Ah, la incursión fue agradable y fácil para el príncipe de Inglaterra.
Necesitó apenas un mes para llevar a su ejército desde las orillas del Garona hasta Narbona y su mar, y se complació aterrorizando Tolosa, incendiando Carcasona y asolando Beziers. Dejó tras de sí una larga estela de terror, y con poco esfuerzo conquistó mucho renombre.
Su arte bélico, comprobado este año por nuestro Périgord, es sencillo: ataca lo que no está defendido. Envía una vanguardia que se adelanta bastante, e identifica las aldeas o los castillos que serán bien defendidos.
Evita éstos. Arroja sobre los restantes un nutrido cuerpo de caballeros y soldados, que caen sobre los burgos con horrible estrépito, dispersan a los habitantes, aplastan contra los muros a los que no huyeron con suficiente rapidez, despedazan o atraviesan todo lo que se ofrece a sus lanzas y sus mazas; después, la tropa se divide en varios grupos que caen sobre las aldeas, las residencias o los monasterios vecinos.
Atrás vienen los arqueros, que recogen las provisiones necesarias para la tropa y vacían las casas antes de incendiarlas; después vienen los escuderos y los infantes que acumulan el botín en las carretas y acaban de incendiar lo que aún se sostiene en pie.
Este ejército que bebe hasta hartarse avanza de tres a cinco leguas diarias, pero el miedo que provoca lo precede de lejos.
¿El propósito del Príncipe Negro? Ya os lo dije: debilitar al rey de Francia. Y es necesario reconocer que alcanzó su propósito.
Los grandes beneficiarios fueron los bordeleses y los viñateros, y es natural que hayan apoyado a su duque inglés. Estos últimos años soportaron un rosario de infortunios: la devastación de la guerra, las viñas incendiadas en los combates, las rutas comerciales inseguras, las ventas difíciles; a todo eso vino a sumarse la gran peste que obligó a destruir un barrio entero de Burdeos para sanear la ciudad. Y ahora, las calamidades de la guerra afectan a otros; era natural que se alegrasen. ¡A cada uno le llega su turno!
Apenas desembarcó, el príncipe de Gales ordenó acuñar moneda y promovió la circulación de hermosas piezas de oro, grabadas con la flor de lis y el león (el leopardo, como gustan decir los ingleses). Mucho más gruesas y pesadas que las francesas, marcadas con el cordero. «El león se comió al cordero», dice burlonamente la gente. Las viñas producen bien. La provincia está protegida. En el puerto hay mucho movimiento y la gente gana; en pocos meses se enviaron veinte mil toneles de vino, casi todos a Inglaterra. De modo que después del último invierno los burgueses de Burdeos tienen el rostro alegre y el vientre redondo como sus barricas. Sus mujeres visitan a menudo a los vendedores de telas, los orfebres y los joyeros. La ciudad pasa de fiesta en fiesta, y cada visita del príncipe, revestido de esa armadura negra que tanto le agrada y que le vale su sobrenombre, se celebra con festejos. Todas las burguesas lo aman. Los soldados, enriquecidos por el saqueo, gastan sin medida. Los capitanes de Gales y Cornualles se dan aires, y han logrado que ahora haya muchos cornudos en Burdeos, pues la fortuna no alienta la virtud.
Desde hace un año podría decirse de Francia que tiene dos capitales, y esto es lo peor que puede ocurrirle a un reino. En Burdeos, la opulencia y el poder; en París, la penuria y la debilidad. ¿Qué queréis?
Las monedas parisienses han sido modificadas ochenta veces desde el comienzo del reino. ¡Sí, Archambaud, ochenta veces! La libra
tournois
tiene a lo sumo la décima parte del valor que poseía antes del advenimiento del rey. ¿Cómo se pretende administrar un Estado con tales finanzas? Cuando se permite que los precios de todos los artículos se inflen desmesuradamente, y cuando al mismo tiempo se devalúa la moneda, cabe suponer que sobrevendrán grandes dificultades y disturbios. Francia ya conoce las dificultades, y los disturbios se aproximan.
