De cómo un rey perdió Francia (33 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: De cómo un rey perdió Francia
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—¡Desde luego que no!

—Entonces, señor, me parece inútil llevarle una propuesta formulada únicamente para lograr que él la rechace.

—Monseñor cardenal, os agradezco los buenos oficios; pero ha salido el sol. Hacedme el bien de salir del campo.

Detrás del rey, mirándose por detrás de la visera e intercambiando sonrisas y guiños, estaban el obispo Chauveau, Juan de Artois, Douglas, Eustaquio de Ribemon e incluso Audrehem, y por supuesto el arcipreste, al parecer tan satisfechos porque habían conseguido que el legado del Papa fracasara como lo hubieran estado de derrotar a los ingleses.

Durante un instante perdí los estribos, tanto me agobiaba la cólera, y pensé en la posibilidad de revelar que ejercía el poder de excomunión. ¿Y qué? ¿Qué efecto habría tenido mi gesto? De todos modos, los franceses habrían desencadenado el ataque, y yo hubiese conseguido únicamente que se revelase con más claridad aún la impotencia de la Iglesia. Me limité a agregar: «Señor, Dios juzgará cuál de vosotros dos ha demostrado ser mejor cristiano.»

Y monté y fui por última vez al bosquecillo. Hervía de cólera. «¡Que estos locos revienten todos! —me decía mientras galopaba—. El Señor no necesitará elegir; todos merecen el infierno.»

Llegué frente al príncipe de Gales y le dije:

—Hijo, haced lo que podáis; tendréis que combatir. No pude hallar compasión ni acuerdo en el rey de Francia.

—Batirnos es nuestra intención —respondió el príncipe—. ¡Que Dios me ayude!

Después, amargado y triste, me dirigí a Poitiers. Fue precisamente el momento que eligió mi sobrino de Durazzo para decirme:

—Tío, os ruego me relevéis del servicio. Deseo combatir.

—¿Y contra quien? —grité.

—Por supuesto, al lado de los franceses.

—¿No te parece que ya son bastante numerosos?

—Tío, comprended que se librará una batalla y que no es digno de un caballero negarse a participar. Si mi señor de Heredia os pide otro tanto...

Hubiera debido reprenderlo enérgicamente y decirle que la Santa Sede lo había elegido para escoltarme en una misión de paz, y que unirse a una de las dos partes sería, a los ojos de muchos, no un acto noble sino una forma de faltar a su deber. Hubiera debido limitarme sencillamente a ordenar que permaneciese conmigo... estaba cansado e irritado. Y hasta cierto punto lo entendía. También yo deseaba aferrar una lanza y atacar, no sé muy bien a quién, quizás al obispo Chauveau, de modo que grité: « ¡Id al diablo ambos! ¡Y qué os aproveche!» Fueron las últimas palabras que dirigí a mi sobrino Roberto. Me lo reprocho. Me lo reprocho profundamente...

VII.- La mano de Dios

Si uno no participó en ella, es muy difícil describir ordenadamente una batalla, y también lo es incluso cuando uno estuvo. Sobre todo cuando su desarrollo es tan confuso como en el caso de la de Maupertuis... Me la relataron, varias horas después, de veinte modos diferentes, y cada narrador la juzgaba desde el lugar que ocupaba y consideraba importante sólo lo que él había hecho. Esto vale sobre todo para los vencidos que, según decían, jamás se habrían visto en esa condición de no ser por culpa de sus vecinos, quienes a su vez afirmaban otro tanto.

En todo caso, es indudable que poco después de que yo dejara el campamento francés los dos mariscales comenzaron a discutir violentamente. El condestable y duque de Atenas preguntó al rey si estaba dispuesto a escuchar un consejo, y le dijo más o menos lo siguiente:

—Señor, si deseáis realmente que los ingleses se rindan sin condiciones, ¿por qué no hacéis de modo que se agoten por falta de víveres? La posición que ocupan es fuerte, pero no podrán sostenerla cuando se les debilite el cuerpo. Están rodeados por todas partes, y si intentan salir por el mismo camino que es el único que nosotros podemos tomar, los aplastaremos sin dificultad. Puesto que hemos esperado una jornada, ¿qué nos impide esperar una o dos más? Sobre todo porque, a cada minuto que pasa, engrosan nuestras filas los rezagados que vienen a reunirse con el ejército.

El mariscal de Clermont apoyó esta opinión:

—El condestable tiene razón. Una breve espera nos permitirá ganar mucho, y nada perderemos.

Entonces, el mariscal de Audrehem se encolerizó. ¡Esperar, siempre esperar! Hubiera sido necesario acabar de una vez la tarde de la víspera.

—Tanto haréis que en definitiva los dejaréis escapar, como ocurrió a menudo. Ved cómo se mueven. Descienden para fortificarse más abajo y preparar la fuga. Se diría, Clermont, que no tenéis mucha prisa por batiros y que os desagrada ver tan cerca de los ingleses.

Era inevitable que estallase la disputa entre los mariscales. Pero ¿era el momento más apropiado? Clermont no era hombre que aceptara un insulto tan grosero y descarado. Replicó, como en el juego de pelota:

—Audrehem, no os mostraréis tan temerario hoy cuando pongáis el hocico de vuestro caballo sobre el culo del mío.

