El día de Ruan obtuvo excelentes ganancias. ¡De golpe descabezar a un rey y a nobles señores! Desde Felipe Augusto el rey de auxiliares jamás había conocido tal fortuna. Una ocasión sin igual para hacerse apreciar por el soberano. De todos modos, tuvo que trabajar bastante.
Un suplicio es un espectáculo... Abordó al alcalde y le pidió seis carretas, pues el rey había exigido una carreta por condenado. De ese modo el cortejo sería más largo. Los vehículos esperaban en el patio del palacio.
Cada carreta con sus percherones de patas peludas y gruesas. Tuvo que encontrar a un verdugo... porque el verdugo de la ciudad no estaba, o no se encontraba disponible. El rey de los auxiliares sacó de la prisión aun criminal llamado Bétrouve, Pedro Bétrouve (como veis, recuerdo bien ese nombre, Dios sabe por qué), un hombre que tenía cuatro homicidios sobre la conciencia, lo cual parecía una buena preparación para el trabajo que se le confiaba, y que debía ejecutar a cambio de una carta de perdón entregada por el rey. Este Bétrouve fue un hombre afortunado. Si hubiese estado el verdugo en la ciudad...
También fue necesario encontrar un sacerdote; pero esto es más usual y no hubo mayor dificultad para elegirlo... El primer capuchino a quien hallaron en el convento más próximo.
Mientras se realizaban estos preparativos, el rey Juan celebraba consejo en la sala del banquete, desalojado a toda prisa...
Realmente, soportamos un tiempo bastante lluvioso. Seguirá así el día entero. Bien, tenemos buenas pieles, brasas en los braseros, grageas, vino con canela para fortalecernos contra la humedad; podemos soportar el viaje hasta Auxerre. Me alegro de volver a Auxerre; refrescaré mis recuerdos...
De modo que el rey celebraba consejo, y era prácticamente el único que hablaba. Su hermano de Orleans callaba, lo mismo que su hijo de Anjou. Audrehem se mostraba sombrío. El rey veía, por la expresión de los rostros de sus consejeros, que incluso los que más odiaban al rey de Navarra no aprobarían que lo decapitaran así, sin proceso y como de pasada. Aquello recordaba un poco la ejecución de Raúl de Brienne, el antiguo condestable, decidida también obedeciendo un impulso de cólera, por razones jamás aclaradas, y que había sido un mal comienzo para su reinado.
Solamente Roberto de Lorris, el primer chambelán, parecía apoyar los deseos de venganza instantánea del soberano; pero ello respondía a una necesidad vulgar más que a la convicción. Había estado apartado de la corte varios meses porque, en opinión del rey, se había puesto demasiado de parte del navarro en el tratado de Mantes. Lorris necesitaba demostrar su fidelidad.
Nicolás Braque, que es hábil y sabe manejar al rey, trató de distraerlo hablando de Friquet de Fricamps. Creía que convenía que conservara de momento la vida para someterlo a un interrogatorio completo y severo.
Nadie duda de que el gobernador de Caen, tratado convenientemente, puede revelar secretos muy interesantes. ¿Cómo podrían conocerse todas las ramificaciones de la conspiración si no se conservaba con vida a ninguno de los prisioneros?
—Sí, sería una actitud sensata —dijo el rey—, que se conserve la vida de Friquet.
Entonces, Audrehem abrió una de las ventanas y gritó al rey de los auxiliares, que estaba en el patio:
—¡Hacen falta sólo cinco carros! —Recalcó sus palabras con un gesto y con la mano abierta. Cinco. De modo que se devolvió al alcalde uno de los carros.
—Si es sensato conservar a Fricamps, lo será todavía más guardar a su amo —dijo entonces el delfín.
Pasada la primera conmoción, el delfín había recuperado su calma y su aire reflexivo. Su honor estaba comprometido en el asunto. Trataba por todos los medios de salvar a su cuñado. Juan II había pedido a Juan de Artois que repitiese, para conocimiento general, lo que sabía de la conspiración.
—Pero «mi primo Juan» se había mostrado menos seguro frente al consejo, que ante el rey y a solas. Cuchichear a la oreja una delación parece poco arriesgado. Repetirla en voz alta, frente a diez personas, ya es más difícil. Después de todo, se trataba sencillamente de un chisme.
Una antigua servidora había visto... otro había oído...
Aunque en el fondo de su alma el duque de Normandía no podía dejar de conceder crédito a las acusaciones formuladas, las presunciones no le parecían muy firmes.
—Respecto del perverso yerno, creo que ya sabemos suficiente —dijo el rey.
—No, padre, no sabemos nada —respondió el delfín.
—Carlos, ¿cómo sois tan obtuso? —dijo el rey, encolerizado—. ¿No habéis oído que este perverso pariente, carente de fe y honor, esta bestia maligna, quería sangrarnos a ambos, a vos y a mí? Pues también a vos quería mataros. ¿Creéis que muerto yo, vos habríais sido un gran obstáculo para las empresas de vuestro buen hermano, que deseaban llevaros a Alemania en perjuicio de mi persona? Ansía nuestro lugar y nuestro trono, nada más y nada menos. ¿O bien continuáis tan seducido por su persona que os negáis a entender nada?
