De cómo un rey perdió Francia (14 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: De cómo un rey perdió Francia
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Todos estaban acostumbrados a esos cambios de humor; pensaron que la cólera del rey se había aplacado en palabras y que la cosa quedaría así. Y después, sobrevino el episodio del banquete de Ruan...

Sí, pero vos no conocéis los detalles. Os relataré el episodio, pero mañana; pues hoy es tarde y seguramente se acerca el fin de la etapa.

Ya lo veis, charlando el camino se hace más corto. Esta noche sólo nos resta cenar y dormir. Mañana llegaremos a Auxerre, donde recibiré noticias de Aviñón y de París. Ah, una cosa más Archambaud. Si os aborda, sed circunspecto con Monseñor de Bourges, que nos acompaña.

No me agrada en absoluto, y no sé por qué, pero creo que este hombre tiene cierta relación con el Capocci. Mencionad su nombre, como si no tuviera importancia, y después me diréis qué os parece la cosa.

III.- A Ruan

El rey Juan marchó efectivamente a Gisors, pero allí permaneció únicamente el tiempo necesario para retirar cien piqueros de la guarnición. Después, enfiló ostensiblemente por el camino de Chaumont y Pontoise, de modo que todos creyeran que regresaba a París. Lo acompañaba su segundo hijo, el duque de Anjou, y también su hermano, el duque de Orleans, que parecía más bien uno de sus hijos, pues monseñor de Orleans, que tiene veinte años, cuenta diecisiete menos que el rey, y lo separan del delfín sólo dos años.

También acompañaban al rey el mariscal de Audrehem y los segundos chambelanes, Juan de Andrisel y Gucido de La Roche, pues ya había despachado a Ruan, unos días antes, a Lorris y Nicolás Braque, con el pretexto de que ayudaran al delfín en los preparativos del banquete.

¿Qué fuerza venía detrás del rey? ¡Ah, había organizado bien su tropa!

Llevaba a los hermanos del Artois, Carlos y el otro... «mi primo Juan», que cabalgaba al lado del monarca y superaba por una cabeza a toda la tropa, y también a Luis de Harcourt, que había disputado con su hermano y su tío Godofredo, y que por eso se adhería al partido del rey.

También los monteros y los escuderos, los Corquilleray, Huet des Ventes y Maudétour. ¡Dios mío! El rey salía de caza, y quería aparentarlo.

Montaba su caballo de caza, un napolitano brioso, bravo y al mismo tiempo dócil por el que siente un especial afecto. Nadie podía asombrarse de verlo acompañado por los sargentos de su guardia especial, mandados por dos mocetones famosos por el grosor de sus músculos: Enguerrando Lalemant y Perrinet
el Búfalo
. Los dos pueden derribar a un hombre con una sola mano... Es conveniente que un rey aparezca siempre rodeado por una guardia especial. El Santo Padre tiene la suya. También yo tengo hombres que me protegen, que cabalgan muy cerca de mi litera, como seguramente habéis observado. Estoy tan acostumbrado a ellos que acabo por no verlos; pero ellos no me quitan los ojos de encima.

Lo que hubiera podido sorprender, pero habría sido necesario tener los ojos muy abiertos, era que los ayudas de cámara del monarca, Tassin y Poupart
el Barbero
, llevaban colgados de la silla el yelmo, la gran espada y todo el atuendo de guerra del rey. Y también la presencia del jefe de los vivanderos, un buen hombre llamado Guillermo... no sé cuántos... que se ocupa no sólo de vigilar los burdeles, en las ciudades donde reside el rey, sino que también está a cargo de la justicia directa. Y tiene más trabajo en este cargo desde que Juan II ascendió al trono.

Con los caballerizos de los duques, los lacayos, los domésticos de todos estos señores y los piqueros incorporados en Gisors formaban un grupo de doscientos jinetes, muchos de ellos armados de lanza, un grupo demasiado nutrido para ir a cazar venados.

