Clarissa Oakes, polizón a bordo (14 page)

Read Clarissa Oakes, polizón a bordo Online

Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Clarissa Oakes, polizón a bordo
2.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

Una especie de reloj interior advirtió a Jack que dentro de pocos minutos oiría las dos campanadas en la guardia de primer cuartillo. Y, en efecto, antes que cerrara el escritorio, el señor Bentley, el carpintero, y sus ayudantes llegaron jadeando a la puerta y esperaron para entrar rápido con las mazas y derribar los mamparos y las puertas, una operación que acabaría con la intimidad y haría que la cabina no pudiera distinguirse del resto de la cubierta superior, la famosa eliminación de obstáculos de proa a popa que, como preparación para la batalla, se hacía en la
Surprise
, cuando estaba navegando, casi todos los días desde la primera vez que Jack tuvo el placer de gobernarla. Detrás de los carpinteros, echándoles el aliento en el cuello, se encontraban Killick, su ayudante y el forzudo Padeen, preparados para coger todas las posesiones que pudieran transportarse y llevarlas abajo; y a una distancia que apenas podía considerarse decente, esperaban los artilleros de los cañones de doce libras, pisándoles los talones, ansiosos por llegar a ellos.

Jack se puso la chaqueta, pasó rápidamente entre ellos y subió corriendo la escala de toldilla. Allí, en el lado de barlovento o, al menos, de estribor, de una barricada, se encontraba Pullings, el oficial encargado de la guardia, y muy cerca estaba el marinero que tocaba el tambor. El oficial que gobernaba la fragata, dirigiéndose a un imaginario infante de marina, dio una orden de ritual en la Armada real:

—¡Dé la vuelta al reloj de arena y toque la campana! Y después él mismo dio la vuelta al reloj y corrió al campanario.

Cuando sonó la segunda campanada, Jack ordenó:

—Capitán Pullings, llame a todos a sus puestos.

Siguieron las habituales repeticiones, el habitual sonido atronador del tambor, el habitual sonido amortiguado de los pies descalzos de los marineros que corrían a sus puestos y finalmente el habitual informe que se daba al capitán:

—Todos presentes y sobrios, señor.

Jack estaba allí de pie, contemplando a los atentos y silenciosos tripulantes. Los artilleros de cada brigada estaban colocados en torno al correspondiente cañón según una invariable disposición, y el humo se elevaba desde los cuencos donde se encontraban las mechas. Aquella máquina de combate estaba lista para la batalla.

Pero nada era menos probable. El impresionante conjunto de velas, desde las mayores a las monterillas, estaba fláccido y formaba bolsas: el humo se elevaba en línea recta desde los cuencos: y tanto por babor como por estribor, el mar estaba tan tranquilo que parecía un espejo, un espejo de muchas millas de ancho y de largo con una curiosa tonalidad morada a la luz del sol que se ponía. En todo el cielo sin nubes y el enorme disco plano que formaba el océano no se movía nada, ni vivo ni muerto.

En medio del silencio pudo oírse la voz del doctor Maturin, que decía a un marinero casi sordo y con dispepsia que la causa de su enfermedad era «el remordimiento de un estómago culpable», que debía masticar cada bocado cuarenta veces y «abjurar del asqueroso grog».

—Bueno, capitán Pullings —dijo Jack por fin—, como mañana es día de fiesta, hoy solamente ordene sacar y meter los cañones media docena de veces. Después mande arriar las monterillas y las juanetes y conceda a todos el día libre en honor al rey.

El rey, el pobre, había sido un gran admirador del pequeño Mozart, se había sentado con él al piano a veces y le había pasado las páginas de la partitura, y tal vez le hubieran gustado las piezas que Jack y Stephen tocaron esa noche, que eran tan mozartianas como su admiración por ese gran hombre permitía. Lo que ocurría era que no había música canónica escrita para violín y violonchelo, y creían que cualquiera que fuera audaz podía transcribir las obras para violín y viola y, además, algunas canciones, de manera que el violín tomara la parte de la voz y el violonchelo el acompañamiento. Con esa misma audacia, aunque en otra escala, interpretaban las óperas, tocando a la vez varios fragmentos y luego improvisando variaciones sobre el tema alternativamente. Tal vez eso no gustaba a todo el mundo, y, sin duda, molestaba a Killick, pero a ellos les proporcionaba una gran satisfacción. Y cuando ambos dejaron a un lado los arcos después de interpretar su versión de
Sotto i pini, Jack
dijo:

—Creo que no hay nada de este género tan hermoso y conmovedor. Oí a la Salterello y a su hermana menor cantarlo cuando era ayudante de oficial de derrota, justo antes de pasar el examen de teniente. Sam Rogers, un borracho y un putero, que en paz descanse, estaba sentado a mi lado en la silenciosa casa y se podía oír perfectamente cómo le caían las lágrimas en el regazo. ¡Oh, Dios mío, la alegría me da sueño! ¿A ti no te da sueño la alegría, Stephen?