El delfín se mostró seguro y decidido:
—He oído perfectamente, padre; pero aquí no hay pruebas ni confesiones.
—¿Y qué pruebas queréis, Carlos? ¿La palabra de un primo fiel no os basta? ¿Esperáis yacer, empapado en vuestra propia sangre y atravesado como estuvo mi pobre Carlos de España para obtener la prueba?
El delfín se obstinó.
—Padre mío, hay presunciones muy graves, no lo niego; pero por el momento, nada más. Presunción no es delito.
—Presunción es delito para el rey, que está obligado a defenderse —dijo Juan II, el rostro enrojecido—. Carlos, no habláis como un rey, sino como un letrado de la universidad que se atrinchera tras sus gruesos libros.
Pero el joven Carlos no cedía.
—Si el deber real consiste en defenderse, más vale que los reyes no nos decapitemos unos a otros. Es vuestro yerno, sin duda felón, pero aun así vuestro yerno. ¿Quién respetará a las personas reales si los reyes se envían unos a otros al verdugo?
—Pues en ese caso, más le hubiera valido no comenzar él mismo —exclamó el rey.
Entonces intervino el mariscal de Audrehem para dar su opinión.
—Señor, esta vez el mundo dirá que vos habéis comenzado.
Archambaud, un condestable o un mariscal son personas de difícil manejo. Los instaláis en un cargo de autoridad y después, de pronto, lo usan para pelearse. Audrehem es un viejo guerrero (en realidad, no tan viejo; tiene menos años que yo), de todos modos, un hombre que mucho tiempo obedeció y calló y que presenció muchas tonterías sin poder decir una palabra. Ahora trató de recuperar el tiempo perdido.
—Si por lo menos hubiésemos atrapado a todos los zorros en la misma trampa —continuó—. Pero Felipe de Navarra está libre y se muestra tan encarnizado como el hermano. Si matamos al mayor, lo reemplazará el menor, que se alzará en armas con su partido y tratará igualmente con los ingleses, tanto más cuanto que es mejor caballero y tiene un espíritu más fogoso.
Luis de Orleans apoyó al delfín y al mariscal y explicó al rey que mientras tuviese en prisión a Carlos de Navarra, por eso mismo se impondría a los vasallos del prisionero.
—Conviene instruirle un prolongado proceso, destacar la sordidez de su alma, nadie os reprochará la sentencia. Cuando el padre de nuestro primo Juan cometió esos actos que todos conocemos, el rey nuestro padre se atuvo exclusivamente al juicio público y solemne. Y cuando nuestro gran tío Felipe el Hermoso descubrió la mala conducta de sus nueras, por rápida que fuese su sentencia se fundó en interrogatorios y fue dictada ante un público nutrido.
Nada de todo esto agradó al rey Juan, que se mostró irritado.
—¡Hermano, qué hermosos y qué provechosos ejemplos me ofrecéis! El gran juicio de Maubuisson deshonró y desconcertó a la familia real. En cuanto a Roberto de Artois, aunque ello desagrade a nuestro primo Juan, que sólo se le desterrase en lugar de arrestarlo y matarlo fue el origen de la guerra con Inglaterra.
Mi señor de Orleans, que no siente mucho afecto por su hermano mayor, y que se complace en contrariarlo, habría insistido entonces... me aseguran que dijo lo siguiente:
—Señor, hermano mío, ¿debo recordaros que Maubuisson no nos perjudicó demasiado? Sin Mubuisson, donde nuestro abuelo Valois, a quien Dios guarde, representó su papel, seguramente ahora nuestro primo de Navarra ocuparía el trono en lugar de ser vos mismo el rey. En cuanto a la guerra con Inglaterra, es posible que el conde Roberto la haya promovido, pero consagró a ella una sola lanza, la suya. Ahora bien, la guerra con Inglaterra dura ya más de dieciocho años...
Parece que el rey acusó la estocada. Se volvió hacia el delfín, lo miró con dureza:
—Es cierto, dieciocho años; exactamente vuestra edad, Carlos —dijo, como si le achacase la culpa de esa coincidencia.
—Habría sido más fácil expulsar del país a los ingleses si no nos hubiésemos batido siempre entre los franceses —apuntó Audrehem.
El rey guardó silencio un momento, en el rostro una expresión contrariada. Es necesario estar muy seguro de lo que uno piensa para defender una decisión cuando ninguno de los que os sirven la aprueba.
En estas cosas puede juzgarse el carácter de los príncipes. Pero el rey Juan no es un hombre decidido; es un hombre obstinado.
Nicolás Braque, que en los consejos aprendió el arte de aprovechar los silencios, suministró al rey una vía de escape, que dejaba a salvo tanto su orgullo como su rencor.
—Señor, ¿no es demasiado compasivo permitirle morir de golpe? Hace más de dos años que mi señor de Navarra os hace sufrir. ¿Y le concederéis un castigo tan breve? Si lo mantenemos en prisión, arreglaremos las cosas de modo que se sienta morir todos los días.
