«Monseñor de Bourges ha exigido demasiado. Su Eminencia no quiso provocar celos.» Y otorgaré uno o dos a Monseñor de Limoges, que se ha mostrado más discreto. ¿Acaso la gente no dirá que vine de Aviñón sólo para derramar favores y provechos sobre este Monseñor de Bourges?
Aprecio poco a las personas que intentan demostrar que tienen muchos peticionarios, y este obispo se equivoca si cree que hablaré en su favor y recomendaré se le otorgue el capelo cardenalicio.
Y además, he visto que se muestra muy indulgente con los hermanitos, a muchos de los cuales vi pasearse por los corredores de su palacio. Me vi obligado a recordarle la carta del Santo Padre contra estos franciscanos extraviados (la conozco muy bien, porque yo mismo la redacté), estos hombres que se atribuyen el ministerio de la predicación, que seducen a los simples con un hábito de fingida humildad y pronuncian discursos peligrosos contra la fe y el respeto debido a la Santa Sede. Le recordé que estaba obligado a corregir y castigar, según los cánones, a estos malhechores, y a implorar, si era necesario, el auxilio del brazo secular, como Inocencio VI hizo el año pasado, cuando permitió que quemasen a Juan de Chastillon y a Francisco de Arquate, que sostenían herejías... «Herejías, herejías... seguramente errores, pero es necesario comprenderlos. Y no se equivocan del todo. Además, los tiempos cambian...» Eso me contestó Monseñor de Bourges. Por mi parte, no simpatizo con estos prelados que comprenden demasiado bien a los malos predicadores y, en lugar de actuar, prefieren conquistar popularidad navegando del lado de donde sopla el viento.
Os agradeceré, don Francesco, que vigiléis un poco a ese señor mientras dure el viaje, y que evitéis que adoctrine a mis jóvenes, o que se vincule demasiado estrechamente con Monseñor de Limoges o con los restantes obispos que se agregarán a lo largo del camino.
Que el camino le parezca un poco duro, pese a que haremos etapas breves, porque los días se acortan y el frío es más intenso. Unas diez o doce leguas por jornada, nada más. No quiero que viajemos de noche.
Por eso hoy no pasaremos de Sancerre. Descansaremos bien esta noche.
Cuidado con el vino que se bebe. Es suave y fresco, pero produce más efecto de lo que parece. Informad a La Rue, y que él vigile a la escolta. No quiero borrachos con el uniforme del Papa... Os veo palidecer, Calvo.
Realmente, no soportáis la litera... No, descended, descended deprisa, os lo ruego.
De modo que el viaje a Alemania no se realizó y el navarro se sintió decepcionado. Volvió a Evreux y continuó conspirando. Pasaron tres meses; así, llegamos a fines de marzo del año pasado... sí, digo bien, del año pasado... o de este año, si queréis... pero como este año Pascua cayó el veinticuatro de abril, se trataba todavía del año pasado...
Sí, ya lo sé, sobrino; aunque en Francia festejamos el Año Nuevo el uno de enero, tenemos una tonta costumbre: en los archivos, los tratados y muchos documentos, iniciamos el año a partir de la Pascua.
La tontería, que origina mucha confusión, consiste en que fijamos el comienzo legal del año dependiendo de una fiesta que no es fija. De modo que algunos años tienen dos meses de marzo y en otros no hay abril...
Desde luego, habría que cambiar esto, en eso coincido completamente con vos.
Hace mucho tiempo que se habla de ello, pero nada se resuelve. El Santo Padre debería resolverlo de una vez por todas, y para toda la cristiandad. Y creedme, en Aviñón estamos peor que en otros sitios; pues en España, como en Alemania, el año comienza para Navidad; en Venecia, el uno de marzo; en Inglaterra, el veinticinco. De modo que cuando varios países firman un tratado concluido en primavera, jamás se sabe de qué año hablan. Imaginad que una tregua entre Francia e Inglaterra haya sido firmada los días que preceden a la Pascua; para el rey Juan el pacto está fechado en el año 1355, para los ingleses en 1356.
Oh, lo reconozco de buena gana, es la cosa más estúpida; pero nadie desea modificar sus costumbres, por detestables que sean, y se diría que los notarios, los escribientes, los prebostes y todos los miembros de la Administración se complacen en mantener las dificultades que desconciertan al pueblo llano.
Como decía, llegamos a los últimos días del mes de marzo, y el rey Juan tuvo un terrible acceso de cólera... Naturalmente, contra su yerno.
¡Oh!, admitamos que motivos de desagrado no le faltaban. En los Estados Generales de Normandía, reunidos en Vaudreuil ante el hijo de Juan; que ahora era el nuevo duque, se dijeron cosas muy feas contra el rey, algo que antes jamás se había oído, y las profirieron los diputados de la nobleza, aguijoneados por los Evreux-Navarra. Los dos Harcourt, tío y sobrino, fueron los más violentos, o por lo menos eso me dijeron, y el sobrino, el adiposo conde Juan, llegó a exclamar: «Por la sangre de Dios, este rey es mal hombre; no es un buen rey, y yo me cuidaré de él.» Por supuesto, el comentario llegó a oídos de Juan II. Y después, en los nuevos Estados del Langue d'Oil, que se celebraron poco después, los diputados de Normandía no comparecieron. Sencillamente, rehusaron asistir. No querían tener nada que ver con las ayudas y los subsidios, ni con pagarlos. Por otra parte, la asamblea observó que tanto la tasa como el impuesto sobre las ventas no habían rendido lo esperado. Entonces, se decidió reemplazarlos por un impuesto sobre la renta, al fin del año corriente.
