La fragata estaba perdiendo velocidad desde hacía algún tiempo, y Wainwright, mirando hacia la orilla, dijo:
—Hablando de canales, señor, quizá debería indicarle al timonel cómo está situado éste. Ya estamos muy cerca y no es conveniente seguir al
pahi
porque los nativos no pueden creer que nuestros barcos desplacen tanta agua.
En la cubierta Jack comprobó que realmente se habían acercado mucho al arrecife. Los sondadores estaban colocados en los pescantes de ambos lados y Davidge se encontraba en la verga velacho gobernando la fragata. Pullings había ordenado a todos los marineros sujetar las brazas y las drizas y el ancla colgaba del pescante, lista para ser echada al agua.
—El capitán Wainwright conducirá la fragata al puerto —dijo Jack a Pullings.
Entonces Wainwright, guiándose por las marcas de la costa que le eran familiares, empezó a doblar por las peligrosas curvas tan hábilmente que todos los que iban a bordo se relajaron.
Se relajaron todos los que iban a bordo excepto los médicos y Clarissa Oakes. En realidad, a ella nunca le pareció que corrían peligro y tenía toda su atención puesta en la costa, la brillante playa de coral con cocoteros inclinados en todas direcciones que movían graciosamente sus ramas, la pequeña población formada por pequeñas casas aisladas entre irregulares campos y jardines y el sendero que conducía al verde bosque. Y en cuanto a Maturin y Martin, permanecían inclinados sobre la borda mirando por el catalejo al ballenero, que estaba muy cerca de la costa y tenía un andamio por encima de la borda.
—Creo que es un alcedo del Viejo Mundo —dijo Stephen—. Lo vi en el agua.
—¿Cómo puede decir eso, Maturin? —preguntó Martin—. ¿Un alcedo del Viejo Mundo en estas latitudes?
—Sin duda, es un alcedo de plumaje blanco y negro —dijo Stephen, siguiéndole en su rápido vuelo—. Estoy convencido de que es un alcedo del Viejo Mundo.
—¡Mire, mire! —gritó Martin—. ¡Se ha posado en la cofa del trinquete!
La fragata había atravesado el canal y avanzaba despacio hacia el ballenero. Wainwright viró la proa hacia donde venía el viento y gritó:
—¡Soltar!
El ancla cayó al mar produciendo un chapoteo, ese sonido que todos recibían con complacencia. La
Surprise
empezó a moverse a merced de las aguas en la pleamar, extendiendo un gran trozo de la cadena del ancla, y finalmente se detuvo en una zona de cinco brazas de profundidad y tan cerca del ballenero que podían ver perfectamente al ave, que parecía observarles con curiosidad.
—Si viene a mi barco a comer conmigo, señor, terminaré mi relato —dijo Wainwright—. Siento mucho no poder invitar a los oficiales, pero la cabina del
Daisy
está llena de los más valiosos fardos del
Truelove
y apenas hay espacio para sentarse dos personas.
—Con mucho gusto —dijo Jack—, pero antes quisiera que rogara a Pakeea que ordene a sus súbditos que no suban a bordo hasta que él mismo se lo indique. Señor Davidge, mi falúa. Capitán Pullings, voy a subir a bordo del ballenero y no quiero que permita el trueque de cosas por curiosidades hasta que no se haya cargado el barco con las provisiones.
Cuando bajaban la falúa, Stephen, desde el pasamano, gritó:
—¡Capitán, señor! Por favor, dígame si esa ave que está en la plataforma… quiero decir, en la cofa del ballenero no es un alcedo del Viejo Mundo.
—Bueno, no soy un experto, como sabe muy bien, pero en verdad parece un poco viejo —dijo Jack, observándolo—. ¿Se puede comer?
—Sin duda, es un alcedo del Viejo Mundo, doctor —dijo Wainwright—. Es un ejemplar de alcedo del Viejo Mundo hembra. Se llama Agnes y pertenece al cirujano. La ha criado desde que rompió el cascarón. Si quiere venir a bordo con nosotros, se la enseñará con mucho gusto, estoy seguro.
—No quisiera molestarle, señor —dijo Stephen—. Tengo un esquife propio y, con su permiso, visitaré al caballero un poco más tarde.
—¿Quiere otro pedazo de chicharrón, señor?
—Sí, por favor —respondió Jack, aproximando el plato—. ¡Cómo me gusta el cerdo asado!
—Entonces, señor, después de dejar atrás al
Franklin
, navegamos a la mayor velocidad posible para alcanzar al
Heartsease
, pero no muy rápido porque la desafortunada andanada del barco corsario había dado en la quilla y muy por debajo de la línea de flotación, y como las velas tenían que estar amuradas a babor, entraba gran cantidad de agua por tres sitios si no navegábamos con las gavias arrizadas e intentábamos desplegar más velamen. El tiempo empeoró esa noche y no volvimos a ver al
Heartsease
a pesar de que continuamos avanzando con todas las velas desplegadas que el barco podía soportar, bombeando todo el día y la mayor parte de la noche. Logramos taponar los orificios más grandes bajando velas por el costado para que se introdujeran en ellos con la fuerza del agua que entraba, y taponamos otros desde dentro, pero eso sólo duró un tiempo, pues el mar estaba tan agitado que al cabo de unos diez días deshizo lo que habíamos hecho. Por otra parte los marineros estaban rendidos de cansancio, así que tuve que hacer rumbo a Annamooka. Espero que el
Heartsease
haya llegado al puerto de Sidney.
