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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

Clarissa Oakes, polizón a bordo (30 page)

BOOK: Clarissa Oakes, polizón a bordo
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Como la señora Oakes y las niñas estaban presentes, saltó el artículo XXIX, que se refería a la sodomía y decía que se castigaba al sodomita con la horca, pero leyó enfáticamente el XXXVI: «Todos los delitos no castigados con la pena capital que no estén mencionados en este código o para los cuales no se haya determinado aún un castigo, serán castigados de acuerdo con las leyes y las costumbres y teniendo en cuenta casos similares ocurridos en la mar.» Terminó echando una mirada a la congregación que hizo a todos recordar los castigos más crueles que solían aplicarse en la mar (como ser pasado por debajo de la quilla) y, además, hizo palidecer de nuevo a Emily, que era más débil que Sarah y había visto cómo Jemmy Ducks cambiaba de expresión.

Después de esto y de las observaciones de mediodía, ordenó romper filas a los tripulantes, que enseguida fueron a comer, pero con el poco apetito que el grog les abrió. Luego empezó a recorrer la primera de una larga, larga serie de millas en el lado de barlovento del alcázar.

Entonces el tambor tocó
Heart of Oak
para anunciar la comida del reducido número de oficiales y Martin se metió en su cabina con dos galletas escondidas. El capitán continuó caminando de un lado al otro con su elegante chaleco blanco, con una expresión tan grave como la de un juez, que presagiaba una comida no muy alegre.

A pesar de todo, Jack tenía un gran sentido de la hospitalidad, entre otras cosas porque cuando había entrado en la Armada había estado bajo las órdenes de un sobrino del amable almirante Boscawen, que seguía la costumbre de su tío, famoso en toda la Armada, una costumbre acorde con la naturaleza del capitán Aubrey. Así que cuando Killick fue a decirle que el doctor estaba arreglado y empolvado, que la chaqueta de su señoría estaba colgada en el respaldo de su silla y que sus invitados estaban casi listos, bajó corriendo la escala con el rostro resplandeciente y entró en la que era oficialmente su cabina-dormitorio, ahora convertida en una cabina-comedor porque el número de invitados era muy pequeño. Allí brillaban entre orquídeas los objetos de plata (la alegría de Killick) y su chaqueta estaba en la silla de la cabecera. Se puso la espléndida chaqueta con galones y charreteras doradas, echó una rápida mirada a la mesa y a la cabina y pasó a otro compartimiento donde se recibiría a los invitados con sus pocas botellas de ginebra, cerveza amarga y vino de Madeira.

Los invitados llegaron en grupo y pudo oírse en la entrecubierta una corta batalla por ceder la precedencia. Pero la batalla estaba perdida antes de empezar y todos entraron de acuerdo con el orden establecido. La señora Oakes,
la Mujer Escarlata
, como la llamaban los seguidores de Seth y algunos marineros más, entró primero, con una nueva versión de su traje de novia, hizo una graciosa reverencia al capitán Aubrey con la espalda muy recta y perfectamente sincronizada con el balanceo de la fragata y dejó paso a Tom Pullings, que era casi tan honorable como un capitán de navío. Luego entró Stephen, quien, por ser simplemente un cirujano y un oficial asimilado, llevaba una chaqueta azul sin galones, aunque le estaba permitido tener el cuello de la camisa bordado alrededor del ojal. Y por último entró Oakes, que no tenía derecho a preceder a nadie y cuyo único adorno era el intenso brillo de sus bruñidos botones.

No obstante eso, era el más alegre del grupo y sonreía y se reía como para sí. Era obvio que se había envalentonado por beber grog, y cuando Jack preguntó a Clarissa qué quería que le sirviera, ella dijo en el tono propio de una esposa, un tono que hizo a los hombres casados, incluidos Killick y su ayudante, reírse para sus adentros, que le encantaría que le permitiera compartir el vino de Madeira de su esposo. Cuando sonó la campana todos entraron en la cabina-comedor y a Clarissa le asignaron el asiento a la derecha de Jack. Pullings se sentó frente a ella y Stephen a su lado. Oakes se sentó a la izquierda de Pullings, separado de ella por un amplio pedazo de mantel, y a menudo la miraba con sumisa admiración, y a veces ella le miraba de tal modo que él decía «¡Basta!» cuando Killick apenas le había servido vino hasta la mitad la copa.

Pero ni la restricción del vino ni la atmósfera pesimista de la fragata afectó su ánimo. Stephen, que estaba sentado
vis-a—vis
, tuvo la impresión de que entre él y Clarissa había ocurrido algo o había algún nuevo acuerdo que quizás había sido ratificado físicamente.

—Doctor —dijo sonriente, inclinándose sobre la mesa—. Usted es una persona muy instruida, pero, ¿sabe qué es lo que más crece mientras más se corta?

Stephen estuvo pensativo unos momentos con la cabeza ladeada, luego bebió un sorbo de vino y, en medio del expectante silencio, preguntó:

—¿El apio?

—No, señor, no es el apio—. Respondió Oakes con gran satisfacción.