El rey se encaminó hacia Chaumont-en-Vexin, pero nadie lo vio atravesar ese burgo. Su tropa desapareció en el camino como por arte de magia. Había ordenado atravesar el campo para avanzar directamente hacia el norte, en dirección a Gournay-en-Bray, donde se demoró sólo el tiempo necesario para recoger al conde de Tancarville, uno de los pocos grandes señores de Normandía que permanece en sus feudos, porque está como perro y gato con los Harcourt. Un Tancarville estupefacto porque esperaba, rodeado de veinte caballeros de su tropa, al mariscal de Audrehem, pero de ningún modo al rey.

«¿Señor conde, mi hijo el delfín no os invitó mañana a Ruan?» «Sí, señor; pero la orden que recibí del señor mariscal, que venía a inspeccionar las fortalezas de esta región, me dispensó de alternar con ciertas personas cuyos rostros me habrían desagradado mucho.» «¡Pues bien! Tancarville, de todos modos iréis a Ruan, y yo os diré lo que allí haremos.»

Dicho esto, toda la cabalgata desvía hacia el sur, mientras cae la noche; es un trote corto, tres o cuatro leguas, pero que se suman a las dieciocho recorridas desde la mañana. Deciden dormir en un castillo muy alejado, en el límite del bosque de Lyons.

Los espías del rey de Navarra, si por allí los tenía, seguramente se vieron en dificultades para explicarle por dónde corría el rey de Francia, que avanzaba veloz por esos caminos irregulares, y para hacer qué. «Han visto al rey que salía de cacería... El rey está inspeccionando las fortalezas...»

El rey se levantó antes del amanecer, febril por la prisa y el ardor, y apremiaba a todos, y tan pronto montó su caballo se internó en línea recta en el bosque de Lyons. Quienes deseaban comer un pedazo de pan y una tajada de tocino debieron hacerlo con una sola mano, las riendas en el hueco del brazo, mientras con la otra sostenían la lanza y la montura trotaba.

El bosque de Lyons es denso y grande; tiene más de siete leguas, y sin embargo lo recorren en dos horas. El mariscal Audrehem opina que a ese paso sin duda llegarán demasiado temprano. Más valdría detenerse un momento, aunque sólo fuera para permitir que los caballos orinen. Sin hablar de que él mismo... El propio mariscal me lo contó. «Una necesidad tal, perdóneme Vuestra Eminencia, que me dolían los flancos. Pues bien, un mariscal de la hueste no puede aliviarse sin descender del caballo, como hacen los simples arqueros cuando la necesidad los apremia, mala suerte si mojan el cuero de la montura. De modo que digo al rey: "Señor, de nada sirve darse tanta prisa; no por eso el sol sale antes... Además, los caballos necesitan detenerse." Contesta: "Ésta es la carta que escribí al Papa para explicar mi justicia y salir al paso de los malos rumores que llegarán a sus oídos..." Durante muchísimo tiempo, muy Santo Padre, la mansedumbre y la buena voluntad que por bondad cristiana demostré con este perverso pariente, lo indujeron a cometer fechorías, y por su culpa el reino ha soportado perjuicios y desgracias. Preparaba un acto peor, que era privarme de la vida, y para impedir que él ejecute ese nuevo crimen...»

Y avanza sin ver nada, sin comprender que ya salió del bosque de Lyons, que desembocó en la llanura y que entró en otro bosque.

Audrehem me dijo que nunca le vio una cara así; la mirada como enloquecida, el mentón pesado trémulo bajo la barba escasa.

De pronto, Tancarville adelanta su montura para alcanzar al rey, y le pregunta con mucha cortesía si ha decidido ir a Pont-de-l'Arche. «No —exclama el rey—, ¡voy a Ruan! » «Entonces, señor, temo que por este lado no llegaréis a vuestro destino. En la última bifurcación hubiera sido necesario desviarse hacia la derecha.» El rey obliga a su caballo napolitano a dar media vuelta, a galope recorre toda la columna, ordenando con gritos estridentes que lo sigan, lo que hacen no sin cierto desorden, pero siempre sin orinar, lo cual agrava el sufrimiento del mariscal...

¿Decidme, sobrino, no sentís nada, un cambio en los movimientos de la litera? Sí, yo siento algo.

