El Rey recordó por un momento a aquel Grande de España en el que tanto había confiado y que le había devuelto su amistad revelando a los ingleses valiosísimos secretos para congraciarse con el usurpador. Pero tanto él como otros que habían intentado seguir su senda y pasarse al enemigo habían sido duramente castigados. No, lo que María Luisa decía no era verdad: su trono era cada vez más firme, y sería sólido como una piedra en cuanto reconquistase Cataluña. Miró a Mariana, que se había mantenido en silencio todo ese tiempo:
—¿A ti qué te parece?
—Yo creo que tenéis razón, señor. Habéis luchado mucho por poseer los reinos de España. Os los merecéis. No sería digno de vos abandonar después de arriesgar tantas veces vuestra vida y la de vuestros súbditos, y de vencer en tantas batallas. Los cronistas dirían que no supisteis culminar vuestros actos. Y creo además, si me permitís que os lo diga, que Dios quiere que estos territorios sean para Vuestra Majestad.
—¡Eso vengo yo diciendo desde que murió el Emperador José! —Felipe le sonrió a su esposa, satisfecho—. ¿Ves…? Tengo razón. Voy a escribirle al abuelo que no deseo la corona de Francia. Renunciaré a esos derechos para mí y para mis sucesores. ¡Y no me importa nada que se enfade! Estoy harto de que me trate como a una marioneta. ¡Aquí mando yo, María Luisa! ¡Y yo soy España!
Se acercó a ella para despedirse y la besó, manoseándole un poco de paso los pechos hinchados. «Volveré esta noche», le susurró al oído. La Reina pensó que no le importaba que volviera. Ni siquiera le importaba si se iban o no a Versalles. Lo único que quería, no, lo único que necesitaba era parir aquella criatura que llevaba dentro y encontrarse mejor. Que desapareciesen el malestar, el cansancio y las noches en vela. Tenía veinticuatro años, y deseaba volver a ser una mujer sana, y disfrutar de las cosas buenas, comer, bailar, montar a caballo, jugar con sus hijos, acostarse con su marido… Deseos comunes y vida, un montón de vida latiendo dentro de su cuerpo. Eso era lo único que quería. Le daba igual ser Reina de España o de Francia. Incluso le daba igual ser Reina de cualquier sitio o criada. En aquel momento, hubiera cambiado con gusto todas sus riquezas, sus vestidos y sus joyas por la salud de una campesina pobre. Sólo ansiaba vivir.
Cinco meses después, en noviembre de 1712, a última hora de la tarde, Henry Saint-John, Conde de Bolingbroke, se recomponía del frío de Utrecht junto a la chimenea de la famosa Simone de Verviers. La ciudad se había ido disolviendo desde hacía días bajo una neblina blancuzca que atravesaba las ropas y las pieles, metiéndose dentro de los huesos, ateridos. El Ministro de Asuntos Exteriores de Su Majestad la Reina Ana de Gran Bretaña, enviado especial a las conversaciones de paz, todavía temblaba mientras se arrimaba al fuego y bebía una copa de vino especiado bien caliente. Había ido a pie desde su palacio, y ahora se sentía como un carámbano de hielo. No es que nadie fuera a asustarse de ver a un hombre como él entrando en la casa de una cortesana. De hecho, la ciudad se había llenado de hermosas mujeres de placer procedentes de toda Europa, y raro era el delegado o secretario que no terminaba las largas jornadas de discusiones y regateos refugiándose en alguna de aquellas residencias, coquetas y alegres como tocadores de damas parisinas. Eran tantos sus esfuerzos, su denodada aplicación para lograr un tratado de paz que enriqueciese al soberano al que representaban —y de paso también a ellos mismos—, que bien se merecían aquellas horas de descanso y relajo a cargo del erario público. Nadie se hubiera escandalizado por ver entrar a Bolingbroke en casa de Simone, adonde solía acudir dos o tres veces a la semana, pero él, que era un hombre discreto, prefería no llamar demasiado la atención y solía acercarse caminando solo, en lugar de hacerse acompañar por su carroza y su séquito.