—No. Me parece que últimamente siempre tienes sueño. Sin duda, después de las tediosas, angustiosas y preocupantes semanas o incluso meses en esa espantosa colonia penal hacen falta muchas horas de sueño reparador, pero debes tener en cuenta que el sueño y la gordura van de la mano. Piensa en el lirón, o en el puerco espín, que inverna… La verdad es que lamentaría que aumentaras aún más de peso. Tal vez deberías limitarte a comer sólo un plato de tostadas con queso antes de acostarte. Ya siento el olor muy cerca.

—Otro día, sin duda —dijo Jack—, pero esta noche es la víspera de Guy Fawkes y tengo el deber de celebrarla por todo lo alto. Hacer lo contrario sería casi como cometer traición o actuar como un miserable papista… ¡Oh, Stephen, he metido la pata otra vez! Lo siento mucho.

Al soñoliento capitán Aubrey la extraordinaria tranquilidad del mar y la consiguiente inmovilidad de su coy le causaron la sensación de que estaba en su casa. Esa sensación era tan fuerte y su sueño fue tan profundo que todo su cuerpo se relajó completamente y ni siquiera el ruido de la doble limpieza de la cubierta (porqué ese era un día de fiesta) y el secado llegó hasta su conciencia. Ni fue fácil para Reade despertarle cuando sonaron las seis campanadas y bajó para decirle que a la fragata se le había hecho un agujero.

—Señor, el capitán Pullings, que está de guardia, dice que a la fragata se le ha hecho un agujero por debajo de la línea de flotación, justo por debajo de
Asesinato premeditado
, y pensó que usted debería saberlo.

—¿Estamos haciendo agua?

—No exactamente, señor. El agujero lo abrió un pez espada y todavía la espada está tapándolo.

—Cuando haya terminado de bromear conmigo, señor Reade, puede ir a contárselo al doctor. Y supongo que aún no han cogido al pez.

—¡Oh sí, señor! Davies
el Torpe
letiró un arpón con tal fuerza que le atravesó la cabeza y otros están intentando pasarle una bolina alrededor de la cola.

A Davies
el Torpe
le habían clasificado marinero de primera porque había seguido al capitán Aubrey de barco en barco, hiciera Jack lo que hiciera, y porque a bordo de la
Surprise
no había ningún hombre de tierra adentro ni ningún marinero simple, no por ser un diestro marino. Sólo tenía destreza para lanzar el arpón con una fuerza terrible, algo que no había podido hacer en ninguna misión en los últimos diez o doce años.

Cuando Jack subió a la cubierta, el pez espada, tras una lenta lucha con la muerte, había dejado de dar coletazos por fin; los marineros habían colocado la bolina; un grupo de la guardia de popa estaba sacando el pez del mar dirigido por Davies, que no dejaba a nadie, fuera oficial o no, participar en la operación; y el pez, con la gris aleta dorsal hacia abajo, brillaba iluminado por los primeros rayos del sol.

—Es del grupo de los
Histiophori—
dijo Stephen, que estaba allí con su camisa de noche—. Probablemente un
Pulchelus.

—¿Se puede comer? —preguntó Pullings.

—¡Por supuesto que se puede comer! Y es mucho mejor que el atún.

—Entonces podremos dar un banquete por fin —dijo Pullings—. Desde hace más de quince días siento tanta vergüenza que apenas me atrevo a mirarla a los ojos, porque una recién casada… ¡Buenos días, señor! —exclamó al ver a Jack en el arco del cabillero—. Hemos pescado un pez, como puede ver.

—¡Lo cogí yo, señor! —exclamó Davies, que era un hombre de tez morena corpulento y fuerte y que por lo general estaba callado, triste y abatido, pero ahora estaba radiante de alegría—. ¡Lo cogí yo! Tengan cuidado, malditos tontos. Le atravesé la maldita cabeza con el arpón, ¡ja, ja, ja!

—Bien hecho, Davies. Bien hecho, palabra de honor. Debe de pesar quinientas libras.

—Le daré la cola y el vientre, señor. Podrá hacer lo que quiera con la cola y el vientre.

CAPÍTULO 4

—Por lo menos la fragata tiene velocidad suficiente para maniobrar —dijo Jack quitándose la camisa y el pantalón y colocándolos en la batayola a considerable distancia de la hilera de brillantes escamas—. Detesto meterme en el agua cuando tiene acumulada la suciedad de dos, no, de tresdías y tres noches. ¿No vienes?

—Con tu permiso, voy a examinar la anatomía de este noble pez… ¿Cómo está, señor Martin?… antes de que sufra el más mínimo cambio.

