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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

Clarissa Oakes, polizón a bordo (29 page)

BOOK: Clarissa Oakes, polizón a bordo
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Stephen y Jack esa tarde tocaron algunas piezas de música muy satisfactoriamente, Stephen sentado con los pies firmemente apoyados en un cuartel que estaba sobre la quilla con ese propósito y Jack tocando el violín de pie; sin embargo, el capitán se despertó el domingo, durante la guardia de mañana, con el vivo recuerdo de la humillación del día anterior y de cómo Wainwright, al ver con asombro lo que ocurría en la cubierta, guardó silencio y, con mucho tacto, desvió la vista. El viento había empezado a amainar desde la guardia de media, como le había indicado un mecanismo interior, y no le sorprendió ver que la fragata navegaba, con las velas fláccidas y húmedas de rocío, por aguas grises casi sin ondulaciones a pesar de las grandes olas que venían del sur.

—Buenos días, señor Davidge —dijo, sacando la tablilla con los datos de navegación de su sitio—. Buenos días, señor Oakes.

—Buenos días, señor —respondió Davidge.

—Buenos días, señor —dijo Oakes.

Aunque al oeste aún brillaban las estrellas, al este había suficiente luz para leer la tablilla. Por lo que dedujo al mirar el cielo por estribor, la calma no iba a durar.

—¿Han visto algún tiburón? —preguntó.

Davidge preguntó gritando al serviola y éste respondió que no había ninguno.

—Voy a mirar por encima de la borda, señor —dijo Oakes—. A veces alguno nos hace compañía.

Un momento después informó:

—Todo está despejado, señor.

—Gracias, señor Oakes —dijo Jack.

Avanzó hasta los puntales del pasamano y colgó su camisa y sus pantalones en un cabo extendido, respiró hondo y se sumergió más hondo todavía. Las burbujas pasaron por su lado con un sonido sibilante y sintió que su peso cambió y que el agua estaba lo bastante fría para ser refrescante. Nadó vigorosamente media milla y al volverse contempló el aparejo y las perfectas líneas de la fragata, que subía y bajaba y a veces quedaba oculta en el seno de una ola. Ya el sol había vuelto azul claro todo el cielo y Jack podía sentir sus cálidos rayos en la nuca. A pesar de eso, aún quedaban algunas zonas oscuras, y él aún no había recuperado del todo su alegría. Sin embargo, notó cómo se iba apaciguando su malhumor cuando ya estaba a veinte yardas de la fragata y vio a la señora Oakes inclinada sobre la parte de la borda del alcázar más próxima a popa. Entonces pensó: «¡Dios mío, es posible que me vea desnudo!» e inmediatamente se zambulló y nadó, tan rápido como pudo, aguantando la respiración.

No tenía que tener miedo ni aguantar la respiración casi hasta reventar, porque ya Oakes corría en dirección a ella para taparle los ojos y Killick corría hacia el capitán con una toalla para tapar su cuerpo.

Como Killick había visto acercarse al capitán desde lejos, también había calculado cuidadosamente el tiempo en que le serviría su primer desayuno, del mismo modo que un domador que tuviera que vivir en la misma jaula con un enorme y testarudo león le serviría los trozos de carne de caballo cuando la campana del zoológico diera la primera campanada.

Por primera vez, Stephen tomó el primer desayuno con él. Había dedicado tanto tiempo a escribir en clave que no había podido examinar muy atentamente ni la décima parte de todos los ejemplares de plantas ni las aves ni sus parásitos, y el recuerdo de ellos le había hecho salir del coy al amanecer casi temblando de excitación, la misma excitación que sentía en sus primeros años, como la primera vez que vio el brezo de Saint Dabeoc, cuando tenía siete años, o el valle poblado de un curioso arbusto al año siguiente o el ratón almizclero de los Pirineos (el raro y huraño pariente de la musaraña) sólo unas semanas después.

—Estuve a punto de ofrecerle a la señora Oakes un lamentable espectáculo hace un momento —dijo Jack después de una pausa en la que ambos bebieron dos tazas de café—. Regresaba nadando a la fragata y cuando estaba a tiro de pistola noté que ella estaba junto a la borda. Si hubiera mirado hacia donde yo estaba, hubiera visto a un hombre desnudo.

