El delfín Humberto estaba tan hinchado de orgullo como comido de deudas. Deseaba vender, pero continuar gobernando una parte de lo que cedía, y también que después sus estados conservasen la independencia.
Primero intentó tratar con el conde de Provenza, rey de Sicilia, pero elevó demasiado el precio. Se volvió entonces hacia Francia, y me tocó la tarea de llevar a cabo las negociaciones. En el primer acuerdo cedió su corona, pero sólo después de su propia muerte... Había perdido a su hijo único... Parte al contado, ciento veinte mil florines, y parte en una pensión vitalicia. Después de este acuerdo hubiera podido vivir cómodamente. Pero en lugar de pagar sus deudas, despilfarró todo lo que había recibido porque fue a buscar gloria combatiendo a los turcos.
Apremiado por sus acreedores, tuvo que vender lo que le quedaba, es decir, la renta vitalicia. Acabó por aceptar esta alternativa, por doscientos mil florines más y veinticuatro mil libras de renta; ello no le impidió mantener una actitud soberbia. Afortunadamente para nosotros, ya no tenía amigos.
Diré modestamente que yo concerté el acuerdo que permitió mantener a salvo el honor de Humberto y de sus súbditos. El título de delfín vienés no sería utilizado por el rey de Francia, sino por el mayor de los nietos de Felipe VI, y después por su hijo mayor. Así, los habitantes del delfinado, hasta ese momento independientes, podían conservar la ilusión de tener un príncipe que reinaba únicamente sobre ellos. Por eso el joven Carlos de Francia, después de ser investido en Lyon, tuvo que hacer, durante el invierno de 1349 y la primavera de 1350, una visita a sus nuevos estados. Cortejos, recepciones, fiestas. Os repito que tenía apenas once años. Pero con esa facilidad propia de los niños para adoptar la actitud propia de su papel se acostumbró a que en las ciudades lo recibieran con aclamaciones; a caminar entre testas inclinadas; a sentarse en un trono mientras los criados se apresuraban a deslizarse bajo los pies buen número de piezas de seda, de modo que aquéllos no colgasen en el vacío; a recibir el homenaje de los señores y a escuchar gravemente las quejas de las ciudades. Sorprendió por su dignidad, su afabilidad, el buen sentido de sus preguntas. La gente se enternecía con su seriedad; las lágrimas brotaban de los ojos de los viejos caballeros y de sus viejas esposas cuando aquel niño les aseguraba su amor y su amistad, elogiaba sus méritos y les decía que daba por descontada su fidelidad. La más mínima palabra de un príncipe es objeto de glosas infinitas, de modo que para quien la escucha cobra mayor importancia. Pero tratándose de un jovencito, de una miniatura de príncipe, ¡qué anécdotas conmovidas provocaba con la frase más sencilla! «A esa edad, es imposible fingir.» Y, sin embargo, fingía e incluso le complacía fingir, como les ocurre a todos los niños. Fingía interesarse en cada uno de los que se acercaban, e incluso si el interlocutor tenía un ojo apagado y una boca desdentada; fingía satisfacción por el regalo que le traían, aunque ya hubiese recibido cuatro iguales; fingía autoridad cuando un consejo municipal venía a quejarse por un problema de peaje o algún litigio comunal... «Si hubo injusticia, se respetarán vuestros derechos. Deseo que se realice con diligencia la investigación.» Había comprendido muy pronto que hablar en tono decidido producía un efecto considerable sin comprometer a nada.
Aunque había estado varias semanas enfermo en Grenoble, aún no sabía que su salud sería tan precaria. Durante este viaje recibió la noticia de la muerte de su madre y de su abuela, y poco después sobrevino el nuevo matrimonio de su abuelo y de su padre: un golpe tras otro, hasta que le anunciaron que él mismo pronto desposaría a Juana de Borbón, que era su prima y que tenía la misma edad que él.
La ceremonia se celebró en Tain-l'Hermitage, a principios de abril, con gran pompa y con la presencia de muchos dignatarios de la Iglesia y la nobleza... De eso hace seis años.
Es un milagro que toda esta pompa no lo trastornase. En todo caso, ya había demostrado la inclinación, común a todos los príncipes de su familia, al gasto y el lujo. Auténticos manirrotos. Necesitan tener inmediatamente todo lo que les place. Quiero esto, quiero aquello. Comprar, poseer las cosas más bellas y más raras, las más extrañas y, sobre todo, las más caras: los animales salvajes, las joyas suntuosas, los libros iluminados, gastar y vivir en cámaras revestidas de seda y telas doradas de Chipre, adornar sus vestiduras con fortunas en piedras, deslumbrar.
