Disconformidad y protestas en las filas. No han venido para eso. ¿Y por qué licenciaron a los infantes en Chartres, si ahora hay que hacer el trabajo que a ellos les corresponde? La orden de recortar las lanzas destroza el corazón de los caballeros. ¡Esas hermosas astas de fresno, seleccionadas con cuidado para obtener armas eficaces, que apuntan al blanco y enfilan al galope del corcel! Ahora tenían que caminar, cargados de hierro y armados con bastones.
—No olvidemos que en Crécy... —decían quienes, pese a todo, deseaban dar la razón al rey.
—Crécy, siempre Crécy —respondían los hombres.
Esos hombres que, media hora antes, sentían el alma exaltada por el sentimiento del honor, ahora rezongaban como campesinos a quienes se les rompió el eje de la carreta. Pero el propio rey quiso dar ejemplo y ordenó que se llevaran su corcel blanco; ahora caminaba sobre la hierba, los talones sin espuelas, pasando su maza de una mano a la otra.
En medio de este ejército ocupado en cortar lanzas a hachazos entré al galope, viniendo de Poitiers, protegido por el estandarte de la Santa Sede y escoltado únicamente por mis caballeros y mis mejores escuderos, Guillermis, Cunhac, Elie de Aimery, Hélie de Raymond, los hombres con quienes viajamos. ¡Seguramente ellos no olvidaron el episodio! Os lo habrán contado... ¿no es así?
Me apeo del caballo y arrojo las riendas a La Rue; enderezo el sombrero, inclinado a causa de la carrera, Brunet me desempolva un poco y me acerco al rey con las manos unidas. Apenas puede oírme le digo, con tanta firmeza como reverencia: «Señor, os ruego y os suplico, en nombre de la fe, que detengáis un momento el combate. Me dirijo a vos por orden y voluntad de nuestro Santo Padre. ¿Aceptaréis escucharme?»
Aunque la llegada, en ese momento, de este entrometido enviado por la Iglesia, pudo sorprenderlo mucho, qué podía hacer el rey Juan sino responderme con el mismo tono ceremonioso: «Con mucho gusto, Monseñor cardenal. ¿Qué os place decirme?»
Permanecí un momento con los ojos elevados al cielo, como si solicitase inspiración. Y en efecto, rogaba; pero también esperaba que el duque de Atenas, los mariscales, el duque de Borbón, el obispo Chauveau (que podía ser un aliado), Juan de Landas, Saint-Venant, Tancarville y otros, entre ellos el arcipreste, se aproximasen a nosotros.
Pues ahora no se trataba de conversaciones a solas o de charlas durante la comida, como en Breteuil o en Chartres. Quería ser oído, no sólo por el rey, sino por los hombres más encumbrados de Francia, y ansiaba que ellos fuesen testigos de mi esfuerzo.
«Muy amado señor —continué—, tenéis aquí a la flor de la caballería de vuestro reino, una multitud que se dirige a combatir a un puñado de hombres, los ingleses que están frente a este ejército. Nada pueden contra vuestra fuerza, y sería más honroso para vos que se pusieran a vuestra merced sin batalla, en lugar de arriesgar a esta caballería y provocar la muerte de buenos cristianos de ambos lados. Os digo esto por orden de nuestro Muy Santo Padre el Papa, que me envió como nuncio, con toda su autoridad, para ayudar a concertar la paz, de acuerdo con el mandamiento de Dios, que quiere verla reinar entre los pueblos cristianos. Por eso os ruego aceptéis, en nombre del Señor, que vaya a ver al príncipe de Gales, para señalarle con cuántos peligros lo amenazáis y para obligarle a mostrarse razonable.»
Creo que si el rey Juan hubiese podido morderme, lo habría hecho.
