Pero, Archambaud, sin duda también comprendéis por qué el rey Eduardo apoya con tanta firmeza a este Carlos el Malo que lo ha engañado muchas veces. Ocurre que la pequeña Navarra y el gran condado de Evreux son peones, no sólo en la disputa de Eduardo con Francia, sino en su juego de unión de reinos, el plan que él rumia constantemente. ¡Por supuesto, es conveniente que los reyes también sueñen un poco!
Poco después de la embajada de los caballeros Morbecque y Brévand, mi señor Felipe de Evreux-Navarra, conde de Longueville, viajó en persona a Inglaterra.
Rubio, alto, de carácter orgulloso, Felipe de Navarra es tan leal como su hermano mezquino; de modo que, por fidelidad a este hermano, acepta, pero con el corazón convencido, todas las villanías. No tiene tanto talento con la palabra como su hermano mayor, pero seduce con la calidez de su alma. Agradó mucho a la reina Felipa, que dijo que se parecía en todo a su esposo cuando éste tenía la misma edad. No es asombroso; son primos muy cercanos.
¡La buena reina Felipa! Ha sido una señorita redonda y rosada que prometía engordar, como les ocurre a menudo a las mujeres del Hainaut.
Cumplió su promesa.
El rey la amó mucho; pero con el correr de los años él tuvo otros arrebatos del corazón, escasos pero violentos. Tuvo a la condesa de Salisbury, y ahora tiene a la señora Alice Perrère o Perrières, una dama de la reina. Para calmar su despecho, Felipa come y engorda cada vez más.
¿La reina Isabel? Sí, aún vive; por lo menos, vivía el mes pasado. En Castle Rising, un castillo grande y triste donde su hijo la encerró después de ordenar la ejecución de su amante, lord Mortimer, hace veintiocho años. Si hubiera gozado de libertad, le habría causado excesivas preocupaciones. La Loba de Francia... La visita una vez por año, para Navidad. Ella es quien tiene derecho sobre Francia. Pero también es ella quien provocó la crisis dinástica cuando denunció el adulterio de Margarita de Borgoña, y la que suministró buenos motivos para apartar de la sucesión a los descendientes de Luis el Obstinado. Reconoceréis que es irónico ver, cuarenta años después, al nieto de Margarita de Borgoña y al hijo de Isabel unidos en una alianza. ¡Ah, es suficiente vivir para verlo todo!
Y así tenemos a Eduardo y a Felipe de Navarra, en Windsor, reanudando los trabajos de este tratado interrumpido, cuya primera piedra fue puesta durante las conversaciones de Aviñón. Es un tratado secreto. En los borradores iniciales, los nombres de los príncipes contra-tantes no figuraban. El rey de Inglaterra aparece como el Mayor y el rey de Navarra como el Menor. ¡Como si esto bastara para disimular, y como si el sesgo de los párrafos no demostrase claramente de quién se trata!
Son las precauciones de las cancillerías, que no engañan en absoluto a nadie. Cuando uno quiere que un secreto esté bien guardado, conviene no escribirlo; eso es todo.
El Menor reconocía al Mayor como legítimo rey de Francia. Siempre lo mismo; es el principio y el eje de las cosas; es la clave de la bóveda del acuerdo. El Mayor reconoce al Menor el ducado de Normandía, los condados de Champaña y de Brie, el vizcondado de Chartres y todo el Languedoc, con Tolosa, Béziers y Montpellier. Parece que Eduardo no cedió en lo referente al asunto de Angoumois... Seguramente opina que está demasiado cerca de Guyena. Si este tratado entra en vigor, Dios no lo quiera, no permitiría que Navarra meta cuña entre Aquitania y el Poitou. En compensación, habría concedido Bigorre, algo que a Febo, si está enterado, no debe gustarle demasiado. Como veis, sumando todas estas regiones tenemos un pedazo importante de Francia, un pedazo muy grande. Y es sorprendente que un hombre que pretende reinar sobre una nación entera entregue tanto a un solo vasallo. Pero, por una parte, esta especie de virreinato que Eduardo otorga a Carlos de Navarra responde bien a su idea favorita, la de un nuevo imperio y, por otra, cuanto más extensas son las posesiones del príncipe que lo reconoce como rey, más se ensancha el asiento territorial de su propia legitimidad.
