Clarissa Oakes, polizón a bordo (32 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Clarissa Oakes, polizón a bordo
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Así fue. Y en cuanto la fragata volvió a tener un aspecto decente (el cambio de la botavara no tenía importancia para los médicos), volvieron a ocuparse de los calamares, que ahora estaban más activos que antes.

—Estoy casi seguro de que allí hay especies desconocidas —dijo Martin.

Se inclinó hacia delante con la red de mango largo, pero antes de meterla en el agua se echó hacia atrás y, horrorizado, dijo:

—No se mueva. No saque el brazo fuera de la borda. El símil que hice del Paraíso era demasiado real. El demonio está con nosotros.

Los dos miraron cautelosamente por encima de la borda y vieron la conocida figura de un tiburón bajo el frágil esquife. Sin duda, era uno de los muchos tipos del género
Carcharias
, aunque para determinarlo tendrían que mirarle la dentadura. No obstante, parecía más grande que la mayoría, mucho más grande.

—¿Cree que es probable que choque con el esquife? —preguntó Martin en voz baja.

—Indudablemente podría hacerlo si subiera de repente. Dicen que a veces cogen impulso y se abalanzan contra las lanchas por el centro o, como decimos nosotros, por el través, y dan coletazos a derecha e izquierda.

—No sé cómo puede hablar con tan poca seriedad, sobre todo siendo un hombre casado también —dijo Martin.

Se quedaron en silencio, un silencio que sólo rompían de vez en cuando el chapoteo de algún alcatraz al sumergirse muy hondo y los lejanos gritos del contramaestre. Un alcatraz se zambulló muy cerca y el tiburón salió despacio de debajo del esquife y se adentró en las profundidades, tapando al ave con su enorme cuerpo, y aunque cada vez estaba más desdibujado, cuando desapareció aún se veía enorme. Luego tres o cuatro plumas salieron a flote.

—¿Cree que regresará? —preguntó Martin, todavía mirando hacia abajo haciéndose sombra sobre los ojos con la mano.

—No sé —respondió Stephen—. Pero estoy seguro de que piensa que pertenecemos a la misma especie que el alcatraz, cuya carne tiene sabor acre y es maloliente.

A lo lejos se oyeron fuertes pitidos y el vozarrón del capitán Aubrey gritando a los marineros que se dieran prisa. En rápida sucesión bajaron todas las lanchas de la fragata y sus tripulantes saltaron a ellas tan velozmente como si acabaran de avistar una presa y después de atar algunos cabos empezaron a remolcar la fragata en dirección adonde estaban los alcatraces.

Cuando la
Surprise
llegó donde estaban ellos, ya el sol estaba muy bajo en el cielo, los peces habían dejado de picar y los calamares y sus presas habían bajado mucho y no se veían. Tan pronto como los marineros subieron las lanchas a bordo, fueron llamados a cenar, aunque con retraso, y les dieron muy poco ron en la cena.

—¡Qué gran consuelo es tener sólidos tablones de roble macizo bajo los pies! —exclamó Martin cuando sacaban del esquife los botes, los cubos, las cañas, los especímenes microscópicos y las cestas con pescado. Stephen escondió los especímenes microscópicos y un gran número de calamares en el jardín y fue apresuradamente a la enfermería, su puesto de combate. Ya habían desatado los grandes cañones y los exhaustos oficiales informaron:

—Todos presentes y sobrios, con su permiso.

Y estaban algo más que sobrios cuando terminaron de hacer las prácticas de tiro con los gigantescos cañones (quinientas veces más pesados que un hombre). Los metieron y volvieron a sacar lo más afuera posible; los dirigieron hacia un punto dado; dieron todos los pasos necesarios para dispararlos, los volvieron a meter para limpiarlos, cebarlos y volver a cargarlos; reemplazaron los tapabocas; los guardaron y los amarraron; hicieron doce disparos con cada uno mientras el inflexible capitán medía el tiempo, y luego dispararon una andanada, aunque silenciosamente porque todo era simulado; y adujaron perfectamente las betas de los motones. No se les permitió disparar ni una sola ronda con munición verdadera porque, a pesar de que la santabárbara estaba bastante llena (lo único que habían podido suministrarles en Nueva Gales del Sur), Jack Aubrey no tenía ninguna intención de darles ese gusto. Estaba profundamente disgustado por el comportamiento de los oficiales y los marineros y también consigo mismo por no haber detectado antes la división que había entre ellos. No estaba de humor para dar satisfacción a nadie y los tripulantes lo sabían.

No hubo bailes ni cantos en el castillo durante el resto de la hermosísima tarde. Los marineros se sentaron por todas partes y así permanecieron hasta que llamaron a hacer guardia. No estaban resentidos con el capitán por su malhumor, pues sabían que estaba justificado, pero tenían la esperanza de que no durara mucho.