—Eso hubiera sido terrible —respondió Stephen—. Por favor, alcánzame una tostada de fruta del árbol del pan.

Recordó una ocasión anterior en que la señora Oakes, impasible, había visto a un hombre desnudo desde la escotilla de la cabina donde él la examinaba. En aquel momento Jack estaba en una lancha dando órdenes para recuperar una guindaleza que se había cortado con el arrecife de coral y estaba a punto de zambullirse. Ella le había observado con interés y había comentado:

—El capitán Aubrey sería considerado un hombre atractivo incluso en Irlanda, ¿verdad? Pero le han hecho heridas por todas partes.

—No podría recordar el número de heridas que le he cosido y le he vendado ni la cantidad de balas de mosquete que le he sacado —dijo Stephen—. Y tenga en cuenta, señora, que las que están en el frente son honorables, las de atrás no.

Eso ocurrió mucho antes que dieran el paseo por Annamooka. En realidad, esa fue la primera vez que notó que su actitud hacia los hombres era extraña, casi como la actitud de un médico, y le desconcertó hasta cierto punto, porque ni en su cara ni en su comportamiento habitual había señales de que hubiera tenido una vida irregular. Todavía pensaba en ella cuando Jack dijo:

—Hablando de la señora Oakes, hace tiempo que no la oigo tocar la viola de Martin. Y la verdad es que a Martin tampoco.

—Me parece que me dijo que la viola tenía un problema en el cuello o en la cabeza. ¿Cómo es posible que tan poca gente la toque? Por cada veinte personas que tratan de aprender el violín, sólo una intenta tocar la viola, o a veces menos, y, sin embargo, tiene o puede tener un sonido muy dulce.

—La verdad es que no sé. Quizá sea más difícil conseguirla y llegar a tocarla bien. Piensa en lo raro que es encontrar a un intérprete de primera clase que pueda responder a un violín como Cramer o Kreutzer en, por ejemplo, obras de Mozart… ¡Adelante! Pasa, Tom —añadió, sirviéndole una taza de café.

—Gracias, señor. Sólo vine porque olvidé preguntarle si iba a celebrar la ceremonia religiosa hoy.

—Sí —dijo Jack, y su rostro se ensombreció otra vez—. Sí, desde luego. No hay nada como la ceremonia religiosa para poner en orden las cosas. Pero sólo leeré los salmos relacionados con la penitencia y los artículos del Código Naval.

Naturalmente, iba a celebrarse la ceremonia religiosa, y con toldos sobre el alcázar, pero antes tenía que celebrarse la de pasar revista, la inspección formal de todos los marineros, formados tras los oficiales de su brigada, y la del lugar donde se alojaban. Esa era, como Jack había notado, la mejor oportunidad que tenía un capitán para apreciar el estado de ánimo de la tripulación. Cuando pasó por entre las filas miró a todos los marineros, suboficiales y oficiales a los ojos, y tenía que ser tonto para que la expresión o la falta de expresión de aquel montón de caras bien lavadas y recién afeitadas no le indicara más o menos cuál era el sentir general de la tripulación.

Pero eso establecía la comunicación en dos sentidos, porque los tripulantes de la
Surprise
también deducían cuál era el estado de ánimo del capitán. Y Jack, acompañado por Pullings, dejaba a su paso tristeza y desaliento. A pesar del baño, del desayuno y del viento fijo y fuerte, todavía sentía rabia y resentimiento. Los tripulantes habían maniobrado mal y le habían hecho quedar en ridículo. Tanto los oficiales como los marineros habían tenido un comportamiento impropio, pues habían gritado, blasfemado y armado un barullo al hacer una maniobra habitual que los viejos tripulantes de la
Surprise
hubieran hecho sin el menor alboroto y con apenas más órdenes que «¡Levar anclas!», como los tripulantes de un barco de guerra, no como los de un negligente barco corsario. Habían tenido un comportamiento execrable, y ahora, a medida que Jack avanzaba, emanaba de él la indignación. Sólo sonrió una vez, cuando llegó a la brigada del condestable, el señor Smith, a quien ayudaba Reade, quien hacía su primera aparición oficial desde el accidente.