En lugar de verse obligado a conquistar las naciones una tras otra, puede afirmar que todas estas provincias lo reconocen simultáneamente.
En cuanto al resto, la división de los gastos de la guerra, el compromiso de abstenerse de pactar treguas por separado, son cláusulas acostumbradas y copiadas del proyecto precedente. Pero la alianza recibe la denominación de «alianza perpetua».
Olvidé relatar que se desarrolló una escena cómica entre Eduardo y Felipe de Navarra, porque éste reclamaba que se incluyese en el tratado el pago de cien mil escudos, jamás entregados, que figuraban en el contrato de matrimonio entre Carlos de Navarra y Juana de Valois.
El rey Eduardo se mostró extrañado.
—¿Por qué debo pagar las deudas del rey Juan?
—Es natural. Lo reemplazáis en el trono; por lo tanto, lo reemplazáis también en el cumplimiento de sus obligaciones.
Al joven Felipe no le falta aplomo. Es necesario tener su edad para atreverse a decir estas cosas.
Eduardo III se echó a reír, pese a que normalmente no lo hace en este género de situaciones.
—Sea. Pero cuando haya sido consagrado en Reims. No antes de la consagración.
Felipe de Navarra regresó a Normandía el tiempo necesario para pasar al pergamino lo convenido, discutir las condiciones artículo por artículo, pasar notas de una orilla a otra de la Mancha («El Mayor... el Menor»).
Eso sumado a los problemas de la guerra determinó que el tratado, siempre secreto, siempre conocido, por lo menos por quienes tenían interés en conocerlo, fuese firmado sólo a principios de septiembre, en el castillo de Clarendon, hace apenas tres meses, poco antes de la batalla de Poitiers. ¿Firmado por quiénes? Por Felipe de Navarra, que con ese propósito realizó otro viaje a Inglaterra.
Archambaud, ahora comprendéis por qué el delfín, que como os dije antes se había opuesto vigorosamente al arresto del rey de Navarra, lo mantiene obstinadamente en prisión, en momentos en que, dado su carácter de gobernante del reino, muy bien podría liberarlo, como lo inducen a hacer muchas personas. Mientras el tratado ostente una sola firma, la de Felipe de Navarra, se lo puede considerar nulo. En cuanto Carlos lo ratifique, todo cambiará.
A estas horas el rey de Navarra, prisionero en Picardía del rey de Francia, aún no sabe (seguramente es el único mantenido en la ignorancia), no sabe que han reconocido como rey de Francia al de Inglaterra, aunque es un reconocimiento sin valor porque no puede firmarlo.
Y todo esto constituye una hermosa trama de embrollos, en la que ni siquiera una gata reconocería sus gatitos. ¡Y ahora trataremos de desatar los nudos en Metz! Estoy seguro de que dentro de cuarenta años nadie entenderá absolutamente nada de este asunto. Quizás excepto vos, o vuestro hijo, porque habéis oído mi relato.
¿No os había dicho que tendríamos noticias en Sens? Y buenas noticias. El delfín dejó allí a sus Estados Generales inquietos y estrepitosos, esa asamblea en la cual Marcel reclama la destitución del Gran Consejo, y el obispo Le Coq, al mismo tiempo que ruega por la liberación de Carlos el Malo, olvida su propio discurso y empieza a hablar de deponer al rey Juan... Sí, sí, sobrino mío, a eso hemos llegado; fue necesario que la persona que estaba al lado del obispo le aplastase el pie para que reaccionara y dijese que los Estados Generales no podían deponer a un rey, pero que el Papa, a petición de los Tres Estados...
