Stephen aspiró con fuerza y dijo:
—Por favor, descríbame el ave.
—Bueno… —dijo Martin, interrumpiéndose inmediatamente y volviéndose para saludar con la cabeza al capitán Aubrey.
Los oficiales saludaron a su invitado e insistieron en que tomara algo. Davidge repitió que se había dado un golpe al caerse de la escala de toldilla y Pullings dijo a Jack que estaba preocupado por la sopa.
Los que estaban cerca de la puerta aguzaron el oído para dar cuenta de la llegada de los recién casados, pero en este caso no oirían sus pasos al bajar la escala, como había ocurrido con Jack, puesto que ellos se alojaban en una de las camaretas de guardiamarinas, situadas a corta distancia, en el mismo pasillo que iba desde la cámara de oficiales hasta la extensa zona indivisa de la cubierta inferior, donde los marineros colgaban los coyes, que ahora estaba desierta. A pesar de todo, Adams, que tenía el oído muy fino, pudo distinguir el rumor de la seda y abrió la puerta, donde apareció la joven con el espléndido traje de color escarlata brillante que Stephen no había visto todavía.
—Le doy mi palabra de que nunca la he visto con mejor aspecto, señora —dijo, cuando le llegó el turno de saludarla—. Usted ilumina este oscuro y desastrado comedor.
—Este oscuro y desastrado comedor —susurró el despensero a Killick en la forma en que lo hacían en la mar—. ¿Has oído alguna vez algo tan malintencionado?
—Eso es lo que se llama un caballeroso cumplido —observó Killick—. No se espera que nadie lo crea.
—Todo se debe a la bondad del capitán Aubrey —dijo, sonriendo y saludando con la cabeza a Jack mientras tomaba asiento—. Nunca había visto una seda tan hermosa.
El sonido de las sillas al ser arrastradas hacia la mesa, la llegada de la sopa de pez espada y el ruido que el cucharón hacía cuando la sacaban se mezclaron en la cámara de oficiales para formar la confusión típica del comienzo de un banquete, pero enseguida cesaron. La animadversión de Davidge y West era tan grande incluso ahora, cuando el capitán estaba presente, que apenas cruzaban palabras. Oakes, que se sentía más a gusto en una taberna, estaba más callado de lo habitual y tenía la cara pálida y una expresión grave. Reade, a la derecha de Stephen, con una expresión triste, se limitaba a contestar «Sí, señor» o «No, señor». Martin, que estaba a su izquierda, se mantuvo distante, pero cortés, frente a Clarissa mientras tomaron la sopa. En el extremo de la mesa, Stephen, Adams y, hasta cierto punto, West, hacían bastante ruido hablando de los peces espada que habían visto, las diferentes clases que había, la animadversión que sentían por las ballenas y los casos en que los barcos y sus lanchas habían sido perforados por ellos y la angustia que siempre sentían los que iban sentados en el fondo de las lanchas, junto a la bancada de popa. Jack y Pullings descubrieron que tenían mucho que decir acerca del atún del Mediterráneo, y hacían algunos incisos para explicar a Clarissa cómo los pescaban los sicilianos y los árabes.
Pero el tema tenía sus límites, y aunque tanto a Jack como a Pullings les hubiera gustado tener una conversación con Clarissa, tenían reparo en hablarle. Hubo un momento de descanso cuando retiraron los platos de sopa, que produjeron bastante ruido al entrechocar, y trajeron las frituras de pez espada. Mientras tanto, Stephen y Jack reflexionaron sobre las formas más corrientes de entablar conversación en las comidas, tales como «¿Se acuerda de…?» o «¿Estuvo alguna vez en…?» o «Señor X, seguramente usted recordará…» o «Supongo que ya sabe…», todas ellas preguntas explícitas o implícitas que podrían ofender a la dama o traerle recuerdos personales que nunca quería traer a su mente.
Stephen, Jack y, sobre todo, Pullings sintieron la horrible proximidad del silencio y Jack recurrió a un recurso infalible:
—Bebamos a su salud, señora.
Era infalible, pero no duraba mucho, así que se alegró cuando West hizo un inesperado comentario sobre el pez sierra. Stephen aprovechó la cita del animal (esto indicaba hasta qué punto faltaban los temas en la mesa) y forzó a Oakes y a Reade a admitir que habían visto su cabeza disecada en una botica de Sidney y que habían especulado sobre el uso de la sierra.