¿Qué hizo, pues, nuestro astuto rey, el invierno pasado, para conjurar los peligros que todos veían? Como ya no podía obtener ayuda del Languedoc, después de la incursión inglesa, convocó los Estados Generales del Langue d'Oil. La asamblea no le aportó resultados satisfactorios.
Para aceptar el decreto de un impuesto excepcional de ocho denarios por libra, aplicable a todas las ventas, un gravamen muy pesado para todos los oficios y los negocios, además de una tasa especial sobre la sal, los diputados se hicieron rogar mucho y formularon graves exigencias.
Querían que la recaudación estuviese a cargo de recaudadores.
especiales elegidos por ellos; que el dinero de estos impuestos no fuese a parar a manos del rey ni de los funcionarios que lo sirven; que si estallaba otra guerra, no se aprobasen impuestos sin que ellos hubiesen deliberado... ¡Qué sé yo cuántas cosas más! Los miembros del Tercer Estado se mostraron muy vehementes. Pusieron como ejemplo las comunas de Flandes, donde los burgueses se gobiernan por sí mismos, o bien el Parlamento de Inglaterra, que limita los derechos reales mucho más que los Estados de Francia. «Hagamos como los ingleses, puesto que eso les da buenos resultados.» Un defecto de los franceses consiste en que, cuando afrontan una dificultad política, buscan modelos en el extranjero, en lugar de aplicar escrupulosa y exactamente sus propias leyes. Por eso mismo, no debe extrañarnos que la nueva reunión de los Estados Generales, adelantada por el delfín, arrojase los resultados negativos que os explicaba el otro día. El preboste Marcel ya se ejercitó el año anterior... ¿No hablé con vos de ese asunto?
Ah, no, en efecto, fue con Calvo... Después no ha viajado conmigo; está enfermo en su litera...
Seguramente preguntaréis qué hacía entretanto el navarro. El navarro trataba de convencer al rey Eduardo de que no lo había traicionado cuando aceptó tratar con Juan II en Valognes, que sus sentimientos hacia el inglés eran los mismos de siempre, que había fingido concertar un acuerdo con el rey de Francia sólo para servir mejor los planes ingleses y navarros, y que en poco tiempo más los hechos lo demostrarían. En otras palabras, que esperaba la primera ocasión para traicionar.
Sin embargo, trataba de consolidar su amistad con el delfín apelando a todos los medios. La seducción, el halago, el placer, e incluso utilizando a las mujeres, pues sé de ciertas señoritas, entre ellas la Graciosa, a quien seguramente ya he mencionado, y también una tal Biette Cassinel, que son muy fieles al rey de Navarra, y de las cuales se afirma que se consagraron con mucho entusiasmo a las fiestecitas de los dos cuñados. Favorecido por esta situación y convertido en maestro del pecado, el navarro comenzó disimuladamente a malquistar al delfín con su padre.
Le decía que el rey Juan no lo amaba, aunque era su hijo mayor, y era cierto. Que era un mal rey. Lo cual también era verdad. Que, después de todo, sería obra piadosa ayudar a Dios, y sin llegar al extremo de abreviar sus días, por lo menos apartarlo del trono. «Hermano mío, seríais mejor rey que él. No esperéis hasta que os deje un reino descalabrado.» Un joven se deja convencer fácilmente por esta canción. «Os aseguro que ambos podemos ejecutar la tarea. Pero necesitamos obtener apoyos en Europa.» Concibieron entonces la idea de ver al emperador Carlos IV, tío del delfín, para solicitar su apoyo y pedirle tropas. Nada menos. ¿Quién tuvo la maravillosa idea de llamar a un extranjero para resolver los asuntos del reino, y ofrecer al emperador, que ya da tanto trabajo al papado, la posición de árbitro de la suerte de Francia? Tal vez el obispo Le Coq, ese mal prelado, arrimado por el navarro al séquito del delfín. De todos modos, el asunto estuvo bien organizado y se promovió enérgicamente...