Dicho esto se reúne con los caballeros a los que debe llevar al ataque, ordena que lo suban a la montura y da la señal de iniciar el asalto.

Audrehem lo imita inmediatamente y, antes de que el rey haya dicho una palabra o el condestable haya impartido órdenes, se inicia la carga no en un solo cuerpo, como se había decidido, sino en dos escuadrones separados, que parecen menos interesados en doblegar al enemigo que en distanciarse o perseguirse. A su vez, el condestable pide que le traigan su corcel y se lanza en pos de los dos grupos, con el propósito de reunirlos.

Entonces, el rey ordena que todos los contingentes inicien la marcha, y los hombres de armas, a pie, agobiados por las cincuenta o sesenta libras de hierro que cargan sobre la espalda, comienzan a avanzar por el campo en dirección al camino empinado por donde ya se mete la caballería. Tienen que avanzar quinientos pasos...

Arriba, el príncipe de Gales vio dividirse la carga de los franceses y gritó: «Mis buenos señores, somos muy pocos, pero no temáis. Ni la virtud ni la victoria corresponden siempre al número; sonríen a los que Dios quiere favorecer. Si terminamos derrotados, nadie podrá censurarnos mucho, y si ganamos la batalla, seremos los hombres más honrados del mundo.»

Ya la tierra temblaba al pie de la colina; los arqueros galeses se mantenían rodilla en tierra detrás de sus empalizadas puntiagudas. Y comenzaron a silbar las primeras flechas...

Al principio el mariscal de Clermont marchó contra el contingente de Salisbury, y se metió por el camino para abrir una brecha. Una lluvia de flechas quebró su embate. Según explicaron los que escaparon con vida, fue una masacre atroz. Los caballos que no fueron alcanzados por las flechas acabaron clavándose las estacas puntiagudas de los arqueros galeses. Detrás de la empalizada, los escuderos y los piqueros manipulaban sus alabardas y sus picas, esas terribles armas de tres cortes, cuyo gancho atrapaba al caballero por la cota de malla, y a veces por la carne, para desmontarlo... cuya punta desgarra la coraza en la ingle o la axila cuando el hombre cae al suelo y cuyo filo de medialuna permite quebrar el yelmo... El mariscal de Clermont fue uno de los primeros muertos y casi ninguno de los suyos pudo penetrar en la posición inglesa. Todos murieron en el intento aconsejado por Eustaquio de Ribemon.

En lugar de acudir en socorro de Clermont, Audrehem quiso distanciarse y seguir el curso del Miosson para rodear a los ingleses.

Cayó sobre las tropas del conde de Warwick, cuyos arqueros no lo recibieron mejor que a su colega. Pronto se supo que Audrehem estaba herido y que había caído prisionero. Del duque de Atenas no se sabía nada. Había desaparecido en el desorden general. En pocos minutos el ejército vio desaparecer a sus tres jefes. Mal comienzo. Pero de todos modos no eran más que trescientos hombres muertos o rechazados de un total de veinticinco mil que avanzaban paso a paso. El rey había montado a caballo para ver mejor ese campo de armaduras que avanzaba lentamente.

Entonces hubo una extraña agitación. Los que consiguieron salvarse de la carga mandada por Clermont comenzaron a descender entre las dos mortales líneas de enemigos, y sus caballos huían al galope, porque sus jinetes eran incapaces de frenar a las monturas, y así los fugados vinieron a caer sobre el primer cuerpo del ejército, el que mandaba el duque de Orleans, y derribaron como si hubieran sido fichas de ajedrez a sus compañeros que avanzaban a pie, penosamente. Oh, no derribaron a muchos, a treinta o quizás a cincuenta, pero en su caída éstos tumbaron al doble.

De pronto el pánico se apoderó del contingente de Orleans. Las primeras filas, ansiosas de evitar el golpe, retrocedieron desordenadamente; los que marchan detrás no saben por qué los primeros retroceden, ni qué los asusta, y la derrota se apodera en pocos instantes de un ejército de cerca de seis mil hombres. No están acostumbrados a combatir a pie, sino en campo cerrado, uno contra uno.

Ahora, agobiados por el peso, moviéndose con dificultad, la vista limitada por las viseras, creen que están perdidos y que no tienen salvación. Y todos echan a correr, cuando aún están lejos del alcance del primer enemigo. ¡Es cosa extraordinaria ver a un ejército que se rechaza a sí mismo!

De modo que las tropas del duque de Orleans y el propio duque cedieron un terreno que nadie les disputaba, y ambos batallones fueron a refugiarse detrás del contingente del rey, pero la mayoría corrió directamente, si puede hablarse de correr, hacia los caballos guardados por los criados, cuando en verdad lo único que perseguía a estos fieros guerreros era el miedo que se inspiraban a sí mismos.

Y allí ordenan que los suban a las monturas para partir enseguida, y algunos salen tumbados como alfombras atravesadas sobre las monturas, porque no han conseguido pasar del otro lado la pierna. Y se alejan por el campo... No puedo dejar de pensar: «La mano de Dios.» ¿No os parece, Archambaud? Y sólo los descreídos se atreverían a sonreír.