No puede quedarse en la cubierta más de una hora, doctor —dijo Pullings—. Hoy es día de fiesta, ¿sabe?, y todo debe estar muy limpio.

—Señor Reade, amigo mío —dijo Stephen—, por favor, baje corriendo y diga a Padeen que me traiga el gran estuche para las disecciones y luego vaya a la proa y diga a las niñas que vengan a ayudar, a echar una mano con las batas viejas y sucias.

Las batas viejas y sucias ya estaban en remojo y era imposible que las niñas se pusieran las nuevas, así que fueron a la popa desnudas. Parecían gusanos por su figura pequeña y su color negro y no suscitaban ningún comentario, ya que se pasaban buena parte del día metiéndose y saliendo del agua en aquel período de buen tiempo. Eran valiosas ayudantes, pues tenían fuerza en sus pequeñas manos, podían cortar un ligamento con los clientes si era necesario porque no eran escrupulosas, podían agarrar las cosas tanto con los dedos de las manos como con los de los pies y estaban deseosas de agradar. Padeen también era útil porque levantaba las partes más pesadas y aún más porque mantenía apartados a Davies, al cocinero y al carnicero de la fragata, al cocinero de la sala de oficiales, al cocinero del capitán y a sus respectivos ayudantes, que estaban ansiosos por apartar del sol los pedazos que les pertenecían y llevarlos a un lugar más fresco o meterlos en tinas para salarlos, ya que en esas latitudes el pez espada era como la caballa: excelente antes de la puesta de sol, regular al segundo día y veneno al tercero.

Pero por mucha prisa que se dieron todos (los marineros corrían con sus correspondientes pedazos en cuanto los anatomistas se los entregaban), en opinión de Pullings, no se dieron bastante. Ya Pullings había mandado a presentar los respetos de los oficiales al señor y la señora Oakes y a decirles que sería un honor contar con su presencia a la hora de la comida y Jack había aceptado la invitación incluso antes de tirarse al mar, así que el primer teniente, a la vez, tenía que poner en marcha los preparativos para el banquete de manera que recuperaran el largo tiempo que llevaban de retraso y decorar y preparar la fragata para disparar las tradicionales salvas con que se celebraba el cinco de noviembre. Naturalmente, él y el contramaestre habían preparado gran cantidad de empavesadas y banderines, pero sabían muy bien que no se podía colgar nada arriba hasta que abajo todo estuviera tan limpio que se pudiera comer en el suelo, hasta que todos los cañones y las cureñas estuvieran inmaculados, los pocos objetos de bronce sin barnizar que había en la fragata brillaran más que el sol y toda una serie de tareas que requerían una gran actividad se hubieran realizado.

Cuando empezaron los preparativos, Stephen ayudó a bajar por la borda a las niñas, que olían a pescado, y después de comprobar que se zambullían y de oír a Jemmy Ducks decir que las batas para asistir a la ceremonia ya estaban preparadas, se fue rápidamente a la popa, atraído por el olor a café, para desayunar con Jack. También Jack había invitado a West y a Reade, y aunque el desayuno fue agradable, ninguno de los marineros se quedó mucho tiempo porque tenían mucho que hacer.

Stephen les siguió a la cubierta, pero al ver el jaleo que había se retiró a su cabina. Allí, después de fumarse un cigarrillo por fuera del escotillón, se sentó en su escritorio, meditó durante un rato y luego escribió:

Amor mío, cuando era niño y me tenían que rayar el papel, solía empezar mis cartas así: «Espero que se encuentre bien, yo estoy bien». Y aunque allí a menudo me abandonaba mi musa, eso, como principio, tenía su mérito. Espero, en efecto, que te encuentres bien y tan contenta como sea posible.

—¡Adelante! —gritó.

Killick abrió la puerta, puso sobre la mesa el mejor uniforme de Stephen, su sombrero de dos picos y su sable, asintió con la cabeza a la vez que le lanzaba una significativa mirada y salió.

Stephen continuó:

La última vez que me senté en este escritorio te hablaba, si no me equivoco, de la señora Oakes, pero me parece que no la describí. Es una joven rubia, delgada, de estatura un poco por debajo de la media y de constitución débil y tiene los ojos de color azul grisáceo y un tono de piel que espero que mejore con hierro y quina. Los principales atributos que le proporcionan belleza son su porte elegante y sus modales faltos de amaneramiento, que no difieren mucho de los tuyos. Por lo que respecta a su cara… Pero, ¿cómo se puede describir una cara? Lo único que puedo decirte es que su cara me recuerda la de un gato mimoso, aunque sin bigotes ni orejas peludas, claro, porque la tiene triangular y porque tiene los ojos un poco caídos. Aunque su actitud es reservada, ella es franca y amistosa, muy amistosa, como si estuviera deseosa de ganarse el afecto de los demás o al menos agradarles. Creo que, sin duda, se ha ganado esto o incluso ambas cosas, y la prueba de ello es que, si bien algún tiempo atrás los marineros tenían muchas ganas de saber qué delito grave o menor era el que la había arrastrado a Botany Bay, ahora no la molestan con las maliciosas indirectas que ella esquivaba con una firmeza que yo admiraba. Me parece que perdieron la curiosidad porque la aceptaron como a un miembro de la tripulación y dejaron a un lado las cuestiones relativas a la culpabilidad y la censura.

