Después de este asunto, la amistad entre él y Juan II se enfrió mucho.
Tras un período de alejamiento, Lorris recuperó el favor, como ocurre siempre con los Lorris. Se arrojó a los pies del rey el Viernes Santo pasado, juró su absoluta lealtad y afirmó que todas las duplicidades y las complacencias eran imputables a Le Coq, que continuó distanciado del rey y desterrado de la corte.
Es ventajoso desautorizar a los negociadores. Uno puede argüir que eso significa la nulidad del tratado. Es lo que el rey no se privó de hacer.
Cuando le decían que hubiera podido controlar mejor a sus representantes, y ceder menos de lo que había hecho, respondía irritado:
«Tratar, discutir, argumentar, no son cosas propias de un caballero.»
Siempre fingió que menospreciaba la negociación y la diplomacia, y esa actitud le permite negar sus obligaciones. De hecho, había prometido tanto sólo porque calculaba no cumplir nada.
Pero al mismo tiempo dispensaba a su yerno mil fingidas cortesías, y quería tenerlo siempre cerca de su persona; no sólo a él, sino también a su hermano menor, Felipe, e incluso al que le seguía, Luis, pues insistía en que éste regresara de Navarra. Decíase el protector de los tres hermanos, y exhortaba al delfín a demostrarles la más profunda amistad.
El Malo se sometía no sin arrogancia a tantas y tan excesivas delicadezas, a tan increíble solicitud, y cierta vez llegó a decir al rey, sentados todos a la mesa: «Confesad que os he prestado un buen servicio quitando de en medio a Carlos de España, que pretendía dirigir todo el reino. No lo decís, pero en verdad os he beneficiado.» Ya podéis imaginar cómo complacían estas gentilezas al rey Juan.
Y entonces, un día de verano en que había fiesta en palacio y Carlos de Navarra acudía acompañado por sus hermanos, vio acercarse deprisa al cardenal de Boulogne, que le dijo: «Desandad el camino y volved a vuestra residencia, si apreciáis la vida. El rey ha decidido mataros inmediatamente; los tres moriréis durante la fiesta.»
La cosa no era fruto de la imaginación, ni se basaba en rumores infundados. El rey Juan lo había decidido así, esa misma mañana, en su consejo privado, al que Boulogne asistía... «Esperé para hacer esto a que los tres hermanos se reuniesen, pues quiero que los maten a todos, de modo que no queden retoños varones de esta mala raza.»
Por mi parte, no critico a Boulogne porque advirtiera a los navarros, a pesar de que eso demostraba que se había vendido a ellos. Pues un sacerdote de la Santa Iglesia, que además es miembro de la curia pontificia, hermano del Papa en el Señor, no puede escuchar tranquilamente que se proyecta cometer un triple asesinato y aceptar que se ejecute sin haber intentado nada. Equivaldría a ser cómplice en cierto modo a través del silencio. ¿Por qué el rey Juan necesitaba hablar en presencia de Boulogne? Era suficiente que apostase a sus sargentos... pero no, se creyó muy hábil. ¡Ah, cuando este rey quiere pasar por refinado! Nunca supo calcular tres jugadas de ajedrez. Sin duda creyó que cuando el Papa le reprochase haber ensangrentado su palacio, podría contestar: «Pero vuestro cardenal estaba allí, y no desaprobó mi gesto.» Boulogne no quería ni podía prestarse a semejante juego.
Advertido, Carlos de Navarra se retiró deprisa a su residencia y ordenó a su escolta que se preparase. El rey Juan comprobó que los tres hermanos no acudían a la fiesta y los mandó llamar imperativamente.
Pero su mensajero no obtuvo más respuesta que la grupa de los caballos, pues precisamente en ese momento los navarros emprendían el camino de Normandía.
El rey Juan tuvo entonces un acceso de cólera, pero disimuló su despecho haciéndose el ofendido. «¡Ved a este mal hijo, a este felón que rehúsa la amistad de su rey y que por propia voluntad se exilia de mi corte! Sin duda tiene que disimular planes muy malvados.»
Aquello le sirvió de pretexto para proclamar que suspendía los acuerdos del tratado de Mantes, cuya ejecución jamás había iniciado.
Enterado de esto, Carlos dijo a su hermano Luis que regresara a Navarra, y despachó a su hermano Felipe a Cotentin, donde debía reunir tropas; el propio Carlos no permaneció en Evreux.
Pues al mismo tiempo nuestro Santo Padre, el papa Inocencio, había decidido celebrar una conferencia en Aviñón... la tercera, la cuarta, o más bien la misma que siempre que recomenzaba, entre los enviados de los reyes de Francia y de Inglaterra para negociar, ya no una tregua prolongada, sino una paz auténtica y definitiva. Inocencio decía que esta vez deseaba coronar la obra de su predecesor, y se vanagloriaba de triunfar allí donde Clemente VI había fracasado. La presunción, Archambaud, anida incluso en el corazón de los pontífices.
