En la actualidad no había ningún cabo a bordo de la
Surprise
, así que el propio Pullings empezó a llamar a los marineros que habían cometido faltas y a decir cuál era la que había cometido cada uno mientras ellos se apartaban de la multitud. El primero fue Weightman.
—Insolencia y falta de atención a su trabajo, señor, con su permiso.
—¿Tiene algo que decir en su defensa?
—Soy inocente, su señoría, se lo juro —dijo el carnicero.
—¿Alguno de los oficiales tiene algo que decir en su favor?
Esperó unos momentos. Entretanto el viento susurraba en la jarcia y los oficiales miraban al vacío.
—¡Quítese la camisa! —dijo Jack.
Weightman se la quitó lentamente.
—¡Amárrenle!
Los suboficiales ataron a Weightman al enjaretado por las muñecas, situándolas un poco por encima de los hombros, y dijeron:
—Está amarrado.
Además le entregó el Código Naval a Jack, secundado por los oficiales y los guardiamarinas, se quitó el sombrero y leyó:
Ninguna persona que se encuentre o pertenezca a la Armada debe dormirse mientras hace guardia ni
ser negligente en la realización de las tareas encomendadas
ni abandonar su puesto, bajo pena de muerte o de recibir el castigo que el caso o las circunstancias requieran.
A continuación dijo:
—Doce azotes.
Entonces, volviéndose hacia el ayudante del contramaestre, ordenó:
—Vowles, cumpla con su deber.
Vowles sacó el azote de una bolsa de terciopelo rojo, tranquilamente adoptó la posición apropiada y cuando la fragata subió con el balanceo descargó el primer golpe.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Weightman.
La señora Oakes y Stephen levantaron la vista.
—Están aplicando castigos —dijo Stephen—. Algunos marineros se han comportado mal cuando levábamos ancla.
—Eso me contó Oakes —dijo ella—. ¿Cuántos azotes suele dar el capitán?
—Jamás le he visto dar más de una docena y casi nunca esa cantidad. En los barcos que están bajo su mando, rara vez hay azotainas.
—¿Una docena? ¡Dios mío, eso asombraría a la gente en Nueva Gales del Sur! Había un hombre horrible, que era pastor y magistrado, que sólo daba azotes en cientos. El doctor Redfern le odiaba.
—Lo sé, amiga mía. Y yo también. Ahora respire hondo y aguante la respiración ¿quiere? Muy bien. Es suficiente. Puede vestirse otra vez.
—Dice usted eso en el mismo tono que el estimado doctor Redfern —dijo Clarissa por debajo de los pliegues de su vestido de algodón azul y luego, sacando la cabeza, añadió—: ¡Qué afecto sentí por ese hombre cuando me dijo que no estaba embarazada ni… enferma! Podría haber sufrido cualquiera de los dos estados porque me habían violado con frecuencia suficiente para eso.
—Lo siento mucho, muchísimo —dijo Stephen.
—Para algunas jóvenes eso hubiera sido aterrador, pero para mí, a condición de que no tuviera consecuencias, no tenía mucha importancia.
En efecto, en los barcos que estaban bajo el mando de Jack Aubrey rara vez había azotainas, pero esta vez los marineros le habían humillado y ofendido y castigó a muchos duramente, con siete latigazos y la supresión del grog. De los hombres que fueron amarrados ninguno gritó aparte de Weightman, pero ninguno se fue sin marcas. Cuando les soltaban, Padeen, con las lágrimas resbalándole por las mejillas, avanzaba hacia ellos y les limpiaba la espalda con una esponja con vinagre y Martin les untaba las ampollas con linimento y les daba la camisa, lo que ellos agradecían mucho. Todo eso se llevó a cabo con la misma formalidad que en un barco de guerra (acusación, respuesta, prueba del comportamiento, circunstancias atenuantes, decisión, lectura del artículo relevante, sentencia y castigo), y aunque las últimas sentencias no excedían los seis azotes, duraron mucho tiempo, el mismo que Stephen y Clarissa pasaron hablando tranquilamente de los hombres en general, de los hombres normales y corrientes.
El caso del último marinero que fue azotado era inusual. Era James Masón, un ayudante del contramaestre y un buen marino. Los oficiales hablaron en su favor, pero como había cometido una falta muy grave (desobediencia), Jack ordenó que le amarraran al enjaretado y dijo:
—En vista de lo que dicen los oficiales, sólo recibirás media docena. Señor Bulkeley, cumpla con su deber.
Ciertamente, un contramaestre tenía el deber de azotar a sus ayudantes, aunque eso ocurría muy pocas veces. A pesar de que hacía años que a Bulkeley no le ordenaban aplicar un castigo y ya había perdido la costumbre, le arrebató a Vowles el látigo de las manos, pero permaneció unos momentos mientras alisaba las cuerdas ensangrentadas del azote. Le tenía afecto al joven James y se llevaba muy bien con él, pero todos los tripulantes de la fragata le estaban mirando atentamente y no debían verle dar un trato favorable a su ayudante, así que asestó el primer golpe de tal manera que Masón se estremeció y dio un fuerte resuello, a pesar de que era como una roca. Cuando le soltaron, se tambaleó, se secó la cara y lanzó al confuso y avergonzado contramaestre una mirada de reproche.
