De cómo un rey perdió Francia (35 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: De cómo un rey perdió Francia
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«Nuestros hombres aprovechan la derrota del enemigo y se acercan a las puertas de Poitiers», vino a decir Juan de Grailly, lugarteniente de Buch. Un hombre de su contingente venía del lugar y traía a cuatro prisioneros importantes; no había podido hacer más, y había informado a su jefe que cerca de la ciudad morían muchos enemigos, porque los burgueses de Poitiers habían cerrado sus puertas; delante de éstas, junto al camino, los hombres de ambos bandos se habían masacrado sin piedad, y ahora los franceses se rendían apenas veían a un inglés.

Vulgares arqueros habían tomado hasta cinco o seis prisioneros. Jamás se había visto tal desastre.

—¿Dónde está el rey Juan? —preguntó el príncipe. —No lo hemos visto.

Si estuviese por aquí, alguien nos habría informado.

Poco tiempo después, Warwick y Cobham reaparecieron al pie del montículo; venían a pie, la brida del caballo al brazo, y trataban de pacificar a una veintena de caballeros y escuderos que los escoltaban.

Estos hombres discutían en inglés, en francés y en gascón, y gesticulaban mucho, imitando los movimientos del combate. Y delante del grupo, arrastrando los pies, marchaba un hombre agotado, un poco titubeante que con la mano desnuda sostenía por el guantelete a un niño revestido de armadura. Un padre y un hijo que caminaban uno al lado del otro, y los dos tenían sobre el pecho la insignia de la flor de lis dibujada sobre la seda. «Atrás; que nadie se aproxime al rey», gritaba Warwick a quienes discutían.

Y sólo entonces Eduardo de Gales, príncipe de Aquitania, duque de Cornualles, conoció, comprendió y abarcó la inmensidad de su victoria.

El rey, el rey Juan, el jefe del reino más poblado y poderoso de Europa...

El hombre y el niño se acercaban muy lentamente... Ah, ese instante que perduraría para siempre en la memoria de los hombres... El príncipe tuvo la sensación de que la humanidad entera lo contemplaba.

Con un gesto ordenó a sus hidalgos que lo ayudasen a desmontar.

Tenía las nalgas lastimadas y los riñones doloridos.

Permaneció a la puerta de su pabellón. El sol, que comenzaba a descender, atravesaba con sus rayos dorados el follaje de los árboles.

Todos esos hombres se habrían sorprendido mucho si se les hubiese dicho que la hora de las Vísperas ya había pasado.

Eduardo extendió las manos al presente que le traían Warwick y Cobham, al presente otorgado por la Providencia. E incluso agobiado por el destino adverso, Juan de Francia es más alto que Eduardo. Respondió al gesto de su vencedor. Y también él extendió las dos manos, una enguantada y la otra desnuda. Permanecieron así un momento, no unidos, sino sencillamente tocándose las manos. Y después, Eduardo tuvo un gesto que habría de conmover a todos los caballeros. Era hijo de rey; su prisionero era rey coronado. Entonces, siempre sosteniendo las manos, inclinó profundamente la cabeza, y dobló apenas la rodilla.

Honor al coraje abatido por el infortunio... Todo cuanto enaltece a nuestro vencido exalta nuestra victoria. Muchos de estos hombres rudos sintieron un nudo en la garganta. «Acomodaos, señor, mi primo —dijo Eduardo mientras invitaba al rey Juan a entrar en el pabellón—. Permitidme serviros el vino y las especias. Y perdonad que por cena os ofrezca una vianda muy sencilla. Enseguida nos sentaremos a la mesa.»

Los hombres se apresuraban a levantar una gran tienda sobre la elevación. Los hidalgos del príncipe sabían cuál era su deber. Y los cocineros tienen siempre manjares y viandas en sus cofres. Fueron a buscar lo que faltaba en la despensa de los monjes de Maupertuis. El príncipe agregó: «Vuestros parientes y barones se sentirán complacidos de venir a vos. Ordené que se los llamase. Y aceptad que se os cure esa herida de la frente, que revela vuestro gran valor.»

