Tareas como éstas exigen buenos equipos de hombres. Cervole tiene el suyo; brutos hábiles, aficionados a la masacre, amantes de todo cuanto implica aterrorizar, quebrar y destruir. Les paga bien; pues el riesgo vale el salario. Y siempre se lo ve acompañado por dos lugartenientes a quienes se creería elegidos por sus nombres: Gastón del Desfile y Bernardo del Orgullo. Entre nosotros, diré que al rey Juan más le hubiera valido utilizar a estos tres artilleros. Bretuil habría caído en una semana; pero no, quería tener su torre móvil.
Mientras se construía la gran torre, don Sancho López, sus navarros y sus ingleses, encerrados en el castillo, no parecían muy atemorizados.
Los guardias se relevaban a horas fijas en los caminos de ronda. Los sitiados, bien provistos de víveres, tenían un aire saludable. De tanto en tanto enviaban una andanada de flechas sobre las trincheras; pero lo hacían con parsimonia, para no gastar inútilmente sus municiones.
Estos tiros, disparados a veces cuando el rey pasaba, le aportaban la ilusión de una gran hazaña. «¿Lo habéis visto? Una andanada de flechas saludó su paso, y nuestro señor no se dejó impresionar, ¡ah!, qué buen rey.» Y permitían que el arcipreste, Orgullo y Desfile, le gritaran:
«¡Cuidaos, señor, os disparan!», mientras lo protegían con sus cuerpos contra los dardos que venían a caer en la hierba, a los pies del grupo.
El arcipreste no olía bien. Pero hay que reconocer que todo el mundo hedía, que todo el campamento hedía, y que Breteuil estaba sitiada sobre todo por el olor. La brisa traía el olor de los excrementos, pues todos estos hombres que peleaban, empujaban carretas, aserraban y clavaban, aliviaban su vientre a pocos pasos del lugar donde trabajaban. Nadie se lavaba, y el propio rey, siempre con su coraza...
Mientras me echaba encima todos los perfumes y las esencias que tenía al alcance de la mano, dispuse de tiempo para observar atentamente las debilidades del rey Juan. Y llegué a la conclusión de que tanta inconsciencia era cosa de maravilla.
Tenía allí a dos cardenales enviados por el Santo Padre para intentar una paz general; recibía a los correos de todos los príncipes de Europa, que censuraban su conducta hacia el rey de Navarra y le aconsejaban liberarlo; sabía que por doquier los impuestos se recaudaban mal, y que no sólo en Normandía, no sólo en París, sino en el reino entero la gente estaba descontenta y dispuesta a la rebelión; sobre todo, sabía que se preparaban contra él dos ejércitos ingleses, el de Lancaster en Cotentin, que recibía refuerzos, y el de Aquitania. Pero a sus ojos lo único importante era el asedio a una pequeña plaza normanda, y nada podía distraerlo de ello. Obstinarse en el detalle sin percibir el conjunto es un grave defecto de carácter en un príncipe.
Durante un mes entero Juan II fue una sola vez a París, por cuatro días, y para cometer allí la tontería que ya os explicaré. Y el único decreto que no dejó a cargo de sus consejeros fue el que mandó proclamar en los burgos y las aldeas, a seis leguas alrededor de Breteuil, ordenando que todos los carpinteros, albañiles, herreros, mineros, leñadores y otros artesanos acudiesen al campamento, de día o de noche, llevando los instrumentos y los útiles necesarios para sus oficios, con el propósito de trabajar en los artefactos destinados al sitio.
La visión de su gran torre móvil, su ingenio de ataque, como él la llamaba, lo colmaba de satisfacción. Tres pisos; cada plataforma tan espaciosa que soportaba a doscientos hombres. Un total de seiscientos soldados reunidos en esta máquina extraordinaria que sería utilizada cuando hubiesen traído suficiente cantidad de ramas y troncos, piedras y tierra para formar el camino sobre el cual rodaría con sus cuatro enormes ruedas.
