He observado que los príncipes que se dan mucha prisa para aplicar la pena capital a menudo obedecen el impulso del miedo. Este Carlos no es una excepción, pues lo creo más valeroso en sus palabras que de cuerpo. Este brutal ahorcamiento, que enlutó Navarra, le valió que sus súbditos muy pronto lo llamasen el Malo. Por otra parte, no tardó en alejarse de su reino, cuyo gobierno dejó a su hermano menor, Luis, que entonces tenía sólo quince años, y él prefirió acercarse a la corte de Francia en compañía de otro hermano, Felipe.
Entonces, me diréis, ¿cómo es posible que el partido navarro pueda ser tan numeroso y fuerte, si en la propia Navarra una parte de la nobleza se opone a su rey? Ah, sobrino, ocurre que este partido está formado sobre todo por caballeros normandos del condado de Evreux. Y Carlos de Navarra es tan peligroso para la corona de Francia, no tanto por sus posesiones en el Mediodía del reino, sino por las que ocupa u ocupaba en las proximidades de París, por ejemplo, los señoríos de Mantes, Pacy, Meulan o Nonancourt, que controlan los accesos a la capital por el lado oeste de la región.
Esto, el rey Juan lo comprendió muy bien o alguien se lo dio a entender; y al menos por una vez demostró buen sentido, pues se esforzó por llegar a un acuerdo con su primo de Navarra. ¿Qué vínculo podía unirlos mejor? El matrimonio. ¿Y qué matrimonio podría ofrecerle que lo vinculase a la corona tan estrechamente como la unión que durante seis meses había convertido a su hermana Blanca en reina de Francia? Pues bien, el matrimonio con la mayor de las hijas del propio rey, la pequeña Juana de Valois. Ella tenía sólo ocho años, pero era un partido que bien merecía una paciente espera. Por otra parte, Carlos de Navarra no carecía de compañías amables que fortalecieran su paciencia. Entre otras, cierta señorita Graciosa... sí, es su nombre, o el que ella menciona... La pequeña Juana de Valois ya era viuda, pues la habían casado por primera vez a los tres años con un pariente de su madre, un hombre a quien Dios se había llevado muy pronto.
En Aviñón nos mostramos favorables a este compro miso, que según nos parecía aseguraba la paz. El contrato resolvía todas las cuestiones pendientes entre estas dos ramas de la familia de Francia, comenzando por la del condado de Angulema, prometido desde hacía mucho tiempo a la madre de Carlos a cambio de su renuncia a Brie y Champaña, y después canjeado por Pontoise y Beaumont, un pacto que no llegó a ejecutarse. Ahora se volvía al primer acuerdo; Navarra recibía Angoumois, igual que otros lugares y castellanías importantes que formaban la dote. El rey Juan se daba aires de gran autoridad y dispensaba grandes beneficios a su futuro yerno. «Tendréis esto, yo lo quiero; os doy aquello, ya os lo dije...»
El de Navarra se burlaba, con sus amigos, de estos nuevos vínculos con el rey Juan. «Éramos primos por la cuna; estuvimos a punto de ser cuñados; como su padre desposó a mi hermana, vine a convertirme en su tío, y ved cómo ahora seré su yerno.» Pero mientras se negociaba el contrato, hacía todo lo posible para mejorar su propia situación. A él no se le pidió más que un adelanto de dinero: cien mil escudos, los que el rey Juan debía a los mercaderes de París y que Carlos tendría que reembolsar. Tampoco él tenía esa suma contante y sonante; se la proporcionaron los banqueros de Flandes, a los cuales aceptó dar como garantía una parte de sus joyas. Hacerlo era más fácil para el yerno del rey que para el propio monarca...
Creo que en esta ocasión Carlos de Navarra debió relacionarse con el preboste Marcel... un asunto acerca del cual también debo escribir al Papa, pues los movimientos actuales de este hombre no dejan de inquietarme. Pero ésa es otra historia...
Los cien mil escudos le fueron reconocidos a Navarra en el contrato matrimonial; debían devolvérselos a plazos lo más pronto posible.
Además, lo hicieron caballero de la Estrella, e incluso se lo indujo a suponer que sería nombrado condestable, pese a que aún no había cumplido veinte años. El matrimonio fue celebrado con gran brillo y mucho regocijo.
Pero la hermosa amistad que se demostraban el suegro y el yerno pronto se enturbió. ¿Por qué? El otro Carlos, el de España, el bello La Cerda, inevitablemente se sintió celoso del favor que se le dispensaba al de Navarra, e inquieto porque veía el astro del advenedizo elevarse refulgente en el cielo de la corte. Carlos de Navarra tiene ese defecto, común a muchos jóvenes... y del cual, Archambaud, os recomiendo defenderos... que es hablar demasiado cuando la fortuna les sonríe, y no resistir la tentación de pronunciar palabras perversas.
La Cerda no dejó de informar al rey Juan de cuáles eran los rasgos característicos de su yerno, y sazonó el relato con su propia salsa. «Mi querido señor, se burla de vos; cree que todo le está permitido. No podéis tolerar ese ataque a vuestra majestad, y si lo toleráis, yo, que os amo, no puedo soportarlo.» Y día tras día destiló veneno en la cabeza del rey.
