Clarissa Oakes, polizón a bordo (18 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Clarissa Oakes, polizón a bordo
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Ahora el estrépito del mar al chocar con la amura de estribor de la fragata y el movimiento de ésta se producían a intervalos regulares. Y quienes estaban acostumbrados a oír los habituales ruidos de una embarcación de quinientas toneladas que navegaba empujada por el viento a nueve nudos por el mar embravecido, podían distinguir con bastante claridad el ruido provocado por los dados al rodar y gritos como: «¡Uno y tres! ¡Dos y cinco! ¡Unos, Dios mío!». Pero después de un rato Stephen afirmó:

—Amigo mío, no tienes la mente puesta en el juego.

—No —dijo Jack—. Lo siento. Esta noche estoy más torpe que de costumbre. Creía que era una verdad irrefutable que independientemente de la cantidad de comida que uno coma siempre hay sitio para el postre. Ahora comprendo que no es así —añadió, mirando hacia abajo y negando con la cabeza—. Comí el tercer pedazo para complacer a Tom Pullings y aún lo tengo aquí. No pretendo hacer ninguna crítica al magnífico banquete, desde luego. Palabra de honor que fue excelente.

Pero el pobre Tom estaba angustiado y no habría sabido qué hacer si la señora Oakes no hubiera hablado todo el tiempo tan animadamente. ¡Cuánto la bendije! Y fue ella quien hizo hablar a West.

—A West. Sí, a West. Dime, Jack, ¿qué parte del relato era realmente histórica?

—Toda la primera parte, hasta que dijo que se colocaron en fila, unos paralelos a los otros, aunque la secuencia de los hechos no estaba muy clara y no habló suficiente de cómo el
Charlotte
rompió la línea francesa el día veintiocho. Pero después, bueno, quizá fue un poco imaginativo. Uno le dice esas cosas a las damas, ¿sabes?, como ese tipo negro de la obra
Venice Preserved
, que hablaba sin parar de los campos y las inundaciones.

Miró fijamente a Stephen unos momentos y luego vaciló, pero no dijo nada más. Stephen tampoco dijo nada durante un rato, pero después comentó:

—El pudín, claro. Todo empieza con el pudín o el mazapán y luego no se sabe lo que uno perderá primero, si los dientes o el pelo, la vista o el oído. Y después viene la impotencia, porque la vejez castra a los hombres irremediablemente, salvándoles así de morir de angustia.

Cuando Stephen fue a hacer la ronda nocturna, Jack sacó la página de la carta de Sophie que tenía medio terminada y escribió:

Por fin los oficiales pudieron agasajar a los Oakes, con un banquete que debían haber celebrado hace largo tiempo, gracias a la providencial aparición de un pez espada. Tenía un sabor exquisito y nunca he comido ninguno que supiera mejor. Además, lo acompañamos con un extraordinario jerez seco de Stephen que estaba intacto a pesar de haber atravesado la línea del Ecuador y los dos trópicos al menos dos veces. Pero el banquete era aburrido y el pobre Tom estaba muy apenado. Como sabes, nunca le ha alegrado tener que estar en la cabecera de la mesa porque, como él mismo dice, su conversación no es de tono elevado. Empezó mal, con al menos tres oficiales comportándose indignamente, aunque es cierto que después de un rato West hizo un largo relato de los sucesos del 1 de junio. Martin tuvo un comportamiento cortés, como correspondía, y también Adams y, por supuesto, Stephen, cuando pensaba en ello, pero no hubiéramos ido a ninguna parte sin la señora Oakes, que habló animadamente, sin dejar que hubiera silencio. Seguramente le costó trabajo, pues tenía enfrente tres rostros con expresión grave, casi malhumorada. Sonreí forzadamente y bebí vino todo el tiempo y traté de demostrar lo mejor que pude que todo me parecía agradable, pero, como sabes muy bien, amor mío, no tengo mucho talento para eso, sobre todo si me empiezan a asaltar montones de ideas desagradables. Hice lo posible por mejorar la situación pasando platos, sirviendo más comida y vino a la gente y comiendo y bebiendo hasta que no pude más, pero entre las náuseas y la confirmación de esas ideas dejé de ser una agradable compañía al final de la comida. Esas ideas pasaron de ser una seria sospecha a casi una certeza.

