Este modo de dirigirse sólo a mí, y para cumplimentarme acerca de mis parientes, desagradó a Capocci, que no es hombre de muy alta cuna, y que creyó oportuno comentar que no habíamos ido allí para maravillarnos con las proezas guerreras, sino para hablar de la paz cristiana.
Comprendí inmediatamente que las cosas no andarían bien entre mi colega y el rey de Francia, sobre todo cuando éste vio a mi sobrino Roberto de Durazzo, por quien sintió súbita atracción; lo interrogó acerca de la corte de Nápoles, y de su tía, la reina Juana. Debo decir que mi Roberto era un joven muy bello, de cuerpo soberbio, el rostro rosado, los cabellos sedosos... una unión de la gracia y de la fuerza. Y vi en los ojos del rey esa chispa que normalmente se manifiesta en la mirada de los hombres cuando pasa una hermosa mujer. «¿Dónde os alojaréis?», preguntó el monarca. Respondí que nos acomodaríamos en una abadía próxima.
Lo observé atentamente y lo encontré bastante envejecido; más grueso, más pesado, el mentón más redondo bajo la barba rala, de un amarillo poco grato. Y había adquirido la costumbre de mover la cabeza, como si le molestase el cuello o el hombro a causa de algún filo de su camisa de acero.
Quiso mostrarnos el campamento, en el cual nuestra llegada había provocado cierto grado de curiosidad. «Aquí está su Santa Eminencia, Monseñor de Périgord, que vino a visitarnos», decía a sus hombres, como si hubiéramos acudido para traerle los auxilios del cielo. Yo distribuía bendiciones. La nariz de Capocci se alargaba cada vez más.
El rey deseaba presentarme al jefe de su artillería y parecía que concedía a ese hombre más importancia que a sus mariscales, o incluso a su condestable. «¿Dónde está el arcipreste? ¿Vieron al arcipreste?
Borbón, llamad al arcipreste...», y yo me preguntaba cuál era el significado de ese título de arcipreste aplicado al capitán que mandaba las máquinas, las minas y la artillería que utilizaba pólvora.
Extraña figura la del hombre que se nos acercó, encaramado sobre largas piernas arqueadas, protegidas por perneras y láminas de acero; tenía el aire de caminar sobre zancos. Su cintura, muy apretada por la chaqueta de cuero, le confería un perfil de avispa. Manos grandes con las uñas negras, apartadas del cuerpo a causa de las abrazaderas de metal que le protegían los miembros superiores. Una cara hundida, magra, con los pómulos salientes, los ojos almendrados y la expresión astuta de quien siempre está dispuesto a fingir lo que no siente. Y coronando la cabeza, un sombrero de Montauban con bordes anchos, de hierro, que avanzaba en punta sobre la nariz, con dos ranuras para mirar cuando bajaba la cabeza.
—¿Dónde estabas, arcipreste? Te buscábamos —dijo el rey, y agregó, para iluminarme—: Arnaud de Cervole, señor de Vélines.
—Arcipreste, para serviros... Monseñor cardenal... —agregó el otro en un tono burlón que no me agradó en lo más mínimo.
Y de pronto, me asalta el recuerdo... Vélines es parte de nuestro dominio, Archambaud... por supuesto, cerca de Sainte-Foy-la-Grande, en los límites de Périgord y Guyena. En efecto, ese hombre había sido arcipreste, un arcipreste sin latín ni tonsura, pero arcipreste al fin. ¿Y de dónde? De Vélines, claro, su pequeño feudo, cuya parroquia se había atribuido, de modo que recibía simultáneamente la renta señorial y la renta eclesiástica. Le bastaba con pagar a un auténtico clérigo, que le salía barato, para que dijera misa... hasta que el papa Inocencio le quitó el beneficio, como hizo con todas las restantes mandas de este mismo carácter, al comienzo del pontificado. «Un pastor debe cuidar de las ovejas...», lo que os contaba el otro día. ¡Así desapareció el cargo de arcipreste de Vélines! Yo había tenido que ocuparme de este asunto, así como de cien más del mismo tipo, y sabía que ese hombre no sentía la más mínima simpatía por la corte de Aviñón. Tuve que reconocer que, por una vez, el Santo Padre había tenido perfecta razón. Y adiviné que este Cervole tampoco trataría de facilitarme las cosas.
