—¡Pase! —gritó Jack.
—El capitán Pullings, que está de guardia, le presenta sus respetos, señor —dijo Reade—. Y dice que le parece que usted quería que le avisaran en qué momento estaban preparados los objetivos.
Ya estaban preparados los objetivos, que eran balsas compuestas de barriles de carne vacíos y de cuantos pedazos de tabla el carpintero había logrado desprenderse, y encima de cada una había varias banderas ondeando. También los marineros estaban preparados. En verdad, lo estaban desde que alguien había repetido en el castillo las palabras que el capitán había dicho a Clarissa, confirmadas más tarde por los mensajes enviados al carpintero y la desaparición del condestable y sus ayudantes, que fueron al pañol de proa donde se guardaba la pólvora. Y allí, en el compartimiento donde se ponía la luz, con infinita precaución, encendieron un farol y se sentaron en el contiguo, a la a luz que atravesaba la doble ventana de cristal, para llenar cartuchos, pequeñas bolsitas de rígido fieltro hechas para dar cabida a la apropiada cantidad de pólvora.
Naturalmente, los artilleros de una brigada querían superar no sólo a los de la que tenían al lado sino también a los de todas las demás. Pero también querían apaciguar al capitán, en parte porque era más agradable navegar bajo el mando de un capitán que no castigaba con azotes ni reducía la ración de grog, pero sobre todo porque todos le admiraban por ser un experto y combativo marino y muchos sentían un gran afecto por él y estaban deseosos de recuperar su estima. Por tanto, durante la guardia de segundo cuartillo del domingo y en los ratos libres que tuvieron durante las guardias de mañana y de tarde del lunes, ellos y sus jefes prepararon sus piezas de artillería y se aseguraron de que todos los motones se movían sin dificultad y todas las palancas, barras, esponjas, espeques y otros instrumentos estaban donde tenían que estar. También pulieron las ya pulidas balas y limpiaron con delicadeza los nombres de los cañones (
Perrazo, Nancy Dawson, Escupefuego, Venganza
) que estaban pintados sobre las portas. Las sucesivas comprobaciones las llevaron a cabo todos los miembros de cada brigada, los guardiamarinas a cargo de los diferentes grupos de cañones, los oficiales y, naturalmente, el propio señor Smith, el condestable. Y revisaron todos los cañones, desde los de doce libras, que estaban en la cubierta superior, y los largos de nueve libras, que se encontraban en el castillo, hasta las carronadas de veinticuatro libras del alcázar.
Por lo tanto, nadie se asombró ni estaba desprevenido cuando, tras el toque de tambor que llamaba a todos a sus puestos y la llegada a la cubierta de la señora Oakes, el capitán Aubrey, en medio de un silencio expectante, gritó:
—¡Silencio! ¡Desaten los cañones! ¡Adelante, señor Bulkeley!
Después no fueron necesarias más órdenes. El contramaestre y sus ayudantes bajaron el primer objetivo por la amura, esperaron hasta que recorrió poco más de un cuarto de milla en dirección a la popa y por sotavento y luego bajaron otro, y así sucesivamente hasta que se formó una fila de cinco que se desplazaba hacia el suroeste. Mientras tanto, la
Surprise
navegaba de bolina con las gavias y las juanetes desplegadas, pero después de reflexionar unos momentos, Jack ordenó virar de modo que el viento llegara por la aleta de babor. Los marineros que ajustaban las velas, al conocer su intención, abandonaron los cañones sin decir palabra, tiraron de las brazas y las escotas hasta que la fragata tomó el nuevo rumbo y, después de amarrar estas últimas, volvieron a sus puestos como autómatas, aún sin hablar.
Con el viento por la aleta, había menos ruido en la jarcia y era menor el que producían las olas formadas por la proa y las aguas al moverse en la dirección de la fragata. La mayoría de los hombres se habían desnudado de cintura para arriba; los que tenían coletas se las habían recogido; y muchos se habían puesto pañuelos rojos o negros alrededor de la cabeza. Estaban de pie o arrodillados en sus puestos. Los encargados de la pólvora se encontraban a cierta distancia por detrás de los cañones correspondientes, en el lado de babor, con su caja llena de cartuchos; los que levantaban los cañones estaban apoyados contra el costado con espeques o palancas; los que formaban el destacamento de abordaje estaban armados con sables y pistolas; los que apagaban el fuego estaban rígidos como estatuas con el cubo en la mano; los encargados de las mechas de combustión lenta estaban arrodillados donde los cañones no podían golpearles al retroceder. Los jefes de las brigadas miraban justo por encima de los cilindros de los cañones y en cuanto el objetivo estuvo a la vista, murmuraron algo a sus hombres para que los elevaran y apuntaran. Entretanto el olor de las mechas de combustión lenta se extendió por la cubierta.
—¡De proa a popa! —gritó Jack—. ¿Me han oído? ¡De proa a popa!
Los encargados de las mechas de combustión lenta cogieron las mechas que tenían detrás y, arrodillándose de nuevo junto al jefe de su brigada, las soplaron para quitarles las cenizas.