Navarra había dicho esto; Navarra había hecho aquello; Navarra se acercaba demasiado al delfín; Navarra intrigaba con este miembro del Gran Consejo. No hay hombre más dispuesto que el rey Juan a alimentar una idea mala acerca de la conducta ajena; ni hombre menos dispuesto a abandonarla. Es al mismo tiempo crédulo y obstinado. Nada más fácil que inventarle enemigos.
Muy pronto, Carlos de Navarra se vio despojado de la dignidad de teniente general del Languedoc, con la cual se lo había honrado. ¿En beneficio de quién? De Carlos de España. Después, el cargo de condestable, vacante desde la decapitación de Raúl de Brienne, fue concedido no a Carlos de Navarra sino a Carlos de España. De los cien mil escudos que Juan debía reembolsarle, el de Navarra no vio uno solo y, mientras, los regalos y los beneficios llovían sobre el amigo del rey.
Finalmente, el condado de Angulema fue dado a mi señor de España, y eso pisoteando todos los acuerdos. Carlos de Navarra tuvo que contentarse de nuevo con una indefinida promesa de canje.
Así, entre Carlos el Malo y Carlos de España, primero hubo frialdad, después se detestaron, y muy pronto se demostraron un odio franco y confeso. Mi señor de España bien podía decir al rey: «¡Ved, mi querido señor, que yo estaba en lo cierto! Vuestro yerno, cuyos malos instintos he adivinado, se rebela contra vuestra voluntad. Me ataca, porque os sirvo demasiado bien.»
Otras veces fingía que anhelaba alejarse de la corte, nada menos que él, que gozaba de más favor que nadie, si los hermanos de Navarra continuaban criticándolo. Hablaba como un amante: «Me iré a un desierto, lejos de vuestro reino, para vivir con el recuerdo del amor que me habéis demostrado. ¡O para morir allí! Pues lejos de vos, el alma abandonará mi cuerpo.» ¡Algunos vieron derramar lágrimas a este extraño condestable!
Como el rey Juan tenía el seso sorbido por el español, y todo lo veía por sus ojos, se obstinó inexorablemente en convertir en enemigo irreductible al primo a quien había elegido por yerno con el propósito de consolidar una alianza.
Ya os lo dije: es difícil hallar un rey más tonto que éste, o más perjudicial para sus propios intereses... Lo cual no tendría demasiada importancia si al mismo tiempo no perjudicase a su reino.
En la corte se hablaba únicamente de esta disputa. La reina, abandonada por su marido, se unía con madame de España... pues el condestable estaba casado, en un matrimonio destinado a salvar las apariencias, con una prima del rey, la señora de Blois.
Los consejeros del rey, si bien todos fingían adular a su amo, estaban muy divididos, según creyeran más conveniente unir su fortuna a la del condestable o a la del yerno. Y las luchas que los oponían eran tanto más ásperas cuanto que este rey, que querría demostrar a la gente que es el único capaz de resolver drásticamente los problemas, siempre ha abandonado a su entorno la atención de los asuntos más graves.
Mi querido sobrino, ya veis que se intriga alrededor de todos los reyes.
Pero se conspira únicamente alrededor de los reyes débiles, o de aquellos que están debilitados por un vicio, o por los efectos de la enfermedad.
¡Hubiera querido ver que se conspirase alrededor de Felipe el Hermoso!
Nadie soñaba hacerlo, nadie se habría atrevido a eso. Lo que no quiere decir que los reyes fuertes estén a salvo de las conspiraciones; pero en ese caso, hay que contar con la presencia de auténticos traidores; en cambio, cerca de los príncipes débiles es natural que incluso las personas honestas se conviertan en conspiradoras.
La víspera de la Nochebuena de 1354, en una residencia de París, Carlos de España y Felipe de Navarra intercambiaron palabras e insultos tan groseros que el último desenfundó la daga y estuvo a un paso, si no lo hubiesen detenido, de herir al condestable. Éste fingió reír y le dijo al joven de Navarra que se habría mostrado menos amenazador si alrededor no hubiese habido tanta gente para detenerlo. Felipe no es tan refinado, pero en el combate demuestra más vigor que su hermano mayor. Cuando lo sacaban de la sala gritó que muy pronto se vengaría del enemigo de su familia y que lo obligaría a tragarse el insulto. Lo que hizo, dos semanas después, la noche de la fiesta de los Reyes Magos.
El señor de España fue a visitar a su prima, la condesa de Alençon.
Se detuvo a descansar en Laigle, en un albergue cuyo nombre se recuerda con facilidad, La Trucha que Huye. Demasiado seguro del respeto que inspiraban su juicio, su cargo y la amistad del rey, creía que no corría el más mínimo peligro cuando viajaba por el reino, de modo que llevaba consigo una escolta muy pequeña. Ahora bien, el núcleo de Laigle está en el condado de Evreux, a pocas leguas del castillo donde se alojaban los hermanos Evreux-Navarra. Advertidos del paso del condestable, le tendieron una hermosa emboscada.