—El arcipreste hizo para mí un excelente trabajo en Evreux, y así recuperamos la ciudad —me dijo el rey para destacar la importancia de su artillero.
—Señor, incluso es la única que habéis logrado conquistar al navarro —respondió Cervole con notable aplomo.
—Haremos otro tanto en Breteuil. Quiero un hermoso sitio, como el de Aiguillon.
—Con la salvedad de que jamás habéis conseguido ocupar Aiguillon, señor.
Me dije que aquel hombre gozaba de mucho favor, dado que hablaba con tanta franqueza.
—Es que, por desgracia, no me dieron tiempo —dijo con tristeza el rey.
Había que ser el arcipreste (yo mismo comencé a llamarlo arcipreste, pues todo el mundo lo conocía por ese nombre), había pues que ser ese hombre para mover el sombrero de hierro y murmurar frente al soberano: «El tiempo, el tiempo... seis meses.»
Y tenía que ser el rey Juan quien se obstinase en creer que el sitio de Aiguillon, realizado el año mismo que su padre se hacía aplastar en Crécy, constituía un modelo del arte militar. Una empresa ruinosa e interminable. Ordenó construir un puente para acercarse a la fortaleza, en un lugar tan bien elegido que los sitiados lo destruyeron seis veces.
Máquinas complejas, transportadas desde Tolosa con grandes gastos, y suma lentitud... para obtener un resultado completamente nulo.
Pues bien, en ese episodio el rey Juan basaba su gloria, y ese antecedente justificaba su experiencia. En realidad, porque se trata de un hombre que siempre ansía satisfacer su rencor contra el destino, a diez años de distancia quería vengarse de Aiguillon, y demostrar que sus métodos eran los apropiados; deseaba dejar en la memoria de las naciones el recuerdo de un gran sitio.
Por esa razón, en lugar de perseguir a un enemigo al que hubiera podido derrotar sin mucha dificultad, acababa de levantar su tienda delante de Breteuil. De todos modos, mientras hablaba con el arcipreste, un hombre muy versado en el nuevo estilo de destrucciones mediante la pólvora, hubiera podido creerse que había decidido minar las murallas del castillo, como se había hecho en Evreux. Pero no. Lo que reclamaba a su maestro de ingenieros era la construcción de artefactos de ataque que permitieran pasar sobre los muros. Y los mariscales y los capitanes escuchaban, en actitud muy respetuosa, las órdenes del rey, y se apresuraban a ejecutarlas. Mientras un hombre manda, aunque sea el peor imbécil, hay gente dispuesta a creer que hace bien.
Con respecto al arcipreste... Me pareció que se burlaba de todos. El rey reclamaba rampas, andamios y estructuras; pues bien, había que construirlas, y él reclamaría el consiguiente pago. Si con estos aparatos antiguos, estas máquinas que se utilizaban antes de la aparición de las armas de fuego no se obtenía el resultado que el rey quería, sólo él tendría la culpa. Y el arcipreste no concedería a nadie el privilegio de decírselo; ejercía sobre el rey Juan esa influencia que a veces tienen los hombres vulgares sobre los príncipes, y no se privaba de aprovecharlo, por supuesto después de que el tesorero le pagara su soldada y la de sus compañeros.
El pequeño pueblo normando se transformó en una inmensa cantera.
Se excavaban trincheras alrededor del castillo. La tierra retirada de los fosos servía para levantar plataformas y planos de ataque. Por doquier se oía el ruido de las palas y las carretas, el chirriar de los serruchos, el chasquido de los látigos y los juramentos. Me parecía estar otra vez en Villeneuve.