Sin duda, es una agradable compañía y está ansiosa por sentirse complacida. Le interesan sinceramente las batallas navales (yo estaba allí cuando West le contó con todo detalle la batalla de Camperdown y estoy seguro de que siguió cada paso) y nunca interrumpe. ¡Nunca interrumpe! Sin embargo, tengo que insistir en que su comportamiento no tiene nada de provocativo, nada de coqueteo. Ella no busca la admiración, y aunque algunos oficiales se sienten obligados a decirle galanterías, no les responde del mismo modo. No protesta ni sonríe con afectación sino que apenas esboza una sonrisa por cortesía. En realidad, debo decir que, en general, es mucho menos consciente de su propio sexo que los que la rodean, y lo digo con seguridad porque he pasado muchas horas sentado con ella, por ejemplo, durante toda la guardia de tarde cuando su esposo era el oficial de guardia y yo estaba atento para ver el albatros de Latham; o durante buena parte de la noche, cuando abajo hace mucho calor y en la cubierta hace fresco. Tenemos pocas cosas en común, pues ella sabe poco de aves, mamíferos, flores y música y aunque ha leído bastante nadie puede llamarla erudita. No obstante, conversamos animadamente, y en todas nuestras conversaciones, de día o de noche, me he dado cuenta de que así también podría estar hablando con un muchacho inteligente, agradable y discreto, aunque pocos jóvenes que conozco son más conciliadores y están más deseosos de agradar y ninguno puede resistir mejor la intrusión en su vida privada. Ella no es en lo más mínimo masculina, pero su compañía es tan agradable como la de un hombre. Podrás decir que eso se debe a que no soy un Adonis, pero si no me equivoco, lo mismo pasa con Jack en las raras ocasiones en que viene a mantener una breve conversación en algún momento del día, y lo mismo con Davidge, que viene con más frecuencia, y ambos son considerados bastante apuestos. Y Tom Pullings y West, quien tuvo gangrena en la nariz en el viaje de ida, son incluso menos atractivos que yo, pero reciben el mismo trato amable. Y también Martin, que es tuerto, aunque, el pobre, no siempre es discreto y a veces ha visto la otra cara de la luna, a la Medea de que te hablé hace tiempo.

No sé si su trato amistoso y directo es producto de su inteligencia o de su bondad. Por desgracia, los hombres tienden a interpretar mal un comportamiento así, y aun cuando no intervienen la vanidad masculina ni el egoísmo, creo que algunos pueden llegar a sentir ternura hacia ella. Bueno, ternura o tal vez algo con un nombre más vulgar en algunos casos o una mezcla de ambas cosas en otros, porque después de todo, la dama llegó a bordo en circunstancias que no pueden considerarse ambiguas e incluso el más mínimo rastro de mala reputación puede ser muy estimulante.

Mi querido Jack, que no es insensible a sus encantos, se mantiene a distancia, pero comprobé con asombro que está preocupado por mi tranquilidad de espíritu, por mi tranquilidad de espíritu. Algunas de las más confusas alusiones a la felicidad humana las hizo el martes cuando, para mi asombro, recitó el soneto que empieza: El sacrificio del espíritu. Lo recitó en un tono de voz muy grave y mejor de lo que esperaba y terminó así, con la voz bronca y la rabia que esa parte requiere, aunque, por lo general, inútilmente: «Todo eso el mundo lo sabe bien, pero nadie sabe bien mantenerse apartado del cielo que lleva al hombre a ese infierno»

Me quedé paralizado y las palabras salvaje, extremo, rudo, cruel y desconfiar resonaban en mi mente.

La campana acaba de avisarme de que veré a la dama dentro de cinco minutos, a menos que ella mande a última hora cancelar la cita, lo que es probable porque va a comer con los oficiales hoy y, aunque tiene algunas virtudes masculinas, estoy seguro de que es lo bastante mujer para pasar varias horas arreglándose para asistir a un banquete, así que voy a dejar esta hoja sin terminar.

Other books

The Innocent Man by John Grisham
Death at Whitechapel by Robin Paige
Stupid and Contagious by Crane, Caprice
Spiral (Spiral Series) by Edwards, Maddy
Arms of an Angel by Linda Boulanger
Darker Than Midnight by Maggie Shayne
The Blooding by Joseph Wambaugh
Not Your Ordinary Faerie Tale by Christine Warren