Hacia la medianoche, veinte caballeros normandos, todos hombres rudos, el señor de Graville, el señor de Clères, el señor de Mainemares, el señor de Morbecque, el caballero de Aunay... ¡Sí! El descendiente de uno de los galanes de la Torre de Nesle; no podía sorprender que se lo encontrase en el partido navarro... En fin, una buena veintena de hombres, cuyos nombres son conocidos porque el rey, muy a disgusto, tuvo que darles después cartas de perdón... aparecieron en el burgo, capitaneados por Felipe de Navarra. Derribaron las puertas de La Trucha que Huye y se precipitaron en el interior del alojamiento del condestable.
El rey de Navarra no estaba con ellos. Por si la cosa tomaba mal sesgo, había preferido esperar en el límite de la aldea, cerca de una granja, en compañía de sus ayudantes. Ah, me parece ver a Carlos el Malo, pequeño, vivaz, envuelto en su capa como en un soplo de humo infernal, brincando de aquí para allá sobre la tierra helada. Parece el diablo que no alcanza a tocar el cielo. Espera. Mira el cielo invernal. El frío le muerde los dedos. Tiene el alma atenazada al mismo tiempo por el miedo y el odio. Presta atención. Inquieto, vuelve a caminar de un lado para el otro. Entonces, aparece Juan de Fricamps, llamado Friquet, gobernador de Caen, su consejero y su más celoso organizador, y le dice casi sin aliento: « ¡Mi señor, es cosa hecha!»
Y después aparecen Graville, Mainemares, Morbecque y el propio Felipe de Navarra, así como el resto de los conjurados. Allá en el albergue, el bello Carlos de España, a quien arrancaron de debajo del lecho donde se había escondido, yace atravesado. Lo han castigado sin piedad, a través del camisón. Le contaron ochenta heridas en el cuerpo, ochenta cuchilladas. Cada uno quiso hundir cuatro veces su espada... Ya veis, mi buen sobrino, cómo el rey Juan perdió a su buen amigo, y cómo mi señor de Navarra inició su rebelión...
Y ahora, os ruego cedáis el lugar a Francisco Calvo, mi secretario papal, con quien deseo conversar antes de que lleguemos al final de esta etapa.
Don Francesco, como yo estaré muy atareado cuando llegue a La Péruse, para inspeccionar la abadía y ver si fue tan saqueada por los ingleses que, como me piden los monjes, debo eximirlos durante un año de la obligación de pagar mis beneficios de prior, necesito explicar ahora mismo las cosas que figurarán en mi carta al Santo Padre. Os agradeceré me preparéis esa carta apenas lleguemos, y que le agreguéis todos los floripondios que son costumbre en vuestro estilo.
Es necesario informar al Santo Padre de las noticias de París que llegaron a mis oídos en Limoges, y que no dejan de inquietarme.
En primer lugar, los movimientos del maestro Esteban Marcel, preboste de los mercaderes de París. Sé que desde hace un mes este preboste ordena construir fortificaciones y cavar fosos alrededor de la ciudad, allende los antiguos muros, como si se preparase para afrontar un sitio. Ahora bien, según están en este momento las conversaciones de paz, los ingleses no tienen la más mínima intención de amenazar a París, de modo que es incomprensible este apremio por fortificar la plaza. Pero además, el preboste ha organizado a sus burgueses en un cuerpo municipal, y lo arma y ejercita dotándolo de jefes por cuartos, quintos y decenas, para asegurar los mandos, exactamente como en las milicias de Flandes, que gobiernan por sí mismas sus ciudades. Incluso la aceptación de esta milicia, en momentos en que todos los impuestos y las tasas reales son objeto general de queja y rechazo, el propio preboste, con el fin de equipar a sus hombres, ha fijado un impuesto sobre la bebida, y lo recauda directamente.
El maestro Marcel, que otrora se enriqueció considerablemente como proveedor del rey, pero que desde hace cuatro años perdió esa proveeduría, y por eso mismo le guarda profundo rencor, quiere mezclarse en todas las cosas del reino después de la desgracia de Poitiers. No se ve muy claramente cuáles son sus intenciones, como no sea la de llegar a ser importante; en todo caso, no se orienta hacia la pacificación deseada por nuestro Santo Padre. Por lo demás, mi deber piadoso es aconsejar al Papa que se muestre muy duro si le llega alguna petición de su parte, y que no ofrezca el más mínimo apoyo, ni siquiera aparentemente, al preboste de París y a sus actividades. Ya me habéis comprendido, don Francesco. El cardenal Capocci está en París. Como es un hombre irreflexivo y que jamás pierde la oportunidad de cometer errores, es posible que se crea muy sagaz. Si comienza a intrigar con este preboste... No, no se me ha informado nada definido, pero mi nariz me lleva a olfatear uno de esos caminos desviados por los cuales mi colega jamás deja de meterse...
En segundo lugar, quiero invitar al soberano pontífice a conocer detalladamente los Estados Generales del Langue d'Oil que concluyeran en París a comienzos de este mes, para que su santa atención arroje luz sobre las cosas extrañas que hemos visto manifestarse allí.