—Llegó —dijo Jack—. Y a consecuencia de su informe me enviaron a resolver la situación. Tengo que ir a Moahu lo más pronto posible.
—¡Oh! —exclamó Wainwright, apoyando el cuchillo y el tenedor en la mesa y mirando fijamente al capitán Aubrey—. ¿De verdad va a ir? Me alegro mucho por los hombres que dejamos atrás y también por los dueños de mi ballenero. El
Truelove
es un barco nuevo, un magnífico barco construido en Whitby, y lleva un valioso cargamento, aparte de lo que le sacamos. ¿Puedo ir con usted? Quizás el
Daisy
no pueda llevar cañones muy pesados, pero conozco esas aguas y a los nativos y sé hablar su lengua. Además, tengo bajo mi mando a diecinueve marineros de primera además de los oficiales.
—Su oferta es muy generosa, pero en este caso la velocidad es lo más importante. A pocos grados al norte podremos encontrar los vientos alisios, que ahora son fuertes y fijos, y la
Surprise
navega mejor de bolina. En estas latitudes, ha llegado a recorrer un día tras otro más de doscientas millas desde un mediodía hasta el del día siguiente, y me parece que el
Daisy
no podrá seguirla ni aunque estuviera en buenas condiciones para navegar.
—Ha llegado a navegar a siete nudos con el viento por la aleta —contó Wainwright—, pero tengo que admitir que no hay comparación posible.
—Espero encontrar ese barco anclado —dijo Jack—. Creo que usted dijo que el capitán no era un buen marino.
—Ésa fue mi impresión, señor. Me dijeron que nunca había patrullado y que era dado a filosofar.
—Entonces, cuanto más pronto pongamos fin a sus acciones, mejor. No debemos tolerar más revoluciones benevolentes ni filántropos ni malditos sistemas que son como panaceas. Mire lo que le ocurrió a ese malvado de Cronwell y a esos miserables liberales en tiempo del rey Jaime, que, por cierto, era un excelente marino. Pero dígame, ¿qué daños ha sufrido su barco?
—¡Oh, señor! —exclamó—. Dudo que un experto carpintero y sus ayudantes tarden más de un día en reparar los más graves y una de las lanchas para que pueda flotar.
—Entonces, si manda llamar a mi timonel, le diré que vaya a buscar al señor Bentley, que tiene gran habilidad para taponar orificios y arreglar curvas rotas.
En el doctor Falconer, el cirujano del
Daisy
, Stephen y Martin encontraron a un hombre con quien simpatizaron mucho. Había abandonado una lucrativa consulta en Oxford tan pronto como juntó dinero suficiente para vivir modestamente y se embarcó en diversos barcos de su primo para estudiar la naturaleza. Le gustaban sobre todo los volcanes y las aves, pero nada le parecía mal y había disecado un narval, un oso polar y una morsa de las altas latitudes sur. Pero su interés por la medicina, tanto en la teoría como en la práctica, no había disminuido, y cuando remolcaban las dos embarcaciones por el puerto para colocarlas paralelas y así facilitar el trabajo de los carpinteros, ellos abandonaron la ornitología y empezaron a hablar de la hidrofobia, de su descripción científica, de algunos casos que habían conocido y de los diversos tratamientos.
—Recuerdo a un muchacho de catorce años muy fuerte que fue ingresado en el hospital cuando hacía un mes que le había mordido un perro raposero con rabia —dijo el doctor Falconer—. Ahí hay un ave tropical de pico amarillo. Al día siguiente de que el perro le mordiera, le llevaron al mar y le sumergieron con la gravedad que una operación así requiere. Después del baño de mar, le pusieron una cataplasma corriente en la herida y al cabo de un mes la herida casi se le había curado del todo y sólo le quedaba por cicatrizar un fragmento de aproximadamente una pulgada de longitud y un décimo de pulgada de ancho. Cinco días antes de ser ingresado empezó a quejarse de una tensión en las sienes y dolor de cabeza y dos días después la hidrofobia empezó a manifestarse. La enfermedad ya estaba muy avanzada cuando fue al hospital. Le administraron un bolo hecho con un escrúpulo de almizcle y dos granos de opio; luego, cada tres horas, una mezcla de quince granos de almizcle, uno de raíz de
Merremia turpethum
y cinco de opio. Además, le frotaron las vértebras cervicales con la pomada mercurial más fuerte que existe y le aplicaron en la garganta una preparada con dos onzas de láudano y media onza de
Aceto saturninum
. Cuando le aplicaron esto último empezó a tener convulsiones y el efecto continuó a pesar de que le taparon los ojos con una servilleta. Entonces cambiaron el linimento por una cataplasma de alcanfor en polvo, media onza de opio y seis dracmas de
confectio Damocritis.
