Poco después despidió a la mayoría de las personas, acompañándolas hasta diferentes puntos de la plaza que había delante de la casa o hasta el umbral o simplemente sonriéndoles. El grupo quedó reducido a Puolani, dos consejeros, Jack, Stephen y Tapia. Entonces Jack dijo:
—Kalahua está a punto de atacarla con ayuda de los norteamericanos.
—Lo sé —dijo ella—. Ya ha llegado al manantial Oratonga, de donde nace el río que baja hasta nuestra bahía. Le acompañan treinta y siete hombres blancos y tiene mosquetes y un cañón, un solo cañón. Es posible que lleguen pasado mañana temprano.
—Eso he oído —dijo Jack—. En cuanto al cañón, lo subió arrastrando, pero tal vez no pueda bajarlo así nunca si no lo lleva por un camino. No hay nada más difícil de transportar que un cañón. Pero, aunque lo lograra, eso no tiene importancia porque nosotros tenemos muchísimos más, de mayor tamaño y mejores, y también muchos, muchos mosquetes. Tengo que decirle, señora… (Tapia, diga esto lo más elegantemente posible, ¿me ha oído?). Tengo que decirle que los norteamericanos son los enemigos de mi rey. Su país está en guerra con el nuestro, y nosotros la defenderemos tanto de ellos como de Kalahua, que ha maltratado a nuestros compatriotas, si acepta la protección del rey Jorge… ¿Es así como debo decirlo, Stephen? Y si promete ser una fiel y respetuosa aliada.
A los polinesios les resplandecía la cara. Después de hablar unos minutos con sus consejeros, Puolani, radiante y con un intenso brillo en los ojos, se volvió hacia Jack y dijo:
—Acepto la protección del rey Jorge y seré una fiel y respetuosa aliada, tan fiel y respetuosa como con mi esposo.
Tapia tradujo las últimas palabras y añadió un comentario, aunque sin variar el tono, y los consejeros bajaron la vista.
Jack pensó: «Es una excelente persona» y en voz alta dijo:
—Muy bien. De acuerdo. Permítame darle una imagen de su protector.
Sacó la brillante corona del bolsillo y, después de hacer una pausa para esperar la traducción, se la colgó al cuello.
—Ahora, señora —añadió, poniéndose de pie y mirándola con admiración—, quisiera hablar con los jefes de sus tropas para empezar a llevar las carronadas a la costa y hacer los preparativos. No hay ni un minuto que perder.
No perdieron ni un minuto. Cuando el sol se ponía, los dos barcos fueron anclados fuera de la bahía, frente al cabo del lado sur, en un lugar donde el ancla agarraba bien y no podía verse desde las montañas por donde iba a llegar Kalahua. Aunque ya habían escogido el emplazamiento, ni siquiera desembarcarían las carronadas antes que estuviera oscuro, por si acaso alguna brigada les veía cuando los estaban subiendo por la playa, antes de llegar al impenetrable bosque. Y cuando el sol se ponía, ya Jack había explorado los tradicionales campos de batalla, tres sitios a lo largo del único camino que atravesaba las montañas y donde cabía un considerable número de hombres; sobre todo, de hombres que tiraban de un cañón.
—Lamento que hayas tenido que quedarte con tus pacientes —dijo Jack, que por fin tomaba un descanso en la cabina con un bol de frutas para calmar la sed—. Hubieras disfrutado viendo los pájaros. Había uno con un pico…
—Por eso solamente hubiera valido la pena hacer el viaje.
—Era un pájaro amarillo con un gran pico en forma de hoz. Y había muchos más. Te hubieran encantado. Pero podrás verlos más tarde. Pues bien, hay tres campos de batalla principales. El primero es una llanura cubierta de hierba situada entre las escarpadas montañas y los campos cultivados, y allí es donde los del sur esperan a los del norte formados en fila y les arrojan lanzas y piedras con hondas y luego luchan de manera anticuada, con palos y cosas parecidas; sin embargo, tiene la desventaja de que se encuentran en él tres bosques sagrados y cualquiera que pase a un palmo de ellos, tanto si es perseguido como perseguidor, ocasionará la derrota de su bando, y su alma, junto con las almas de sus familiares, se quedarán toda la eternidad allá arriba en el volcán.