La prostituta lucía con orgullo —y sin frío— sus grandes senos bien escotados, y ella misma le servía al Ministro todo lo que deseaba, para no tener que llamar a sus criados y romper así la intimidad que se había creado entre ellos en aquellos meses. Ahora volvió a llenar su copa de vino humeante y le sonrió con sus magníficos dientes bien blancos:
—¿Un día duro, Excelencia…?
—¡No os lo podéis ni imaginar! Negociar con Francia es tan difícil como hacerlo con esos mahometanos que llegan del desierto con sus alfombras…
—¿Habéis cerrado ya lo del monopolio de los esclavos?
—Oh, sí, eso se da por seguro. Tendremos que compartirlo con Su Majestad Felipe de España, pero lo vamos a tener durante treinta años. Será un gran negocio, desde luego. ¡Que se preparen los africanos, porque nuestros negreros no van a dejar ni uno allí!
El Conde de Bolingbroke soltó una carcajada de animal en celo y estiró las piernas. Simone se acercó a él y comenzó a descalzarle:
—Y lo de los territorios, ¿va todo a vuestra conveniencia?
—Sí, sí, desde luego… Nos quedaremos con Gibraltar y con Menorca, y también con varias regiones del norte de las Indias que van a entregarnos los franceses. A Saboya le darán Sicilia. —Ya descalzo, Bolingbroke se puso en pie, mientras la cortesana comenzaba a abrirle las calzas—. Y las Provincias Unidas tendrán la barrera defensiva del sur. Así que todos contentos.
Simone tironeaba de lazos y soltaba cintas:
—¿Y el Emperador…? ¿Qué va a ganar el Emperador…?
—¡Oh, lo olvidaba, claro! El Emperador no podrá quejarse. Le toca un buen trozo de los reinos de España. Todo lo de Italia, el Milanesado, Nápoles y Cerdeña. Y también los Países Bajos.
La prostituta detuvo su faena:
—¡Los Países Bajos! ¡Vaya! Yo nací ahí… ¿Entonces ya no seré súbdita del Rey de España, sino de Su Majestad Carlos VI…?
El Ministro cogió la mano de Simone y la colocó sobre su pene:
—Así es. Veo que además de hermosa sois muy lista. ¿Os importa quién sea vuestro soberano, querida…?
La mujer miró por un instante la bolsa de preciosas monedas que descansaba sobre la mesa. Pensó en aquella enorme cantidad de dinero que estaba ganando gracias a las conversaciones de paz, acostándose con los plenipotenciarios e informando a la Princesa de los Ursinos de lo que ellos le contaban. Oro y más oro. Todo eso valdría lo mismo en Alemania que en Italia o en París o en Sevilla. El dinero no tenía tierra ni rey. En un arranque de alegría, frotó sus pechos contra el miembro ligeramente erecto del Conde y sonrió:
—Oh, no, Excelencia, claro que no…
Y, acercándose a su sexo, abrió lo más que pudo la boca para tragarse todas las monedas que cupiesen en ella.
La leche de mujer era más dulce que la de burra. Eso le pareció al menos a María Luisa cuando empezó a mamar de una de las nodrizas de sus hijos. Le daba un poco de vergüenza estar colgada de unos pechos, igual que un recién nacido, pero quería confiar en que ésa fuera la solución a su enfermedad. Ninguno de los remedios que le habían dado hasta entonces había servido para nada. Ni la leche de burra, que le había provocado problemas intestinales. Ni la quina de las Indias, que la hacía vomitar. Ni el opio traído de Asia, que la dormía y le producía raros sueños, en los que se veía a sí misma volando sobre un río que nunca terminaba. Ni siquiera aquella cosa horrible de la paloma. Algunos meses atrás, cuando empezó a padecer dolores de cabeza, los médicos se empeñaron en que su dolencia era cerebral, y que debían por lo tanto revitalizarle las meninges, que se le habían debilitado. Le raparon el pelo y sacrificaron una paloma sobre su cabeza, para que su sangre caliente la curase.
