No sabe exactamente cuál es la fuerza del ejército del rey Juan; pero sabe que es más numeroso que el suyo, aunque sólo sea un ejército que intenta atravesar el río por cuatro puentes a la vez... Si no quiere afrontar una desigualdad aplastante, a toda costa necesita unirse con el duque de Lancaster. Se ha terminado la grata incursión, ya no puede divertirse contemplando a los villanos que huyen a los bosques, o los techos de los monasterios incendiados. Mis señores de Chandos y de Grailly, sus mejores capitanes, también se muestran muy inquietos, y precisamente ellos, viejos soldados curtidos en la guerra, lo invitan a darse prisa. Desciende al valle del Cher, después de atravesar Saint-Aignan, Thésée y Montrichard, sin detenerse demasiado en el saqueo, incluso sin contemplar el hermoso río de aguas tranquilas y las islas plantadas de álamos e iluminadas por el sol, ni las orillas calizas donde maduran, favorecidas por el calor, las viñas. Va hacia el oeste, hacia los lugares donde puede obtener socorro y refuerzos.
El siete de septiembre llega a Montlouis y allí recibe la noticia de que en Tours hay un gran cuerpo de ejército mandado por el conde de Poitiers, tercer hijo del rey, y el mariscal de Clermont. Sopesa la situación. Espera cuatro días, acampado en las alturas de Montlouis, la llegada de Lancaster, que debía atravesar el río; en resumen, el milagro.
Y si no hay milagro, de todos modos su posición es buena. Espera cuatro días que los franceses, que saben dónde está el inglés, libren batalla. El príncipe de Gales cree que puede contener e incluso vencer al ejército de Poitiers-Clermont. Ha elegido su puesto de batalla en un terreno sembrado de espesos matorrales espinosos. Entretiene a sus arqueros en la construcción de trincheras y baluartes. El príncipe Eduardo, sus mariscales y sus escuderos acampan en algunas casitas vecinas.
Desde la aurora, durante cuatro días, escudriña el horizonte, en dirección a Tours. La mañana trae brumas doradas al inmenso valle; el río, crecido a causa de las recientes lluvias, desliza sus aguas pardas entre la vegetación verde. Los arqueros continúan levantando taludes.
Durante cuatro noches, mientras mira el cielo, el príncipe se pregunta qué le reserva el alba del día siguiente. Esa semana las noches fueron muy hermosas, y Júpiter resplandecía, y parecía más grande que todos los restantes astros.
«¿Qué harán los franceses? —se preguntaba el príncipe—. ¿Qué harán?»
Pero los franceses, respetando por una vez la orden que se les había impartido, no atacaron. El diez de septiembre el rey Juan está en Blois con su cuerpo de batalla bien organizado. El once avanza hacia la hermosa ciudad de Amboise, lo que equivale a decir que está a las puertas de Montlouis. Adiós refuerzos, adiós Lancaster; el príncipe de Gales tiene que retirarse hacia Aquitania, y cuanto más rápido mejor, si quiere evitar que entre Tours y Amboise la tenaza lo aprisione; no puede enfrentarse con dos cuerpos de ejército. El mismo día sale de Montlouis para ir a dormir en Montbazon.
Y la mañana del doce, ¿quién llega a ese lugar? Unas doscientas lanzas presididas por un estandarte amarillo y blanco, y en medio de las lanzas una gran litera roja de la cual desciende un cardenal (como habéis visto, he acostumbrado a mis sargentos y criados a doblar la rodilla cuando desciendo). Eso siempre impresiona a los que me reciben.
Y muchos se arrodillan a su vez, e incluso se persignan. Os aseguro que mi aparición provocó cierta conmoción en el campamento inglés.
La víspera me había separado del rey Juan en Amboise. Sabía que aún no deseaba atacar, pero que se aproximaba el momento decisivo. De modo que más valía que yo actuase. Había pasado por Bléré, donde descansé un poco. Flanqueado por los caballeros de mi sobrino de Durazzo y de mi señor de Heredia, y seguido por las túnicas de mis prelados y servidores, me acerqué al príncipe y le pedí una conversación a solas.