Brunet, eh, Brunet... Uno de los costados se inclina... No me digáis

«No, Monseñor», y mirad. Atrás. Y creo incluso que es atrás, a la derecha... Que detengan la marcha... ¿Bien? ¡Ah! ¿De modo que hay algo? Entonces, ¿tenía razón? Tengo los riñones más despiertos que vos los ojos.

Vamos, Archambaud, descendamos. Daremos unos pasos mientras cambian los caballos... El aire es fresco, pero no molesta. ¿Qué se ve desde aquí? ¿Lo sabéis, Brunet?

Saint-Amand-en-Puisaye... De ese modo, Archambaud, el rey Juan llegó a Ruan la mañana del cinco de abril.

IV.- El banquete

Archambaud, no conocéis Ruan y, por lo tanto, tampoco el castillo de Bouvreuil. Ah, es un gran castillo con seis o siete torres dispuestas en círculo y un gran patio central. Lo construyeron hace un siglo y medio por orden del rey Felipe Augusto; estaba destinado a vigilar la ciudad y su puerto, y a dominar el curso más alto del Sena. Ruan es un lugar importante, uno de los puntos de salida para los que quieren ir a Inglaterra; por lo tanto, es también un obstáculo. El mar sube hasta el puente de piedra que une las dos partes del ducado de Normandía.

La ciudadela no está en el centro del castillo; es una de las torres, un poco más alta y gruesa que las restantes. En Périgord tenemos castillos semejantes, de aspecto habitualmente más fantástico.

Allí se había reunido la flor y nata de la caballería normanda, ataviada con la mayor riqueza posible. Habían llegado sesenta señores, y cada uno traía por lo menos un lacayo. Los trompeteros acababan de tocar sus instrumentos cuando un criado del señor Godefroy de Harcourt, sudoroso después de un prolongado galope, vino a advertir al conde Juan de que su tío lo llamaba con mucha prisa y le rogaba que saliese inmediatamente de Ruan. El mensaje era muy imperioso, como si el señor Godofredo se hubiese enterado de algo. Juan de Harcourt consideró que debía obedecer y trató de escabullirse. Ya estaba al pie de la escalera del baluarte, que llenaba casi totalmente con su persona, tan obeso era, cuando tropezó con Roberto de Lorris, que le cerró el paso con un aire muy afable. «Señor conde, ¿pensáis partir? ¡Pero si mi señor el delfín os espera a cenar! ¡Tenéis un lugar reservado a su izquierda!»

Como no se atrevía a desairar al delfín, el corpulento de Harcourt se resignó a postergar su partida. Saldría después de la comida. Y volvió a subir la escalera, sin demasiado pesar. Pues la mesa del delfín tenía excelente reputación; todos sabían que allí se servían maravillas, y Juan de Harcourt no había cargado toda la grasa que entorpecía sus movimientos sólo porque se hubiese dedicado a comer matas de hierba.

Y en realidad, ¡qué festín! No en vano Nicolás Braque había ayudado al delfín a prepararlo. Los que asistieron, y consiguieron salir con vida, jamás lo olvidaron. Seis mesas distribuidas en la gran sala redonda. De los muros colgaban tapices verdes, de colores tan vivos que uno creía estar cenando en medio del bosque. Cerca de las ventanas, ramilletes de cirios para aumentar la luz que entraba por los ventanales y que parecía el sol que se filtra entre las ramas de los árboles. Detrás de cada convidado un atento servidor, en el caso de los grandes señores el suyo propio, y en los otros algún hombre de la casa del delfín. Se usaban cuchillos con mango de ébano, dorados y esmaltados con las armas de Francia, y especialmente reservados para la Cuaresma. Es costumbre de la corte utilizar los cuchillos con mango de marfil después de las fiestas de Pascua. Pues se respetaba la Cuaresma. Pasteles de pescado, guisos de pescado, carpas, sardinas, caballas, salmones y mariscos, platos de huevos, de aves de corral y otros animales de pluma. Habían vaciado los viveros y los corrales y aprovechado los ríos. Los pajes de la cocina, que formaban una cadena continua en la escalera, traían las fuentes de plata y bermellón donde los asadores, los cocineros y los reposteros habían dispuesto, arreglado y recubierto los platos preparados en las chimeneas de las torres de las cocinas. Seis hombres servían los vinos de Beaune, de Meursault, de Arbois y de Turena... ¡Ah! Archambaud, también a vos se os abre el apetito. Espero que nos den de comer bien dentro de un rato en Saint-Sauveur...