Ya imagináis qué acogida tuvo esta medida, que obligaba a pagar al rey, al cabo del año, una parte de todo lo que se había recibido, percibido o ganado, y que a menudo ya se había gastado... No, esta norma no se aplicó en Périgord ni en ninguna región del Langue d'Oc. Pero conozco personas de mi región que se pasaron a los ingleses sencillamente por temor de que se les aplicase la medida. Este impuesto sobre la renta, unido al encarecimiento de los víveres, provocó disturbios en varios lugares, y sobre todo en Arras, donde el pueblo llano se sublevó, y el rey Juan tuvo que enviar a su condestable al frente de varias compañías de soldados para someter a estos revoltosos... No, todo esto no era motivo de regocijo. Pero por graves que sean sus dificultades, un rey debe conservar el dominio de sí mismo. Es lo que no hizo Juan esta vez.
Estaba en la abadía de Beaupré-en-Beauvaisis para asistir al bautismo del primogénito de mi señor Juan de Artois, conde de Eu desde que recibiera los bienes y los títulos de Raúl de Bienne, el condestable decapitado... Sí, es precisamente el hijo del conde Roberto de Artois, a quien por otra parte se parece mucho. Cuando uno lo ve, se impresiona; cree estar viendo al padre a la misma edad. Un gigante, una torre en movimiento. Los cabellos rojos, la nariz corta, las mejillas manchadas y los músculos que forman una línea desde la mandíbula hasta el hombro.
Para cabalgar necesita caballos muy robustos, y cuando carga, con su atuendo de batalla, abre un camino en el ejército enemigo. Pero ahí termina la semejanza. Su espíritu es totalmente opuesto al de su padre.
El padre era astuto, ágil, rápido, perverso, demasiado perverso. Éste tiene el cerebro como un mortero de cal bien endurecida. El conde Roberto era ingenioso, amigo de la conspiración, falsario, perjuro y asesino. Como si quisiera compensar las faltas de su padre, el conde Juan quiere ser un modelo de hombre de honor, leal y fiel. Vio a su padre degradado y exiliado. En su infancia, él mismo pasó un tiempo en prisión, con su padre y sus hermanos. Creo que aún no se acostumbró al perdón recibido y a la recuperación de la fortuna. Mira al rey Juan como si éste fuese el Redentor en persona. Además, lo conmueve llevar el mismo nombre de pila. «Mi primo Juan... Mi primo Juan...»
Alude al primo Juan cada tres palabras. Los hombres de mi edad, que conocieron a Roberto de Artois, aunque hayan tenido que sufrir las consecuencias de sus empresas no pueden dejar de experimentar cierta añoranza cuando ven la pálida copia que nos dejó. Ah, el conde Roberto era muy distinto. En su tiempo, la turbulencia que él provocó ocupó el primer plano. Cuando murió, pareció que el siglo había caído en el silencio. Incluso la guerra parecía menos rumorosa. ¿Qué edad tendría ahora? Veamos... bah... alrededor de setenta años. Sí, tenía fuerza suficiente para vivir tanto; pero una flecha perdida lo abatió en el campamento inglés, durante el sitio de Vannes... Lo único que puede decirse es que las pruebas de fidelidad que el hijo prodiga no tuvieron para la corona menor efecto que las traiciones del padre.
Pues fue precisamente Juan de Artois quien, poco antes del bautismo, quizá para agradecer al rey el gran honor de su apadrinamiento, le reveló la conspiración de Conches o lo que él creía una conspiración.
Conches... sí, ya os lo dije... uno de los castillos confiscados otrora a Roberto de Artois, y que pasó a manos de mi señor de Navarra por el tratado de Valognes. Aún quedan allí algunos viejos servidores de Artois, hombres que continúan guardando fidelidad a la familia.
Por eso, Juan de Artois pudo cuchichear al rey (un cuchicheo que se escuchaba hasta el fondo del salón), que el rey de Navarra se había reunido con su hermano Felipe, los dos Harcourt, el obispo Le Coq, Friquet de Fricamps, varios señores normandos que eran antiguos amigos, e incluso Guillermo Marcel (sí, uno de los sobrinos Marcel), y un señor llegado de Pamplona, Miguel de Ezpeleta, y que todos habían conspirado para atacar por sorpresa al rey Juan apenas éste viajase a Normandía. Allí lo matarían. ¿Era cierto o falso? Me inclino a creer que había parte de verdad y que, sin llegar al extremo de concretar los detalles de la conjura, habían considerado el asunto. Pues me parece muy propio del estilo de Carlos el Malo el hecho de que, fracasada la operación grandiosa que implicaba el apoyo del emperador de Alemania, no tuviese inconveniente en realizar la misma empresa pero en un marco de villanía, repitiendo el golpe de La Trucha que Huye. Tendremos que esperar a nuestra propia comparecencia ante el tribunal de Dios para conocer la verdad del asunto.