—Me alegro de volver a verle, señor Reade —le saludó—. Tiene permiso del doctor, ¿verdad?

—¡Oh, sí, señor! —exclamó Reade—. Dijo que estaba en condiciones de… —empezó a decir, pero como estaba cambiando la voz, su tono subió sin que pudiera controlarlo antes que, en uno más grave, concluyera—: hacer tareas ligeras.

—Muy bien. Aún así, debe cuidarse porque no tenemos tantos marinos a bordo.

Luego llegó a la brigada de Oakes, formada por gavieros. Siempre había sido una de las más alegres de la fragata y ahora era la más alterada. El sentimiento de culpa era en parte la causa de eso, así como de que estuvieran perfectamente limpios y arreglados con su ropa de domingo (gestos con que trataban de disipar su ira), pero había otra causa más que no podía definir. Pasó por su lado con el rostro grave y sin decir ninguno de los comentarios que tan a menudo hacía al pasar revista. Avanzó hasta donde estaban los marineros del castillo y luego se acercó a Jemmy Ducks y las niñas que tenía a su cargo. Entonces pensó: «¡Cómo han crecido! Tal vez Fanny y Charlotte ya estén muy altas ahora.» Aunque las miró afectuosamente y les preguntó cómo estaban, ellas le miraron con más ansiedad de lo habitual. Como los actos formales a que habían asistido en la remota Melanesia en los primeros años de su niñez habían terminado a veces con sacrificios humanos, esa era razón suficiente para que estuvieran desasosegadas, pero, aparte de eso, su estado de ánimo se parecía más al de los tripulantes que al del capitán, así que, elevándose hasta una extraordinaria altura, le respondieron temblando.

La enfermería estaba vacía, y allí Stephen y Martin, con su mejor ropa, estaban sentados tranquilamente escuchando el ruido que hacía Padeen dando pulimento a las últimas cosas y poniendo en perfecto orden los instrumentos quirúrgicos. Martin rompió el silencio al decir en voz baja:

—Le debo una explicación por mi conducta de ayer. No fui con usted y la señora Oakes porque desde hace algún tiempo siento… ¿cómo lo definiría?… inclinación hacia ella, una inclinación que sería pecado tolerar. Pensé que debía evitar su compañía aun a costa de mentiras y descortesías que… le aseguro, Maturin, que lamento mucho.

—No se preocupe, amigo mío —dijo Stephen, moviendo la mano—. Sin duda, es mejor huir que quemarse. Y mirándolo desde el punto de vista del naturalista, que no tiene relación con el moral, examinamos más terreno.

—Por es misma razón rompí la viola —continuó Martin, todavía pensando en la primera idea. Pero luego, al asimilar el último comentario de Stephen, se llevó la mano al bolsillo y dijo—: Muy cierto. En algún punto del camino de regreso, cuando Falconer y yo estábamos sentados entre un montón de troncos de árboles viejos y podridos, derribados por algún huracán, un tipo de lugar que, según creo, no halló usted, encontré una gran variedad de insectos. Aquí tiene una selección.

Sacó una caja plana del bolsillo y Stephen la abrió y la inclinó hacia la luz que se filtraba.

—¡Es usted digno de gloria! —exclamó—. ¡Son algavaros! No, estos deben pertenecer a la familia de los
Cleridae
. ¡Qué colores! Sir Joseph se asombrará al verlos y yo le estoy muy agradecido. Veo que están todos muertos.

—Sí. No podía soportar su perpetua e inútil lucha por escapar ni el ruido de los arañazos, así que les pasé por alcohol.

—Estimado caballero, él está justo encima —susurró Padeen nerviosamente y, por supuesto, en irlandés, asomando la cabeza por la escotilla como un conejo y retirándola enseguida.

—Creo que debo decirle que el capitán Aubrey quiere invitarle a comer con Pullings, los Oakes y yo —dijo Stephen.

—¡Oh, gracias! —exclamó Martin, sonriendo con desgana—. Ahora que estoy advertido, creo que podré conservar la serenidad el tiempo que dura una comida.

Cuando Jack terminó de inspeccionar la enfermería, dijo:

—Señor Martin, espero tener el placer de disfrutar de su compañía hoy en la comida.