Otros sugirieron que eran el heno, la barba o las uñas y Killick le dijo al oído a Stephen:

—Pruebe con el rábano picante, señor.

Pero nadie acertó, y finalmente, cuando se llevaban la sopa, Oakes tuvo que decir que lo que crecía más mientras más se cortaba era una zanja. Todos, incluso Pullings, olvidando su sentimiento de culpa por el estado actual de la fragata, dijeron que era la cosa más aguda que habían oído, y la opinión que Jack tenía de Oakes mejoró. Entonces pudo oírse a Killick explicar la paradoja a su ayudante, Jack
el Malcarado
, cuando llevaban el pescado a la cabina por la entrecubierta.

Oakes hizo ostentación de su triunfo, aunque modestamente, mientas comían el pescado, un excelente pescado parecido al bonito, pero con manchas rojas. Entretanto, Jack le explicó a Clarissa cómo eran los vientos alisios mientras Pullings escuchaba atentamente y Stephen observaba la anatomía del pescado.

—Doctor —dijo Oakes después de limpiar el plato—, ¿recuerda la taberna Bathurst de Sidney? Pues bien, un militar solía ir allí con un par de amigos y jugábamos juntos al
whist
apostando medio penique. Después de dos o tres manos, siempre pedía una pipa con tabaco, pero un día no la pidió, así que le preguntamos: «¿No va a fumar hoy?». Entonces él respondió: «No, porque anoche encendí la pipa con la partitura de una balada enrollada y desde entonces oigo una melodía dentro de la cabeza. Creo que la balada todavía está ahí.»

Stephen observó que Clarisa miraba con expresión angustiada a su esposo, quien, encantado con la recepción de su chiste, no hizo caso de eso y contó la historia de un hombre que tenía el pelo largo hasta los hombros y que, cuando un compañero que era calvo le preguntó por qué se lo dejaba tan largo, contestó que era para ver si el pelo le daba semillas para plantar en las calvas de otros.

—¡Muy bien, muy bien, señor Oakes! —exclamó Jack, golpeando la mesa con la mano—. Bebamos a su salud.

Mientras comían el cerdo asado, bebió a la salud de todos los invitados, y en especial de Clarissa, cuyo aspecto le parecía haber mejorado por haber estado expuesta al sol y la lluvia.

—Volviendo a los vientos alisios, señora —continuó—, espero encontrar dentro de poco los del noreste, y entonces verá usted lo que puede hacer la fragata, pues tendremos que navegar a barlovento dando bordadas, y como mejor navega es en contra de un viento fuerte y fijo.

—¡Oh, me encantará! —exclamó Clarissa—. No hay nada más emocionante que agarrarse con las dos manos cuando la fragata se inclina y la espuma pasa rápido por los costados.

Habló con sincero entusiasmo y Jack le lanzó una mirada de aprobación o incluso algo más que aprobación, pero enseguida apartó la vista para que no notaran su admiración.

—Doctor —dijo, proyectando la voz hacia el otro lado de la mesa—, tiene la botella al lado.

Oakes estaba silencioso desde hacía un rato. Permaneció silencioso mientras sirvieron el pudín de pasas y también mientras lo comieron, pero cuando tragó la última cucharada levantó la copa y, mirando sonriente a su alrededor, dijo:

Disfrutemos de la vida cuanto podamos,

pues nada llega tan pronto como la muerte.

En el castillo, en cambio, no había mucha alegría, aunque era la hora de la guardia de segundo cuartillo, la hora del día en que los domingos solía haber baile, y la tranquila y hermosa tarde era muy apropiada para eso. Sólo las niñas jugaban a una versión de rayuela que les habían enseñado los marineros de Orkney, pero jugaban sin hacer mucho ruido mientras los marineros las miraban sin decir nada.

Había aún menos alegría en el alcázar. Cuando Stephen llegó allí poco antes de la puesta de sol, vio a Davidge, el oficial de guardia, que estaba de pie junto a la borda, con expresión de cansancio y tristeza, y parecía un hombre de mediana edad y también a Clarissa, que estaba sentada sola en el lugar acostumbrado junto al coronamiento.

—¡Cuánto me alegro de que haya venido! —exclamó—. Estaba poniéndome triste, lo que sería una lástima después de tan espléndida comida. Pero eso es extraño porque nunca me ha molestado la soledad y en Nueva Gales del Sur deseaba con ansia estar sola. Tal vez aquí me sienta así porque me disgusta mucho no agradar a los demás… Reade, Sarah y Emily… ¡Éramos tan buenos amigos! No sé en qué les he ofendido.

—Los jóvenes son muy variables.

—Sí, yo también lo creo. Pero es decepcionante. ¡Mire, el sol está a punto de tocar el mar!

Cuando la última porción del cerco anaranjado desapareció y sólo se veía un resplandor amarillo limón en la niebla, continuó:

—Para el capitán Aubrey las cosas son diferentes porque usted está a bordo, pero la mayoría de los capitanes están encerrados en el barco sin nadie con quien hablar… ¿Son muchos los que llevan a sus esposas o amantes a navegar con ellos?