El cardenal de Boulogne había presidido las negociaciones anteriores; Inocencio volvió a designarlo para la misma función. Boulogne siempre había sido un hombre sospechoso, lo mismo que yo, para el rey Eduardo de Inglaterra, que lo consideraba demasiado próximo a los intereses franceses. Ahora bien, después del tratado de Mantes y la fuga de Carlos el Malo, era sospechoso también para el rey Juan. Quizá por esa razón Boulogne presidió las negociaciones mejor de lo que se esperaba; no tenía que complacer a nadie. Se entendió bastante bien con los obispos de Londres y de Norwich, y sobre todo con el duque de Lancaster, que es un buen hombre de guerra y un auténtico señor. Y yo mismo, desde mi retiro, puse manos a la obra. El pequeño navarro seguramente se enteró...
¡Ah, aquí están las brasas! Brunet, coloca el brasero bajo mis vestiduras. Supongo que está bien cerrado, no quiero quemarme. Sí, está muy bien.
De modo que Carlos de Navarra debió de enterarse de que se avanzaba hacia la paz, lo cual ciertamente no beneficiaba sus intereses, pues un buen día de noviembre, hace exactamente dos años, apareció en Aviñón, donde nadie lo esperaba.
Lo vi entonces por primera vez. Veinticuatro años, pero aparentaba apenas dieciocho a causa de su baja estatura; porque es bajo, realmente muy bajo, el más menudo de los reyes europeos, pero de físico tan armonioso, tan erguido, tan ágil y vivo que uno no tiene en cuenta ese defecto. A eso hay que agregar un rostro encantador, al que no perjudica la nariz un poco gruesa, y unos hermosos ojos zorrunos, de comisuras ya arrugadas en forma de estrella, a causa de la malicia. Su apariencia es tan afable, sus modales tan corteses y al mismo tiempo tan ágiles, su palabra tan fácil, fluida e imprevista, es tan rápido para el cumplido, pasa tan velozmente de la gravedad a la broma y de la diversión a la seriedad, y, en fin, parece tan dispuesto a demostrar amistad a la gente que es comprensible que las mujeres se le resistan muy poco y que los hombres se dejen embobar por su persona. No, realmente jamás escuché a un conversador tan brioso como ese pequeño rey. Escuchándolo, olvida uno la maldad que oculta tan hermosa fachada, lo curtido que está en las estratagemas, la mentira y el crimen.
Su posición cuando apareció en Aviñón no era de las mejores. Era un insumiso en opinión del rey de Francia, que se dedicaba a tomar sus castillos, y había ofendido profundamente al rey de Inglaterra al firmar el tratado de Mantes sin previo aviso. «He aquí a un hombre que reclama mi ayuda y me propone la entrada en Normandía. Movilizo para él mis tropas de Bretaña, dispongo el desembarco de otras y, cuando se siente lo bastante fuerte, gracias a mi apoyo, para intimidar a su adversario, trata con él sin prevenirme antes. Que ahora recurra a quien le plazca; que acuda al Papa...»
Pues bien, al Papa era a quien Carlos de Navarra acababa de acudir.
En una semana se había metido a todo el mundo en el bolsillo.
En presencia del Santo Padre y de bastantes cardenales, entre los cuales me encontraba, jura que no quiere otra cosa que reconciliarse con el rey de Francia, poniendo en ello el énfasis necesario para que todos le crean. Con los delegados de Juan II, el canciller Pedro de La Fôret y el duque de Borbón, va todavía más lejos dándoles a entender que, para compensar la buena amistad que quiere recuperar, podría hacer una leva de tropas en Navarra con el fin de atacar a los ingleses en Bretaña o en sus propias costas. En los días posteriores, tras fingir que abandonaba la ciudad con su escolta, vuelve de noche varias veces a escondidas para conferenciar con el duque de Lancaster y los emisarios ingleses.
Celebraba sus encuentros secretos en casa de Pedro Bertrand, el cardenal de Arras, o en casa de Gocido de Boulogne. Eso precisamente le reproché luego a Boulogne, que jugaba a dos bandas. «Quería enterarme de lo que tramaban —me respondió—. Prestándoles mi casa, podía hacer que mis espías los escucharan.» Sus espías tenían que ser muy sordos, porque no se enteró de nada, o fingió no enterarse. Si no actuaba en connivencia, entonces el rey de Navarra se burló descaradamente de él.
Yo sí que me enteré. ¿Os gustaría saber, sobrino, cómo hizo el de Navarra para ganarse a Lancaster? Pues bien: le propuso reconocer al rey Eduardo de Inglaterra como monarca de Francia, nada menos. Tanto progresó el plan que prepararon un tratado de alianza.
Primer punto: Carlos de Navarra reconocía como rey de Francia a Eduardo. Segundo punto: acordaban emprender conjuntamente la guerra contra el rey Juan. Tercer punto: Eduardo reconocía a Carlos de Navarra el ducado de Normandía, Champaña, Brie, Chartres y también el Languedoc, además, por supuesto, del reino de Navarra y el condado de Evreux. En otras palabras, se repartían Francia. Prescindamos del resto.
