En definitiva, sus reformas hicieron más mal que bien. Claro que con él uno estaba absolutamente seguro de que la Santa Sede no regresaría a Roma. En ese punto era un muro, una roca... y era lo esencial.
La segunda vez, durante el cónclave de 1342... ¡ah! La segunda vez habría tenido excelentes posibilidades si... si Felipe de Valois no hubiese pretendido que se eligiera a su canciller, el arzobispo de Ruan. Nosotros, los Périgord, siempre obedecimos a la corona de Francia. Y además, ¿cómo hubiera podido mantenerme a la cabeza del partido francés si hubiese querido oponerme al rey? Por otra parte, Pedro Roger ha sido un gran Papa, sin duda el mejor de todos los pontífices a quienes he servido.
Es suficiente ver en qué se convirtió Aviñón con él, el palacio que ordenó construir y el notable reflujo de gentes de letras, sabios y artistas...
Además, consiguió comprar Aviñón. Yo me ocupé de esa negociación con la reina de Nápoles; bien puedo decir que es mi obra. Ochenta mil florines no era nada, una limosna. La reina Juana tenía menos necesidad de dinero que de indulgencias en vista de sus sucesivos matrimonios, por no hablar de sus amantes.
Seguramente pusieron arneses nuevos a mis caballos de tiro. La litera es dura. Siempre ocurre así al partir, siempre es así... Después, el vicario de Dios dejó de ser una especie de inquilino, sentado con el borde de las nalgas sobre un trono inseguro. ¡Y la corte que tuvimos, que era ejemplo del mundo! Todos los reyes acudían en tropel. Para ser Papa, no basta con ser sacerdote; también es necesario que uno sepa ser príncipe.
Clemente VI fue un gran político; siempre estaba dispuesto a escuchar mis consejos. ¡Ah! La liga naval que unía a los latinos de Oriente, al rey de Chipre, a los venecianos y a los hospitalarios... Limpiamos el archipiélago griego de los berberiscos que lo infestaban, y pensábamos hacer aún más. Y entonces sobrevino esa absurda guerra entre los reyes francés e inglés, esa guerra que me pregunto si acabará jamás, y que nos impidió continuar nuestro proyecto, y atraer nuevamente la Iglesia de Oriente al seno de la romana. Y más tarde, la peste... Y Clemente murió...
La tercera vez, en el cónclave celebrado hace cuatro años, el obstáculo fue mi nacimiento. Parece que yo era demasiado gran señor, y acabábamos de tener a uno. A mí, Helio de Talleyrand, a quien llaman el cardenal de Périgord, ¿acaso elegirme no era un insulto para los pobres?
Hay momentos en que acomete a la Iglesia un súbito furor de humildad y pequeñez. Lo cual jamás sirve de nada. Despojémonos de nuestros ornamentos, ocultemos nuestras casullas, vendamos nuestros cálices de oro y ofrezcamos el Cuerpo de Cristo en una escudilla de pocos centavos; vistámonos como patanes y, si es posible, muy sucios, de modo que ya nadie nos respete, y menos que nadie los patanes... ¡Caramba! Si nos parecemos a ellos, ¿por qué habrían de honrarnos? Además, así acabaremos en una situación tal que ni siquiera nosotros mismos nos respetaremos... Estos encarnizados defensores de la humildad, cuando se les formula dicha objeción, nos ponen por delante el Evangelio, como si ellos fueran los únicos en conocerlo, e insisten en la cuna, entre el buey y el asno, e insisten en la mesa del carpintero... Seamos parecidos a Nuestro Señor Jesús... Pero, mis pequeños y vanidosos clérigos, ¿dónde está ahora Nuestro Señor? ¿No está a la diestra del Padre, confundido con él en su omnipotencia? ¿No es Cristo majestuoso, fulminando en la luz de los astros y la música celestial? ¿No es el rey del mundo, rodeado por legiones de serafines y bienaventurados? Entonces, ¿qué os autoriza a determinar cuál de estas imágenes es la mejor para ofrecer a los fieles a través de vuestra persona? ¿La de su breve existencia terrestre o la de su triunfante eternidad?