¿Qué? ¿Por qué nos detenemos cuando yo no lo ordené? ¡Ah! Algunas carretas bloquean el camino. Por supuesto, ya estamos en las afueras de la ciudad. Que despejen el camino. No me agradan estas paradas imprevistas. Uno nunca sabe... Cuando ocurra algo como esto, que la escolta rodee mi litera. Hay salteadores audaces que no se asustan del sacrilegio, y para ellos un cardenal sería una presa interesante...
Bien, el viaje de los dos Carlos, el de Francia y el de Navarra, se decidió en secreto, y ahora sabemos incluso quiénes debían acompañarlos a Metz: el conde de Namur, el conde Juan de Harcourt, ese hombre corpulento que, como os relataré después, habría de sufrir una desgracia; también un Boulogne, Godefroy, y Gaucher de Lor, y por supuesto, los señores de Graville, de Clères y de Aunay, Maubué de Mainemares, Colin Doublel y el inevitable Friquet de Fricamps, es decir, los conjurados de La Trucha que Huye. Y también, cosa interesante porque creo que ellos financiaban la expedición, Juan y Guillermo, dos sobrinos del preboste, amigos del rey de Navarra y convidados a sus fiestas. ¡Conspirar con un rey emociona siempre a los burgueses ricos y jóvenes!
La partida debía realizarse para San Ambrosio. Treinta navarros esperarían al delfín en la barrera de Saint-Cloud, al caer la tarde, para llevarlo a la residencia de su primo en Mantes y, desde allí, el séquito pasaría al Imperio.
Y después, después... No es posible que las cosas le salgan mal siempre a un hombre con mala suerte, e incluso el más tonto de los reyes no consigue fracasar constantemente. La víspera, Día de San Nicolás, nuestro Juan II se enteró del asunto. Ordena llamar a su hijo, lo presiona cumplidamente, y el delfín le confiesa el proyecto, y comprende al mismo tiempo que se ha equivocado, no sólo en perjuicio propio sino del reino.
Debo confesar que aquí el rey Juan se comportó más hábilmente que de costumbre. Reprocha a su hijo únicamente haber deseado salir del reino sin autorización y le demuestra su benevolencia concediéndole el perdón inmediato y el olvido de la falta y, como comprende que su heredero posee cierta capacidad de decisión personal, declara que desea vincularlo más estrechamente a las responsabilidades del trono; en definitiva, lo nombra duque de Normandía. Era tenderle una celada, porque lo enviaba a un ducado completamente poblado de partidarios de los Evreux-Navarra. Pero fue una buena jugada.
Al delfín sólo le restaba informar al Malo que devolvía su libertad a todos los que habían participado en el plan.
Es evidente que este asunto no acentuó el amor del padre por el hijo, y para el caso poco importó que el despecho se disimulase con tan hermoso reglo. Pero es necesario destacar que el odio del rey a su yerno comenzó a adoptar la forma de un sentimiento endurecido, como la pasta recocida seis veces. Matar al condestable del rey, fomentar disturbios, desembarcar tropas, conspirar con el enemigo inglés... ¡y todavía no sabía hasta qué punto! Finalmente, incitar a la rebelión a su propio hijo, era demasiado; el rey Juan esperaba la hora propicia para cobrar todas las cuentas al navarro.
Nosotros, que observábamos estas cosas desde Aviñón, estábamos cada vez más inquietos y veíamos aproximarse circunstancias extremas.
Algunas provincias se habían separado, otras soportaban el pillaje y el saqueo de las tropas extranjeras; la moneda devaluada, el tesoro vacío y la deuda cada vez mayor; los diputados rezongones y vehementes; los grandes vasallos obstinados en sus querellas; un rey servido únicamente por sus consejeros inmediatos y, finalmente, para remate, un heredero del trono dispuesto a solicitar la ayuda extranjera contra su propia dinastía... Dije al Papa: «Muy Santo Padre, Francia se divide.» No me equivocaba. Sólo me equivoqué sobre del momento en que eso ocurriría.