Pero nada funcionaba. Los ganglios invadían ya todo su cuello, y se reventaban en pústulas. La fiebre seguía subiéndole todos los días, dejándola agotada. Y a menudo le parecía que su cabeza estaba a punto de estallar. Desde el último parto, cinco meses atrás, ya no era capaz de disimular su malestar. Llevaba años luchando contra el cansancio y la debilidad, fingiendo que no ocurría nada y cumpliendo con sus obligaciones como si estuviera sana y animada. Pero ahora ya no podía más. Había dejado de asistir a las ceremonias y a los oficios, y la mayor parte de los días se quedaba en su habitación, sin fuerzas ni siquiera para recibir a sus damas. Se sentía como un pajarillo perdido en medio de la ventisca. Fea y triste y muy enferma.
María Luisa dejó de mamar y miró un momento a su Camarera Mayor, que la animó a seguir. Mariana estaba angustiada. Era evidente que la Reina se iba consumiendo de día en día, y estaba segura de que le quedaba poco tiempo de vida. Podía ver a la Muerte revoloteando implacable en su mirada, asolando su cara, cada día más transparente, devorándole por dentro aquel cuerpo que era ya poco más que un esqueleto quebradizo. La Princesa sufría por ella, por supuesto. Le apenaba que una mujer tan joven y tan valiente tuviera que irse del mundo dejando tres hijos pequeños —el segundo de los nacidos había muerto a las pocas horas— y sin disfrutar del tiempo de la paz, que sin duda estaba a punto de llegar después de aquella larga guerra.
Pero, a decir verdad, la mayor parte de su angustia tenía que ver consigo misma. ¿Qué iba a ser de ella cuando la Reina faltase? Oficialmente, estaba a su servicio, y no al del Rey. Y sabía que, en cuanto María Luisa cerrase los ojos, apenas la colocasen aún caliente en su féretro en el Salón Grande, de las sombras empezarían a surgir serpientes que tratarían de emponzoñar a Felipe contra ella y dragones que le lanzarían su aliento de fuego para aniquilarla. Todos querrían apartarla de su lado, hacerla desaparecer y lograr el favor del Rey, sustituyéndola junto a él. Gobernar, enriquecerse, obtener más cuarteles de nobleza, mandar a los hijos a ser Virreyes en las Indias para almacenar oro y piedras preciosas, hacerse un palacio inmenso y una sepultura suntuosa a fin de que los tiempos futuros no olvidasen el nombre inmortal… Sí, todos abrirían los brazos para agarrar el mayor trozo posible de poder, y de paso la alejarían a ella a manotazos.
Y lo malo no era que lo lograsen: hacía tiempo que sospechaba que su presencia en la corte de Madrid podría terminar al mismo tiempo que la frágil vida de María Luisa. Lo echaría de menos, claro, añoraría todo aquel ajetreo y la luminosa toma de decisiones, pero mientras su cabeza funcionase bien encontraría otras actividades de las que disfrutar. No, no era eso. Lo malo era que todavía no se había preparado un buen porvenir. Felipe le había prometido un principado importante, un territorio del que ella sería soberana, que le generase buenas rentas y mucho respeto, y Luis había mostrado su conformidad: «Nos hemos querido concederle un estado soberano que la haga independiente y la distinga de todos nuestros demás súbditos», había escrito el viejo Sol. Él mismo había incluido el asunto entre los temas de las conversaciones de paz. Pero no había manera de que los delegados en Utrecht se pusiesen de acuerdo sobre la ubicación del señorío, en medio de los cambalaches que se llevaban allí a cabo. Cada vez que alguien proponía un nombre, otro reclamaba su propiedad: Limbourg pertenecía a los holandeses, Chiny al elector de Baviera, Dixmude al Emperador… Y nadie quería soltar un trozo de sus tierras para beneficiar a esa mujer tan antipática para todos.