Es una lástima que no pueda hablar con Stephen acerca de sus compañeros. Tenía muchas esperanzas de poder hacerlo ahora, cuando me preguntó si el relato de la batalla que hizo West se podía tomar al pie de la letra. Esperaba que eso le llevara a hablar de la situación actual, pero cuando me enteré de que sólo quería saber si era realmente histórico, no me atreví a nada. Si le hubiera pedido que traicionara a sus compañeros, aunque fuera tan ligeramente, me habría retorcido el cuello. De todas las personas que conozco es la que más desprecia a los delatores. En realidad, no quiero que les traicione sino beneficiarme de su sabiduría, ya que sabe más que yo de los oficiales y de la generalidad de los seres humanos porque es un tipo muy astuto. Pero no sé cómo separar la traición de la sabiduría.

Desde hace algún tiempo, como he estado escribiendo una sinopsis del discurso para la feria de Helmholtz, con algunos fragmentos de mi propia cosecha, y también revisando los papeles de las propiedades (por cierto, Martin ha aceptado los dos beneficios eclesiásticos vacantes y obtendrá el de Yarell cuando se quede libre), he estado aislado salvo cuando tocaba música o jugaba al chaquete con Stephen. No obstante, por las extrañas frases que oía intercambiar en el alcázar o, mejor dicho, por su tono, sabía que había cierta animadversión entre algunos oficiales, aunque no sabía con qué rapidez había aumentado ni qué proporción había alcanzado hasta esta tarde. ¿Te imaginas a tres hombres que son considerados caballeros sentados en fila en una mesa puesta con elegancia y rodeada de invitados sin abrir la boca más que para comer? Es cierto que Oakes, a pesar de que es un joven de buena familia y un pasable marino, no tiene ninguna gracia y que Davidge se acababa de caer por la escala, pero eso no bastaba para explicar la situación. Además, nunca había visto que una caída de ese tipo produjera un moratón como el que Davidge tenía en un lado de la cara. Parecía más bien provocado por un golpe con una maza o un puñetazo. Cada vez me parecía más probable que Oakes o West le habían dado un golpe, un golpe realmente fuerte, capaz casi de dejarle sin sentido. No estoy seguro del por qué, pero me parece que la explicación es la siguiente: la señora Oakes, aunque nadie la calificaría de muy hermosa, es una agradable compañía.

El hecho de que era una presidiaria, que al principio despertó tanto interés, ahora no tiene importancia. Cuando uno está a bordo de un barco —y me parece que ocurre lo mismo cuando uno está encerrado en una prisión, o al menos era así en Marshalsea, como sabes muy bien, amor mío— las diferencias que pudiera haber inicialmente apenas cuentan al cabo de un tiempo. En la Surprise se nota menos porque casi todos somos blancos, pero en la Diane, donde había marineros negros, cobrizos y amarillos, así como cristianos, judíos, musulmanes y paganos, apenas habíamos acabado de doblar el cabo de Buena Esperanza (aunque bastante al sur) cuando todos dejaron de tener en cuenta las diferencias. Ya todos estaban morados por el frío y eran tripulantes de la Diane. De la misma manera la señora Oakes ya es considerada una tripulante más de la Surprise o una persona muy allegada a ellos. Además, como te dije, es afectuosa, amable y conversadora, sabe escuchar y muestra interés por las historias relacionadas con la mar. Por otra parte, da la casualidad de que todos, excepto Davidge, son horribles, y la mayoría de las mujeres retrocederían ante ellos, pero ella no, porque es muy amable. La prima Diana me dijo hace mucho tiempo que en cada hombre casi siempre podía encontrarse un pretencioso, incluso cuando parecía improbable, y me parece que esos hombres han interpretado su amabilidad como preferencia por una razón muy distinta y están celosos unos de otros. Esto no sólo es absurdo sino imprudente en el caso de West y Davidge. El mayor deseo de ambos es ser readmitidos en la Armada, y como hasta ahora se han comportado bien en la Surprise, están en el buen camino para lograrlo, pero necesitan mi recomendación, la recomendación de su capitán, y, además, el respaldo de mi influencia en el Parlamento. ¿Y qué capitán va a hablar bien de los oficiales que no pueden controlar mejor sus pasiones o usar la influencia que tiene con el gobierno para ayudarles? Durante la comida estuvieron hablando de duelos, una conversación que inició la señora Oakes con la mejor intención, estoy seguro, y Davidge, saliendo de su apatía, aseguró enérgicamente que era imposible tolerar una ofensa.