IX.- La cena del príncipe

Cuando os relatamos todo esto que acaba de sobrevenir, es inevitable reflexionar acerca del destino de las naciones, de estos episodios que señalan un gran cambio, un rumbo muy diferente para el reino, y hablamos precisamente aquí, en Verdún... ¿Por qué? Ah, sobrino, porque aquí nació el reino, porque ló que podemos denominar el reino de Francia se originó en el tratado que se firmó aquí mismo después de la batalla de Fontenoy, entonces Fontanetum (sí, el lugar que acabamos de dejar atrás), entre los tres hijos de Luis el Piadoso. La división de Carlos el Calvo estuvo mal planificada y, por otra parte, no tuvo en cuenta los accidentes naturales. Los Alpes y el Rin hubieran debido ser las fronteras naturales de Francia, y es insensato que Verdún y Metz sean porciones del Imperio. Y bien, ¿cuál será ahora el destino de Francia? ¿Cómo la desmembrarán? Quizá de aquí a diez o veinte años ni siquiera exista Francia; algunos se formulan seriamente este interrogante. Prevén un dilatado territorio inglés y otro navarro que se extenderá de mar a mar e incluirá la totalidad del Languedoc, y un reino de Arles reorganizado con territorios del dominio imperial, a los que se agregará Borgoña... En fin, cada uno sueña con la perspectiva de arrebatar un pedazo.

Si os interesa mi opinión, no creo que tal cosa sea posible, porque mientras yo viva y vivan otros como yo, la Iglesia no permitirá ese desmembramiento. Además, el pueblo recuerda demasiado, está muy acostumbrado a una Francia unificada y grande. Los franceses comprenderán muy rápidamente que no son nada sin el reino, si no están agrupados en un solo Estado. Pero habrá que afrontar situaciones difíciles. Tal vez se os propongan decisiones penosas. Archambaud, elegid siempre lo que sea favorable al reino, aunque ello signifique acatar las órdenes de un mal rey (porque el rey puede morir, o perder el trono, o sufrir cautividad), pero el reino perdura.

En la tarde de Poitiers, la grandeza de Francia se manifestaba incluso en las consideraciones que el vencedor, deslumbrado por su propia fortuna y casi incrédulo, prodigaba al vencido. Extraña mesa la que se tendió después de la batalla en medio de un bosque de Poitou, entre paredes de lienzo rojo. En los lugares de honor, iluminados por cirios, el rey de Francia, su hijo Felipe, mi señor Jaime de Borbón, ahora duque porque su padre había muerto durante la jornada, el conde Juan de Artois, los condes de Tancarville, de Etampes, de Dammartin, y también los señores de Joinville y de Parthenay, servidos con vajilla de plata.

Distribuidos en las restantes mesas, entre los caballeros ingleses y gascones, los más poderosos y ricos de los restantes prisioneros.

El príncipe de Gales se esforzaba por servir en persona al rey de Francia, y con frecuencia llenaba de vino su copa. «Comed, querido señor, os lo ruego. No temáis hacerlo. Pues si Dios no complació vuestra voluntad y la jornada no se inclinó de vuestro lado, de todos modos habéis conquistado gran renombre por vuestras proezas y vuestras hazañas han sobrepasado las más famosas. Ciertamente, mi señor, mi padre os dispensará todos los honores posibles y llegaréis a acuerdos tan razonables que la amistad entre ambos perdurará. A decir verdad, todos los que estamos aquí reconocemos vuestra bravura, pues en eso habéis aventajado a todos.»

El tono estaba dado. El rey Juan se tranquilizó. Con el ojo izquierdo completamente azul, y una herida en la frente, respondía a las cortesías de su anfitrión. Rey-caballero, le importaba mostrarse tal en la derrota.