Pero un cardenal en un campo de batalla suscita cierta impresión. Y el duque de Atenas meneaba la cabeza, y ahí estaban el mariscal de Clermont y mi señor de Borbón. Agregué: «Muy amado señor, hoy es domingo, el día del Señor, y acabáis de oír misa. ¿Os complacería ejecutar el trabajo de la muerte el día consagrado al Señor? Permitid por lo menos que vaya a hablar al príncipe.»
El rey Juan miró a los señores que estaban alrededor, y comprendió que él, un rey muy cristiano, no podía rechazar mi petición. Si sobrevenía un accidente funesto, se le achacaría la culpa, y se vería en ello una prueba del castigo de Dios. «Sea, monseñor —dijo—. Nos complace acceder a vuestro deseo. Pero regresad sin demora.»
Experimenté entonces un sentimiento de orgullo. El buen Dios me lo perdone... Conocí la supremacía del hombre de la Iglesia, del príncipe de Dios, sobre los reyes temporales. Si yo hubiera sido conde de Périgord, en lugar de vuestro padre, jamás habría ejercido tanto poder. Y pensé que estaba realizando la tarea más importante de mi vida.
Escoltado siempre por mis lanzas, señalado siempre por el estandarte del papado, enfilé hacia arriba por el camino que Ribemon había explorado, en dirección al bosquecillo donde acampaba el príncipe de Gales.
«Príncipe... buen hijo... —pues ahora, cuando estuve frente a él, no le concedí el tratamiento de mi señor; en efecto, deseaba que sintiese más profundamente su debilidad—. Si consideráis el poder del rey de Francia, como yo lo hice hace un momento, debéis permitirme que intente un acuerdo entre vosotros y tendréis que acatarlo.» Y le describí el ejército de Francia, al que yo había podido ver desplegado frente al burgo de Nouaillé. «Ved dónde estáis, y cómo estáis... ¿creéis que os será posible resistir mucho tiempo?»
Pues no, no podría resistir mucho tiempo, y lo sabía muy bien. Su única ventaja era el terreno; tenía las mejores defensas que hubiera podido concebir. Pero sus hombres ya comenzaban a padecer sed, pues no había agua en esa colina; hubieran tenido que ir a buscarla al arroyo, el Miosson, que corría al pie de la ladera; pero los franceses ocupaban el terreno. Habían llevado víveres para una sola jornada. ¡El príncipe saqueador ya no reía con su alegre risa blanca bajo los bigotes a la sajona! Si no hubiera sido quien era, rodeado por sus caballeros, Chandos, Grailly, Warwick, Suffolk, que lo observaban, habría admitido lo que ellos mismos pensaban; que su situación era desesperada. A menos que un milagro... Y quizá yo traía el milagro. De todos modos, para mantener a salvo su propia grandeza, discutió un poco: «Monseñor de Périgord, os dije en Montbazon que no podía llegar a un acuerdo a no ser por orden del rey mi padre.» «Mi buen príncipe, una orden de Dios es superior a una orden real. Ni vuestro padre el rey Eduardo, instalado en su trono de Londres, ni Dios instalado en el trono celestial os perdonarían que arrebatéis la vida a tantos hombres buenos y valerosos entregados a vuestra protección, cuando es posible que procedáis de otro modo. ¿Aceptáis que discuta las condiciones en que podríais, sin mengua del honor, evitar un combate muy cruel y dudoso?»
La armadura negra y la túnica roja frente a frente. El yelmo con las tres plumas blancas interrogaba mi sombrero rojo, y parecía contar los hilos de seda. Finalmente, el yelmo esbozó un gesto de asentimiento.
Volví a recorrer el camino de Eustaquio, y vi a los arqueros ingleses formando apretadas filas, detrás de las empalizadas de caña que ellos mismos habían plantado, y de nuevo me encontré frente al rey Juan. Lo sorprendí en consejo de guerra, y por algunas miradas comprendí que no todos estaban de acuerdo conmigo. El arcipreste balanceaba el cuerpo con expresión malhumorada bajo el sombrero de Montauban.