Además, apuesto a que sus partidarios no dejarán de organizar un intento de fuga. Cuando llegue el momento, podréis castigar a los que hoy esquivaron vuestra red. Y tendréis pretextos apropiados para descargar vuestra justicia sobre una rebelión tan evidente...
El rey aceptó este consejo y dijo que en efecto, su traidor yerno merecía expiar su culpa mucho más tiempo.
—Postergo esa ejecución. Ojalá no tenga que arrepentirme. Pero por ahora, que se apresure el castigo del resto. Hemos hablado bastante y perdido demasiado tiempo. —Al parecer temía que le indujesen a renunciar a otra cabeza.
Desde la ventana, Audrehem llamó de nuevo al rey de los auxiliares, y le mostró cuatro dedos. Y como no estaba seguro de que le hubiese entendido bien, envió a un arquero para decirle que se necesitaba una carreta menos.
—¡Deprisa! —repetía el rey—. Entregaremos a esos traidores.
Entregar... ¡Extraña palabra, que quizá sorprenda a los que no conocen bien a este extraño príncipe! Es su fórmula habitual, cuando ordena una ejecución. No dice: «Que entreguen a estos traidores al verdugo», lo que tendría sentido, sino «entregad a estos traidores». ¿Qué significa eso para él? ¿Entregarlos al verdugo? ¿Entregarlos a la muerte?
¿O se trata sencillamente de un error en el cual se obstina, porque dominado por la cólera su cabeza confusa ya no controla las palabras?
Archarnbaud, os cuento todo esto como si yo hubiera estado allí.
Ocurre que escuché el correspondiente relato en julio, apenas tres meses después, cuando el recuerdo aún estaba fresco, y de labios de Audrehem, de mi señor de Orleans y del propio delfín, y también de Nicolás Braque.
Por supuesto, cada uno recordaba sobre todo lo que él mismo había dicho. De ese modo, he reconstruido, y creo que con bastante exactitud y en detalle, el asunto completo. Acerca de esto escribí al Papa, a quien habían llegado versiones más breves y un tanto diferentes. En este tipo de cosas, los detalles son más interesantes de lo que se cree, porque arrojan luz sobre el carácter de las personas. Lorris y Braque son dos hombres muy hábiles en cuestiones de dinero, y deshonestos cuando se trata de conseguirlo; pero Lorris tiene un carácter bastante mediocre y en cambio Braque es un político sensato...
Continúa lloviendo... Brunet, ¿dónde estamos? Fontenoy... Ah, sí, ya recuerdo, era mi diócesis. Aquí se libró una batalla famosa, que tuvo graves consecuencias para Francia. Fontanetum, era su antiguo nombre.
Hacia el año 840 u 841. Carlos y Luis el Germánico derrotaron al germano Lotario, y después firmaron el tratado de Verdún. Y desde entonces el reino de Francia permaneció separado del Imperio... Con esta lluvia no se ve nada. Por otra parte, no hay nada que ver. De tanto en tanto los campesinos que trabajan la tierra encuentran la empuñadura de una espada, un casco enmohecido y que ya tiene quinientos años...
Continuemos, Brunet, continuemos.
El rey, de nuevo la cabeza cubierta por el yelmo, era el único que montaba con el mariscal, que a su vez se había vestido con un sencillo protector de malla. No era previsible que tuviera que afrontar peligros muy graves y, por lo tanto, no necesitaba vestir el atuendo propio de la batalla. Audrehem no es de esas personas que hacen gran ostentación guerrera cuando no corresponde. Si complacía al rey exhibir su yelmo real para asistir a cuatro decapitaciones, era asunto suyo.
El resto del grupo, del señor más grande al último arquero, iría a pie hasta el lugar del suplicio. El rey así lo había decidido, pues se trata de un hombre que pierde mucho tiempo organizando personalmente los detalles de los desfiles, deseoso de introducir novedades en las cosas menudas en lugar de dejar que todo se desarrolle de acuerdo con las costumbres.
No había más que tres carretas, porque las órdenes y las contraórdenes mal entendidas habían determinado que se devolviera una más de las debidas.
Muy cerca estaban Guillermo... no, no, no es Guillermo a la Cauche; estoy confundido, Guillermo a la Cauche es un ayuda de cámara; pero se trata de un nombre parecido... La Gauche, le Gauche, la Tanche, la Planche... ya ni siquiera sé si el nombre de pila es Guillermo; por otra parte, tiene poca importancia... De modo que cerca del rey estaban los auxiliares y el verdugo improvisado, blanco como un nabo por el tiempo que había permanecido en la celda; por lo que me dicen es un hombre menudo, y de ningún modo tal que pudiera creerse que era capaz de cuatro asesinatos; y el capuchino, que como hacen siempre los miembros de su orden manipulaba el cordel de cáñamo.
Descubiertos y las manos atadas a la espalda, los condenados salieron de la torre. El conde de Harcourt marchaba delante, con la chaqueta blanca desgarrada por el rey, de tal modo que podía vérsele la camisa también rota. Mostraba el hombro enorme, muy rosado, y el pecho adiposo. En un rincón del patio terminaban de afilar las hachas, utilizando una rueda.