Cuando iban por la mitad de las frituras, Stephen comprobó con satisfacción que Clarissa, que además de un hermoso vestido tenían un hermoso aspecto porque sus mejillas estaban coloreadas y sus ojos brillaban, y que había estado muy amable mientras tomaban la sopa, había logrado lo que quería. Había vencido la reticencia de Martin y ahora ambos conversaban animadamente.
—¡Oh, sí, señor West! —exclamó, proyectando la voz hacia el otro lado de la mesa—. Iba a hablarle al señor Martin de su participación en el glorioso 1 de junio, pero estoy seguro de que cometería algunos errores tontos propios de marineros de agua dulce. Le ruego que se lo cuente por mí.
—Bueno, señora —dijo West, sonriéndole con amabilidad—, puesto que lo desea, lo contaré, aunque no merezco muchas alabanzas por ello.
Estuvo pensativo unos momentos, vació la copa y continuó:
—Todo el mundo conoce lo que ocurrió el glorioso 1 de junio.
—Yo no —replicó Stephen—. Y posiblemente el señor Reade tampoco, porque entonces aún no había nacido.
Reade salió de su triste ensimismamiento un instante y le lanzó una mirada de reproche, pero no dijo nada.
—Y lo único que yo sé es que le hirieron —observó Clarissa.
—Bueno, señora —dijo West—, sólo contaré lo más general que pueda interesar a quienes no habían nacido entonces o a quienes no han participado en batallas.
Eso iba dirigido a Davidge, que hasta que Jack le había admitido a bordo de la
Surprise
no había tomado parte en combates, y su única reacción al golpe fue vaciar la copa.
—Pues bien, en mayo de 1794 la escuadra del Canal zarpó de Spithead al mando del conde Howe con la bandera de la unión en el palo mayor. El viento por fin había rolado al noreste y todas las embarcaciones ganaron velocidad enseguida. Eran cuarenta y nueve navíos de guerra, noventa y nueve mercantes que se habían reunido en Saint Helen, incluidos los convoyes que iban a las Indias Orientales y Occidentales y a Terranova. Era un conjunto de ciento cuarenta y ocho barcos digno de verse, señora.
—¡Espléndido, espléndido! —exclamó Clarissa, juntando las manos con sincero entusiasmo, y todos los marinos la miraron con satisfacción.
—Así pues, avanzamos por el Canal. Cuando estábamos (Vente al cabo Lizard nos separamos de los convoyes y enviamos ocho navíos de línea y media docena de fragatas a custodiarlos. Seis de los navíos tenían que patrullar la bahía para ver si encontraban un importante convoy francés que venía de América. Así que lord Howe se quedó con veintiséis navíos de línea y siete fragatas y los puso al pairo frente a Ushant mientras una fragata iba a observar el puerto de Brest. En aquella época yo era un guardiamarina en el buque insignia, el
Queen Charlotte
. Los hombres de la fragata vieron veinticinco navíos de línea franceses en las radas, y nuestros barcos se quedaron allí patrullando en medio de la espesa niebla durante un tiempo, pero cuando volvimos a observar el puerto, todos los navíos se habían ido. Por algunas presas recuperadas supimos adonde se dirigían, y puesto que los seis navíos que patrullaban la bahía eran lo bastante fuertes para enfrentarse al convoy francés, lord Howe empezó a perseguir a toda vela a la flota francesa. Pero el viento era flojo y variable y la niebla, espesa, por lo que no pudimos avistarla hasta el domingo 28 de mayo. La componían veintiséis navíos de línea y se encontraban a barlovento, a unas nueve millas de distancia. Viraron en redondo y se alinearon con la proa dirigida a barlovento. Estaban en una posición ventajosa, y como vimos que no parecían muy ansiosos por aprovecharla y atacar, todo lo que podíamos hacer era avanzar a barlovento y molestarlos lo más posible. El almirante mandó a cuatro de los navíos que mejor navegaban de bolina a adelantarse y hubo una escaramuza. Al día siguiente hubo otra, cuando logramos colocar nuestros barcos a barlovento de los suyos, aunque no en muy buen orden y tan avanzada la tarde que no pudimos forzar una batalla. Además, había una marejada muy fuerte y al
Charlotte
, que tenía las portas a poco más de cuatro pies de la superficie, le entraba tanta agua que hubo que bombear toda la noche. Y la verga mesana estaba tan resquebrajada que durante un tiempo no le fue posible virar. Al día siguiente la niebla se hizo más espesa y la flota francesa desapareció. Aunque el almirante mandó hacer una señal a los barcos de la vanguardia para que cumplieran fielmente las órdenes, había momentos en que uno no podía ver el barco que estaba delante ni el que estaba detrás. Pero a las nueve de la mañana del día siguiente, el día treinta y uno, señora, la niebla se disipó un poco. El espectáculo era desolador y pensamos que habíamos perdido a la flota francesa, pero la divisamos a mediodía. Se habían unido a ella varios barcos más, y como algunos no habían actuado con sensatez en la última refriega, Dick
el Negro…
Llamábamos Dick
el Negro
al almirante, señora, pero, a pesar de que parezca una falta de respeto, no lo era, ¿verdad, señor?