—¿Es activo?
—Muy activo, según creo. Bueno, el otro campo es muy alto y tiene una hondonada natural de más de un cable de ancho cuyos lados son casi verticales. Cuando nuestros amigos, que son mejores en la mar que en tierra, se enteran de que los hombres del norte vienen, generalmente mandan una escuadra de canoas de guerra a Pabay y a un grupo de hombres a esa hondonada y levantan un muro de piedra, lo que hacen con gran habilidad y muy rápido si tienen las piedras a mano. A veces resisten, porque han sido bien escogidos, pero otras los atacantes les derrotan porque tienen la ventaja de estar cuesta abajo. Sin embargo, aunque esto último ocurra, los del sur rara vez sufren graves daños, pues los hombres de Pabay tienen que retroceder a causa de las canoas de guerra. El tercer campo es donde se han librado las batallas realmente decisivas. Está más arriba y es un terreno de tipo volcánico, despoblado y flanqueado por acantilados. Tiene un desagradable olor a azufre y todavía está lleno de huesos que ya están muy blancos. Yo mismo pude ver cientos de cráneos, o tal vez miles.
—¿Te importaría decirme qué piensas?
—¡Oh, prefiero el de la hondonada! Kalahua sabe que Puolani no puede enviar canoas de guerra a Pabay porque el
Franklin
puede aparecer en cualquier momento, así que empleará todas sus tropas, derribará el muro enseguida si consigue llevar el cañón tan lejos y luchará sin miedo. Voy a dibujarte el campo de la hondonada. Aquí lo tienes. Como mide doscientas yardas de largo y veinte de ancho, hay espacio para todos los hombres de Kalahua. Mi idea es colocar dos carronadas aquí en la entrada norte y taparlas con un muro, y te repito que estos hombres hacen muros de piedra con gran habilidad. Pondría cuatro más en la parte sur, ocultas de la misma forma y bastante separadas entre sí, pero de modo que dos puedan disparar hacia abajo y las otras dos, las de los extremos, oblicuamente, pues aunque la desviación sea mínima, bastará para que cubran todo el campo. Mandaré a varios súbditos de Puolani apostarse justo detrás de la hondonada y les encargaré que cuando Kalahua llegue, entablen una escaramuza para que todos sus hombres se concentren allí, y luego regresen a todo correr adonde estamos nosotros para atraerles a la hondonada. Cuando estén dentro, las carronadas de la parte norte harán fuego, y entonces la retaguardia empujará a la vanguardia del grupo y las carronadas de la parte sur empezarán a disparar.
—¿Los habitantes del norte no tendrán posibilidades de retirarse?
—Ninguna.
—Pensaba que en las guerras era una norma que el enemigo tuviera una vía de retirada.
—Tal vez sea así en el Ejército, pero en la Armada es preciso capturar, hundir, quemar o destruir al enemigo. Por favor, no te aflijas, Stephen. Después de todo, un hombre que empieza una guerra, cuando es aniquilado, recibe lo que se merece. Y siempre puede pedir una tregua.
Cuando Stephen regresó a la enfermería, Jack mandó a buscar a Oakes y le dijo.
—Siéntese, señor Oakes. Como sabe, mañana nos prepararemos para ayudar a la reina Puolani a luchar contra las tropas que vienen de Pabay junto con los norteamericanos. El capitán Pullings, el señor West, los oficiales asimilados y yo estaremos en tierra y probablemente pasaremos la noche en algún lugar de las montañas, y usted se quedará a bordo de la fragata y tomará el mando, mientras que Reade hará lo mismo con la presa. Si durante mi ausencia el
Franklin
, el barco corsario norteamericano, entra en la bahía, debe izar nuestra bandera y entablar combate, pero no a más de un cuarto de milla de distancia. Dejaré a bordo suficientes marineros para manejar una batería y al ayudante del condestable para que le ayude. Si tiene que cortar las cadenas de las anclas en vez de levarlas, lo que es probable que ocurra si llega el barco norteamericano, debe marcar su posición lo más exactamente posible con una baliza. Y si el
Franklin
se escapa, no debe perseguirlo más allá de la línea que une los dos cabos. Quiero hacer hincapié en eso, señor Oakes. ¿Alguna pregunta?