Y Martin, sin embargo, respondió:

—Desafortunadamente no, señor, y le pido excusas. Me encuentro muy mal y ni siquiera podré asistir a la ceremonia religiosa. Pero permítame decirle que aprecio mucho su bondad. Me encuentro realmente mal. Un hombre tiene que estar en muy mal estado para declinar la invitación de quien es a la vez su jefe y su superior jerárquico.

El rechazo de la invitación a comer de un capitán era algo extremadamente raro en la Armada, un acto que se consideraba hostil y muy cercano a la rebeldía e incluso a la alta traición; sin embargo, Jack, que no consideraba a Stephen ni a Martin verdaderos marinos, se lo tomó con calma y le dijo que tal vez se debía a algo que había comido en Annamooka y le aconsejó acostarse.

—La mejor medicina para un hombre es su almohada, aunque no debería decir esto en semejante compañía.

Luego, el capitán le pidió que le indicara los salmos más sombríos y reanudó enseguida la inspección.

Cuando él y Pullings pasaban por el sollado para dirigirse a la proa, una rata se cruzó en su camino.

—¡Dios mío! —exclamó Jack—. Ahí fue donde descubrimos a la señora Oakes vestida de varón. Eso ocurrió no hace mucho tiempo, si uno lo piensa, y, sin embargo, ya ella parece una parte indisoluble de la fragata, lo mismo que el mascarón de proa.

Pullings, que veneraba y detestaba por igual el mascarón de proa, angustiado, murmuró una frase de asentimiento. Y después de un rato, Jack continuó:

—¿Sabes de dónde sacó esos pantalones? Eran demasiado pequeños para Oakes.

—Pertenecían al pobre Miller, señor —dijo Pullings, refiriéndose a un guardiamarina que había muerto en el combate más reciente que Jack había entablado—. Cuando se vendieron sus cosas junto al palo mayor, Reade compró el uniforme con la esperanza de que crecería lo suficiente para ponérselo en Nueva Gales del Sur, pero no fue así. Supongo que luego lo prestó, pero hablo por hablar, señor. No lo sé con certeza —añadió, porque no quería parecer un soplón.

—Es muy probable —dijo Jack, recordando al pobre Miller—. Son más o menos del mismo tamaño.

No dijo nada más hasta que salieron otra vez a la luz, una luz tan brillante que les hizo entrecerrar los ojos y también permitió a los tripulantes comprender que nada de lo ocurrido bajo cubierta había cambiado el estado de ánimo del capitán y que todavía tenían un hueso duro que roer.

La sonrosada cara de Jack Aubrey, donde se destacaban sus grandes ojos azules, por muchas muecas que él hiciera, nunca podría tener un gesto malvado, pero la indignación por lo ocurrido en la fragata y el profundo resentimiento hacia los marineros que la habían tratado tan mal le daban un aspecto leonino que intimidaba a todos. Ese aspecto no cambió durante la ceremonia religiosa, celebrada según un austero ritual que no estaba aligerado por la presencia del reverendo Nathaniel Martin, quien, a pesar de que no se le daban bien los sermones, la hacía más humana de lo que era hoy. Después de las plegarias de rigor, leídas con voz fuerte y tono violento, y el salmo referido a la confesión de pecados, los tripulantes de la
Surprise
oyeron al capitán alzar su potente voz un tono o dos y leer los temibles artículos del Código Naval en un tono aún más violento. Puso más énfasis que de costumbre en las palabras, «…si algún oficial, infante de marina, soldado u otra persona de la Armada pelea con oficiales de mayor rango mientras desempeña sus funciones o desobedece alguna orden de alguno de los oficiales de mayor rango, si es declarado culpable, será castigado con la muerte.» Y también en: «Si alguna persona de la Armada pelea con otra persona de la Armada o le hace reproches o frases o gestos para provocar una pelea o desorden, si es declarada culpable, recibirá el castigo que la falta merezca…» Y también en: «Ninguna persona que se encuentre en la Armada o pertenezca a ella puede ser negligente en el cumplimiento de su deber ni abandonar su puesto, y recibirá por ello la pena de muerte.»

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