El rey Juan estaba tan orgulloso de su máquina que había invitado a varias personas para que vieran cómo se armaba y accionaba. Con ese propósito llegaron el bastardo de Castilla, Enrique de Trastamara, así como el conde de Douglas.
«El señor Eduardo tiene a su navarro, pero yo tengo a mi escocés», decía alegremente el rey. Con la diferencia de que Felipe de Navarra aportaba a los ingleses la mitad de Normandía, y en cambio mi señor de Douglas no aportaba al rey de Francia más que su valerosa espada.
Todavía me parece oír las palabras del rey: «Ved, mis señores: este artefacto puede llevarse hasta el lugar que uno desee de la muralla, y dominándola, permitirá que los atacantes arrojen a la plaza toda suerte de objetos y proyectiles, atacando a la misma altura en que están los caminos de ronda. Los cueros clavados alrededor tienen el propósito de amortiguar el efecto de las flechas.» ¡Y pensar que yo me obstinaba en hablarle de las condiciones de paz!
El español y el escocés no eran los únicos que contemplaban la enorme torre de madera. Los hombres de Monseñor Sancho López la miraban también, con prudencia, pues el arcipreste había instalado otras máquinas que regaban copiosamente a la guarnición con balas de piedra y dardos impulsados por la pólvora. Podía decirse que el castillo estaba como desgreñado. Pero los hombres de López no parecían muy asustados. Practicaban orificios a media altura de sus propias murallas.
El rey decía: «Para escapar mejor.»
Finalmente, llegó el gran día. Yo me mantenía un poco apartado, sobre un pequeño promontorio, pues la cosa me interesaba. La Santa Sede tiene tropas, y ciudades que debemos defender. Aparece el rey Juan II, tocado con su yelmo coronado con flores doradas. Con su espada llameante da la orden de ataque y suenan las trompetas. En la cima de la torre recubierta de cuero flota la bandera flordelisada y abajo flamean las banderas de las tropas que ocupan los tres pisos. ¡Esta torre es un ramillete de estandartes! Y ahora se mueve. Grupos de hombres y caballos la arrastran y la empujan, y el arcipreste dirige el esfuerzo con grandes gritos. Me dicen que se usaron alrededor de mil quinientos kilos de cuerdas de cáñamo. El artefacto avanza, muy lentamente, con crujidos de la madera y algunas oscilaciones, pero avanza. Quien lo ve, balanceándose un poco y erizado de banderas, diría que es un navío que se lanza al abordaje. Y en efecto, practica el abordaje con un gran tumulto. Ya se combate en las almenas, a la altura de la tercera plataforma. Las espadas se cruzan, las flechas parten en apretados grupos. El ejército que rodea al castillo, todos con la vista fija en el borde superior de la muralla, contiene el aliento. Allí arriba se realizan notables proezas. El rey, la visera del yelmo levantada, asiste soberbio a este combate en el aire.
Y de pronto, un terrible estrépito sobresalta a las tropas, y una bocanada de humo envuelve los estandartes en la cima de la torre.
Mi señor de Lancaster había dejado bocas de artillería a don Sancho López y éste se había cuidado mucho de utilizarlas hasta ahora. Y de pronto, por los orificios practicados en la muralla, estos cañones tiran a bocajarro sobre la torre móvil; desgarran los cueros que la cubren; siegan hileras enteras de hombres apostados en las plataformas y destrozan los travesaños de madera.