En las mesas restantes, se elevaban las voces. Después de haberse enfrentado duramente con la espada o el hacha, ahora los señores de los dos bandos rivalizaban en cumplidos.

Se comentaban en alta voz las peripecias de la batalla. No se escatimaban elogios al coraje del joven príncipe Felipe que, atiborrado de comida después de la dura jornada, cabeceaba en su asiento y se adormecía.

Comenzaban a echarse las cuentas. Además de los grandes señores, los duques, los condes y los vizcondes, que eran una veintena, ya habían identificado entre los prisioneros a más de sesenta barones y vasallos de importancia, y era imposible calcular el número de los simples caballeros, los escuderos y los auxiliares. Sin duda más de dos mil; sólo al día siguiente se conocería la cifra total.

¿Los muertos? No andaban lejos de esa cifra. El príncipe ordenó que los que ya habían sido recogidos fuesen llevados, desde la madrugada siguiente, al convento de los hermanos menores de Poitiers (en primer lugar los cuerpos del duque de Atenas, del duque de Borbón, del conde-obispo de Châlons), para enterrarlos allí con toda la pompa y el honor que merecían. ¡Qué procesión! Jamás un convento vio llegar en un solo día a tantos hombres, y tan ricos. ¡Qué fortuna en misas y mercedes llovería sobre los hermanos menores! Y lo mismo puede decirse de los hermanos predicadores.

Os digo de entrada que fue necesario levantar el suelo de la nave y el claustro de los dos conventos para poner allí, en dos capas, a los Godofredo de Charny, a los Rochechouart, a los Eustaquio de Ribemon, a los Dance de MeIon, a los Juan de Montmorillon, a los Seguin de Cloux, a los La Fayette, a los La Rochedragon, a los La Rochefoucault, a los La Roche Pierre de Bras, a los Olivier de SaintGeorges, a los Imbert de Saint-Saturnin, y a veintenas y veintenas de nobles cuyos nombres podría mencionar.

—¿Quién conoce la suerte que corrió el arcipreste? —preguntó el rey.

El arcipreste estaba herido y era prisionero de un caballero inglés.

¿Cuánto valía el arcipreste? ¿Tenía un castillo importante, muchas tierras? Su vencedor se informaba sin rubor. No. Una pequeña residencia en Vélines. Pero el hecho de que el rey lo hubiese mencionado elevaba su precio.

—Yo lo rescataré —dijo Juan II que, cuando aún no sabía lo que él mismo podía costar a Francia, de nuevo comenzaba a darse aires de grandeza.

Y entonces el príncipe Eduardo respondió:

—Por amor a vos, señor, mi primo, yo mismo rescataré a este arcipreste, y si así lo deseáis le devolveré la libertad.

Las voces se elevaban alrededor de las mesas. El vino y las viandas, ávidamente ingeridos, trastornaban la mente de estos hombres fatigados, que no habían comido nada desde la mañana. La reunión se parecía a una comida de la corte después de un gran torneo, y al mismo tiempo a una feria de bestias.

Morbecque y Bertrand de Troy no habían acabado de disputar acerca de la captura del rey.

—¡Os digo que a mí me corresponde!

—De ningún modo; yo estaba sobre él, vos me habéis apartado.

—¿A quién entregó su guante?

De todos modos, no serían ellos sino el rey de Inglaterra quien recibiría el rescate, seguramente enorme. La captura de un rey beneficia al rey. Lo que en realidad discutían era quién recibiría la pensión que el rey Eduardo no dejaría de conceder. También se preguntaban si no hubiesen obtenido más beneficio, incluso conquistado más honor, apoderándose de un rico barón al que se habrían dividido entre ambos.

Pues se realizaban repartos si dos o tres hombres caían sobre el mismo prisionero. O bien se hacían canjes.