Vaya, si pasara por una diócesis y viese que el obispo se inclina un tanto a rebajar a Dios porque tiende a las nuevas ideas, eso es lo que yo predicaría... Caminar sosteniendo diez kilos de oro tejido, además de la mitra y la cruz, no es una tarea cotidiana que me parezca grata, sobre todo cuando lo hago desde hace más de treinta años. Pero es necesario.
No se atrae a las almas con vinagre. Cuando un vagabundo dice a otros vagabundos «hermanos míos», el efecto no es muy considerable.
Pero si lo dice un rey es distinto. Dad a la gente un poco de respeto por sí misma, ésa es la primera condición de la caridad, ignorada por nuestros amantes de la fraternidad y por otras cabezas huecas. Precisamente porque la gente es pobre, sufre, se siente pecadora y miserable, es necesario ofrecerle una razón para creer en el más allá. Sí, con incienso, dorados y música. La Iglesia debe ofrecer a los fieles una visión del reino celeste, una visión completa y acabada, comenzando por el Papa y sus cardenales, que reflejan un poco la imagen del Supremo Creador...
En el fondo, no está mal que hable conmigo mismo; así encuentro argumentos para mis próximos sermones, pero prefiero hallarlos acompañado... Espero que Brunet no haya olvidado mis grajeas. Ah, no, aquí están. Por lo demás, él jamás olvida...
No soy un gran teólogo, como los que proliferan ahora por doquier, pero sé mantener ordenada y limpia la casa del buen Dios en la Tierra, y me niego a reducir mi tren de vida y a vivir en un sitio peor. El propio Papa, que sabe muy bien lo que me debe, no ha intentado contradecirme.
Si lo complace practicar la humildad sobre su trono, es asunto suyo.
Pero yo, que soy su nuncio, deseo preservar la gloria de su sacerdocio.
Sé que algunos murmuran a propósito de mi gran litera púrpura con pomos y clavos dorados, en la que ahora viajo, y mis caballos enjaezados de púrpura, las doscientas lanzas de mi escolta, mis tres leones de Périgord bordados sobre mi estandarte y la librea de mis sargentos. Pero precisamente por todo esto, cuando entro en una ciudad, la gente acude a prosternarse y quiere besar mi capa, y obligo a los reyes a arrodillarse... Para mayor gloria vuestra, Señor, para mayor gloria vuestra.
Claro que estas cosas no merecían el favor de mis colegas durante el último cónclave, y me lo dieron a entender claramente. Querían un hombre común, un simple, un humilde, un desposeído. Tuve que esforzarme para evitar que eligieran a Juan Birel, ciertamente un santo varón, un hombre santo, pero que no tenía ni pizca de capacidad para gobernar, y que habría sido un segundo Pedro de Morone. Desplegué elocuencia suficiente para demostrar a mis hermanos del cónclave cuán peligroso era, en el estado en que se encontraba Europa, cometer el error de elegir a otro Celestino V ¡Ah, le di un buen repaso a ese Birel! Lo elogié tanto, demostrando cómo sus admirables virtudes lo incapacitaban para gobernar la Iglesia, que lo dejé completamente aplastado. Y logré que eligiesen a Esteban Aubert, que nació en un hogar bastante pobre, por el lado de Pompadour, y cuya carrera era tan oscura que consiguió que todo el mundo lo apoyase.
Aseguran que el Espíritu Santo nos ilumina para permitirnos que elijamos al mejor. De hecho, a menudo votamos para evitar al peor.
Nuestro Santo Padre me decepciona. Gime y vacila, decide y rectifica.
Ah, yo habría gobernado de otro modo la Iglesia. Y además, su idea de enviar conmigo al cardenal Capocci, como si se necesitaran dos legados, como si yo no tuviese sagacidad suficiente para arreglar solo las cosas.