Vana esperanza. Mientras atravesaban la zona de vientos de variables les mantuvieron activos, preparando las lanchas con pertrechos y luego bajándolas al agua y subiéndolas a bordo hasta que lograron hacer lo primero en veinticinco minutos y veinte segundos y lo segundo en diecinueve minutos y cincuenta segundos. También llegaron a colocar las vergas bajas, y las de los masteleros y los mastelerillos en cuatro minutos y cuatro segundos. Y además de cambiar los masteleros de vez en cuando, envergaban constantemente nuevas velas, pintaban la fragata y hacían numerosas prácticas con las armas ligeras y los sables.

Durante todo ese tiempo Jack reservaba su severidad para el alcázar. Cuando estaba en la cabina se mostraba tan amable como siempre y tocaba el violín, acompañado por Stephen al violonchelo, con su habitual alegría, y en su rostro curtido por los elementos, aparte de algunas profundas arrugas casi nada revelaba la presión a que estaba sometido.

—Stephen, no tengo palabras para expresar el alivio que siento por poder refugiarme en la cabina y la alegría que me proporciona poder hablar y tocar música contigo —dijo después de un día totalmente agotador—. La mayoría de los capitanes tienen de vez en cuando problemas con los tripulantes, que a veces se convierten en una guerra solapada, y a menos que establezcan una íntima amistad con el primer teniente, como hacen algunos, tienen que soportar todo solos. No me extraña que tantos se vuelvan solitarios o sanguinarios o melancólicos o irascibles.

Incluso después de llegar a la zona de los vientos alisios del noreste, su severidad en la cubierta no disminuyó. Tenía una actitud cordial hacia Pullings, Oakes y Reade; siempre era cortés con Martin y mucho más con Clarissa, cuando la veía; pero mantenía una actitud reservada y hostil en presencia de los demás oficiales y los marineros y era muy exigente con ellos. Tampoco disminuyó el duro trabajo que todos realizaban día y noche. Como los vientos alisios habían rolado demasiado al norte y cambiaban de intensidad más de lo deseable, era preciso hacer un gran esfuerzo para llevar bien el timón, atender constantemente las brazas y las bolinas y cambiar con frecuencia los foques y las velas de estay para que la
Surprise
pudiera mantener el rumbo y avanzar doscientas millas desde que se hacían la mediciones de mediodía hasta las del día siguiente. Jack pasaba la mayor parte del día en la cubierta con Pullings, y procuraba que West, Davidge y Oakes la pasaran en lo alto de la jarcia, asegurándose de que sus órdenes se cumplían estrictamente e incluso anticipándose a ellas. Los tres adelgazaron y estaban tan cansados que temían quedarse dormidos cuando hacían guardia. Y las comidas en la cámara de oficiales eran silenciosas, no debido a la hostilidad sino al profundo cansancio. Ninguno de ellos había visto gobernar un barco con tanta dureza.

Stephen escribió:

Amor mío:

Ahora estamos en la zona de los vientos alisios y navegamos a gran velocidad, pero navegar contra el viento (o tan cerca de la dirección contraria como puede hacerlo una embarcación de jarcia de cruz) es muy diferente a hacerlo con el viento en popa, como cuando nos dirigíamos a Santa Helena. Entonces pasamos unos días muy agradables sentados bajo un toldo contemplando el mar o leyendo un libro y los marineros no tenían que tocar las escotas, que estaban sueltas. Ahora la fragata se inclina peligrosamente y el agua y la espuma llegan a bordo de forma violenta. Jack, cuya presencia en la cubierta es necesaria cuando navegamos así, baja a la cabina empapado. Sería mucho, mucho más conveniente para todos a quienes les concierne, que mandara desplegar menos velas y mantuviera la fragata a diez grados más de la dirección del viento, pero él no sólo quiere llegar a Moahu tan pronto como sea posible sino también, sobre todo, acabar con la actual situación encomendando tareas a todos los marineros. Y está demostrando que tiene más autoridad de la que yo creía.

Pero no sé si logrará su objetivo. Para él la causa del problema es la enemistad entre los oficiales que se sienten atraídos por la señora Oakes, pues por estar apoyados por los hombres de su brigada, se han formado clanes rivales en la fragata; sin embargo, el asunto es muy complejo y hay aspectos que se le escapan. Ahora que tengo tiempo de sobra y la cabina para mí solo, me esforzaré por precisarlos. Se ha producido una división, si puede llamarse así, en al menos media docena de partes. Unos (la mayoría) censuran a Clarissa por acostarse con cualquiera de los oficiales además de su marido; otros la censuran por acostarse con cualquier oficial que no sea el jefe de su brigada; otros apoyan a Oakes sin reserva (la mayoría de ellos son de su brigada y les dicen «bellotas»), otros le censuran por haber golpeado a su esposa; otros apoyan al oficial que es jefe de su brigada, sea cual sea su relación con ella; y otros todavía sienten afecto por Clarissa, como el velero, que le ha hecho una capa de lona alquitranada que ella se pone para sentarse junto al coronamiento.