—¿Cuál fue el resultado? —preguntó Stephen.
—Parecía que la enfermedad había rescindido, pero por la tarde los síntomas aparecieron de nuevo con más violencia. A las siete volvieron a darle la medicina y a las ocho le administraron cinco granos de opio sin almizcle ni
Merremia turpethum
. A las nueve le frotaron los hombros con otra onza de pomada mercurial y, sin ninguna razón, le inyectaron en el intestino media onza de láudano con seis onzas de caldo de cordero. Luego le administraron una dosis mayor de opio, pero le hizo tan poco efecto como la anterior, y murió esa misma noche.
—Por desgracia, mis experiencias han sido muy parecidas —dijo Stephen—, excepto en un caso de Oughterard, en Iarconnacht, en que aparentemente tomar a intervalos dos botellas de whisky durante un día tuvo como resultado una cura radical.
—No voy a hablar de medicina delante de dos doctores en esa ciencia —dijo Martin—, pero presencié un caso en que se aplicó una pomada hecha con media onza de sal de amonio, diez dracmas de aceite de oliva, seis dracmas de aceite de ámbar y diez dracmas de láudano.
Las dos embarcaciones se juntaron produciendo un ruido sordo. Martin elevó la voz para que se oyera por encima de los típicos gritos de los marineros y las risas que llegaban desde el enjambre de canoas de Tonga que estuvieron a punto de quedar aplastadas entre los costados, en algunas de las cuales eran niños los que remaban.
—Le untaron una fuerte pomada mercurial en la espalda y los hombros, como en el caso citado por el doctor Falconer —continúo Martin—. Además, para inducir el ptialismo, al paciente se le introdujo en la boca humo de cinabrio…
Por encima de ellos Bulkeley empezó a llamar a los marineros. Primero sonó el agudo pitido que significaba: «Todos a cubierta». Luego se oyó su ronca voz gritar:
—¡Todos a cubierta! ¡Todos a la popa! ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Están dormidos!
A continuación se oyó la voz de Pullings ordenar:
—¡Silencio de proa a popa!
Después de una pausa, el capitán Aubrey dijo:
—Compañeros de tripulación, debemos hacer rumbo al norte tan pronto como hayamos cargado el agua y las provisiones. Enseguida empezaremos a cargar el agua y esta noche la mitad de cada brigada podrá bajar a tierra. Mañana completaremos la aguada y empezaremos el trueque y por la noche la otra mitad podrá irse de permiso. Al día siguiente, después de volver a hacer trueque por la mañana, debemos zarpar cuando empiece a bajar la marea. No hay ni un minuto que perder.
Era una noche sin luna y con el cielo ligeramente cubierto. A lo largo de la costa las brasas lanzaban rojos destellos que iluminaban todo el viento que venía del mar. Alrededor de aquellas abandonadas hogueras, los tripulantes de la
Surprise
y del
Daisy
y los habitantes de Tonga habían bailado y cantado tan fuerte que al final Jack y Stephen dejaron a un lado los instrumentos y se pusieron a moler y hacer café en un hornillo de alcohol (Killick era uno de los marineros de permiso y los hornillos de la cocina estaban apagados porque los demás dormían) y luego jugaron al chaquete.
Cuando cada uno ganó dos partidas, comieron varios de los pequeños plátanos de exquisito aroma que estaban apilados en una bandeja y Jack, después de estar pensativo unos momentos, dijo:
—Cuando estábamos frente a la isla Norfolk, me llegaron órdenes en aquel cúter, como sabes. No te he hablado de eso hasta ahora porque a diferencia de la mayoría de las que he recibido relacionadas con cuestiones navales, no mencionaban tu nombre. No se decía en ellas: «Debe pedir consejo al doctor Maturin». Y no sólo se me informaba que en Moahu habían tratado mal a los marineros y retenido a los barcos británicos, como ya sabes, sino también que en la isla había dos bandos en guerra, más o menos igualados. También se me pedía que después, mejor dicho, además de solucionar el problema de los barcos, tenía que apoyar al bando que tuviera más posibilidades de reconocer como soberano al rey Jorge. Como sé lo que piensas sobre los imperios y las colonias, no quise hacerte partícipe de algo que desapruebas.
Cogió otro plátano, lo peló despacio y se lo comió. Stephen sabía escuchar. Nunca interrumpía, ni se movía nerviosamente ni miraba como si pensara en sus cosas. Aunque Jack estaba acostumbrado a eso, le parecía que atender, guardar silencio cortésmente y mantenerse neutral durante una alocución tan larga y delicada era un poco desalentador. Mientras se comió el plátano y organizó las palabras que iba a decir, en un rincón de su mente apareció la idea de que ese desapego era injusto porque él sabía perfectamente bien que Stephen había recibido innumerables órdenes que nunca le había revelado.