Las ballestas y las catapultas del arcipreste entran en acción, pero no pueden impedir que los cañones disparen una segunda salva, y después una tercera. No son sólo balas de hierro, sino también sustancias inflamadas, una especie de fuego griego que se abate sobre la torre. Los hombres caen entre alaridos o se arrojan por las escaleras, o incluso se lanzan al vacío horriblemente quemados. Las llamas comienzan a brotar del techo de la hermosa máquina. Y después, con estrépito infernal, el piso más alto se derrumba, y las maderas llameantes aplastan a los ocupantes... Archambaud, jamás vi tan terrible clamor de sufrimiento, y sin embargo, no estaba muy cerca. Los arqueros se veían atrapados en una maraña de vigas incandescentes. Con los pechos aplastados, se les incendiaban las piernas y los brazos. Las pieles de buey que se quemaban difundían un olor atroz. La torre comenzó a inclinarse, cada vez más, y cuando ya todos creían que se derrumbaba, se detuvo, inclinada, envuelta en llamas. Se le arrojó agua, como se pudo, otros trataron de retirar los cuerpos aplastados y quemados, mientras los defensores del castillo bailaban de alegría sobre las murallas, y gritaban:
«¡San Jorge, lealtad! ¡Navarra, lealtad»
Frente al desastre, el rey Juan pareció buscar a un culpable a su alrededor, aunque en realidad él era el único. Pero el arcipreste estaba allí, tocado con su sombrero de hierro, y la terrible cólera dispuesta a explotar permaneció guardada bajo el yelmo real. Pues Cervole era sin duda el único hombre del ejército que no hubiera vacilado en decir al rey:
«Ved vuestra estupidez, señor. Os había aconsejado poner minas, en lugar de construir estos grandes andamios que hace más de cincuenta años que no se usan. Ya no estamos en tiempos de los templarios, y esto es Breteuil, no Jerusalén.»
El rey se limitó a preguntar: «¿Será posible reparar esta torre?» «No, señor.» «Entonces, derribad lo que resta de ella. Servirá para llenar los fosos.»
Esa tarde me pareció oportuno abordar seriamente el problema del tratado de paz. En general, las derrotas consiguen que los reyes se muestren más razonables. El horror que acabábamos de presenciar me permitía apelar a sus sentimientos cristianos. Y si su ardor caballeresco ansiaba realizar proezas, el Papa ofrecía al rey Juan y a los príncipes europeos hechos más meritorios y gloriosos por el lado de Constantinopla. Me desairó, lo que satisfizo mucho a Capocci.
«Dos incursiones inglesas amenazan mi reino, y no puedo postergar los preparativos para enfrentarlas. Por el momento es lo único que me preocupa. Si os place, volveremos a hablar de eso en Chartres.»
Los peligros que no le preocupaban la víspera, de pronto le parecían muy urgentes.
¿Y Breteuil? ¿Qué se haría con Breteuil? Preparar otro ataque exigiría un mes a los sitiadores. Por su parte, los sitiados no habían gastado sus víveres ni sus municiones, pero habían soportado una dura prueba.
Tenían heridos y las torres habían sido alcanzadas por los proyectiles.
Alguien habló de negociar y de ofrecer una rendición honorable a la guarnición. El rey se volvió hacia mí. «¿Y bien, Monseñor cardenal?»
Me tocó el turno de demostrar altivez. Se había desplazado de Aviñón para obtener una paz general, no para entrometerme en la conquista de una fortaleza cualquiera. Comprendió su error y consiguió ofrecer lo que creyó una respuesta amable: «Si el cardenal nada puede hacer; quizás el arcipreste pueda satisfacernos.»
Y a la mañana siguiente, mientras la torre de madera continuaba humeando y los zapadores habían reanudado su trabajo, pero esta vez para enterrar a los muertos, nuestro señor de Vélines, revestido con sus perneras de acero y precedido de ruidosas trompas, fue a conferenciar con don Sancho López. Se pasearon largo rato frente al puente levadizo del castillo, observados por los soldados de los dos campos.
Ambos eran hombres del oficio y no podían engañarse.
—Mi señor, ¿si os hubiera atacado con minas de pólvora puestas junto a las murallas?
—¡Ah, mi señor, creo que nos habríais derrotado!
—¿Cuánto podréis resistir?
—Menos de lo que desearíamos, pero más de lo que esperáis. Tenemos suficiente cantidad de agua, vituallas, flechas y balas de cañón.
Una hora después el arcipreste regresó donde estaba el rey.