Llevaba prisa; me dijo que levantaría inmediatamente el campamento.
Le aseguré que aún disponía de un poco de tiempo, y que mi propósito, que era el del Santo Padre, el Papa, merecía que me escuchase. Cuando supo que, como se desprendía de mis noticias ciertas, no sería atacado ese día, comprendió que tenía un respiro; pero mientras hablábamos, pese a que quiso mostrarse muy seguro de sí mismo, continuó demostrando prisa, lo que me pareció conveniente.
Este príncipe tiene un carácter altivo, y como ése es también mi caso, el comienzo no fue fácil para ambos. Pero yo tengo cierta edad, lo cual es útil...
Un hermoso hombre, de buen porte (sí, en efecto, sobrino, aún no os he ofrecido una descripción del príncipe de Gales). Tiene veintiséis años, la edad de todos los miembros de la nueva generación que está asumiendo la dirección de los asuntos. El rey de Navarra tiene veinticinco años, lo mismo que Febo; sólo el delfín es más joven. El príncipe de Gales tiene una sonrisa seductora, y ningún diente deteriorado la ha maculado todavía. En la parte inferior del rostro y el cutis se parece a su madre, la reina Felipa. Muestra la disposición amable de su progenitora.y llegará a engordar como ella. Con respecto a la mitad superior del rostro, se parece más bien a su bisabuelo, Felipe el Hermoso. La frente lisa, los ojos azules, separados y grandes, de una frialdad de hierro. Miran fijamente, de un modo que desmiente la simpatía de la sonrisa. Las dos partes de este rostro, de expresiones tan distintas, están separadas por unos hermosos bigotes rubios, a la sajona, que le enmarcan el labio y el mentón. Su carácter es el de un hombre dominante. Ve el mundo desde lo alto de su caballo.
¿Conocéis sus títulos? Eduardo de Woodstock, príncipe de Gales, príncipe de Aquitania, duque de Cornualles, conde de Chester, señor de Vizcaya... Son sus superiores únicamente los reyes coronados y los Papas. A sus ojos, las restantes criaturas se distinguen sólo por el grado de inferioridad. Sin duda, posee don de mando y desprecia el peligro.
Soporta bien las situaciones difíciles; conserva la cabeza clara en el peligro. Se muestra fastuoso cuando tiene éxito, y cubre de mercedes a sus amigos.
Ya tiene un sobrenombre, el de Príncipe Negro, que debe a la armadura de acero bruñido que le agrada mucho, y que llama la atención hacia su persona, sobre todo con las tres plumas blancas del yelmo, entre las cotas de malla brillantes y las insignias multicolores de los caballeros que lo rodean. Comenzó muy pronto a saborear la gloria.
En Crécy, cuando tenía dieciséis años, su padre le confió el mando de un cuerpo de ejército, el de los arqueros galeses, y por supuesto lo rodeó de capitanes experimentados que debían aconsejarlo e incluso dirigirlo.
Ahora bien, este cuerpo de ejército fue atacado tan duramente por los caballeros franceses que hubo un momento que, creyendo que el príncipe corría peligro, quienes debían ayudarle despacharon un mensajero para pedir al rey que acudiese en socorro de su hijo. El rey Eduardo III, que observaba el combate desde un molino, respondió al mensajero: «¿Mi hijo ha muerto, ha sido derribado o está tan herido que no puede valerse solo? ¿No? Entonces, volved donde está él, o aquellos que os enviaron, y decidles que mientras mi hijo siga con vida, no importa qué vicisitudes deban soportar, no vengan a pedir mi ayuda. Que el niño se gane sus espuelas; pues deseo, si Dios así lo dispuso, que la jornada sea suya y que él coseche el correspondiente honor.»