En la cabina de Stephen, el tema de la conversación pasó del dolor a la enorme dificultad de definir las emociones y de asignarles un valor cuantitativo o un grado de intensidad.
—Volviendo al dolor —dijo Stephen—, recuerdo que cuando el capitán Cook estuvo aquí azotaba a los isleños por robar, pero decía que era inútil, que hubiera dado igual azotar un poste. Y he visto a algunos aborígenes de Nueva Gales del Sur que soportaban dolores producidos por quemaduras, golpes y espinas que yo no hubiera podido resistir. Por otra parte, generalmente los marineros aguantan una docena de latigazos sin un murmullo. Respecto a usted, después de considerarlo todo, la resistencia y la fortaleza de la juventud, la dependencia psicológica, el orgullo y otras cosas, me asombra que las experiencias que ha tenido no hayan acabado con su bondad y sus sentimientos más tiernos, convirtiéndola en una persona malhumorada, amargada y esquiva.
—Por lo que se refiere a los sentimientos tiernos, tal vez nunca experimenté muchos. Tenía aversión a la mayoría de los gatos, los perros y los niños y nunca me gustaron las muñecas ni los conejos domesticados y a veces reaccionaba violentamente cuando me reñían, pero no estaba malhumorada ni amargada entonces ni lo estoy ahora, y tampoco soy esquiva. Creo que soy bastante amable o trato de serlo con personas que también lo son conmigo o que necesitan ser tratadas así. Sé que me gusta mucho inspirar simpatía y estar en buena y alegre compañía.
Sic erimus cuncti postquam nos auferet Orcus / ergo vivamus dum licet esse, bene
. Y también sé que no soy un monstruo incapaz de sentir afecto. —Entonces le puso la mano en la rodilla a Stephen y, sonrojándose a pesar de su ligero bronceado, dijo—: Lo que ocurre es que no puedo conectarlo con… ¿cómo podría llamarlo sin ser grosera?… con esa relación carnal con gemidos, lucha y juegos amorosos. Me parece que ambas cosas son polos opuestos.
—Estoy seguro de que lo son.
Sic erimus cuncti…
Así que de ahí sacó el señor Oakes el pareado ayer. Me asombró.
—Sí. Eran unas aleluyas que hice cuando me ponía el vestido. Me sorprendió que las recordara.
Los únicos pacientes que Stephen tuvo aquella tarde fueron el carnicero y el ayudante del contramaestre, pues ambos, especialmente Masón, necesitaba ser vendado. Martin había puesto vendajes corrientes, pero tenía poca experiencia en heridas de ese tipo porque generalmente los tripulantes de la
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tenían un buen comportamiento, y para colocar el vendaje alrededor del torso de manera que pudieran moverse con cierta facilidad se necesitaba a una persona con más experiencia.
Para esa persona con más experiencia era obvio que la enfermería se llenaría muy pronto. Jack había ordenado tensar cabos por todas partes de la fragata, y además, al excusarse por no ir a comer (dijo que tomaría un bocado por la tarde y que si el viento seguía así, probablemente podrían comer pescado fresco a la hora de tocar música), había hablado de una columna volante, y aunque Stephen no sabía muy bien qué había querido decir con eso, basándose en el axioma de que todo lo que sube, baja, suponía que habría muchos casos de miembros, costillas e incluso cráneos rotos.
Estuvo pensando en eso mientras comía en la cámara de oficiales, donde había relativo silencio y la ansiedad y un comportamiento bastante amistoso habían sustituido la malevolencia. Martin devoró la comida como un lobo y le pidió a Pullings dos veces que le sirviera «otro pedazo de ese excelente cerdo asado». Después que le quitaron por fin el plato vacío y antes del postre, le dijo a Stephen que había visto una gran cantidad de alcatraces por el norte y que el viejo Macaulay, que conocía esos mares, había confirmado su idea de que eso indicaba que allí había un banco de peces, así que podrían ir a pescar si la tarde era tranquila.
—Ustedes los médicos pueden ir a pescar —dijo Pullings—, pero creo que nosotros vamos a quedarnos aquí haciendo maniobras hasta Navidad.
Nunca dijo nada más cierto. La
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no había atravesado aún la zona de vientos variables, y durante la guardia de tarde, el viento, que trataba de cuartear la aguja desde hacía tiempo, disminuyó de intensidad hasta que casi cesó, pero lo hizo cuando ya la fragata estaba a una milla de la zona donde pescaban los alcatraces y hacía mucho rato que habían bajado al agua el esquife de Stephen.
Martin y Stephen remaron trabajosamente, llevando a bordo cañas de pescar, redes, tamices para coger animales microscópicos, botes, frascos y cestas, los cuales estorbaban sus torpes movimientos y, como consecuencia, avanzaban más lentamente y tenían mucho más calor en medio del aire húmedo e inmóvil. Stephen, que no sentía vergüenza al desnudarse y lo había hecho muchas veces y no tenía miedo a quemarse con el sol, se quitó la ropa; Martin, en cambio, mucho más pudoroso, sólo se desabotonó la camisa y se remangó los pantalones y tuvo que sufrir.