—Don Sancho López acepta entregar el castillo, si le permitís partir libremente y le dais dinero. Así se haga, y acabemos de una vez.
Dos días después los hombres de la guarnición, las cabezas altas y las bolsas llenas, salían para ir a reunirse con mi señor de Lancaster. El rey Juan tendría que pagar los gastos de la reparación de Breteuil. Así concluía este sitio que él había deseado que fuese memorable. Y pese a todo, tuvo el descaro de afirmar ante nosotros que sin su torre de ataque la plaza no se habría rendido tan rápidamente.
¿Veis cómo se aleja Troyes? Hermosa ciudad, ¿verdad, sobrino? Sobre todo en una mañana tan luminosa. ¡Ah!, qué fortuna para una ciudad haber sido la cuna de un Papa. Pues las hermosas residencias y los palacios que habéis visto alrededor del municipio y la iglesia de San Urbano, una joya del arte nuevo, con su abundancia de vitrales, así como muchos otros edificios cuyo diseño habéis admirado, todo eso se debe al hecho de que Urbano IV, que ocupó el trono de san Pedro hace casi un siglo, y sólo durante tres años, vio la luz en Troyes, en una tienda que estaba en el mismo lugar donde ahora se levanta su iglesia.
Por eso la ciudad conquistó gloria e incluso cierta prosperidad. ¡Ah!, si la misma suerte hubiese recaído sobre nuestro querido Périgueux... bien, no deseo hablar más de eso, pues creeréis que no tengo otra idea en la cabeza.
Ahora conozco la ruta del delfín. Nos sigue. Mañana estará en Troyes.
Pero llegará a Metz por Saint-Dizier y Saint-Mihiel, y en cambio nosotros pasaremos por Châlons y Verdún. Ante todo, porque tengo cosas que hacer en Verdún, soy canónigo de la catedral, y además, porque no deseo que crean que me uno al delfín. En vista de nuestra estrecha relación, podemos enviarnos mensajeros que llegan a destino en una jornada, o poco menos; además, nuestros enlaces son más fáciles y rápidos con Aviñón.
¿Cómo? ¿Qué había prometido contaros y ya olvidé? Ah... ¿lo que hizo en París el rey Juan, durante los cuatro días que no estuvo en el sitio de Breteuil?
Tenía que recibir el homenaje de Gastón Febo. Un éxito, un triunfo para el rey Juan, o más bien para el canciller Pierre de La Fôret, que con paciencia y habilidad había preparado la cosa. Pues Febo es cuñado del rey de Navarra, y sus dominios están muy cerca, en el umbral de los Pirineos. Ahora bien, este homenaje se retrasaba desde el principio del reinado. Conseguirlo en momentos en que Carlos de Navarra estaba en prisión, podía cambiar el curso de las cosas y variar el juicio de varias cortes europeas.
Por supuesto, ya conoceréis la reputación de Febo... ¡oh!, no sólo era gran cazador sino también gran guerrero, lector y constructor y por añadidura un gran seductor. Yo diría que es un gran príncipe, cuya desgracia es tener apenas un pequeño Estado. Aseguran que es el hombre más apuesto de nuestro tiempo, y me adhiero de buena gana a dicha opinión. Es muy alto y tiene fuerza suficiente para batirse con los osos... Exactamente, sobrino, con un oso, ¡y lo ha hecho! Tiene las piernas bien formadas, la cadera delgada, los hombros anchos, el rostro luminoso, los dientes muy blancos y la sonrisa fácil. Y, sobre todo, esa cabellera de oro con matices cobrizos, ese penacho radiante, ondulado, redondeado hasta la base del cuello, esa corona natural y flamígera, que lo movió a tomar como' emblema el sol, y que le valió el sobrenombre de Febo, término que por otra parte escribe así, tal cual, porque sin duda lo eligió antes de saber un poco de griego. Jamás lleva sombrero, y va siempre con la cabeza descubierta, como los antiguos romanos, una costumbre muy original en nuestro tiempo.