Creía que el derrumbe sobrevendría en dos años. Ni siquiera fue necesario que pasara uno. Y aún no habíamos visto lo peor. ¿Qué queréis? Si la cabeza carece de firmeza, ¿cómo pueden sostenerla los miembros? Ahora debemos tratar de recomponer los fragmentos, y hacerlo cueste lo que cueste; con ese propósito, necesitamos recurrir a los buenos oficios de Alemania, y conferir más autoridad a este mismo emperador cuya arrogancia hubiéramos deseado frenar. ¡Confesad que es una situación muy ingrata!
Ahora, Archambaud, montad vuestro caballo y avanzad a la cabeza del cortejo. Aunque sea tarde, deseo que cuando entremos en Bourges la gente vea flotar el pendón de Périgord al lado del estandarte de la Santa Sede. Y descorred las cortinas de mi litera, porque así podré dispensar mi bendición.
Oh, este Monseñor de Bourges me ha irritado bastante durante los tres días que pasamos en su palacio. ¡Un prelado cuya hospitalidad molesta y agobia! Siempre tironeando de nuestra sotana para conseguir algo. Y cuántos protegidos y clientes tiene este hombre, cuántos individuos a los cuales prometió algo y cuyas necesidades debemos atender.
«Permitidme presentar a Su Muy Santa Eminencia un empleado muy meritorio... Su Muy Santa Eminencia tal vez acepte pasar su benévola mirada sobre el canónigo no sé cuántos... Me atrevo a recomendar a los favores de Vuestra Muy Santa Eminencia...» Ayer por la tarde tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no decirle: « ¡Obispo, idos al infierno y dad... sí, la paz a mi Santa Eminencia! »
Don Francesco, esta mañana os llamé... confío en que ahora toleréis mejor el balanceo de mi litera; por otra parte, seré breve... con el fin de recapitular exactamente lo que le concedí, y nada más. Pues ahora que está en camino con nosotros no se privará de afirmar que yo acepté tales y cuales peticiones que él me hizo. En efecto, me dijo: «¡Respecto de las dispensas menores, de ningún modo quiero fatigar a Vuestra Muy Santa Eminencia; las explicaré al señor Francisco Calvo, que sin duda es persona de mucho saber, o también al señor de Bousquet...!» ¡Vaya! No traje conmigo a un auditor pontificio, dos doctores, dos licenciados en leyes y cuatro bachilleres para descubrir la ilegitimidad de todos los hijos de sacerdotes que dicen misa en esta diócesis, o que poseen algún beneficio. Por otra parte, es extraordinario que después de todas las dispensas que concedió durante su pontificado mi santo protector, el papa Juan XXII (casi cinco mil, y más de la mitad de esa cifra a bastardos de curas, por supuesto con penitencia en dinero, lo que contribuyó mucho a restaurar el tesoro de la Santa Sede), aparezcan ahora tantos tonsurados que son los frutos del pecado.
En mi carácter de legado del Papa, tengo derecho de conceder diez y sólo diez dispensas en el curso de mi misión. He otorgado dos a Monseñor de Bourges; ya es demasiado. Respecto a los cargos de notario, tengo derecho a otorgar veinticinco, y están destinados a hombres que me hayan prestado servicios personales y no a los individuos que se deslizaron entre los papeles de Monseñor de Bourges. Le daréis uno, y para el caso conviene elegir al más estúpido y al menos meritorio, para que de esto le vengan solamente dificultades. Si se asombra, le responderéis: « ¡Ah!, Monseñor me recomendó expresamente...» No distribuiremos ninguno de los beneficios sin cargo de almas, llamados también mandas, y que pueden corresponder a eclesiásticos o a laicos.