¿El resultado? Disputamos desde el comienzo, porque yo le demuestro su estupidez. Capocci se hace el ofendido; me deja el campo libre, y mientras corro desde Breteuil a Montbazon, de Montbazon a Poitiers, de Poitiers a Burdeos, de Burdeos a Périgueux, él, desde París, no hace otra cosa que escribir a todos para dificultar mis negociaciones. Sí, espero no volver a encontrarlo en Metz, en el palacio del emperador...
Périgueux, mi Périgord... Dios mío, ¿será la última vez que los vea?
Mi madre estaba segura de que yo sería Papa. Me lo dio a entender más de una vez, por eso me obligó a tomar la tonsura cuando tenía seis años, y consiguió de Clemente V, que le dispensaba una intensa y sincera amistad, que me inscribiesen inmediatamente como novicio papal, en estado de recibir beneficios. ¿Qué edad tenía cuando me llevó ante el pontífice? «Señora Brunissande, que vuestro hijo, a quien bendecimos especialmente, pueda alcanzar, en el estado que habéis elegido para él, las virtudes que cabe esperar de su linaje, y que se eleve rápidamente hacia los más altos cargos de Nuestra Santa Iglesia.» No, no tendría yo más de siete años. Me nombró canónigo de Saint-Front; mi primera sotana. Hace casi cincuenta años... Mi madre me veía Papa.
¿Era ambición maternal, o en verdad era una visión profética como la tienen a veces las mujeres? ¡Ah! Creo que nunca seré Papa.
Y sin embargo... sin embargo, en el momento de mi nacimiento Júpiter estaba en conjunción con el Sol, en una hermosa culminación, signo de dominio y de reinado en la paz. Ninguno de los restantes cardenales aparece marcado por tan hermosos augurios. Mi configuración es bastante más promisoria que la de Inocencio el día de la elección. Pero veamos... un reino en la paz, un reino en paz; pero ahora estamos en guerra, en tiempos difíciles y tormentosos. Mis astros son demasiado bellos para los tiempos que vivimos: los de Inocencio, que hablan de dificultades, de errores, de derrotas, convenían más a este sombrío período. Dios armoniza a los hombres con los momentos del mundo, y convoca a los Papas que convienen a sus designios, y a éste le encomienda la grandeza de la gloria, y al otro la sombra y la caída...
Si no hubiese entrado en la Iglesia, como quiso mi madre, habría sido conde de Périgord, pues mi hermano mayor murió sin dejar herederos, precisamente el año de mi primer cónclave; de modo que, como no había quien la ciñera, la cadena pasó a mi hermano menor, Roger-Bernard... Ni Papa ni conde. Y bien, es necesario aceptar el lugar en que nos puso la Providencia, y tratar de hacerlo lo mejor posible. Seguramente pertenezco a esa clase de hombres que representan un papel importante en su siglo, y a quienes se olvida apenas mueren. La memoria de los pueblos es perezosa; conserva únicamente el nombre de los reyes... Vuestra voluntad, Señor, vuestra voluntad...
En fin, de nada sirve volver a pensar en estas cosas, las mismas que he meditado cien veces... Pero me conmueve ver de nuevo el Périgueux de mi infancia, y mi querido Saint-Front, y volver a alejarme. Más vale contemplar este paisaje, que quizá vea por última vez. Gracias, Señor, porque me concediste esta alegría...
Pero ¿por qué vamos tan rápido? Acabamos de dejar atrás Châteaul'Evêque; hasta Bourdeilles quedan sólo dos horas. El primer día de viaje conviene hacer etapas cortas. Los adioses, las últimas súplicas, las últimas bendiciones que vienen a pedirnos, el equipaje que olvidamos.
Uno jamás parte a la hora fijada. Pero esta vez será realmente una etapa corta...