—Dadme al señor de La Tour; lo conozco, es pariente de mi buena esposa. Os entregaré a Mauvinet, que es mi prisionero. Ganáis con el cambio; es senescal de Turena.

De pronto, el rey descargó la palma de la mano sobre la mesa.

—Señores, mis buenos señores, entiendo que entre vosotros y los que nos apresaron todo se hace de acuerdo con el honor y la nobleza. Dios ha querido que soportemos la derrota, pero ya veis con cuánta consideración se nos trata. Debemos respetar las reglas de la caballería.

Que nadie intente huir o faltar a la palabra dada, pues lo avergonzaré.

Se hubiera dicho que este hombre, derrotado y prisionero, aún podía impartir órdenes. Apelaba a toda la altivez de que era capaz para invitar a sus barones a demostrar un puntilloso respeto de las formas en su cautividad.

El príncipe de Gales, que le servía el vino de Saint—Emilion, se lo agradeció. El rey Juan pensó que este joven era amable. Qué atento se mostraba, qué modales tan corteses. ¡El rey Juan hubiera deseado que sus hijos se le parecieran! Quizás influido por la bebida y la fatiga, no resistió la tentación de preguntarle:

—¿No habéis conocido a mi señor de España?

—No, querido señor; sólo me enfrenté a él en el mar.

Un príncipe cortés; habría podido decir: «Lo derroté.»

—Era un buen amigo. Me lo recordáis por el rostro y la actitud. —Y de pronto, añadió en un tono de voz que rezumaba maldad—: No me pidáis que conceda la libertad a mi yerno de Navarra; aunque me cueste la vida, eso no lo haré.

Por un instante, el rey Juan II había mostrado auténtica grandeza; pero fue un momento muy breve, el instante que siguió a su captura.

Había mostrado la grandeza que se tiene en la suprema desgracia. Y ahora recuperaba su naturaleza: actitudes que respondían a la imagen exagerada que tenía de sí mismo, al criterio equivocado, a las preocupaciones sin importancia, a las pasiones vergonzosas, a los impulsos absurdos y los odios tenaces.

En cierto sentido, la cautividad no le desagradaría; por supuesto, era una cautividad dorada, real. Este falso héroe había encontrado nuevamente su auténtico destino, que era la derrota. Durante un tiempo ya no afrontaría las preocupaciones del gobierno, la lucha contra todos los obstáculos que se le oponían en su propio reino, la preocupación de impartir órdenes que no se cumplen. Ahora está en paz; puede tomar por testigo a este cielo que se le opuso, refugiarse en su infortunio y fingir que afronta noblemente el dolor de una suerte que tan bien le cuadra.

¡Que otros afronten la carga de gobernar a un pueblo díscolo! Ya veremos si consiguen hacerlo mejor...

—¿Adónde me lleváis, primo? —preguntó.

—A Burdeos, querido señor, donde os daré una hermosa residencia, manutención y festividades que os regocijen, hasta el momento en que concertéis un acuerdo con el rey mi padre.

—¿Acaso hay alegría para un rey cautivo? —dijo Juan II, ya muy dispuesto a representar su papel.

¡Ah, si hubiese aceptado al comienzo de la jornada de Poitiers las condiciones que yo le ofrecía! Jamás se vio nada semejante: un rey que por la mañana puede ganarlo todo sin necesidad de desenfundar la espada, que puede restablecer su imperio sobre la cuarta parte de su reino, y que para ello necesita únicamente estampar su firma y su sello sobre el tratado que su enemigo cercado le ofrece, y que rehúsa... ¡y por la tarde se ve prisionero!

Un sí en lugar de un no. El acto irrevocable. Como la decisión del conde de Harcourt, cuando vuelve a subir la escalera de Ruan en lugar de salir del castillo. Juan de Harcourt lo pagó con la cabeza; en este caso, Francia entera se arriesga a soportar una agonía semejante.

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