Me consuela pensar que, como la fragata ha pasado mucho tiempo inmóvil, o virando despacio en el plácido océano o avanzando lentamente con vientos variables mientras los marineros pescaban desde los costados y el tiempo era caluroso y húmedo, nadie ha tenido mucho que hacer. Incluso en las prácticas de tiro se hace un simulacro porque es probable que haya problemas en Moahu y tengo que ahorrar la pólvora. Pero ahora, gracias a Dios, el viento es bastante fuerte y voy a mantenerles ocupados, muy ocupados, porque quiero hacer navegar la fragata tan rápido como sea conveniente estando tan lejos de los pertrechos. Creo que durante mucho tiempo soplará un viento que obligará a llevar las gavias arrizadas y, cuando cese, espero que ellos ya habrán recobrado la sensatez. Si no, tendré que tomar serias medidas.

Estoy oyendo a Stephen en la cabina, tratando de subirse a su coy. Ya tumbó la silla con el pie dos veces, pero no le gusta que le ayuden. Ya se acostó… Acabo de oír un prolongado crujido. Como hay mucha humedad, jadea y gruñe como un perro viejo. Además, esta tarde, cuando la fragata atravesó dos crestas seguidas, se dio un terrible golpe porque dio una voltereta como un acróbata, pero no se hizo daño. La verdad es que no sé cómo ha sobrevivido en la mar.

Jack dejó a un lado la hoja para que se secara y la tinta húmeda brilló a la luz de la lámpara. Luego cogió otra carpeta con documentos relacionados con sus propiedades, pero al poco tiempo, cuando advirtió que leía la misma línea dos veces, la colocó en el cajón de su escritorio y se acostó a dormir.

Tumbado allí, mientras el movimiento del mar le hacía mecerse diagonalmente, estuvo reflexionando un rato. No podía conciliar el sueño de ninguna manera. Luego pensó: «Es cierto que Clarissa Oakes no es realmente hermosa, pero me gustaría mucho que ahora estuviera acostada a mi lado.» Un momento después salió del coy, se puso la camisa y los pantalones y subió a la cubierta. La noche era oscura, muy oscura, y la cálida lluvia llegaba a ráfagas por la proa. Había cuatro marineros al timón, West estaba apoyado en la barricada que había en la crujía y la mayoría de los marineros de guardia se encontraban bajo el saltillo del castillo. Jack fue hasta la popa y se quedó allí, mirando la iluminada bitácora y la blanca espuma que el agua formaba al pasar rápidamente por el costado de la fragata. Después de un rato, cuando la lluvia le había empapado de pies a cabeza y el pelo mojado se movía hacia atrás con el viento y parecía un montón de algas, se sintió más calmado.

CAPÍTULO 5

El barómetro bajó, el viento aumentó de intensidad, y aunque Jack Aubrey no pudo hacer navegar la fragata tan rápido como si tuviera cerca un astillero lleno de pertrechos, la forzó hasta donde, por lo bien que la conocía, sabía que era razonable.

Indudablemente, aquel viento fue bienvenido, aunque había virado demasiado hacia el este y estaba acompañado de demasiada lluvia para que la situación fuera agradable. La
Surprise
navegaba un día tras otro con las bolinas tensas, por aguas tan grises y coronadas de blanca espuma como las del Canal, aunque calientes como caldo y fosforescentes de noche, y dando bordadas bajo las nubes bajas que cruzaban con rapidez por el cielo. Avanzaba con ligereza, casi siempre con las gavias con dos rizos, y con las velas de estay desplegadas, aunque sólo a Jack le parecieron las más adecuadas, y como el movimiento del viento y el del mar cambiaban tanto, eso requería constante atención, así que el capitán pasaba en la cubierta la mayor parte del tiempo, calado hasta los huesos.