Este joven es ante quien yo comparecía por primera vez.
Le dije que el rey de Francia («Para mí no es el rey de Francia», dijo el príncipe. «Para la Santa Iglesia es el rey ungido y coronado», le repliqué; ya veis qué tono), que el rey de Francia se acercaba con su hueste de cerca de treinta mil hombres. Forcé un poco la situación y agregué:
«Otros os hablarían de sesenta mil, pero yo os digo la verdad. Porque no incluyo a los infantes que quedaron atrás.» Evité decirle que los habían licenciado; tuve la sensación de que él ya lo sabía.
Pero qué importa; sesenta o treinta, o incluso veinticinco mil, cifra que se aproximaba más a la verdad; el príncipe tenía a lo sumó seis mil hombres, incluidos los arqueros y los escuderos. Le dije que en esas condiciones ya no era cuestión de coraje, sino de número.
Replicó que de un momento a otro se reuniría con el ejército de Lancaster. Le respondí que de todo corazón deseaba que así fuera, por su bien.
Comprendió que fingir seguridad no lo beneficiaba conmigo, y después de un breve silencio dijo de pronto que sabía que mi actitud era más favorable al rey Juan (ahora le aplicó el título de rey) que a su propio padre, el rey de Inglaterra. «Apoyo únicamente la paz entre los dos reinos —contesté—, y es lo que vengo a proponeros.»
Entonces, en actitud grandilocuente, comenzó a decirme que el año precedente había atravesado el Languedoc entero y llevado a sus caballeros hasta el mar latino sin que el rey hubiera podido oponerse; que poco antes había recorrido la Guyena hasta el Loira; que casi toda Bretaña estaba sometida a la ley inglesa; que una parte considerable de Normandía, aportada por mi señor Felipe de Navarra, estaba al borde de incorporarse a la causa inglesa; que muchos señores de Angoumois, de Poitou, de Saintonge e incluso del Limousin se habían unido a él (tuvo el buen gusto de no mencionar Périgord). Miraba por la ventana, mientras decía esto, la altura del sol, y al fin me soltó: «Después de tantos éxitos para nuestras armas, y de todos los triunfos que hemos cosechado, triunfos de derecho y de hecho, en el reino de Francia, ¿cuáles son las ofertas que nos hará el rey Juan para concertar la paz?»
Ojalá el rey hubiera querido oírme en Breteuil, en Chartres..., ¿qué podía responderle, podía darle algo? Dije al príncipe que no traía ninguna oferta del rey de Francia, pues éste, en vista de la fuerza que mandaba, no podía pensar en la paz antes de obtener la victoria que ya daba por hecha; pero le traía el mandamiento del Papa, que deseaba que los monarcas no continuaran ensangrentando los reinos de Occidente, y que reclamaba imperiosamente a los reyes que concertasen un acuerdo, con el fin de aportar socorro a nuestros hermanos de Constantinopla.
Así, le preguntaba en qué condiciones Inglaterra...
El príncipe Eduardo continuaba con la mirada fija en el cielo, y puso fin a la conversación con estas palabras:
—Corresponde al rey mi padre, no a mí, decidir acerca de la paz. No tengo órdenes suyas que me autoricen tratar.
Después dijo que lo disculpara si me precedía en el camino. Sólo le interesaba distanciarse del ejército perseguidor.
—Permitid que os bendiga, mi señor —dije—. Y estaré cerca, pues quizá necesitéis de mí.
Diréis, sobrino, que cuando salí de Montbazon detrás del ejército inglés muy poco había obtenido. Pero no me sentía tan descontento como podríais creer. En vista de la situación que había hallado, puede afirmarse que el pez había mordido la carnada; y ahora yo dejaba correr el sedal. La cosa dependía de los movimientos y los remolinos del río. En todo caso, no debía alejarme de la orilla.