Para el delfín, como para todas las personas de su linaje, es el signo del poder y la prueba, ante sus propios ojos, de la majestad. Una actitud ingenua que les viene de su antepasado, el primo Carlos, hermano de Felipe el Hermoso y emperador titular de Constantinopla, ese gran fanfarrón que tanto se agitó y agitó a Europa, y que durante un tiempo incluso soñó con el Imperio alemán. Un derrochador como pocos. Todos lo llevan en la sangre. En esta familia, cuando encargan zapatos piden veinticuatro, cuarenta o cincuenta y cinco pares al mismo tiempo... para el rey, para el delfín, para mi señor de Orleans. Es cierto que esas estúpidas polainas no soportan el lodo; las largas puntas se deforman, los bordados se ensucian y se arruina en tres días lo que llevó un mes de trabajo a los mejores artesanos que emplea la tienda de Guillermo Loisel, en París. Lo sé porque allí encargo mis pantuflas; pero me bastan ocho pares anuales. Y mirad: ¿acaso no voy siempre bien calzado?
Como la corte marca el tono, los señores y los burgueses se arruinan comprando pasamanería, pieles, joyas y otros objetos que satisfacen la vanidad. Se rivaliza, y cada uno pretende ser más que el resto. Pensad que para adornar el sombrero que llevaba mi señor el delfín, ese día de Ruan que os estoy relatando, se había utilizado una hilera de perlas grandes y otra de perlas pequeñas, ¡encargadas a Belhommet Thurel por trescientos o trescientos veinte escudos!
¿Puede extrañarnos que los cofres estén vacíos cuando todos gastan más de lo que tienen?
¡Ah, ya viene mi litera! Han cambiado el tiro. Y bien, volvamos a nuestro asiento...
Sea como fuere, hay un hombre que aprovecha estas dificultades financieras y que hace muchos negocios gracias a la penuria de la caja real; es el señor Nicolás Braque, el primer mayordomo, que es también el tesorero y el gobernador de la moneda. Ha organizado una pequeña compañía de banca, o mejor sería decir una compañía de estafas, que compra, a veces por los dos tercios, otras por la mitad e incluso por el tercio de su valor las deudas del rey y de su parentela. El mecanismo es sencillo. Un proveedor de la corte está al borde de la ruina porque desde hace dos años o más no se le paga nada, y ya no sabe cómo pagar a sus artesanos o comprar sus mercancías. Va a ver al señor Braque y le presenta sus facturas. El señor Braque es un hombre majestuoso; un individuo apuesto, siempre vestido con severidad, que dice únicamente lo necesario. Es muy eficaz cuando se trata de bajarle los humos a la gente.
Llega uno, furioso: «Esta vez tendrá que escucharme; le diré muchas cosas y no ahorraré palabras...» y, en un abrir y cerrar de ojos, se convierte en un individuo balbuceante y suplicante. El señor Braque deja caer sobre el visitante, como una ducha, algunas palabras frías y secas:
«Vuestros precios son exagerados, como ocurre siempre con los trabajos destinados al rey... la clientela de la corte acrecienta vuestro prestigio y así podéis hacer grandes negocios... si el rey se ve en dificultades para pagar, es porque todo el dinero de su Tesoro se destina a los gastos de la guerra... podéis achacar la culpa a los burgueses, que, como el maestro Marcel, no quieren pagar impuestos... puesto que sufrís tanto proveyendo al rey, os retiraremos los encargos...» Y cuando el quejoso comienza a mostrarse más humilde y aplacado, incluso temeroso, Braque le dice: «Si en verdad estáis en dificultades, trataré de ayudaros.
Puedo hablar con ciertos financieros, mis amigos, que se harán cargo de la deuda. Intentaré, oídme bien, intentaré que las compren pagando las cuatro sextas partes del valor, y vos firmaréis un recibo por el total. La compañía se hará reembolsar cuando Dios quiera reabastecer el Tesoro...
si eso llega un día. Pero no habléis del asunto, porque si lo hacéis, todos los habitantes del reino vendrán mañana con la misma petición. Os hago un gran favor.»
Después, apenas hay unos centavos en caja, Braque se apresura a decir al rey: «Señor, en defensa de vuestro honor y vuestro prestigio no deseaba prolongar esa lamentable deuda, sobre todo porque el acreedor estaba muy irritado y amenazaba provocar un escándalo. Por amor a vos he saldado esa deuda con mi propio dinero.» Y como él mismo se otorga prioridad, consigue que le reembolsen el total.
Por otra parte, Braque es quien ordena los gastos que se hacen en palacio, y así consigue que le hagan hermosos regalos por cada orden de compra. Este hombre tan honesto gana por los dos extremos.
El día del banquete se ocupaba menos de negociar el pago de los auxilios negados por los Estados de Normandía que de tratar con el alcalde de Ruan, el maestro Mustel, el descuento de los créditos de los mercaderes de esta ciudad. Pues continuaban impagadas algunas cuentas que databan del último viaje del
rey
, y otras incluso anteriores.
En cuanto al delfín, desde que era teniente del rey en Normandía, e incluso antes de recibir el título de duque, pedía y pedía pero jamás saldaba ninguna de sus cuentas. Y el señor Braque se entregaba a su tráfico habitual y aseguraba al alcalde que por amistad a él y a la estima que tenía a las buenas gentes de Ruan, les arrebataría el tercio de sus ganancias. Más aún, pues les pagaría en francos, una moneda devaluada. ¿Quién la había devaluado? El propio Braque, que decidía las modificaciones... Reconozcamos que cuando los Estados se quejan de los grandes funcionarios reales, tienen motivo para hacerlo. Cuando pienso que el señor Enguerrando de Marigny fue ahorcado antaño porque se le reprochó, diez años después del hecho, haber devaluado una vez la moneda... ¡pero si era un santo comparado con los manipuladores actuales!