También el contingente del delfín había avanzado, y como no había soportado el asalto de los rezagados ni iniciado un movimiento de reflujo, continuaba avanzando. Las primeras filas, los hombres jadeantes a causa de la marcha, entraron por los mismos corredores que habían sido funestos para Clermont, tropezando con los caballos y los hombres abatidos allí un instante antes. Fueron recibidos por las mismas nubes de flechas, tiradas desde la protección de las empalizadas. Se oyeron el estrépito de las corazas perforadas y los gritos de furor o de dolor. Como el paso era muy angosto, muy pocos soportaban el choque del enemigo, y el resto marchaba atrás, muy apretados unos contra otros, casi impedidos de maniobrar. Juan de Landas, Voudenay y Guichard también estaban allí, y cumpliendo las órdenes recibidas se mantenían al lado del delfín, que se había visto en graves dificultades, lo mismo que sus cofrades de Poitiers y de Berry, para actuar u ordenar maniobras.

Debo repetirlo: a pie, a través de las ranuras de un yelmo, con varios centenares de corazas delante, la mirada no abarca nada. El delfín apenas veía más allá de su estandarte, sostenido por el caballero Tristán de Meignelay. Cuando los caballeros del conde de Warwick, los mismos que habían apresado a Audrehem, atacaron a caballo los flancos del contingente del delfín, fue demasiado tarde para hacerles frente y resistir la carga.

¡Era el colmo! Esos ingleses, tan dispuestos a combatir a pie y que por eso eran famosos, volvieron a montar apenas observaron que sus enemigos pensaban combatir desmontados. Sin ser muy numerosos, provocaron en el contingente del delfín la misma carambola, pero más desastrosa, que la que se había producido por sí misma entre los hombres del duque de Orleans. Y la confusión fue todavía mayor:

«Cuidaos, cuidaos», decían a los tres hijos del rey. Los caballeros de Warwick avanzaban hacia el estandarte del delfín y éste ya había dejado caer su lanza corta y se esforzaba, empujado por los suyos, tratando por lo menos de sostener la espada.

Fue Voudenay, o quizá Guichard, no se sabe muy bien, quien lo tomó del brazo mientras le gritaba: «Seguidnos; ¡mi señor, es necesario que os retiréis!» Pero no era tan fácil... El delfín vio al pobre Tristán de Meignelay caído en el suelo, la sangre brotándole de la garganta como de un vaso quebrado y empapando el estandarte con las armas de Normandía y del Delfinado. Me temo que esta visión le infundió el ardor necesario para huir. Landas y Voudenay le abrían camino en sus propias filas. Lo seguían sus dos hermanos, apremiados por Saint-Venant.

Que se haya salvado del aprieto, no es criticable, y sólo cabe alabar a quienes lo ayudaron. La misión de estos hombres era guiarlo y protegerlo. No podían dejar a los hijos de Francia, y sobre todo al primogénito, en manos del enemigo. Todo eso está bien. Que el delfín se haya acercado a los caballos, o que se le trajese su caballo, y que él lo montase, y que sus compañeros hicieran otro tanto, también me parece apropiado, pues acababan de verse atropellados por enemigos que venían montados.

Pero que el delfín, sin mirar hacia atrás, se haya alejado al galope furioso, abandonando el campo de batalla, exactamente como había hecho un momento antes su tío de Orleans, no podrá pasar jamás por una conducta honrosa. ¡Ah, sin duda este día no fue el más propicio para los caballeros de la Estrella!

Saint-Venant, que es un viejo y devoto servidor de la corona, afirmará siempre que él adoptó la decisión de alejar al delfín, que ya había juzgado que el contingente del rey estaba en mala posición, que era necesario salvar costara lo que costase al heredero del trono encomendado a su cuidado, y que tuvo que insistir vigorosamente y casi ordenar al delfín que partiese, y este hombre repite su versión ante el propio delfín...

¡Valeroso Saint-Venant! Por desgracia, otros tienen una lengua menos discreta.

Los hombres del contingente del delfín vieron alejarse a su jefe y no tardaron mucho en salir a la desbandada hacia sus caballos mientras proclamaban la retirada general.

El delfín partió y se alejó una legua larga. Cuando consideraron que estaba en lugar seguro, Voudenay, Landas y Guichard anunciaron que regresaban al combate. El delfín nada dijo. ¿Y qué podía decirles?

«¿Volvéis a la batalla y yo me aparto; os presento mis cumplidos y os saludo?» Saint-Venant quería regresar también. Pero era necesario que alguien permaneciese al lado del delfín, y los otros le impusieron esa tarea, porque era el más viejo y el más sensato. De modo que Saint-Venant, con una pequeña escolta que aumentó rápidamente gracias a los hombres que huían del campo de batalla, llevó al delfín y se encerró con él en el gran castillo de Chauvignay. Y según dicen, cuando llegaron, el delfín se quitó dificultosamente el guantelete, porque tenía la mano monstruosamente hinchada y la piel violácea. Y lo vieron llorar.

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