«Señor—dije—, he hablado con los ingleses. No es necesario que os apresuréis a combatir y nada perderéis descansando un poco. Pues dada la situación de sus tropas, no pueden huir ni evitar vuestro cerco. En realidad, creo que podéis tenerlos sin descargar un solo golpe. Por eso mismo os ruego les concedáis respiro hasta mañana al salir el sol.»
Sin descargar un solo golpe... Vi a varios, por ejemplo el conde Juan de Artois, Douglas, el propio Tancarville, que se movieron inquietos al oírlo y ansiaban descargar golpes. Insistí: «Señor, si así lo deseáis, no concedáis nada a vuestro enemigo, pero otorgad a Dios su día.»
El condestable y el mariscal de Clermont se inclinaban a apoyar esta suspensión de las hostilidades: «Señor, veamos qué propone el inglés y qué podemos exigirle; nada arriesgamos.» En cambio, Audrehem, sólo porque Clermont tenía una opinión, afirmaba lo contrario. Y entonces dijo, en voz alta para que yo lo oyese: «¿Hemos venido a combatir o a escuchar sermones?» Eustaquio de Ribemon deseaba iniciar inmediatamente el combate, pues el rey había adoptado la disposición que él proponía, y este hombre deseaba que sin perder tiempo se pusiese manos a la obra.
Y Chauveau, el conde-obispo de Châlons, que tenía un yelmo en forma de mitra pintado de violeta, de pronto comenzó a agitarse y casi perdió los estribos.
—Monseñor cardenal, ¿es deber de la Iglesia permitir que los saqueadores y los perjuros se alejen sin castigo?
Entonces yo también me molesté un poco.
—¿Es deber de un servidor de la Iglesia, Monseñor obispo, rechazar la tregua de Dios? Sabed, si aún nada os dijeron, que puedo retirar su cargo y sus beneficios al eclesiástico que estorbe mis esfuerzos de paz...
La Providencia castiga a los presuntuosos. Dejad por lo tanto al rey el honor de demostrar su grandeza, si así lo desea... Señor, todo está en vuestras manos... Dios decide a través de vuestra persona.
El cumplido había surtido efecto. El rey dio largas al asunto, mientras yo continuaba alegando y salpimentando mis palabras con cumplidos tan altos como los Alpes. ¿Qué príncipe, desde san Luis, había dado el ejemplo que a él se le ofrecía? ¡Toda la cristiandad admiraría su gesto caballeresco y en adelante acudiría a pedir su arbitraje a la sabiduría de Juan, o su socorro al poder del monarca francés!
—Levantad mi pabellón —dijo el rey a sus hombres.
—Sea, Monseñor cardenal; permaneceré aquí hasta mañana, al alba, por amor a vos.
—Por amor a Dios, señor, sólo por amor a Dios.
Y parto nuevamente. Durante esa jornada seis veces recorrí ida y vuelta ese camino, y sugería a uno las condiciones del acuerdo y venía a informar al otro, y cada vez pasaba entre las filas de arqueros galeses vestidos con su uniforme mitad blanco mitad verde y me decía que si alguno se equivocaba y me lanzaba una andanada de flechas allí mismo terminaba mi paso por este mundo.
El rey Juan jugaba a los dados, para matar el tiempo, en su pabellón de lienzo bermellón. Alrededor de la tienda real, el ejército se formulaba preguntas. ¿Combatirían o no? Y las discusiones llegaban hasta el propio rey. Había sabios y bravucones, timoratos y coléricos... Cada uno pretendía dar su opinión. A decir verdad, el rey Juan estaba indeciso. No creo que por un instante se planteara la cuestión del bien general. Sólo lo inquietaba su gloria personal, que confundía con el bien de su pueblo.
Después de tantas derrotas y amarguras, ¿cuál era el mejor modo de enaltecer su propia figura, una victoria por las armas o la negociación?