Las hachas resonaban en los bosques vecinos. Algunos aldeanos que vivían cerca ganaban lo suyo vendiendo bebida. Otros tuvieron la desagradable sorpresa de ver a seis soldados que de pronto demolían la granja para llevarse las vigas. « ¡Servicio real! » Era fácil decirlo. Y las picas atacaban los muros de adobe y las cuerdas arrancaban la madera de los tabiques, y muy pronto todo se derrumbaba con gran estrépito. «El rey habría podido ir a instalarse en otro sitio, en lugar de enviarnos a estos malhechores que nos quitan el techo que tenemos sobre la cabeza», decían los patanes. Comenzaban a descubrir que el rey de Navarra era mejor amo, y que incluso la presencia de los ingleses era menos gravosa que la del rey de Francia.
De modo que permanecí en Breteuil parte de julio, para fastidio de Capocci, que habría preferido residir en París (¡también yo lo hubiera preferido!), y que despachaba a Aviñón misivas cargadas de acritud, en las cuales daba a entender malignamente que me agradaba más contemplar el desarrollo de la guerra que promover la paz. Y yo os pregunto, ¿cómo podía promover la paz si no era hablando al rey, y dónde podía hablarle, si no en el sitio donde concentraba su atención entera?
Dedicaba todo el día a inspeccionar los trabajos en compañía del arcipreste, usaba su tiempo para comprobar un ángulo de ataque, preocuparse por un baluarte y, sobre todo, seguir los progresos de la torre de madera, un artefacto extraordinario con ruedas que podía sostener a muchos arqueros con su armamento de ballestas y dardos incendiarios, una máquina como no se había visto desde los tiempos antiguos. No bastaba construir los diferentes pisos; también había que encontrar suficientes pieles de buey para revestir el enorme andamio y, después, construir un camino sólido y llano para empujar el artefacto.
Pero cuando la torre estuviese terminada, se verían cosas realmente extraordinarias.
El rey me invitaba con frecuencia a cenar, y así podíamos conversar.
—¿La paz? —me decía—. Pero si es mi más vivo deseo. Ved, pienso disolver la hueste y conservar conmigo solamente los hombres necesarios para mantener este sitio. Tan pronto me apodere de Breteuil, firmaré la paz para complacer al Santo Padre. Que mis enemigos me presenten sus propuestas.
—Señor, sería necesario saber qué propuestas estaríais dispuesto a considerar.
—Las que no perjudiquen mi honor.
¡Ah, no era tarea fácil! Por desgracia, tuve que explicarle, porque estaba mejor informado que él, que el príncipe de Gales reunía tropas en Libourne y La Réole para iniciar una nueva incursión.
—¿Y me habláis de paz, Monseñor de Périgord?
—Precisamente, señor, con el propósito de evitar nuevas desgracias.
—Esta vez no permitiré que el príncipe de Inglaterra se pasee por el Languedoc como hizo el año pasado. Convocaré nuevamente a la hueste el uno de agosto, en Chartres.
Me asombró que despidiese a sus soldados para reconvocarlos al cabo de una semana. Conversé discretamente con el duque de Atenas, y con Audrehem, pues todos venían a verme y confiaban en mí. No, el rey se obstinaba, por un prurito de economía que no le cuadraba bien, a despedir a los soldados, a quienes había llamado el mes precedente, para reconvocarlos con la movilización general. Juan de Artois u otra inteligencia luminosa seguramente le había dicho que así se ahorraría varios días de soldada. Pero eso significaba un mes de retraso respecto del príncipe de Gales. Ah, sí, tenía que hacer la paz, y cuanto más esperase menos podría negociarla de acuerdo a su conveniencia.
Llegué a conocer mejor al arcipreste, y admito que ese buen hombre me divertía. Périgord, el país de donde ambos veníamos, lo acercaba a mí; vino a pedirme que se le devolviese su parroquia. ¡En qué términos!
—Vuestro Inocencio...
—El Santo Padre, amigo mío, el Santo Padre —lo corregí.