Valió la pena el esfuerzo que hicieron. El banco de peces estaba bien definido, y tan pronto como rebasaron el límite y se encontraron entre los alcatraces vieron que tenía al menos dos niveles. En uno había un montón de calamares persiguiendo cangrejos y larvas de varias especies marinas que no pudieron identificar, aunque estaban casi seguros de que eran de madreperlas; en otro, que estaba dos o tres brazas más abajo y podía verse claramente, sobre todo en la parte donde el esquife hacía sombra, había bandadas de peces del tipo de la caballa que iban de un lado a otro, emitiendo destellos al girar, y se alimentaban de una gran masa de alevines que formaban un conjunto opaco dentro de las claras aguas verdes. Los alcatraces pescaban en los dos. A veces rozaban ligeramente el agua para capturar un calamar que estaba justo debajo de la superficie; otras se tiraban al agua desde la misma altura que un proyectil lanzado por un mortero para llegar a la profundidad donde estaban los peces. No prestaban atención a los dos hombres y en ocasiones se sumergían tan cerca del esquife que lo salpicaban de agua. Y después de un rato, cuando los dos hombres terminaron de clasificar los alcatraces (pertenecían a dos especies, ninguna muy rara), dejaron de prestarles atención. Sacaron varios calamares con las redes y vieron que pertenecían al menos a once variedades diferentes, aunque desconocían el nombre de dos de ellas. Luego cogieron con el tamiz gran cantidad de los animales que servían de alimento a los calamares y los metieron en botes que cerraron muy bien. Luego cogieron algunos peces bastante grandes, de unas dos libras, cebando el anzuelo con chicharrones cortados en forma de pececillos.
—El Paraíso debe de haber sido así —dijo Martin, metiendo otro en la cesta y luego añadió—: ¡Qué contentos se van a poner todos cuando volvamos con nuestra captura! No hay nada como el pescado fresco.
En ese momento miró hacia la fragata y su expresión cambió por completo.
—¡Oh! —gritó—. ¡Ha perdido un mástil!
Sin duda, tenía un aspecto horrible, parecía deforme.
—¡Oh, no, no! —dijo Stephen y luego buscó entre su ropa el catalejo de bolsillo, lo dirigió hacia la fragata y continuó—: No, amigo mío. Sólo están cambiando los masteleros.
Por la gran actividad que había en la cofa del mayor, donde estaban colocando nuevos obenques para el mastelero mayor, comprendió que estaban haciendo aquel trabajo, uno de los más duros que puede hacer un hombre, de la popa a la proa.
Pullings y Oakes estaban en el castillo; Davidge se encontraba en la cofa del trinquete; West estaba colocado sobre la cruceta. Tanto ellos como los marineros que estaban bajo su mando trabajaban con diligencia y Jack, flanqueado por Reade y Adams, tenía el reloj abierto y medía el tiempo.
—Me parece que nunca ha visto hacer esto —dijo Stephen, dándole el catalejo—. ¿Quiere que le cuente lo que están haciendo?
—Si es tan amable.
—Primero desenvergan las juanetes y las bajan a la cubierta y luego quitan la verga. Después bajan el mastelerillo, una maniobra con que todos estamos familiarizados y que los marineros expertos y cumplidores de su deber pueden hacer en cuestión de minutos. Luego hacen lo mismo con la gavia, su enorme verga y el propio mástil, lo que, sin duda, es un duro trabajo. Es evidente que ya hicieron la operación en el palo mesana y el mayor y que ahora la están haciendo en el trinquete. Y por las figuras que he visto avanzar por el bauprés, deduzco que también piensan cambiar la botavara.
—¿Buscan las partes que están defectuosas y las reemplazan?
—Supongo que sí, pero creo que los verdaderos objetivos son que los marineros aprendan bien las tareas propias de su oficio, a trabajar más rápido y quizá también perfectamente sincronizados. A veces esto no se hace por ser forzado a observar estrictamente la disciplina o cumplir inmediatamente las órdenes sino por espíritu competitivo e incluso por vanidad. Los antiguos tripulantes de la
Surprise
, que llevan bastante tiempo juntos y son todos marineros de barcos de guerra, lo hacían muy bien. Recuerdo que una vez, cuando estábamos en las Antillas, cambiaron los masteleros al mismo tiempo que en el
Hussar
, cuyos marineros se consideraban expertos, y terminaron en una hora y veintitrés minutos. Todos ya estaban bailando y tocando la chirimía en el castillo cuando los tripulantes del
Hussar
aún no habían colocado la verga de la juanete mayor. Mire cómo el mastelero sube oscilando, sujeto por un complejo sistema de cabos. Sube y sube mientras el cabrestante da vueltas… Sube más, cada vez más… Ya está a suficiente altura. Tom grita: «¡Colocado!» Ahora le ponen la cuña y lo amarran. Los marineros se abalanzan a los masteleros y desatan algunos cabos. Ahora le sigue el hermoso mastelerillo…