Nadie miraba a los condenados, nadie se atrevía a mirarlos. Cada cual fijaba los ojos en un rincón del pavimento o del muro. Bajo el ojo vigilante del rey, ¿quién se habría atrevido a dirigir una mirada amistosa o siquiera compasiva a estos cuatro hombres destinados a morir? Incluso los que estaban al fondo del grupo reunido allí inclinaban la cabeza, no fuese que sus vecinos pudieran decir que habían leído en sus rostros...
Muchos censuraban al rey. Pero de ahí a demostrarlo... Muchos de ellos conocían de antiguo al conde de Harcourt, habían cazado con él, participado en torneos, cenado en su mesa, que era copiosa. Ahora parecía que nadie lo recordaba; era más interesante contemplar los techos del castillo y las nubes de abril. Así, Juan de Harcourt volvió hacia todos los rincones sus párpados cargados de grasa y no encontró un rostro en el cual volcar su infortunio. Ni siquiera el de su hermano.
¡Sobre todo el de su hermano! Caramba, una vez ajusticiado el hermano obeso, ¿qué haría el rey con sus títulos y bienes?
Se obligó a subir al primer carro al hombre que todavía y durante un momento era el conde de Harcourt. Lo consiguió no sin dificultad. Un quintal y medio, y con las manos atadas. Tuvieron que venir cuatro sargentos para empujarlo y levantarlo. Había paja en el fondo del carro, donde también se había cargado el tajo.
Cuando Juan de Harcourt estuvo en el carro se volvió hacia el rey como si quisiera hablarle; el rey inmóvil en su silla, revestido de malla, coronado de acero y oro, el rey justiciero, que deseaba dar a entender a todos que las, vidas del reino estaban sometidas a su decreto, y que el señor más rico de una provincia en un instante podía dejar de ser, si ésa era la voluntad del monarca. Y de Harcourt no dijo palabra.
El señor de Graville fue puesto en la segunda carreta y, en la tercera, reunieron a Maubué de Mainemares y a Colin Doublel, el escudero que había alzado su daga contra el rey, que parecía decir a los dos condenados: «Recuerda el día que asesinaste a mi señor de España; recuerda lo que ocurrió en el albergue de La Trucha que Huye.» Pues todos los presentes comprendían que, no en el caso de Harcourt, pero sí en los tres restantes, la venganza determinaba esa breve y torva justicia. Castigar a hombres a quienes se otorgó públicamente el perdón... Para proceder así, es necesario revelar nuevos agravios, y muy evidentes. Este episodio hubiera merecido la censura del Papa, una crítica muy severa, si el Papa no fuese tan débil...
En la torre, perversamente, se había obligado al rey de Navarra a acercarse a la ventana, para que no perdiese detalle del espectáculo.
Ese Guillermo, que no es la Gauche, se vuelve hacia el mariscal de Audrehem. El mariscal se vuelve hacia el rey... todo está a punto. El rey hace un gesto con la mano. Y el cortejo inicia la marcha.
Al frente, una escuadra de arqueros, con sombreros de hierro y perneras de cuero, el paso lento a causa del pesado equipo. Después, el mariscal, a caballo, evidentemente descontento. Más arqueros. Y después las tres carretas. Atrás, el rey de los auxiliares, el enflaquecido verdugo y el capuchino grasiento.
Y después el rey, erguido sobre los estribos, seguido por los sargentos de su guardia personal, y atrás una procesión de señores tocados con sombreros comunes de caza, manto de piel o cota de malla.
La ciudad parece silenciosa y vacía. Los ruaneses han obedecido prudentemente la orden de permanecer en sus casas. Pero las cabezas se agrupan detrás de los gruesos vidrios verdosos; las miradas se deslizan por el borde de las ventanas cuadriculadas de plomo. No pueden creer que el conde de Harcourt ocupe una de las carretas, el hombre a quien con tanta frecuencia vieron recorrer las calles de la ciudad; lo vieron esa misma mañana, con un soberbio cortejo. Sin embargo, por su obesidad se lo reconoce fácilmente... «Es él, te digo que es él.» Acerca del rey, cuyo yelmo casi sobrepasa la planta baja de las casas, no tienen la menor duda. Durante mucho tiempo lo tuvieron por duque... «Es él, es el rey...»
Pero no los habría dominado un temor más intenso si bajo las aberturas del casco hubiesen visto una cabeza de muerto. Los ruaneses se sentían descontentos, aterrorizados pero descontentos. Pues el conde de Harcourt siempre los había defendido, y ellos lo amaban. Y ahora cuchicheaban: «No, no es verdadera justicia. Nos atacan a nosotros.»
Las carretas avanzaban a los tumbos. La paja se deslizaba bajo los pies de los condenados, que conservaban dificultosamente el equilibrio.
Me han dicho que durante todo el trayecto Juan de Harcourt mantuvo la cabeza echada hacia atrás, y que los cabellos se le dividían sobre la nuca, que formaba gruesos pliegues. ¿Qué podía pensar un hombre como él mientras marchaba al suplicio y contemplaba un pedazo de cielo entre los aleros de las casas? Me pregunto siempre qué les pasa por la cabeza a los condenados a muerte, durante los últimos momentos...