¿Cómo me enteré del proyecto? ¡Ah! Puedo deciros que las anotaciones fueron hechas por el propio obispo de Londres, que acompañaba al señor de Lancaster. Pero no me preguntéis quién me lo dijo poco después. Recordad que soy canónigo de la catedral de York, y que, por muy mal considerado que esté en la corte allende la Mancha, aún conservo amigos allí.
No necesito explicaros que, si al comienzo había posibilidades de progresar hacia una paz entre Francia e Inglaterra, desaparecieron gracias a las maniobras de este pequeño rey intrigante.
¿Acaso era posible que los embajadores se mostrasen dispuestos a un acuerdo cuando cada una de las partes se creía empujada a la guerra por las promesas de mi señor de Navarra? Decía al Borbón: «Hablo con Lancaster y le miento para serviros.» Después, cuchicheaba a Lancaster:
«Ciertamente, hablé con el Borbón, para engañarlo. Soy vuestro hombre.»
Y lo admirable del caso es que ambos le creían.
De modo que cuando se alejó definitivamente de Aviñón para cercarse a los Pirineos, ambos bandos estaban convencidos, aunque se cuidaban de revelarlo al otro, que veían partir a un amigo.
En la conferencia la atmósfera estaba saturada de acritud; ya nadie concedía nada. Y la ciudad parecía dominada por cierta somnolencia.
Durante tres semanas no habían hecho otra cosa que ocuparse de Carlos el Malo. El propio Papa sorprendió a todos volviéndose otra vez hosco y rezongón; el malvado encantador lo había distraído un tiempo...
¡Ah!, me he calentado un poco. Es vuestro turno, sobrino; acercad el brasero a vuestro cuerpo para desentumecer un poco las piernas.
Decís bien, decís bien, Archambaud, y pienso como vos. Hace apenas diez días que partimos de Périgueux, y parece que hubiéramos viajado un mes entero. El viaje alarga el tiempo. Esta noche dormiremos en Châteauroux. No os oculto que no me molestaría llegar mañana a Bourges, si Dios quiere, para descansar allí por lo menos tres días completos, y quizá cuatro. Comienzo a cansarme un poco de estas abadías donde nos sirven una comida magra y apenas calientan mi lecho, porque quieren que entienda que están arruinados a causa de la guerra. Que esos pequeños abates no crean que obligándome a ayunar y a dormir en una cama fría conseguirán mejorar sus finanzas... Por otra parte, los hombres de la escolta también necesitan descanso, y reparar los arneses, y secar su ropa. Pues esta lluvia no mejora la situación.
Cuando escucho a mis jóvenes ayudantes estornudar alrededor de mi litera, siento deseos de apostar que más de uno ocupará su estancia en Bourges cuidándose y administrándose canela, clavo y vino caliente. Por mi parte, no podré descansar. Revisar el correo de Aviñón, dictar mis respuestas...
Archambaud, quizás os sorprendan las palabras impacientes que a veces pronuncio a propósito del Santo Padre. Sí, tengo el carácter vivo, y a veces expreso con demasiada claridad mis sentimientos de decepción.
Es que me trae graves preocupaciones. Pero creedme, tampoco me privo de reprocharle personalmente sus tonterías, y más de una vez he llegado a decirle: «Muy Santo Padre, quiera la gracia de Dios iluminaros acerca de la estupidez que acabáis de cometer.»
¡Ah!, si los cardenales franceses no se hubiesen empecinado en la idea de que un hombre de nuestra cuna no convenía... La humildad, había que nacer humilde... y si por otra parte los cardenales italianos, Capocci y los restantes, se hubiesen obstinado menos con el retorno de la Santa Sede a Roma... ¡Roma, Roma! Piensan en sus estados italianos. El Capitolio les oculta a Dios.
Lo que me irrita más de nuestro Inocencio es su política frente al emperador. Con Pedro Roger, me refiero a Clemente VI, nos hemos esforzado seis años para evitar que el emperador fuese coronado. Estaba bien que lo eligiesen. Aceptábamos que gobernara. Pero había que conservar en secreto su consagración mientras no hubiese firmado los compromisos que nosotros deseábamos. Yo sabía muy bien que al día siguiente de la consagración este emperador nos causaría dificultades.
Y entonces, nuestro Aubert se pone la tiara y comienza a canturrear:
«Conciliemos, conciliemos.» Y durante la primavera del año pasado consiguió su propósito. «El emperador Carlos IV será coronado; ¡yo lo ordeno!», acabó por decirme. El papa Inocencio es de esa clase de soberanos que tienen energía sólo para batirse en retirada. Tenemos mucha gente de ese estilo. Creía haber obtenido una gran victoria porque el emperador se había comprometido a entrar en Roma la mañana de la consagración y marcharse esa misma tarde, sin dormir en la ciudad.
¡Qué tontería! El cardenal Bertrand de Colombiers («Ya lo veis, designo a un francés; seguramente estáis satisfechos.») fue enviado para ceñir sobre la cabeza del bohemio la corona de Carlomagno. Seis meses después, en premio por esta bondad, Carlos IV nos gratificó con la Bula de Oro, en virtud de la cual en adelante el papado no tendrá voz ni voto en la elección imperial.