El príncipe marchó hacia el sur, en dirección a Châtellerault. Los caminos de Turena y Poitou vieron pasar extraños cortejos durante esas jornadas. En primer lugar, el ejército del príncipe de Gales, compacto y rápido, seis mil hombres que avanzaban en buen orden, aunque ahora un tanto agotados y poco dispuestos a entretenerse quemando las granjas. Hubiérase dicho que era más bien el suelo lo que quemaban los cascos de las monturas. A un día de marcha, lanzado en persecución de los ingleses, el formidable ejército dei rey Juan, una vez reagrupados como deseaba el monarca todos los contingentes, o por lo menos casi todos: veinticinco mil hombres o poco menos, pero excesivamente presurosos; un ejército que ya acusa la fatiga y comienza a mostrar fallos de organización y a dejar rezagados.
Después, entre los ingleses y los franceses, siguiendo a los primeros y precediendo a los últimos, mi pequeño cortejo, que pone un tono de púrpura y oro en la campiña. Un cardenal entre dos ejércitos es cosa que no se ve con frecuencia. Todos los destacamentos tienen prisa por hacer la guerra, y yo, con mi pequeña escolta, me obstino en obtener la paz. Mi sobrino de Durazzo se muestra inquieto; percibo que cree un tanto vergonzoso escoltar a un hombre cuya proeza sería conseguir que no se combatiese. Y los restantes caballeros de mi séquito, Heredia y La Rue entre ellos, piensan lo mismo. Durazzo me dice: «Dejad que el rey Juan castigue a los ingleses y acabemos de una vez. Por otra parte, ¿qué queréis impedir?»
En el fondo de mi ser pienso más o menos como él, pero no deseo abandonar la empresa. Comprendo que si el rey Juan alcanza al príncipe Eduardo, y en efecto lo alcanzará, es inevitable que lo aplaste. Si no es en Poitou, será en Angoumois.
Al parecer, todo indica que Juan será el vencedor. Pero yo sé que durante estas jornadas sus astros son negativos, muy negativos. Y me pregunto cómo, en una situación que parece tan ventajosa, conseguirá compensar un aspecto tan funesto. Me digo que quizá libre una batalla victoriosa pero muera en ella. O que en el camino lo afectará una enfermedad...
Por los mismos caminos avanzan también los grupos de rezagados, entre ellos los condes de Joigny, Auxerre y Châtillon, los buenos camaradas siempre dispuestos a hacer alegremente la guerra, los hombres que se acercan cada vez más al grueso del ejército francés.
«Buenas gentes, ¿habéis visto al rey?» ¿El rey? Por la mañana partió de La Haye. ¿Y los ingleses? Durmieron aquí la víspera...
Juan II persigue a su primo inglés y está bien informado acerca del camino que sigue su adversario. Éste siente que le pisan los talones, llega a Châtellerault, y allí, para aligerar su carga y dejar libre el puente, ordena que su convoy personal atraviese de noche el Vienne; todos carros que llevan sus muebles, los arneses y los correajes de desfile, así como el botín: la seda, la vajilla de plata, los objetos de marfil, los tesoros de las iglesias recogidos en el curso de los saqueos. Después, enfila hacia Poitiers. El propio Eduardo, sus caballeros y sus arqueros parten al alba, y siguen un rato el mismo camino; después, por prudencia, Eduardo se interna con sus hombres por un camino lateral. Intenta una maniobra: rodear por el este Poitiers, donde el rey tendrá que descansar con su ejército; tendrá que permanecer allí algunas horas y así el inglés aumentará su ventaja.
Pero ignora que el rey no siguió el camino que lleva a Châtellerault.
Acompañado por toda su caballería, a la que impone una velocidad de partida de caza, ha enfilado hacia Chauvigny, que está aún más al este, para tratar de sobrepasar a su enemigo y cortarle la retirada. Va a la cabeza, erguido en su silla, el mentón adelantado, sin prestar atención a nada, como hizo cuando se acercó al banquete de Ruan. Una etapa de más de doce leguas de golpe.