¿Quizá se reprochaba no haber admirado bastante todas las cosas bellas que el buen Dios ofrece a nuestros ojos, cotidianamente? ¿O tal vez consideraba el absurdo de lo que nos impide aprovechar todos los beneficios del Creador? La víspera discutía los impuestos y las tasas...
¿O quizá pensaba que había actuado como un tonto? Pues su tío Godofredo lo había advertido, le había enviado un mensajero: «Partid de inmediato.» Godofredo de Harcourt se había olido enseguida la trampa.
«Este banquete de Cuaresma huele a emboscada.» Si el mensajero hubiese llegado un instante antes, si Roberto de Lorris no hubiese estado allí, al pie de la escalera... si... si... Pero la culpa no era del destino, sino de él mismo. Habría bastado que se marchara sin despedirse del delfín, que no buscase malas razones para ceder a su glotonería. «Partiré después del banquete; será lo mismo...»
Ya lo veis, Archambaud, la gente a menudo sufre graves desgracias por minúsculas razones, por un error de juicio o de decisión en una circunstancia que parece sin importancia, en la cual sigue la inclinación de su naturaleza. Una pequeñez, una nadería, y sobreviene la catástrofe.
Ah, cómo habrán deseado entonces gozar de la posibilidad de corregir sus actos, de retroceder en el tiempo para volver a la bifurcación en la cual eligieron mal. Juan de Harcourt aparta a Roberto de Lorris, le grita:
«Adiós, señor», monta a caballo, y todo es distinto. De nuevo ve a su tío, recupera su castillo, se reencuentra con su mujer y sus nueve hijos, y el resto de su vida se felicita de haber escapado al golpe del rey. A menos, a menos, si era su día fatal, que al alejarse no se rompiera la cabeza al chocar contra una rama en el bosque. ¡Quién puede conocer la voluntad de Dios! Y de todos modos, no debemos olvidar (precisamente lo que esta malvada justicia acabó por borrar), que Juan de Harcourt, en efecto, conspiraba contra la corona. Pues bien, no era el día del rey Juan, y Dios reservaba a Francia otras desgracias cuyo instrumento sería el propio rey.
El cortejo enfiló la cuesta que lleva al patíbulo, pero se detuvo a medio camino, en una gran plaza rodeada de casas bajas donde todos los otoños se celebra la feria equina, conocida como el Campo del Perdón. Sí, ése es su nombre. Los hombres de armas formaron a derecha e izquierda del sendero que atraviesa la plaza, y entre las filas dejaron un espacio de tres lanzas.
El rey, siempre montado, estaba en el centro, a un tiro de piedra del tajo que los sargentos habían sacado de la primera carreta, y para el cual buscaban un lugar donde el suelo fuese liso.
El mariscal de Audrehem desmontó y entre el séquito real destacaban las cabezas de los dos hermanos de Artois.
Qué pensarían éstos? El mayor era quien asumía la principal responsabilidad de estas ejecuciones. O no pensaban nada... «Mi primo Juan, mi primo Juan...» El séquito se dispuso en semicírculo. Muchos miraron a Luis de Harcourt mientras bajaban a su hermano; no hizo un solo gesto.
Los preparativos se prolongaban, los preparativos de esta justicia improvisada en un lugar utilizado para la feria. Alrededor de la plaza, desde las ventanas, muchos ojos contemplaban la escena.
El delfín-duque, con la cabeza inclinada bajo el sombrero perlado, se agitaba en compañía de su joven tío de Orleans, avanzaba unos pasos, se daba la vuelta, volvía a caminar, como quien intenta combatir un malestar. Y de pronto, el obeso conde de Harcourt se dirige a él, y a Audrehem, y grita con todas sus fuerzas: « ¡Ah!, señor duque, y vos gentil mariscal, por Dios, haced que hable al rey y así conseguiré disculparme, y le diré cosas que le serán de provecho, lo mismo que a su reino.»
Quienes lo oyeron sintieron el alma desgarrada por el acento de esa voz, un grito que era al mismo tiempo la última angustia y la postrera maldición.
Casi al instante, el duque y el mariscal se acercan al rey, que había oído a Juan de Harcourt tan bien como ellos. Casi tocan el caballo del monarca. «Señor, padre mío, por Dios, dejad que os hable.» «Sí, señor, permitid que os hable, y os aprovechará», insiste el mariscal.
¡Pero este Juan II es un copión! En el mundo de la caballería, copia a su abuelo Carlos de Valois, o al rey Arturo de las leyendas. Ha sabido que Felipe el Hermoso, una vez que había ordenado una ejecución, se mantenía inflexible. Entonces, copia; cree copiar al Rey de Hierro. Pero Felipe el Hermoso no se ponía un yelmo cuando no era necesario. Y no condenaba a tontas y a locas, ni basaba su justicia en la turbia cavilación de un sentimiento de odio.
«Entregad a estos traidores», repite Juan II desde el fondo del yelmo.
Seguramente se siente grande, en verdad se siente todopoderoso. El reino y los siglos recordarán su rigor. En realidad, acaba de perder una buena ocasión para reflexionar.
