se entretuvo diez días en Génova, porque le encantaron las fiestas y celebraciones que habían organizado en su honor y no acababa de encontrar el momento de acomodarse en su litera y lanzarse al rigor de los caminos.
Cuando las noticias del retraso llegaron al Alcázar, el Rey se encerró la tarde entera en su habitación, muy disgustado, y no hubo manera de que le abriera la puerta ni siquiera a la Princesa de los Ursinos. Ya había contado los días que le faltaban para tener a su mujer en la cama, y ahora se veía obligado a seguir esperando un montón de semanas con todo aquel ardor dentro de él. Tendría que rezar aún más intensamente para que Dios le librase del pecado, pero, a decir verdad, ya estaba cansado de rezar por esa causa. Ay, el tiempo transcurría demasiado despacio cuando se deseaba algo tanto.
Mariana, entretanto, se sentía realmente atónita: la nueva Reina sólo hubiera podido aspirar a un matrimonio mediocre de no haber intervenido ella en su destino. ¿Cómo era posible que no corriera a toda prisa a sentarse en el magnífico trono de España? Decididamente, aunque ya hubiera cumplido los setenta y dos años y hubiera vivido tanto, siempre habría cosas de los seres humanos que la sorprenderían.
Esa misma noche, en una de sus encantadoras cenas mano a mano, Mariana le expresó su preocupación al Padre Alberoni:
—¿No nos habremos equivocado…? Empiezo a sospechar que Su Majestad no comprende muy bien lo afortunada que ha sido. Tendría que estar ya aquí, atendiendo las necesidades del Rey, y ahí la tenéis, bailando en Génova…
Alberoni tragó el pedazo de pularda rellena de chocolate que tenía en la boca, y agitó una mano en el aire, metiendo de paso los bordes de la manga de su sotana en el plato y expandiendo a su alrededor, como una mujerzuela, el perfume de pachuli en el que se había bañado:
—¡Oh,
carissima
, no digáis eso…! Si la conocierais, ni se os ocurriría pensarlo. La Reina es tan bondadosa que lo único que pretende es agradar a todo el mundo, os lo puedo asegurar. Habría venido volando a los brazos de su esposo, pero se siente obligada a recibir todos los honores que se empeñan en ofrecerle. Nunca se atrevería a abandonar a toda prisa una ciudad y dejar a las gentes plantadas con sus recepciones y sus fiestas… ¡Es tan encantadora!
—Espero que tengáis razón, Padre…
—Estad tranquila, Alteza. Ya lo comprobaréis. De todas formas, si me dais vuestro permiso, iré yo mismo a recibirla a Pamplona. Así tendré tiempo para hablar con ella y explicarle las cosas. Os aseguro que, cuando llegue al Alcázar, sabrá muy bien lo que tiene que hacer…
Y Mariana se quedó tranquila. Se dedicó a preparar los aposentos de Isabel, haciéndolo traer todo de París. Entre mármoles, bronces, chimeneas, alfombras, oros, porcelanas, sedas, cuadros y deliciosos muebles —todo lo cual costó una auténtica fortuna—, le quedaron sin duda unas habitaciones suntuosas, verdaderamente dignas de una Reina, aunque muchos musitaron en voz baja que las suyas eran aún más opulentas. Pero pronto llegaron desde el otro lado de los Pirineos noticias preocupantes: el viaje volvía a retrasarse. Su Majestad se había detenido ahora una quincena entera en Pau, donde la había visitado su tía Mariana de Neoburgo, la viuda de Carlos II. Las dos mujeres parecían entenderse muy bien, y apenas se trataban con nadie fuera de su círculo más cercano. Para colmo, el Cardenal Francesco Del Giudice había corrido enseguida a reunirse con ellas, y los tres pasaban muchas horas juntos, conversando en privado, aislados de todo el mundo.