De cómo un rey perdió Francia (23 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: De cómo un rey perdió Francia
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Quiero mucho a este hombre perverso. Me hace falta. Si hubiese permanecido en Aviñón, seguramente ahora estaría sentado en vuestro lugar, pues lo habría incorporado a mi séquito...

Pero ¿obedecer a la supuesta opinión pública, como nuestro buen Inocencio? Es demostrar debilidad conferir poder a la crítica y descontentar a muchos que os apoyaban sin obtener a cambio el apoyo de ningún descontento.

De modo que, para ofrecer una imagen de humildad, nuestro Santo Padre fue a alojarse en su palacete cardenalicio, en Villeneuve, del otro lado del Ródano. Pero incluso con un personal reducido, la casa es demasiado pequeña. Entonces, fue necesario ampliarla para albergar al personal indispensable. La secretaría funciona mal por falta de espacio; los empleados cambian constantemente de habitación de acuerdo a los trabajos que deben ejecutar; las bulas se escriben en lugares cubiertos de polvo. Y como muchas oficinas permanecieron en Aviñón, es necesario atravesar constantemente el río, soportando el viento intenso que a menudo sopla, y que en invierno nos hiela hasta los huesos. Todos los asuntos se retrasan... Además, como fue elegido en lugar de Juan Birel, el general de los cartujos, que gozaba de una reputación de santidad perfecta, me pregunto si, después de todo, acerté al rechazarlo; no hubiera sido una elección peor que ésta... Nuestro Santo Padre hizo votos de fundar un monasterio. Están construyéndolo ahora entre la residencia pontificia y una nueva estructura defensiva, el fuerte Saint-André, también en construcción, aunque allí son los funcionarios del rey quienes se ocupan de los trabajos. De modo que por el momento dirige a la cristiandad en medio de andamios y obras inconclusas.

El Santo Padre me recibió en su capilla, de la cual nunca sale, un pequeño ábside pentagonal anexo a la gran cámara de audiencias... porque quiera o no necesita una sala de audiencias; eso parece entenderlo bastante bien. Es un lugar que ha sido decorado por un imaginero venido de Viterbo, Matteo Giova-no-sé-cuántos, Giovanotto, Giovanelli, Giovanetti... Azul claro; más convendría a un convento de monjas; no me agrada; no hay bastante rojo ni bastante dorado; los colores vivos no cuestan más que los otros. ¡Y el ruido! Sobrino, se diría que es el lugar más sereno de todo el palacio, y por eso el Santo Padre se refugia allí. Las sierras cortan la piedra, los martillos golpean, las palancas crujen, las carretas ruedan, los obreros discuten y pelean...

Tratar asuntos graves con ese estrépito es un purgatorio. ¡Es natural que al Santo Padre le duela la cabeza! «Ya lo veis, mi venerable hermano —me dice—, gasto mucho dinero y me tomo muchas molestias para construir alrededor de mí la apariencia de la pobreza. Y por otra parte, necesito mantener el gran palacio que está enfrente. No puedo permitir que se derrumbe.» En verdad, Aubert me conmueve cuando se burla de sí mismo, con tristeza, y para complacerme parece reconocer sus errores.

Estaba sentado en un feo sillón, que yo no hubiese querido ni siquiera en mi primer obispado; como de costumbre, se mantuvo encorvado a lo largo de la conversación. Una gran nariz, ganchuda, como prolongación de la frente, la nariz de aletas anchas, las grandes cejas muy enarcadas, las orejas grandes cuyos lóbulos asoman bajo el bonete blanco, las comisuras de la boca curvadas y la barba ondulada. Tiene un cuerpo grande, y uno se asombra de que su salud sea tan frágil. Un escultor trabaja para fijar su imagen, destinada al sarcófago. Es que no quiere una estatua de pie: ostentación... Pero de todos modos acepta que hará falta una imagen en su tumba. Ese día necesitaba quejarse. Continuó diciendo: «Hermano mío, cada Papa debe vivir a su manera la pasión de Nuestro Señor Jesucristo. La mía consiste en el fracaso de todas mis empresas. Desde que la voluntad de Dios me elevó a la cima de la Iglesia, siento que vivo con las manos atadas. ¿Qué realicé, qué logré durante estos tres años y medio?»