« ¡Sea! Ha llegado la hora de confesarnos», dice entonces el conde de Harcourt, y se vuelve hacia el sucio capuchino. Y el rey grita: «No, ¡no hay confesión para los traidores! »
Aquí no copia, sino que inventa. Juzga el delito de... bien, ¿qué delito?
El delito de ser sospechoso, el delito de haber pronunciado palabras desagradables que fueron repetidas... digamos el delito de lesa majestad, parecido al de los herejes o los relapsos. Pues Juan II fue ungido, ¿verdad?
Tu es sacerdos in aeternum
... De modo que se cree Dios en persona, y determina el lugar de las almas después de la muerte. A mi juicio, también por esto el Santo Padre debió reprenderlo duramente. «Sólo ése, el escudero...», agrega, señalando a Colin Doublel.
¿Qué pasa por este cerebro perforado como un queso? ¿Por qué esa discriminación? ¿Por qué otorga la confesión al escudero agresor que alzó el cuchillo contra él? Todavía hoy los ayudantes, cuando comentan ese momento terrible, se preguntan la razón de esta originalidad del rey.
¿Deseaba demostrar que la gravedad de la falta responde a la jerarquía feudal, y que el escudero que ha pecado es menos culpable que el caballero? O se trata sencillamente de que el arma blandida que busca el pecho real lo ha llevado a olvidar que Doublel también fue uno de los asesinos de Carlos de España, con la colaboración de Mainemares y Graville. Mainemares, un hombre alto y delgado que tironea sus ataduras y pasea la mirada furiosa; y Graville, que no puede hacer el signo de la cruz, pero murmura plegarias ostensiblemente... Si Dios quiere oír su arrepentimiento, lo oirá sin intermediarios.
El capuchino, que comenzaba a preguntarse qué estaba haciendo allí, se apresura a aferrar el alma que le dejan y cuchichea su latín al oído de Colin Doublel.
El rey de los auxiliares empuja al conde de Harcourt hacia el tajo.
«Arrodillaos, señor.»
El hombre obeso se desploma como un buey. Mueve las rodillas, seguramente porque hay guijarros que lo lastiman. El rey de los auxiliares pasa detrás del prisionero, le venda por sorpresa los ojos y lo priva de contemplar los nudos de la madera, la última cosa del mundo que tendrá ante sí.
Más bien hubiera debido vendarse al resto, para ahorrarles el espectáculo que seguiría.
El rey de los auxiliares (sí, es extraño que no recuerde su nombre; lo vi varias veces cerca del rey y recuerdo muy bien su rostro, el cuerpo alto y fuerte, la barba negra y espesa), el rey de los auxiliares aferra con las dos manos la cabeza del condenado, como si fuera una cosa, para disponerla bien, y separa los cabellos de modo que la nuca quede al descubierto.
El conde de Harcourt continúa moviendo las rodillas a causa de los guijarros... «¡Vamos, corta!», dice el rey de los auxiliares. Y ve, como todo el mundo, que el verdugo tiembla. No deja de balancear la gran hacha, de mover las manos sobre el mango, de buscar la distancia adecuada frente al tajo. Tenía miedo. Sí, se hubiera sentido más seguro con un puñal, en un rincón oscuro. Pero para este bandido, un hacha, y frente al
rey
y todos estos señores, y los soldados. Después de varios meses en prisión, sin duda no sentía sólidos los músculos, pese a que le habían servido una buena sopa y un jarro de vino para reponer fuerzas. Por otra parte, no le habían puesto una capucha, como se acostumbra a hacer, porque no la habían encontrado. De modo que en adelante todos sabrían que él había sido el verdugo. Criminal y verdugo. Una condición capaz de horrorizar a cualquiera. Y saberlo lo trastornaba, inquietaba a este Bétrouve que habría de conquistar su libertad ejecutando el mismo acto que lo había llevado a prisión. Veía la cabeza que tenía que cortar en el lugar donde hubiera debido poner la suya, poco después, si el rey no hubiese pasado por Ruan. Tal vez en este bandido había más caridad y más sentimiento de comunión, un lazo más firme con su prójimo que el que podía observarse en el rey.
«¡Corta! », tuvo que repetir el rey de los auxiliares. Bétrouve alzó el hacha, no recta sobre su propia cabeza como hace un verdugo, sino de costado, como un leñador que quiere abatir un árbol, y dejó que el hacha cayese por su propio peso. Cayó mal.
Hay verdugos que decapitan a un hombre de un solo golpe bien dado.
¡Pero éste no era así! El conde de Harcourt debía de haberse desvanecido, porque ya no movía las rodillas, pero no estaba muerto, pues la capa de grasa que le cubría la nuca había amortiguado el golpe del hacha.
Fue necesario reanudar la tarea. Peor aún. Esta vez el hierro penetró en un costado del cuello. La sangre brotó por una ancha herida que dejaba ver la grasa amarilla.
Bétrouve luchaba con su hacha, cuyo filo se había clavado en la madera del tajo, y que no podía volver a salir. El sudor le cubría el rostro.