—No es usual que lleven a sus esposas, y es muy raro en los viajes largos. En cuanto a las amantes, todos desaprueban su presencia, desde los lores del Almirantazgo a los corrientes marineros. Les quitan autoridad a los oficiales y perjudican su reputación.

—¿Ah, sí? Sin embargo, ni los marineros ni los oficiales de marina son famosos por su castidad.

—No en tierra, pero en la mar se sigue un conjunto completamente diferente de reglas. Tal vez no sea lógico ni coherente, pero todos lo conocen muy bien y lo respetan.

—¿Ah, sí? —preguntó, realmente interesada, inclinándose hacia delante. Luego suspiró y, moviendo la cabeza de un lado al otro, prosiguió—: Sé muy poco de los hombres, quiero decir, de cómo son en general en la vida cotidiana, de cómo son de día, no de noche.

CAPÍTULO 8

El lunes el día amaneció muy brillante y su luz iluminó a los hombres de la guardia de estribor cuando estaban trabajando en la popa, limpiando la cubierta con arena húmeda, piedra arenisca y lampazos. El sol salió cuando estaban cerca del cabrestante, donde estaba sentado West con los pantalones remangados para que no se le mojaran con el agua que corría. Generalmente el amanecer era el momento para expresar discretamente alegría y decir cosas ocurrentes como: «Aquí estamos otra vez, compañeros» o «¿Estás contento con tu trabajo?». Pero ese día no se oyó nada, aparte del ruido de las piedras areniscas cuando los marineros las movían concienzudamente, el choque de los cubos y algunas duras advertencias como: «Ten cuidado no vayas a parar bajo el maldito enjaretado, Joe». Y todo eso a pesar de la brillantez del día, el suave movimiento de la fragata, que tenía un fuerte cabeceo y se inclinaba al atravesar las olas, y del viento favorable, un viento del este que rizaba el mar y traía consigo una exquisita frescura.

Cuando sonaron las siete campanadas, dieron la orden de subir los coyes, y los hombres de la guardia de babor, con ellos enrollados en forma de cilindro y perfectamente atados, subieron corriendo a la cubierta de forma ejemplar. Allí un suboficial los colocaba en la batayola, unos encima de otros, con meticulosa regularidad, como si un almirante fuera a pasar inspección. Tampoco entre esos hombres había alegría: no la hubo cuando salieron a la luz del sol ni media hora después, cuando llamaron a todos a desayunar.

Los antiguos tripulantes de la
Surprise
, o sea, los que habían navegado con el capitán Aubrey en anteriores misiones, obviamente, comían juntos, aunque a veces eso implicaba estar en la desagradable y a veces peligrosa compañía de Davies
el Torpe
. Ahora todos escuchaban en silencio cómo contaba que el capitán había llegado a la cubierta al amanecer y había dado los buenos días a West con tal frialdad que se le hubieran podido congelar las pelotas, tras lo cual Wilson comentó: «Le está bien». Añadió que se había paseado de un lado al otro en camisa de dormir mientras miraba malhumorado hacia barlovento, como un león que buscaba la presa que iba a devorar.

—A mí no me pueden hacer nada —dijo Plaice—. Sólo hice lo que los oficiales me mandaron. Uno me dijo: «¡Amarra ese cabo, Plaice, maldito seas!». Y yo lo amarré, aunque sabía que así el viento llegaría a la vela por el lado que debería estar a sotavento. Luego otro me ordenó: «¡Suelta, suelta, suelta, Plaice, maldito seas!». Y yo solté. Negarse hubiera sido sublevarse. Soy inocente como un cordero.

Con cierta dificultad Padeen dijo que Dios no había creado ninguna mañana más hermosa que aquella ni un viento más favorable, un viento que hubiera dulcificado a Héctor y al mismísimo Poncio Pilatos.

A Padeen le estimaban por su trato amable en la enfermería y porque había pasado un período muy difícil en Botany Bay, y todos creían que había absorbido conocimientos del doctor. Ahora algunos se tranquilizaron al oír sus palabras.

Pero la tranquilidad fue breve y desapareció poco antes de que sonaran las seis campanadas en la guardia de mañana, cuando los oficiales y los guardiamarinas aparecieron en el alcázar con sus uniformes, sus sombreros de dos picos y sables o dagas. Pullings dio orden de preparar el enjaretado y el señor Adams subió apresuradamente la escala de toldilla con el Código Naval. Tan pronto como sonaron las seis campanadas, los ayudantes del contramaestre gritaron:

—¡Todos los marineros a presenciar los castigos!

En ese momento, la tripulación de la fragata, con un sentimiento general de culpa, fue a la popa como un desordenado rebaño.

—¡Todas las mujeres abajo! —gritó el capitán Aubrey.

Entonces Sarah y Emily desaparecieron.

Pullings, que estaba al lado del capitán, le dijo:

—La señora Oakes ya está abajo con el doctor, señor.

—Muy bien. Adelante, capitán Pullings.

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