Ciertamente, fue la voluntad de Dios; pero reconozcamos que decidió expresarse hasta cierto punto a través de mi modesta persona. Y eso me permite tomarme ciertas libertades con el Santo Padre. Sin embargo, hay cosas que no puedo decirle. Por ejemplo, no puedo decirle que los hombres que ejercen una autoridad suprema no deben tratar de modificar demasiado el mundo para justificar su elevación. En los grandes humildes hay una forma astuta de orgullo que es a menudo la causa de sus fracasos.

Conozco bien los proyectos del papa Inocencio, sus elevadas iniciativas. Son tres y están relacionadas entre sí. La más ambiciosa: reunir a las Iglesias latina y griega, por supuesto bajo la autoridad de la católica; recomponer la unidad de Oriente y Occidente, la unidad del mundo cristiano. Es el sueño de todos los Papas desde hace mil años. Y con Clemente VI yo había impulsado mucho las cosas, que alcanzaron su nivel más elevado; en todo caso, era una situación mejor que la actual.

Inocencio tomó por su cuenta el proyecto y lo hizo como si se le acabara de ocurrir la idea, nacida de una enunciación del Espíritu Santo. No discutamos eso.

Para llegar a eso, la segunda iniciativa, previa a la primera: reinstalar el papado en Roma, porque la autoridad del Papa sobre los cristianos de Oriente podría ser aceptada solamente si se la manifiesta desde el trono de san Pedro. Constantinopla, ahora muy decaída, podría sin deshonra inclinarse ante Roma, pero no ante Aviñón. Como sabéis, mi opinión en eso es completamente distinta. El razonamiento sería muy justo, con la condición de que el propio Papa no demostrase que en Roma es todavía más débil que en Provenza.

Ahora bien, para regresar a Roma ante todo era necesario, tras el proyecto, reconciliarse con el emperador. Se dio prioridad a esta iniciativa. Veamos por lo tanto en qué punto está la realización de tan hermosos proyectos... Hubo prisa, contra mi consejo, por coronar al emperador Carlos, elegido hacía ocho años, y sobre quien ejercíamos cierta influencia mientras mantuviésemos suspendida la ceremonia de su consagración. Ahora, ya nada podemos con él. Nos lo agradeció con su Bula de Oro, y tuvimos que tragarla. Perdimos nuestra autoridad no sólo sobre la elección del Imperio, sino incluso sobre las finanzas de la Iglesia de éste. No se trata de una reconciliación sino de una capitulación. Después, el emperador generosamente nos dejó las manos libres en Italia, es decir, nos hizo la gracia de permitir que las metiéramos en un nido de avispas. El Santo Padre envió a Italia al cardenal Álvarez de Albornoz que es más capitán que cardenal, para preparar el retorno a Roma. Albornoz ha comenzado uniéndose a Cola di Rienzi, que en una época dominó Roma. Nacido en una taberna del Trastevere, este tal Rienzi era uno de esos hombres del pueblo con rostro de César, de ésos que de tanto en tanto aparecen allí y cautivan a los romanos recordándoles que sus antepasados fueron dueños del universo entero. Por otra parte, pasaba por hijo del emperador, pues decíase bastardo de Enrique VII de Luxemburgo; pero era el único que aceptaba su propia versión. Había elegido el título de tribuno, vestía toga púrpura y se había instalado en el Capitolio, entre las ruinas del templo de Júpiter. Mi amigo Petrarca lo describió como el restaurador de las antiguas grandezas de Italia. Podía ser un peón en nuestro tablero, pero había que usarlo con criterio, no convertirlo en el eje de todo nuestro juego. Fue asesinado hace dos años por los Colonna, porque Albornoz tardó en auxiliarlo. Ahora, hay que rehacerlo todo, y jamás estuvimos tan lejos de volver a Roma, donde la anarquía es peor que antaño; debemos soñar siempre con Roma, para no regresar jamás. En cuanto a Constantinopla... ¡Oh! En palabras hemos progresado mucho. El emperador Paleólogo está dispuesto a reconocernos; ha asumido un compromiso solemne; llegaría al extremo de arrodillarse ante nosotros si pudiera salir de su estrecho imperio. Impone una sola condición: que le enviemos un ejército para librarse de sus enemigos. En la situación en que ahora está aceptaría reconocer a un cura de campaña, a cambio de quinientos caballeros y mil infantes.