—Bien, el Santo Padre, si así lo queréis, suprimió mi manda para promover el buen orden de la Iglesia. Ah, es lo que me dijo el obispo. ¿Y qué? ¿Cree que no había orden en Vélines antes de que él dictara su decreto? Monseñor cardenal, ¿creéis que yo no me ocupaba del cuidado de las almas? Trabajo le hubiese costado encontrar un agonizante que muriese sin los sacramentos. Apenas se insinuaba una enfermedad, yo enviaba al tonsurado. Los sacramentos se pagan. A las personas a quienes yo impartía justicia, las multas. Después, la confesión, y el impuesto de la penitencia. Lo mismo con las adúlteras. Sé muy bien cómo arreglan estas cosas los buenos cristianos.
—La Iglesia perdió un arcipreste —le dije—, pero el rey ganó un buen caballero. —Pues el año anterior Juan II lo había armado caballero.
Este Cervole no es del todo malo. Cuando habla de la campiña de nuestra Dordogne lo hace con sorprendente ternura. El agua verde del ancho río en la cual se reflejan las casas, al atardecer, entre los álamos y los fresnos; las praderas cubiertas de pasto en primavera; el calor seco de los veranos que hace madurar el centeno; las noches, con su olor de menta; las uvas de septiembre, y los racimos tibios que mordíamos cuando éramos niños... Si todos los hombres de Francia amasen su tierra tanto como la ama este hombre, el reino estaría mejor defendido.
Acabé por comprender las razones, el favor que se le dispensaba. En primer lugar, se había incorporado a las fuerzas del rey durante la incursión de Saintonge, en 1351, con un grupo que, en efecto, era pequeño, pero que había permitido a Juan II creer que llegaría a ser un rey victorioso. El arcipreste le había aportado su tropa, veinte caballeros y sesenta infantes. ¿Cómo había podido reunirlos en Vélines? Sea como fuere, con esta tropa formaba una compañía. Unos mil escudos de oro, pagados por el tesorero del Ejército, por el servicio de un año... Así, el rey podía decir: «Hace mucho que somos camaradas, ¿verdad, arcipreste?»
Después, había servido a las órdenes de Carlos de España, y perversamente lo mencionaba a menudo en presencia del rey.
Precisamente a las órdenes de Carlos de España, durante la campaña de 1353, había expulsado a los ingleses de su propio castillo de Vélines y de las tierras próximas: Montcarret, Montaigne, Montravel... Los ingleses ocupaban Libourne, donde mantenían una nutrida guarnición de arqueros. Pero Arnaldo de Cervole ocupaba Sainte-Foy, y no estaba dispuesto a permitir que se la arrebataran... «Estoy contra el Papa porque me quitó mi cargo de arcipreste; estoy contra el inglés porque saqueó mi castillo; estoy contra el navarro porque mató a mi condestable. Ah, ojalá hubiese estado en Laigle, cerca de él, para defenderlo.» Sus palabras eran un bálsamo para los oídos del rey.
Y finalmente, el arcipreste conoce bien los nuevos artefactos de fuego.
Los ama y los manipula, y se divierte con ellos. Según me dijo, nada le agrada tanto como encender una mecha, después de realizar misteriosos preparativos, y ver que una torre del castillo se abre como una flor, como un ramillete, lanzando al aire a hombres y piedras, picas y tejas. Por esa razón goza, si no de estima, por lo menos de cierto respeto; pues muchos de los más audaces caballeros no desean acercarse a estas armas del diablo, que él maneja como quien juega. Cada vez que aparece un nuevo método bélico, hay quienes, como este arcipreste, asimilan inmediatamente la novedad y se crean una reputación de maestría en el uso del arma moderna. Mientras los ayudantes, cubriéndose los oídos, corren a refugiarse, e incluso los barones y los mariscales retroceden prudentemente, Cervole, con una expresión divertida en los ojos, mira rodar los barriles de pólvora, imparte órdenes claras, se sienta en las minas, se mete en los fosos arrastrándose con la ayuda de los brazos y las piernas, enciende tranquilamente la mecha, se toma su tiempo para ocupar un ángulo muerto o acurrucarse detrás de una trinchera mientras estalla el trueno, la tierra tiembla y los muros se abren.