Esta forma de navegar era la que más le gustaba después de la empleada para la persecución real de un enemigo, y si no hubiera sido por la angustia que le producían los problemas de los oficiales, se hubiera sentido muy contento. No obstante, sentía una gran alegría cada vez que podía soltar algún rizo y, como ocurría con frecuencia, la fragata respondía aumentando mucho de velocidad y formando con la proa olas mucho más grandes, de manera que la espuma llegaba con rapidez a la popa y Reade, con voz ahogada, gritaba: «¡Diez nudos y una braza, señor, por favor!». Hacía trabajar muy duro a los oficiales y a los marineros, pero todos estaban acostumbrados a eso. La
Surprise
había navegado con patente de corso y la mayoría de sus tripulantes eran marineros que provenían de barcos corsarios y tenían más deseos de conseguir riquezas que gloria, por lo que en cuanto vieron que Jack hizo navegar la fragata de bolina tan rápidamente, se miraron unos a otros sonrientes y asintiendo con la cabeza. Normalmente, cuando el capitán Aubrey llevaba su barco de un lado a otro sin un viento estable, viraba por redondo en vez de por avante; es decir, no dejaba que la quilla formara con la dirección del viento el ángulo más pequeño posible y después viraba el timón a sotavento, de manera que la proa se pusiera justo en contra del viento y luego continuara virando hasta que las velas se hincharan por el lado opuesto, sino que, por el contrario, acercaba la popa a la dirección del viento y continuaba moviéndola hasta que la fragata viraba al otro lado. Virar por redondo era más lento, ya que la embarcación tenía que pasar por veinte puntos de la brújula en vez de por doce, y parecía una acción excesivamente prudente, además de que hacía retroceder parte de la distancia recorrida navegando de bolina; sin embargo, era mucho más seguro y requería menos esfuerzo y el trabajo de menos marineros, mientras que virar por avante, sobre todo con un viento de gran intensidad y una fuerte marejada, ponía en peligro los palos y las velas, además de que requería el trabajo de todos los marineros de los dos grupos de guardia. Los marineros sonrieron aún más cuando Jack mandó tanta cantidad de velamen que Pullings le miró angustiado antes de dar la orden. Todos conocían bien a su capitán, un hombre que había tenido un gran éxito capturando presas y que aparentemente las encontraba por intuición, y estaban convencidos de que sospechaba que había un mercante al este, pues un marino como el capitán Aubrey nunca trataría de avanzar al menos un poco por barlovento cuando el mar estaba en esas condiciones, así que hacían de muy buena gana el duro trabajo que seguía a la frecuente orden de «¡Todos a virar!». Y cuando oían en el alcázar al conocido vozarrón gritar: «¡Timón a babor!», inmediatamente, tanto si estaba oscuro como si hacía buen tiempo, soltaban las escotas de la trinquete, las velas de estay de proa y las del foque y esperaban a que ordenaran: «¡Suelten las amuras y las escotas!». Entonces, los marineros colocados en los lugares indicados para ello, soltaban la amura y la escota correspondientes de la vela mayor y luego todas las amuras de las velas de estay situadas tras el trinquete y pasaban las escotas por encima de los estayes. A continuación se oía el grito: «¡Girar la vela mayor!», y después que la vela giraba y se hacía retroceder la amura y se ataban los cabos, se oía: «¡Soltar y tirar!». En ese momento se desataba una furiosa actividad, pues los marineros subían las bolinas de las velas de proa, hacían girar las vergas y luego tensaban las bolinas al compás de los gritos: «¡Un, dos, tres! ¡Un dos, tres! ¡Basta!» Luego algunos oficiales empapados gritaban de manera que les oyeran en el alcázar: «¡Bolinas arriba, señor!», y seguidamente se oía la orden de que adujaran todos los cabos. Después los marineros a quienes tocaba irse a la cubierta inferior bajaban con pasos apagados y se acostaban en medio de aquel ambiente que era como un baño turco y el agua empezaba a chorrear de sus coyes.

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