¿También vos os asombráis? Si la unidad de los cristianos, si la reunión de las Iglesias sólo de esto depende, ¿no podemos despachar al mar griego ese pequeño ejército? Pues no, mi buen Archambaud, no podemos. Porque no tenemos con qué equiparlo ni con qué pagarlo.

Porque nuestra hermosa política ha producido sus efectos; porque para desarmar a nuestros detractores hemos decidido reformarnos y retornar a la pureza de los orígenes de la Iglesia. ¿Qué orígenes? ¡Ha de ser muy audaz quien afirme que los conoce realmente! ¿Qué pureza? ¡Tan pronto hubo doce apóstoles, entre ellos se contaba un traidor!

Y comenzamos a suprimir las mandas y los beneficios que no armonizan con la salvación de las almas («un pastor, no un mercenario debe cuidar de las ovejas»), y ordenamos que se alejen de los divinos misterios a quienes amasan riquezas («seamos como los pobres»), y prohibamos todos los tributos que vienen de las prostitutas y los juegos de dados (sí, hemos llegado a esos detalles). Ah, los juegos de dados fomentan la blasfemia; nada de dinero impuro; no nos ensuciemos con el pecado, y así éste, que ahora es más barato, crece y se multiplica.

El resultado de todas estas reformas es que las cajas están vacías, pues el dinero puro se desliza formando muy pequeños arroyuelos; los descontentos se han multiplicado, y siempre hay iluminados que predican que el Papa es hereje.

«Mi venerable hermano, decid todo lo que pensáis; no me ocultéis nada, aunque tengáis reproches que formularme.»

¿Puedo decirle que si leyera con un poco más de atención lo que el Creador escribe para nosotros en el cielo vería que los astros forman conjunciones negativas y lamentables cuadrángulos sobre casi todos los tronos, incluso el suyo, sobre el cual está sentado precisamente porque la configuración es nefasta, pues si fuera buena sin duda sería yo quien lo ocupase? ¿Puedo decirle que cuando uno se encuentra en tan lamentable situación cósmica, no es momento de intentar la renovación total de la casa, sino la ocasión de mantenerla lo mejor posible, tal como nos fue legada, y que no basta llegar de la aldea de Pompadour en Limousin, con aires de campesino sencillo, para ser escuchado por los reyes y reparar las injusticias del mundo? La desgracia de nuestro tiempo quiere que los más grandes tronos estén ocupados por hombres que no poseen la grandeza exigida por el cargo. ¡Ah, los sucesores no tendrán tarea fácil!

Ese día, la víspera de la partida, el Santo Padre agregó: «¿Seré por lo tanto el Papa que hubiera podido concertar la unidad de los cristianos y que fracasó? Oí decir que el rey de Inglaterra reúne en Southampton cincuenta barcos para pasar cerca de cuatrocientos caballeros y arqueros y más de mil caballos destinados al continente.» Por supuesto, lo sabe; yo ordené que le informaran de ello. «Es la mitad de lo que yo necesitaría para satisfacer al emperador Paleólogo. No podríais, con la ayuda de nuestro hermano el cardenal Capocci, a quien como bien sé no apreciáis mucho, y a quien no amo tanto como a vos... —Almíbar, almíbar para adormecerme— pero que no es visto con malos ojos por el rey Eduardo, no podríais convencer a este monarca de modo que, en lugar de utilizar esta expedición contra Francia... Sí, ya veo lo que pensáis.