Bien, el delfín adoptó una decisión y ayer lunes partió también para Metz. Con dos mil jinetes. Alegó que los mensajes recibidos del emperador lo obligaban a acudir a su dieta, por el bien del reino. Sí... y sobre todo mi mensaje. Me escuchó. Así, los Estados Generales están suspendidos en el vacío, y se dispersarán sin haber podido llegar a ninguna conclusión. Si la ciudad se mostrase demasiado turbulenta, él podría llegar con sus tropas. La mantiene amenazada...
Otra buena noticia: el Capocci no viene a Metz. Rehúsa encontrarse conmigo. Feliz rechazo. Adopta una postura contraria a la del Santo Padre y yo me desembarazo de él. Envío al arzobispo de Sens a escoltar al delfín, que acompaña ya al arzobispo-canciller, Pedro de La Foret; de modo que habrá dos hombres sensatos que lo aconsejarán. Por mi parte, tengo a doce prelados en mi séquito. Es suficiente. Ningún legado tuvo tantos jamás. Y nada de Capocci. Realmente, no entiendo por qué el Santo Padre se obstina en la idea de agregarme a este hombre, y rehúsa llamarlo. En primer lugar, sin él, yo habría partido antes... de veras, fue una primavera perdida.
Desde que conocimos el asunto de Ruan, recibimos en Aviñón las cartas del rey Juan y el rey Eduardo, y supimos después que el duque de Lancaster equipaba una nueva expedición, mientras que la hueste de Francia había sido convocada para el uno de junio, adiviné que todo tomaba mal sesgo. Dije al Santo Padre que era necesario enviar un legado, y él aceptó mi propuesta. El Santo Padre gemía al contemplar el estado de la cristiandad. Yo estaba dispuesto a partir esa misma semana. Se necesitaron tres semanas para redactar las instrucciones. Yo le decía: «Pero ¿qué instrucciones,
sanctissimus Pater
? No hay más que copiar las que habéis recibido de vuestro predecesor, el venerado Clemente VI, para una misión muy parecida, hace diez años. Eran excelentes. Mis instrucciones consisten en hacer todo lo posible para impedir la reanudación general de la guerra.»
Quizás en el fondo de sí mismo, sin tener conciencia de ello, pues ciertamente es incapaz de un pensamiento malintencionado, no deseaba muy intensamente que yo triunfase donde él había fracasado otrora, antes de Crécy. Por lo demás, lo confesó. «Eduardo III me desairó perversamente, y temo que os ocurra lo mismo. Eduardo III es un hombre muy decidido; no es fácil desviarlo de su meta. Además, cree que todos los cardenales franceses han tomado partido contra él. Enviaré con vos a vuestro
venerabilis frater
Capocci.» Ésa fue su idea.
¡Venerabilis frater!
Cada Papa debe cometer por lo menos un error durante su pontificado, porque de lo contrario sería el buen Dios en persona. Pues bien, el error de Clemente VI es haber dado el capelo a Capocci.
«Y además —me dijo Inocencio—, si alguno de vosotros llegase a enfermar... Nuestro Señor no lo quiera... el otro podría continuar la misión.» Como siempre se siente enfermo, nuestro pobre Santo Padre quiere que todos también estén en esa situación, y así se muestra dispuesto a otorgar la extremaunción apenas uno estornuda. Archambaud, ¿me habías visto enfermo desde que iniciamos nuestro viaje?
Pero a este Capocci el traqueteo del camino le destroza los riñones; tiene que detenerse cada dos leguas para orinar. Un día sufre de fiebre, otro tiene flujo del vientre. Quería conseguir los servicios de un médico, el maestro Vigier, que como sabéis no está abrumado de trabajo, o por lo menos no lo está por mí. Para mí, es buen médico el hombre que todas las mañanas me palpa, me ausculta, me mira el ojo y la lengua, examina mi orina, no me impone excesivas privaciones ni me sangra más de una vez por mes, y que me mantiene con buena salud... Y después, ¿los preparativos de Capocci? Es de la clase de personas que intrigan e insisten para que se les encargue una misión, y apenas la obtuvieron formulan nuevas exigencias. Un secretario papal no era suficiente, necesitaba dos. Cabe preguntar con qué propósito, pues todas las cartas destinadas a la Curia, antes de separarnos, yo las dictaba y las corregía.