—No, señor, pero, con todo respeto, quisiera decir que no hice nada en Pabay, no hice nada para… por decirlo así, recuperar su estima.
—No. Eso no es cierto. Estaba enfadado con usted por haber traído a bordo a la señora Oakes, pero se ha comportado como un oficial de la Armada debe hacerlo. Creo que tiene suficientes cualidades para nombrarle capitán temporal del
Truelove
y encargarle que lo lleve a Batavia para que sea declarado presa de ley, en caso de que la batalla termine como deseamos y usted se considere competente para tener el mando.
—¡Oh, señor! —exclamó Oakes—. No sé cómo agradecérselo. Voy a decírselo a Clarissa, es decir, con su permiso. Se me da bien la navegación y me parece que sé cómo gobernar un barco, aunque no como usted, señor, desde luego, pero bastante bien.
—No le será muy difícil. Está bien equipado y tendrá el monzón a su favor. Si todo va bien, le nombraré teniente interino, y aunque posiblemente tendrá pocos tripulantes, le dejaré llevarse a un par de nuestros marineros de primera, por ejemplo, Slade y Georges, que saben estar a cargo de una guardia y hacer una estima, y también a los tres prisioneros franceses, pues al menos pueden tirar de los cabos. Y le adelantaré dinero de la paga y el botín para llevar a su esposa de Batavia a Inglaterra. Aunque todo depende de que tengamos éxito pasado mañana, sería conveniente que se fuera al
Truelove
para examinarlo y conocer a la dotación.
—¿Podría decírselo a mi esposa primero?
—¡Por supuesto! Y felicite a la señora Oakes de mi parte. Después diga al señor Reade que quiero verle.
En la oscuridad las lanchas regresaron a la fragata después de dejar su pesada carga en la costa. Los marineros las subieron a bordo, pues, por precaución, los artilleros y los hombres que disparaban las armas ligeras se irían al amanecer en las canoas de Puolani. Cuando el chinchorro ya estaba dentro de la lancha y amarrado, West comunicó a Pullings, y a su vez éste informó a Jack, que todos los tripulantes, excepto dos de los más libertinos, estaban a bordo.
—Muy bien —dijo Jack y, muerto de hambre, bajó a la cabina.
Durante la cena suspendió el ataque al pastel marinero para decir:
—Nunca nada me había causado tanto asombro. Le acabo de decir a Oakes que, si todo sale bien el viernes, voy a nombrarle teniente interino para que lleve el
Truelove
a un puerto inglés y se quedó sorprendido, agradablemente sorprendido. Su esposa no le había dicho absolutamente nada aunque debía de saberlo por las preguntas que le hiciste.
—Es una joya —dijo Stephen—. Vale mucho.
Jack movió la cabeza de un lado al otro y volvió al pastel marinero. Al terminarlo se echó hacia atrás y dijo:
—No te he preguntado qué piensas de Puolani.
—Creo que es una magnífica reina. Se parece a Juno. Tiene los mismos ojos grandes y expresivos, pero espero que no tenga las mismas faltas.
—Sin duda, es muy amable. Mandó a sus hombres a construir una casa para que yo durmiera en ella, pero le dije que mañana por la mañana ya estaría allí arriba, donde están las carronadas.