También el rey Juan ha convocado a su hueste; pero él se muestra accesible a los sentimientos del honor caballeresco y cristiano. Tenéis poder sobre él. Si los dos reyes renunciaran a combatirse para despachar ambos parte de sus fuerzas hacia Constantinopla, de modo que ésta pudiese unirse con la única Iglesia, ¿cuánta gloria no conquistarían por ello? Mi venerable hermano, tratad de que así lo entiendan; demostradles que en lugar de ensangrentar sus reinos y de acrecentar los sufrimientos de sus pueblos cristianos, serán dignos piadosos y santos.»

Respondí:

—Muy Santo Padre, lo que deseáis sería la cosa más fácil del mundo si se cumplen dos condiciones: en el caso del rey Eduardo, que se le reconozca como rey de Francia y se lo consagre en Reims; en el caso del rey Juan, que el rey Eduardo renuncie a sus pretensiones y le rinda homenaje. Cumplidas esas dos cosas, no hay más obstáculos.

—Hermano mío; os burláis; no tenéis fe.

—Tengo fe, Santo Padre, pero no me creo capaz de iluminar la noche con el sol. Dicho esto, creo con toda mi fe que si Dios quiere un milagro, podrá obtenerlo sin nuestra ayuda.

Permanecimos un momento sin hablar, porque en un patio vecino descargaban una carreta de canto rodado, y un equipo de carpinteros había comenzado a disputar con los carreteros. El Papa inclinó su gran nariz, sus grandes aletas nasales, su gran barba. Finalmente dijo: «Por lo menos, tratad de que firmen una nueva tregua. Decidles que les prohíbo reanudar las hostilidades. Si un prelado o un clérigo se opone a vuestros esfuerzos pacíficos, lo privaréis de todos sus beneficios eclesiásticos. Y recordad que si los dos reyes persisten en su intención de hacer la guerra, podréis llegar a la excomunión; todo esto está escrito en vuestras instrucciones. La excomunión y la interdicción.»

Después de este recordatorio de mis poderes, mucho necesitaba la bendición que me dio. En efecto, ¿creéis, Archambaud, en el estado en que se encuentra Europa, que puedo excomulgar a los reyes de Francia y de Inglaterra? Eduardo se apresuraría a liberar a su Iglesia de toda obediencia a la Santa Sede, y Juan enviaría a su condestable para sitiar Aviñón. ¿Y qué creéis que haría Inocencio? Os lo diré. Me destrozaría, y De cómo un rey perdió Francia suspendería las excomuniones. Todo eso no eran más que palabras.

A la mañana siguiente partimos.

Tres días antes, el dieciocho de julio, las tropas del duque de Lancaster habían desembarcado en La Haya.

Cuarta parte: El verano de los desastres
I.- La incursión normanda

No es posible que la desgracia sea permanente. Ah, Archambaud, ya habéis observado que se trata de una de mis frases favoritas... Pues bien, cuando soportamos derrotas y dificultades, cuando el desastre nos agobia, siempre viene a gratificarnos y reconfortarnos un súbito golpe de suerte. Sólo necesitamos saber apreciarlo. Dios espera únicamente nuestra gratitud para probar su verdadera mansedumbre.

Sabéis que después de este verano calamitoso para Francia, y muy decepcionante, lo confieso, para mi embajada, el tiempo nos favorece, este hermoso tiempo que preside nuestro viaje. En verdad, es una señal favorable del cielo.

Después de las lluvias que soportamos en Berry, temía encontrar la intemperie, la borrasca y el frío a medida que avanzamos hacia el norte.

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