Aunque fuera apropiado que yo hablara sinceramente con Jack, dudo que eso sirviera de algo. No creo que pueda hacerle comprender que para ella el acto sexual es algo trivial, sin ninguna importancia. Para nosotros dar un beso es un saludo corriente, mientras que para los japoneses es algo indigno si se hace en público. Según Pinto, para ellos es algo tabú o tan íntimo como las relaciones carnales para nosotros. Para ella, por el modo peculiar en que la criaron, el beso tiene tan poca importancia como el coito, y ninguna de las dos cosas le producen placer. Por tanto, si por diversos motivos como, por ejemplo, la bondad, la compasión y el deseo de agradar, ha admitido a varios hombres en su lecho, lo ha hecho inocentemente, pues piensa: «Si un tipo con mal aspecto tiene, por ejemplo, una espina clavada en el pie, y le pide a uno que se la saque, uno consiente aunque hacerlo sea desagradable.» Pero ha visto con asombro que en vez de agradar simplemente a quienes ha complacido, lo que ha conseguido es que la quieran o la odien con diversa intensidad. Y además ha provocado que los que no tienen nada que ver la censuren.

Varias veces he intentado explicarle que los hombres desean con vehemencia la posesión en exclusiva, que si bien tener varias parejas e incluso ser promiscuo es laudable en un hombre, es censurable en una mujer, que el deseo de una secuencia e incluso de la más elemental sinceridad llevan aparejada una firme convicción, que los celos son un profundo y penoso sentimiento (que ella desconoce casi por completo), y que la rivalidad tiene mucha fuerza. También le he dicho, plenamente convencido de ello, que no se puede hacer nada en la fragata sin que se sepa. Cada vez le he hablado durante largo rato, mostrando mi sincera preocupación por ella, y me ha escuchado atentamente y me parece que me ha creído. De todos modos ella está dispuesta a renunciar a la fornicación, aunque no sé cómo lo logrará, porque encendió un fuego que no será fácil apagar. Por el momento Jack mantiene a todos los tripulantes en actividad constante y los oficiales apenas pueden dar un paso cuando bajan a la cámara de oficiales, pero sus pasiones reprimidas podrían estallar más tarde.

Se quedó sentado allí, absorto en sus meditaciones, hasta que Killick entró y dijo:

—¡Pero si está sentado en la oscuridad, señor!

Entonces trajo un farol sobre un pivote y Stephen se puso a reflexionar otra vez, sosteniendo la pluma en el aire.

—El doctor Maturin garabatea y garabatea —dijo Jack.

—Veo que no estás mojado —observó Stephen.

—No —replicó Jack—. La verdad es que estoy completamente seco, y si te asomaras a la cubierta y miraras el cataviento, sabrías por qué. El viento ha amainado diez grados y la espuma pasa más allá de sotavento, o sea, que el mar se ha calmado. ¿Quieres tomar una copa de café y una galleta de fruta del pan?

—¡Por supuesto!

—¡Killick! ¡Killick!

—¿Señor? —preguntó, todavía con una inusual actitud sumisa, aunque tras ella se podía detectar la sombra de su habitual malhumor.

En verdad, ya había recobrado bastante confianza en sí mismo como para traerles una bandeja con muy pocas rebanadas secas de fruta del pan, porque también le gustaban mucho.

Llegó el café. Y cuando ya se habían bebido la mitad, Jack preguntó:

—¿Recuerdas que te hablé de una columna volante?

—Lo recuerdo muy bien y me pregunté, entonces cómo y dónde iba a volar.

Jack cogió una hoja de su escritorio.

—Ésta es la carta marina que me dio Wainwright —continuó—, donde aparece Moahu. Le estoy muy agradecido porque tiene la medida de la profundidad en el arrecife que está frente a Pabay, aquí en el norte, y del canalizo que lleva al puerto. Y también tiene la de Eahu, que está al sur. Estas líneas cortas y paralelas en el cuello de esta especie de reloj de arena, un cuello bastante grande en verdad, representan las montañas que separan los dos lóbulos, el territorio de Kalahua al norte y el de la reina Puolani al sur. Mi plan es ir directamente a Pabay, entrar en el puerto con la fragata con un aspecto muy parecido al de un ballenero, preferiblemente de noche, aunque eso dependerá del tiempo y la marea y enseguida abordar el
Franklin
. Así cogeremos desprevenidos a sus hombres, como hicimos con los de la
Diane
en Saint Martin. Pero tal vez no todo dependa del tiempo y la marea. Es posible que sus hombres hayan formado baterías a ambos lados del canalizo con los cañones del
Truelove
ytengamos que detenernos frente al puerto y tratar de destruirlas. Me parece que las cosas no están tan bien como en Saint Martin, podríamos desembarcar a un destacamento aquí —añadió señalando una bahía situada a media milla al sur del puerto— para hacer un divertimiento estratégico y atacarles por detrás mientras les disparamos por el frente. Esa es la columna volante. Y me gustaría que, como médico, me ayudaras a escoger a los veinte o treinta hombres que podríamos mandar, que serían los más activos, inteligentes y, desde luego, sanos. No quiero a ningún marinero sifilítico, y sé que hubo un montón de casos después que zarpamos de Annamooka, como es habitual, y tampoco a ninguno herniado, por muy valiente que sea, ni a ninguno mayor de treinta y cinco años. Tienen que ser muy ágiles. Por favor, mira la lista que Tom y yo hemos hecho y dime si tienes alguna objeción que hacer a alguno desde el punto de vista médico.

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