Guardó silencio durante el postre y luego continuó:
—Creo que no te he dicho que estoy muy satisfecho con los jefes militares y sus hombres, que son muy disciplinados y profesionales y no tienen nada que envidiar a los de la marina de guerra, como ocurre tan a menudo en Inglaterra. Estaban dispuestos a aceptar mis sugerencias, y apenas había mencionado la conveniencia de que tuvieras una enfermería en una pequeña meseta con sombra agradable que queda a menos de media hora de la hondonada, cuando empezaron a construirla.
—¿A menos de media hora de la hondonada?
—Sí. Aquí no tienen la costumbre de hacer a los enemigos prisioneros de guerra y no puedo hacer nada al respecto. Pienso que va a haber una matanza y no puedo permitir que una batalla de ese tipo sea interrumpida por razones humanitarias.
—¿Me has visto alguna vez interferir en una batalla?
—No, pero creo que eres todo corazón y que, en un caso como éste, es mejor que estés en el lugar adecuado, en una enfermería en la retaguardia, que correspondería a la bañera en un barco.
Fue en esa enfermería donde Jack, Stephen, Pullings, West y Adams pasaron la noche del jueves, después de subir por el camino trillado, donde olía a la hierba aplastada por las carronadas que los marineros habían subido antes. Esas piezas de artillería de corto alcance eran bastante fáciles de transportar manualmente a lo largo de una distancia así y en pendiente, porque no pesaban más de media tonelada, tres veces menos que el cañón de Kalahua.
Y fue allí, obviamente, donde Stephen se despertó con las primeras luces. Sus compañeros ya se habían ido, moviéndose tan silenciosamente como solían hacerlo los marineros en las guardias de noche, y también la mayoría de los guerreros, pero cuando estaba en la puerta, oyendo el canto y las llamadas de los pájaros que estaban en los árboles de alrededor, llegaron corriendo por el camino más hombres de la tribu. Eran hombres robustos, morenos y alegres que estaban armados con lanzas, palos o peligrosas espadas de sándalo con dientes de tiburón incrustados en el filo, y algunos tenían armaduras hechas de estera.
Cuando subieron todos, corriendo para no perderse la batalla, Stephen se sentó a la puerta a la luz del sol naciente.
Poco después el canto de los pájaros fue cesando hasta limitarse a algún que otro chillido (no tenían un canto melodioso) y Padeen pudo hacer saltar una chispa para hacer fuego y calentar el café.
Pasaron cerca numerosos pájaros, algunos de los cuales eran probablemente melifágicos, pero él les escuchaba con más atención que los miraba. La noche anterior se podían ver las hogueras del campamento de Kalahua, a una hora de camino de la hondonada, e incluso arrastrando el cañón los habitantes del norte y sus amigos, los mercenarios blancos, podrían llegar allí antes de que el sol subiera otro palmo.
A ratos miraba hacia el extenso mar que terminaba en la tensa línea del horizonte y, naturalmente, estaba inmóvil. Pensó en la gloriosa reina Puolani. Decían que su difunto esposo era un hombre de pocas luces y que ella le había puesto en la vanguardia de la milicia en una batalla como ésa en la hondonada. Trató de recordar algunos versos, pero los que sabía bien, los que recordaba con más facilidad, no hacían una descripción que correspondiese a su idea del desfiladero de doscientas yardas por veinte lleno de hombres a los que disparaban por el frente, por detrás y oblicuamente. Las carronadas de veinticuatro libras lanzarían botes de metralla en cada descarga, es decir, unas doscientas bolas de hierro, y las manejarían expertos artilleros, capaces de disparar, recargar la carronada, apuntarla y volver a disparar en menos de un minuto. En cinco minutos seis carronadas descargarían al menos seis mil mortíferas bolas sobre aquellos hombres atrapados. Con su voz poco melodiosa empezó un canto gregoriano, que le parecía el más apropiado ahora, y cuando entonaba el
Benedictus
en la modalidad dórica y se esforzaba por subir el tono para el
qui venit
, el rugido de las carronadas le interrumpió. Le pareció que dispararon cuatro a la vez y luego dos, pero el eco provocó una confusión. Enseguida se oyeron otras cuatro detonaciones y luego se hizo el silencio.