—Diez grados a estribor —dijo Jack al timonel y luego, mucho más alto, ordenó—: ¡De proa a popa, disparen!
La enorme tensión cesó cuando el jefe de la brigada del cañón de proa metió la mecha que le alcanzaron en el fogón y el cañón disparó con un ruido ensordecedor, salió fuera de la cubierta súbitamente y enseguida retrocedió a gran velocidad entre los que lo manejaban. Pero antes que las retrancas lo detuvieran, su sonido vibrante y el chirrido de la cureña fueron ahogados por el estallido del cañón de al lado y lo mismo ocurrió a lo largo de la fila. El ruido aumentó, mientras anaranjadas lenguas de fuego de color atravesaban las columnas de humo, y continuó en otro tono cuando dispararon las carronadas. El viento arrastró el humo a sotavento y todos pudieron ver la última bala formando blancos penachos en las aguas donde había estado el objetivo, que ahora parecían hervir, y llegar más allá dando inmensos rebotes.
Ya los artilleros de los cañones más cercanos a la proa, después de sujetarlos tras el retroceso, los estaban nivelando, limpiando y cargando de nuevo. Pero antes que todos volvieran a sacar los cañones uno tras otro, con el habitual estrépito, Jack oyó un aplauso que le pareció lejano porque ahora estaba un poco sordo, se volvió y vio a la señora Oakes, radiante de alegría y con los ojos oscurecidos por la emoción.
—¡Espléndido! —exclamó ella—. ¡Magnífico!
—Sólo fue una ligera andanada —dijo Jack—, que no hizo mucha presión en las cuadernas. Van a empezar enseguida.
—¡Cuánto me gustaría que el doctor Maturin estuviera aquí! —dijo—. ¡Qué prodigioso…! —añadió, pero no pudo encontrar la palabra.
En este caso, «enseguida» significaba al cabo de dos minutos después de la primera descarga, un período de tiempo bastante largo en comparación con los tres minutos ocho segundos que la dotación de la
Surprise
tardaba en disparar tres precisas andanadas en otro tiempo, cuando estaba formada exclusivamente por expertos marineros de barcos de guerra. Ahora muchos de sus miembros era marineros de barcos corsarios, que navegaban por temporadas y no tenían paga sino que recibían una parte del botín obtenido en cada viaje, de la que se deducían los gastos. Por esa razón eran reacios a hacer gastos y no era posible conseguir que los aumentaran haciendo disparos con pólvora de dieciocho peniques la libra como sí fuera gratis, aunque estaba pagada por el rey. En la mayoría de las brigadas Jack había mezclado a los tripulantes para evitar celos, pero la del cañón
Muerte Súbita
, por ejemplo, sólo estaba compuesta de los seguidores de Seth, que además de ser miembros de esa secta religiosa de Shelmerston, eran marineros de barcos corsarios. Eran expertos marineros, sobrios y fiables, pero más reacios que los demás a malgastar un disparo, así que apuntaban muy bien. Y echando el cañón lo más atrás posible, lograron que casi todos los disparos cayeran cerca de los restos del objetivo.
—Ésta fue una andanada mediocre y superficial —dijo Jack a la señora Oakes—. Espero que lo hagan mejor la próxima vez.
Lo hicieron mejor, mucho mejor, pues apenas tardaron un minuto y cuarenta segundos entre dos andanadas. Con la primera hicieron elevarse el objetivo sobre una turbulenta masa de agua; con la segunda lo destrozaron.
—¡Amarren los cañones! —gritó Jack en medio de los vivas.
La voz de Clarissa, tan aguda como la de Reade, podía oírse claramente. Jack ordenó que la fragata atravesara la fila de objetivos para que pudieran disparar a los otros dos con los cañones de babor, que ya los subjefes de las brigadas habían desatado.
Disparar hacia sotavento significaba que se podría ver mejor la trayectoria de la bala y dónde caía, y Jack se volvió hacia Clarissa para preguntarle, no sin orgullo, si le había gustado después de dar la orden:
—¡Guarden los cañones!
—¡Oh, señor, estoy ronca de tanto gritar y asombrada de haber oído este magnífico sonido! ¡Dios mío, no sabía que…! Una batalla debe de ser algo terrible y espléndido, como el día del juicio final. —Entonces hizo una breve pausa y luego agregó—: Por favor, dígame usted, ¿qué piensa hacer con el quinto?
—Ése es para los cañones de proa, señora.
La miró afectuosamente y vio reflejado en su rostro un verdadero entusiasmo. Pensó que nunca había estado tan animada ni la mitad de hermosa que ahora y por un momento tuvo deseos de invitarla a la proa para que conociera el arte de disparar un cañón, pero vaciló y finalmente descartó la idea por considerarla fuera de lugar. Entonces avanzó por el pasamano, por encima de los sudorosos y alegres artilleros del combés, que estaban atando los cañones con cabos muy tensos y hablando a voz en cuello, como solían hacer después de disparar andanadas, de su maravillosa precisión y rapidez.
—¡Ojo! —exclamó el jefe de la brigada del
Escupefuego—
. Podríamos haber sido más rápidos si
algunos
hubieran sido más
súbitos
que
muertos.