En todo caso es evidente que en Conches se discutió mucho para determinar si convenía ir a Ruan, una semana más tarde, el martes que precedía a la Cuaresma, para asistir al festín que el delfín, duque de Normandía, ofrecía a los más importantes caballeros normandos con el propósito de concertar un acuerdo. Felipe de Navarra aconsejaba rehusar; por su parte, Carlos se inclinaba a aceptar. El viejo Godofredo de Harcourt, el que cojea, se oponía, y lo decía en voz muy alta. Por otra parte, este hombre, que había disputado con el finado rey Felipe VI por un asunto matrimonial, en el cual se habían contrariado sus inclinaciones amorosas, ya no se consideraba obligado por ningún vínculo de vasallaje hacia la corona. Decía: «Mi rey es el inglés.»
Su sobrino, el obeso conde Juan, que sería capaz de atravesar el reino atraído por el aroma de un banquete, deseaba concurrir. Finalmente, Carlos de Navarra dijo que cada uno haría su voluntad, que él mismo iría a Ruan con quienes desearan acompañarlo, pero que aprobaba igualmente a los que no deseaban visitar al delfín, y que incluso era sensato que algunos no concurriesen, pues nunca había que apostarlo todo a una sola carta. El rey recibió otra información que venía a confirmar la sospecha de que se conspiraba contra él. Carlos de Navarra había dicho que, si el rey Juan moría, publicaría su anterior tratado con el rey de Inglaterra, en virtud del cual lo reconocía como rey de Francia, y que en todo se comportaría como su representante en el reino.
El rey Juan no reclamó pruebas. El primer cuidado de un príncipe debe ser siempre llegar a probar la relación, y esto vale tanto para la más plausible como para la más increíble. Pero nuestro rey carece absolutamente de esta prudencia. Se traga como si fueran huevos frescos todo lo que alimenta su rencor. Un espíritu más sereno habría escuchado, y después tratado de reunir informes y testimonios acerca de ese tratado secreto que acababan de revelarle. Y si llegaba a la conclusión de que la sospecha era válida, hubiera atacado enérgicamente a su yerno.
Pero el rey Juan consideró sin más que la cosa estaba probada y entró en la iglesia dominado por la cólera. Según me han dicho, mostró allí una actitud extraña; no escuchaba los rezos, respondía equivocadamente, miraba a todos con expresión enfurecida y volcó sobre la túnica de un diácono la brasa de un incensario con el cual había tropezado. No sé muy bien cómo bautizaron al retoño de los Artois, pero con semejante padrino creo que más vale renovar los votos de este pequeño cristiano si queremos que el buen Dios le conceda su misericordia.
Y apenas concluyó la ceremonia, estalló la tempestad. Los monjes de Beaupré jamás oyeron tantos y tan terribles juramentos, y tal parecía que el diablo había venido a instalarse en la garganta del rey. Llovía, pero Juan II no prestó atención al agua. Durante una hora larga se dejó empapar por la lluvia; se paseaba por el jardín de los monjes golpeando los costados de sus polainas (este ridículo calzado que el bello Carlos de España y él pusieron de moda), y obligó a todo su séquito, al señor Nicolás Braque, su mayordomo, el señor de Lorris, los demás chambelanes, el mariscal de Audrehem y el gran Juan de Artois, desconcertado y dolido, a empaparse con él. Ese día consiguió echar a perder millares de libras en terciopelo, bordados y pieles.
«En Francia soy el único amo —aullaba el rey—. Lograré que reviente ese sujeto perverso, esa alimaña, ese ser putrefacto que trama mi fin con todos mis enemigos. Lo mataré con mi propia mano. Le arrancaré el corazón con mis manos y cortaré en pedazos su cuerpo inmundo, ¿oís?
Habrá un pedazo para colgar de la puerta de cada uno de los castillos que por debilidad le entregué. Y que nunca más vengan a interceder por él, y que ninguno de vosotros tenga la malhadada idea de aconsejarme una reconciliación. Por otra parte, no permitiré que nadie alegue nada en defensa de este felón, y Blanca y Juana podrán llorar hasta cansarse; ya verán que en Francia soy el único amo.» Y repetía sin cesar esa frase: «En Francia soy el único amo», como si necesitara convencerse de que era el rey.
Se calmó un poco para preguntar cuándo se celebraba el banquete que su estúpido hijo ofrecía cortésmente a esa serpiente de yerno. «El Día de Santa Irene, el cinco de abril. El cinco de abril, para Santa Irene», repetía como si no lograra fijar en la mente una cosa tan sencilla.
Sacudió un momento la cabeza, como un caballo, para secarse un poco los cabellos amarillos empapados de lluvia. «Ese día iré a cazar a Gisors», dijo finalmente.