Mariana acarició la mano helada de la Reina, que seguía mamando con ansia, como si aquella leche contuviese toda la vida que aún debía quedarle por vivir. Pero la Gran Segadora se había colocado ya al acecho, y se mantenía agitando las alas en el aire, igual que un murciélago, junto a la ventana de la cámara de María Luisa. Ni los rezos de sus súbditos en todas las iglesias de Madrid, ni las súplicas del Rey, que no paraba de pedirle que no se muriese, ni siquiera la siniestra momia de San Isidro, aquel horrible desecho que fue colocado junto a su cama, rodeado de velones, lograron salvarla. Tres días después del intento de curarla como si fuese una recién nacida, el 14 de febrero de 1714, la Muerte procedió a la extinción definitiva de Su Majestad Doña María Luisa de España, que se iba de este mundo a los veintiséis años, dejando tras de sí un recuerdo dulce y honroso.
Indiferente a la ausencia de la Reina, aquella primavera fue cálida en Madrid. Magnífica. Parecía que el mundo quisiera regalar a los humanos un montón de cosas hermosas. Los árboles brotaban llenos de esplendor, los pájaros se arrullaban por todas partes y hasta en mitad de las calles polvorientas nacían flores inesperadas, como si alguien las hubiera sembrado para que todos los amantes caminasen sobre ellas, leves y llenos de eternidad.
Quizá fuera precisamente por eso, porque el universo entero parecía en esos días un lecho delicioso en el que juntarse con otro cuerpo, por lo que el Rey Felipe, al llegar el mes de mayo, estaba especialmente melancólico y se sentía muy solo. Al principio, nada más morirse María Luisa, no pensaba en eso. En realidad, no pensaba en nada. Estaba tirado en medio del estupor, como un hombre que se hubiera quedado inesperadamente sin conocimiento. No pensaba en nada porque no comprendía nada. Nunca se había imaginado que su esposa pudiera desaparecer de su lado. Es cierto que a menudo la veía enferma y débil, pero jamás le había dado importancia a aquellos males. Creía que eran cosas propias de mujeres, cosas de los embarazos, de la irritabilidad del útero, de la intrínseca debilidad femenina. Pero ¿morirse…? ¿Morirse la Reina de España, su esposa…? Para él, desde luego, eso no formaba parte de los sucesos previsibles de la vida.
Ahora que ya habían pasado cuatro meses, lo entendía por fin: María Luisa no volvería nunca más y él estaba solo, a pesar de la multitud de gentes que le acompañaban cada momento del día. A ratos, en medio de sus gentileshombres, sus lacayos, guardias o bufones, se le iba la cabeza y creía verla entrando en su despacho, sonriéndole desde detrás de un árbol o retozando en la cama. Ofreciéndose a él para que la tomara. Aunque, a decir verdad, no podía afirmar a ciencia cierta que fuese exactamente María Luisa. Se estaba olvidando de cómo era, y a veces se pasaba mucho tiempo contemplando alguno de sus retratos, por recordarla, pero no conseguía tener la sensación de que aquellos trazos reprodujeran a una persona que había sido real, que respiraba y hablaba sensatamente y todas las noches se estremecía de placer bajo él. La Reina se disolvía entre nieblas, como si siempre hubiera sido un fantasma. Parecía más exacto decir que aquella figura a la que veía de vez en cuando, animándole al amor, era simplemente una mujer. Una esposa.
Sí, eso era lo que necesitaba. Una esposa. Un cuerpo con el que pasar las noches. Hacía ya demasiado tiempo que no mordía unos pechos dulces, ni clavaba su estoque en el centro del universo. Y lo ansiaba con desesperación. Hubiera podido buscarse una amante, como hacían casi todos los hombres. Incluso varias diferentes. O elegir a alguna prostituta de postín y visitarla de vez en cuando. Pero las viejas palabras de su preceptor Fénelon seguían resonando en su cabeza, y las visiones del Infierno no dejaban de aparecérsele en las noches de terror, en medio de la negrura y de la frialdad de su cama vacía. Había especialmente un demonio, uno en particular, con todo el cuerpo cubierto de escamas y unos hermosos pechos de mujer rosados, que no le dejaba en paz. No le había quedado más remedio que volver a sus desahogos solitarios. Su Confesor le había dado permiso: era una buena solución temporal para evitar caer en el pecado, aunque lo mejor sería que se buscase una nueva esposa lo antes posible.