El artillero que estaba a su lado, Slade, un barbudo seguidor de Seth que era el jefe de la brigada del
Muerte súbita
, enseguida contestó:
—Y podríamos haber sido más precisos si otros hubieran sido más
muertos
que
súbitos.
El respeto de los seguidores de Seth hacia el capitán, que estaba justo encima, les hizo reprimir su alegría, pero dieron palmaditas en la espalda a Slade y le estrecharon las dos manos. Y hasta los miembros de la brigada del
Escupefuego
se rieron y dijeron:
—Te han dado en las pelotas, Ned.
Los cañones de proa estaban situados en el castillo, eran de nueve libras y en la Armada los llamaban cañones largos. Aunque se solía decir que eran de latón, en realidad estaban hechos de bronce, pero la palabra tenía tanta fuerza que los marineros los pulían con asiduidad, sacándoles todo el brillo que el bronce podía llegar a tener. Pero eran realmente largos y disparaban balas de nueve libras. Además, eran extremadamente precisos y fáciles de apuntar. Jack era propietario de los dos: uno lo había comprado en Sidney y el otro, en cambio, lo tenía desde tiempo inmemorial y conocía su carácter, su potencia y su tendencia a disparar mejor desde el tercer tiro al duodécimo, siempre que se dejara enfriar un poco, pues si no, podía dar un salto y romper las retrancas.
Tanto a Jack como a Pullings les gustaba disparar los cañones. Cada uno tenía una brigada de artilleros escogida personalmente, apuntaba su propia pieza de artillería y disparaba tres veces. Como Jack había enseñado a Pullings a apuntar un cañón, ambos tenían un estilo muy similar. En el primer disparo, aunque fue muy preciso, la bala cayó demasiado lejos; en el segundo, no alcanzó el objetivo por muy poco; en el tercero, la bala que disparó Jack rompió los barriles en pedazos y la que disparó Pullings pasó rebotando por entre ellos. La fragata apenas cabeceaba, y como las olas chocaban contra ella por el través, el balanceo apenas afectaba la precisión de los cañones de proa, así que disparar a un objetivo a una distancia de quinientas yardas que se acortaba con rapidez, no era ninguna hazaña, pero ellos estaban muy satisfechos, y los marineros, encantados. La señora Oakes le felicitó con las frases más amables que pudo, y tanto West como Davidge estaban tan entusiasmados que se atrevieron a decir:
—Le felicito por los disparos, señor.
Todo eso había tardado poco si el tiempo se calculaba por el reloj en vez de por la actividad y la emoción, y poco antes de ponerse el sol, ordenaron a todos los marineros que se reunieran en la popa. Cuando se amontonaron allí de forma inapropiada, como solían hacer, el capitán les miró con una benevolencia que no habían visto durante todos esos días y noches agotadores, y, con su vozarrón, les dijo:
—Compañeros de tripulación, hemos calentado los cañones y les hemos puesto cargas nuevas, así que no habrá que temer que haya que cambiarlas porque la pólvora esté húmeda. Y es mejor así porque posiblemente tendremos que usarlos dentro de un par de días. Les diré cuál es la situación. Un barco británico y sus tripulantes fueron capturados por los nativos de la isla Moahu, a la que nos dirigimos, y por sus amigos, los franceses que tripulan un barco corsario norteamericano, el
Franklin
, que tiene aparejo de navío y cañones de veintidós libras. A la isla van a repostar algunos comerciantes en pieles británicos que hacen la ruta de Nootka-Cantón y varios balleneros de Nueva Gales del Sur, y es posible que ellos traten de apresar algunos barcos más. Como oyeron en Annamooka, estuvieron a punto de capturar el
Daisy
. Tenemos que poner fin a sus abusos. Cuando íbamos a sacar la
Diane
de Saint Martin, pude decirles cómo estaba amarrada, pero esta vez no puedo, a pesar de que el capitán del
Daisy
me dio una carta marina donde aparecen el puerto y sus alrededores, pero creo que no nos equivocaremos mucho si abordamos la fragata con el barco y pasamos al abordaje en medio del humo.
Los tripulantes de la
Surprise
, que habían escuchado con gran atención, asintieron con la cabeza y emitieron sonidos guturales que indicaban aprobación entre frases como: «Eso es, compañero» y «Pasaremos al abordaje en medio del humo. ¡Ja, ja, ja!»
—Pero no queremos problemas —continuó Jack—. No queremos que maten a ninguno de nuestros compañeros y trataremos de evitarlo. Y como a ellos les gustará ver un ballenero, tanto británico como norteamericano, nuestro plan es que la fragata entre al puerto con un aspecto similar en la medida de lo posible. Naturalmente, también es posible que no entre al puerto, porque ellos, que tienen colocadas baterías en cada lado del canalizo, descubran nuestro propósito, y entonces tendremos que afrontar la situación de otra manera. Pero lo primero que hay que hacer es transformar la fragata en un ballenero. Una vez la transformamos en un típico barco azul español, como seguramente recordarán, y nos dio muy buen resultado.