¿Qué encontramos en Ruan digno de mención, aparte de los servidores habituales y de Mitton
el Loco
, el enano del delfín, que correteaba entre las mesas, llevando también él un sombrero cuajado de perlas...? Yo os pregunto si regalar perlas a un enano es el modo de gastar los escudos que uno no tiene. El delfín ha ordenado que lo vistan con un lienzo rayado que le tejen especialmente en Cantes... Desapruebo este modo de tratar a los enanos. Se los obliga a representar el papel de bufón, se los golpea, se hace burla de ellos. Después de todo, son criaturas de Dios aunque puede afirmarse que Dios no los hizo muy bien. Razón de más para demostrarles un poco de caridad. Pero por lo que se ve, las familias consideran una bendición la llegada de un enano.
« ¡Ah! Es pequeño. Ojalá que no crezca más. Podemos venderlo a un duque o quizás al rey... »
No, creo que ya he mencionado a todos los invitados importantes, entre ellos a Friquet de Fricamps, Graville, Mainemares, sí, ya los he nombrado... y después, por supuesto, el más importante de todos, el rey de Navarra.
El delfín le dedicaba su entera atención. Por lo demás, no necesitaba esforzarse mucho ni ocuparse del obeso Harcourt. Éste conversaba únicamente con las fuentes, y era inútil dirigirle la palabra mientras tragaba montañas de comida.
Pero los dos Carlos, el de Normandía y el de Navarra, los dos cuñados, hablaban mucho. O más bien, hablaba el de Navarra. No se habían visto desde el fallido viaje a Alemania, y era muy propio del navarro tratar de recuperar el dominio que antes ejercía sobre su joven pariente, apelando al halago, a las promesas de sincera amistad, a los recuerdo alegres y a los relatos agradables.
Mientras su servidor Colin Doublel depositaba los platos frente al amo, el de Navarra, alegre y encantador, desbordaba entusiasmo y desenvoltura... «Es el festejo de nuestro reencuentro; te agradezco profundamente, Carlos, que me permitas demostrar lo unido que me siento a ti; desde el día en que nos separamos me aburro...» Y recordaba las alegres reuniones del invierno precedente y las amables burguesas que se jugaban a los dados, y para quién la rubia, y para quién la morena. «La Cassinel está embarazada y nadie duda que de ti ...», y de allí pasaba a los reproches afectuosos... «¡Ah! ¿De modo que relataste a tu padre todos nuestros proyectos? De ese modo conseguiste el ducado de Normandía, y debo reconocer que jugaste bien tus cartas. Pero conmigo ahora podrás tener el reino entero...» Y al fin le decía, retornando la antigua táctica: «¡Confiesa que serías mejor rey que él!»
Y así averiguaba, sin aparentar siquiera que rozaba el tema, cuándo volverían a verse el delfín y el rey Juan, si se había fijado la fecha, si sería en Normandía... «Oí decir que fue a cazar por el lado de Gisors.»
Pero se encontró ante un delfín más reservado, más disimulado que antaño. Sí, afable, pero en guardia; respondía a tanto apremio sólo con sonrisas o inclinaciones de la cabeza.
De pronto, se oyó un tremendo estrépito de vajilla rota, que se impuso a la voz de los comensales. Mitton
el Loco
, que se ocupaba de imitar a los servidores cuando presentaban un mirlo, y que hacía piruetas sobre la fuente de plata más grande que había podido hallar, había dejado caer la fuente. Y abría la boca y señalaba la puerta.
Los buenos caballeros normandos, ya bastante embriagados, se divertían con lo que creían que era otra payasada. Pero muy pronto se les heló la sonrisa en los labios.
Pues en la puerta estaba el mariscal de Audrehem, armado de pies a cabeza, espada en mano, la punta hacia arriba, mientras clamaba con voz de trueno: «Que ninguno de vosotros mueva un dedo, si no quiere morir por esta espada.»
Ah, se ha detenido la litera. Sí... hemos llegado; no lo había advertido. Os contaré el resto después de la cena.
Muchísimas gracias, señor abate, me siento obligado con vos... No, de nada, os aseguro que no necesito nada, sólo que traigan algunos leños para el fuego... mi sobrino me hará compañía; conversaré con él. En efecto, señor abate, buenas noches. Os agradezco las plegarias que elevaréis por el Muy Santo Padre y por mi humilde persona... sí, y agradezco a vuestra piadosa comunidad... el honor es mío. Sí, os bendigo; el Señor os tenga en Su Santo Seno...
¡Uf! Si se lo hubiese permitido, este abate habría conversado hasta medianoche. Seguramente nació el Día de San Charlatán...