Pues cabe afirmar que ni siquiera concebía la posibilidad de una derrota, y que lo mismo ocurría con todos sus consejeros.
Ahora bien, las ofertas que yo le traía al cabo de cada viaje no eran desdeñables. En primer lugar, el príncipe de Gales aceptaba entregar todo el botín que había reunido durante su incursión, lo mismo que a todos los prisioneros, y sin pedir rescate. Segundo, aceptaba devolver todos los lugares y los castillos conquistados, y consideraba nulos los homenajes y las adhesiones que había recibido. Al tercer viaje, aceptó entregar una suma en oro, como reparación de lo que había destruido, no sólo durante el verano sino incluso el año precedente, en la región del Languedoc. Lo que equivalía decir que el príncipe Eduardo no conservaba ningún beneficio de las dos expediciones.
¿El rey Juan exigía todavía más? Lo aceptaba. Conseguí que el príncipe retirase todas las guarniciones destacadas fuera de Aquitania... era un éxito importante... Prometió que en el futuro jamás trataría con el conde de Foix... A propósito—, Febo estaba en el ejército del rey, pero yo no lo vi; se mantenía completamente apartado... Tampoco trataría con ningún pariente del rey, con lo cual aludía concretamente al de Navarra.
El príncipe cedía mucho; cedía más de lo que cualquiera hubiese cedido.
Y sin embargo, yo adivinaba que en el fondo de su mente no pensaba que podría salvarse de combatir.
La tregua no impedía trabajar. Por ejemplo, durante todo el día obligó a sus hombres a fortificar la posición. Los arqueros duplicaron las hileras de estacas puntiagudas para formar baluartes defensivos.
Talaron árboles y los atravesaron en los corredores que el adversario podía utilizar. El conde de Suffolk, mariscal de la hueste inglesa, inspeccionaba un contingente tras otro. Los condes de Warwick y de Salisbury, así como el señor de Audley, participaban en nuestras entrevistas y me escoltaban a través del campamento.
Caía el día cuando llevé al rey Juan la última propuesta, formulada por mí mismo. El príncipe estaba dispuesto a jurar y afirmar que durante siete años enteros no se armaría ni haría nada que pudiera perjudicar al reino de Francia. En resumen, estábamos al borde de la paz general.
—¡Oh! Ya conocemos a los ingleses —dijo el obispo Chauveau—. Juran y después reniegan de su palabra.
Contesté que se verían en dificultades para negar un compromiso concertado en presencia del legado papal; yo sería signatario del acuerdo.
—Os daré la respuesta al alba —dijo el rey.
Fui a alojarme a la abadía de Maupertuis. Jamás había cabalgado tanto durante la misma jornada, ni discutido tan intensamente. Aunque agotado por la fatiga, me di tiempo para rezar, y lo hice con todo mi corazón. Ordené que me despertasen con las primeras luces del alba. El sol comenzaba a ascender en el firmamento cuando me presenté ante la tienda del rey Juan. Al alba, había dicho el monarca. No se podía pedir más exactitud que la mía. Tuve una sensación ingrata. El ejército entero de Francia estaba en armas, en orden de batalla, a pie, con la excepción de los trescientos designados para cargar sobre el enemigo, y todos esperaban la señal de combate.
—Monseñor cardenal —me dijo brevemente el rey—, aceptaré renunciar al combate sólo si el príncipe Eduardo y cien de sus caballeros, elegidos por mí, aceptan entregarse prisioneros.
—Señor, es la petición más inaudita y contraria al honor; deja sin valor todo lo que hablamos ayer. Conozco bastante al príncipe de Gales y sé que ni siquiera considerará la propuesta. No es hombre de capitular sin combatir y de entregarse con la flor de la caballería inglesa, aunque éste sea el último de los días de su vida. ¿Lo haríais vos, lo haría uno cualquiera de vuestros caballeros de la Estrella, si estuvieseis en su lugar?