El delfín, en el centro de la mesa de honor, tenía a su derecha a Carlos de Navarra y a su izquierda a Juan de Harcourt. Vestía un traje de paño azul de Bruselas, y esta ba tocado con un sombrero de la misma tela, adornado con perlas dispuestas en forma de hojarasca. Jamás os he descrito a mi señor el delfín... Es alto y tiene las espaldas anchas y magras, el rostro alargado, la nariz grande y un poco desviada en el centro, el labio superior delgado, el otro más carnoso, el mentón hundido.

Dicen que se parece bastante, hasta donde es posible saberlo, a su antepasado san Luis, que como él era muy alto y un poco encorvado.

Esta constitución física, al lado de hombres muy vitales y robustos, aparece de tanto en tanto en la familia de Francia.

Los criados se acercaban con paso digno y presentaban una tras otra las fuentes, y el delfín Indicaba la mesa a la cual debían llevar las viandas y de ese modo honraba a cada uno de sus invitados —el conde de Etampes, el señor de la Ferté, el alcalde de Ruan—, y con una sonrisa muy digna y cortés acompañaba el gesto de la mano, siempre la izquierda, pues creo haberos dicho que la derecha se le hincha, enrojece y le provoca sufrimientos; la utiliza lo menos posible. Apenas practica media hora el juego de pelota y su mano se hincha. Sí, una grave debilidad en un príncipe... No puede practicar la caza ni ir a la guerra.

Su padre no disimula el desprecio que le inspira. Estoy seguro de que el pobre delfín envidiaba a todos esos señores reunidos allí, los señores de Clères, de Graville, del Bec Thomas, de Mainemares, de Braquemont, de Sainte-Beuve o de Houdetot; tantos caballeros, robustos, seguros de sí mismos, ruidosos, orgullosos de sus hazañas guerreras. Incluso debía envidiar al obeso de Harcourt, a quien su quintal de grasa no impedía dominar un caballo o ser un temible antagonista en los torneos; y sobre todo al señor de Biville, un hombre famoso a quien todos abordan tan pronto entra en un salón porque desean que relate su hazaña... Sí, el mismo... Ya lo veo, también vos habéis oído su nombre... Sí, de un solo golpe de espada dividió en dos a un turco ante los ojos del rey de Chipre.

Cada vez que relata el episodio la talla del turco aumenta una pulgada.

Llegará el día en que afirme haber partido también el caballo...

Pero volvamos al delfín Carlos. Este joven conoce las obligaciones de su cuna y su rango; sabe por qué Dios lo trajo a este mundo, el lugar que la providencia le asignó, el más alto en la jerarquía de los hombres, y sabe también que, a menos que muera antes que su padre, será rey. Sabe que tendrá que gobernar el reino; sabe que en su persona se concentrará el poder de Francia. Y si en su fuero interno sufre porque Dios no le dispensó, al mismo tiempo que la responsabilidad, la robustez que lo ayudaría a soportarla bien, comprende que debe compensar las insuficiencias de su cuerpo con una actitud discreta, la atención que dispensa a otros, el control de su rostro y sus palabras, el humor benévolo y la certidumbre que le impide olvidar jamás quién es y le aporta cierta majestad. Lo cual de ningún modo es cosa fácil, cuando uno tiene dieciocho años y apenas comienza a salirle la barba. Debo señalar que se lo educó desde temprano. Tenía once años cuando su abuelo el rey Felipe VI consiguió finalmente comprar el delfinado a Humberto II de Viena. De ese modo compensaba un poco la derrota de Crécy y la pérdida de Calais. Como os dije el otro día, después de algunas negociaciones... ¡ah!, creía que... ¿Queréis que os relate los detalles?

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