¡Brunet! ¡Eh, Brunet, amigo mío! Adelántate y ordena que aminoren la marcha. ¿Quién nos mete tanta prisa? ¿Quizá Cunhac o La Rue? No hay por qué sacudirme así. Y después dile a mi señor Archambaud, mi sobrino, que descienda de su montura y que lo invito a compartir mi litera. Bien, hazlo de una vez...
Para venir de Aviñón, solía viajar con mi sobrino Roberto de Durazzo; era un compañero muy agradable. Tenía muchos rasgos de mi hermana Agnes, y de nuestra madre. ¡Y pensar que se hizo matar en Poitiers por esos patanes de ingleses, entrando en batalla con el rey de Francia! ¡Oh!
No lo desapruebo, aunque fingí que lo hacía. ¿Quién diría que el rey Juan se las ingeniaría para que lo castigasen de tal modo? ¡Reúne treinta mil hombres contra seis mil, y por la noche se encuentra prisionero! ¡Ah, qué príncipe absurdo, qué estúpido! ¡Y pensar que si hubiera aceptado el acuerdo que yo le traía en bandeja de plata habría podido ganarlo todo sin librar batalla!
Archambaud me parece menos ágil y brillante que Roberto. No ha conocido Italia, una experiencia importante para la juventud. En fin, él será conde de Périgord, si Dios quiere. Viajando conmigo este joven aprenderá mucho. Y, en realidad, lo tiene que aprender todo de mí...
Después de rezar mis oraciones, no me agrada estar solo.
No es que me desagrade cabalgar, Archambaud, ni que la edad me lo impida. Creedme, aún puedo hacer mis buenas quince leguas a caballo, y conozco a hombres mucho más jóvenes que yo que quedarían rezagados. Por otra parte, como bien veis, siempre me sigue un corcel completamente enjaezado, no sea que yo desee o necesite montarlo. Pero por experiencia sé muy bien que una jornada entera cabalgando abre el apetito y lleva a comer y a beber más que a conservar la cabeza con la claridad que necesito tener cuando voy a un lugar para inspeccionar, dirigir o negociar desde el momento mismo de mi llegada.
Muchos reyes, y en primer lugar el de Francia, podrían dirigir mejor sus Estados si se fatigasen menos manejando las riendas y obligasen el cerebro a trabajar más; también si no se obstinasen con la idea de tratar los principales asuntos sentados a la mesa, al final de una etapa del viaje o de regreso de la caza. Observad que uno no viaja con menor rapidez en litera, como lo hago yo, si dispone de un buen tiro de caballos, y de la prudencia necesaria para cambiarlos con frecuencia... Archambaud, ¿queréis una grajea? En ese cofrecito que está cerca de vuestra mano...
Pues bien, pasadme una...
¿Sabéis cuántos días me llevó viajar de Aviñón a Breteuil, en Normandía, para reunirme con el rey Juan, que estaba organizando allí un absurdo sitio? ¿Qué os parece? No, sobrino mío; menos que eso.
Partimos el veintiuno de junio, día del solsticio, y no muy temprano por cierto. Pues sabéis, o mejor dicho no sabéis, cómo se organiza la partida de un nuncio, o de dos, ya que entonces éramos dos... Es sana costumbre que, después de la misa, el colegio entero de cardenales escolte a los viajeros hasta una legua de la ciudad; siempre hay mucha gente que se reúne para seguir a la comitiva o para contemplar el paso desde los bordes del camino. Y es necesario ir al paso de una procesión, para conferir dignidad al cortejo. Después se hace un alto, y los cardenales se alinean por orden de importancia, y el nuncio da a cada uno el beso de la paz. Esta ceremonia avanza bastante en la mañana... así, partimos el veintiuno de junio y llegamos a Breteuil el nueve de julio.
Dieciocho días. Incola Capocci, mi compañero de viaje, estaba enfermo.
Debo aclarar que sacudí un poco a ese flojo. Jamás había viajado con tal prisa. Pero una semana después el Santo Padre tenía en sus manos, llevada por mis correos, el relato de mi primera conversación con el rey.