En definitiva, todo esto determinó que partiésemos al tiempo del solsticio, el veintiuno de junio. Demasiado tarde. Es imposible impedir la guerra cuando los ejércitos comenzaron a marchar. Se los detiene en la cabeza de los reyes, cuando la decisión aún vacila. Os lo repito, Archambaud, una primavera perdida.
La víspera de la partida, el Santo Padre me recibió a solas. Tal vez se arrepentía un poco de haberme castigado con este inútil compañero. Fui a verlo a Villeneuve, donde reside, pues se niega a vivir en el gran palacio construido por sus predecesores. Para su gusto es excesivamente lujoso, hay demasiada pompa, un personal muy numeroso, e Inocencio ha querido satisfacer al pueblo, que reprocha al papado una vida excesivamente fastuosa. ¡La opinión pública! Unos cuantos escribas, para quienes el mundo se resume en un escrito, algunos predicadores enviados por el diablo a la Iglesia con el fin de provocar la discordia. Con éstos bastaría una buena excomunión, una medida severa; con aquéllos una prebenda, o un beneficio, acompañados de ciertas honras, pues la envidia es a menudo la razón de sus protestas; lo que quieren corregir, en el mundo, es el lugar demasiado estrecho que, a sus propios ojos, ellos mismos tienen. Ved el caso de Petrarca, de quien me habéis oído hablar, el otro día, con Monseñor de Auxerre. Es un hombre de mal carácter, pero de saber y valor considerables, hay que reconocerlo, y a quien se escucha mucho de ambos lados de los Alpes. Era amigo de Dante Alighieri, que lo llevó a Aviñón, y ha cumplido muchas misiones entre los príncipes. Este hombre ha escrito que Aviñón era la cloaca de las cloacas, que allí prosperaban todos los vicios, que los aventureros hacían su agosto, que acudían a comprar a los cardenales, que el Papa vendía las diócesis y las abadías, que los prelados tenían amantes y sus amantes tenían rufianes... en fin, la nueva Babilonia.
Acerca de mi propia persona, dijo cosas muy perversas. Como es persona a quien había que tener en cuenta, lo he visto y escuchado, y eso le valió considerables satisfacciones; resolví alguno de sus asuntos (decían que se entregaba a las artes negras, la magia y otras cosas), ordené que le otorgasen algunos beneficios de los cuales se le había privado; mantuve correspondencia con él y le pedí que me copiase en cada una de sus cartas algunos versos o frases de los grandes poetas antiguos, un tema que él domina muy bien, para agregar a mis sermones, pues en ese punto ciertamente no destaco, tengo un estilo de legista; e incluso le propuse para el cargo de secretario papal, y sólo de él dependía que la cosa llegase a buen fin. Pues bien, ahora no habla tan mal de la corte de Aviñón, y de mí dice maravillas. Soy un astro en el cielo de la Iglesia y un poder detrás del trono papal; igualo o sobrepaso en saber a todos los juristas contemporáneos; la naturaleza me bendijo y el estudio me refinó, y cabe reconocer en mí esa capacidad para abarcar todas las cosas del universo, la cualidad que Julio César atribuía a Plinio el Viejo. Sí, sobrino, ¡nada menos que eso! A decir verdad, no he empobrecido mi casa ni reducido el número de domésticos, lo que antes provocaban sus diatribas. Mi amigo Petrarca ha regresado a Italia. Hay algo en su carácter que le impide afincarse en un lugar, lo que también le sucedía a su amigo Dante, a quien imita en muchas cosas. Se ha inventado un amor desmedido por cierta dama que jamás fue su amante, y que ha muerto. Por ese lado, muestra cierta tendencia a lo sublime.