—¡Oh, no! —respondió Jack—. Le llamábamos así afectuosamente, aunque nunca me hubiera atrevido a decírselo a la cara.
—No. Bueno, pues Dick
el Negro
decidió no entablar un combate que podría durar hasta el anochecer y ordenó orzar y tomar el rumbo que, en su opinión, tomarían los franceses. Y tenía razón. Al amanecer se encontraban por la amura de estribor, a unas dos leguas a sotavento y alineados con las velas amuradas a babor. La marejada era moderada; el viento era estable y soplaba del suroeste. Nuestros barcos viraron y volvieron a orzar a las siete, a cuatro millas de distancia de los franceses. El almirante hizo una señal para comunicar que atacaríamos al enemigo por el centro y atravesaríamos la formación en fila para entablar combate por sotavento. Entonces fuimos a desayunar. ¡Dios mío, con qué gusto comí mis gachas de avena! Cuando terminamos de desayunar, viramos para que se hincharan las velas, y con las gavias con un rizo nos colocamos en fila, unos paralelos a los otros. Los franceses estaban colocados uno detrás del otro.
—Señor, dice el cocinero que si no comemos los filetes de pez espada ahora mismo, se ahorcará —dijo el despensero a Pullings—. Le he estado haciendo señas a su señoría desde hace quince minutos.
Los filetes fueron servidos con estilo. Las fuentes cubrieron el centro de la mesa y a intervalos y en las esquinas fueron colocados varios cuencos, unos con puré de guisantes secos hecho con un pasador para empalmar cabos y aderezado con cúrcuma y otros con salsa de vino embellecida con cochinilla. En ese momento el bigotudo Davies asomó su horrible cara por la puerta y miró con recelo a su alrededor, pues él mismo había dispuesto la comida en las fuentes. Martin era un experto anatomista, y Stephen observó que con gran satisfacción sirvió a la señora Oakes algunos pedazos especialmente tiernos. También notó que Reade llenaba su copa de vino cada vez que tenía cerca la botella.
—No tenía idea de que el pez espada fuera tan bueno —dijo Clarissa, alzando la voz para que la oyeran por encima del ruido de los cuchillos y los tenedores.
—Me alegro mucho de que le haya gustado, señora —respondió Pullings—. ¿Quiere que le sirva una copa de vino?
—Sólo media copa, capitán, por favor. Tengo muchas ganas de oír el relato del resto de la batalla del conde Howe.
Después de resistirse durante un apropiado intervalo y de ser animado por todos los comensales, West continuó:
—Creo que me he extendido demasiado. Ahora, en vez de contar toda la batalla, me limitaré a decir que cuando ellos formaron la fila, el almirante recolocó nuestros navíos más potentes para enfrentarlos a los suyos. Luego ordenó que todos viraran y avanzaran hacia el que tenían justo enfrente para romper la fila y que cada uno entablara combate independientemente desde sotavento. Como todo el mundo sabe, capturamos seis, hundimos uno, inutilizamos muchos y no perdimos ninguno de los nuestros, aunque en ocasiones la batalla estuvo muy reñida porque ellos luchaban con mucha energía. Y dicho esto, quisiera contar algunas cosas que vi. Me encontraba en el alcázar, realizando la labor de mensajero del primer teniente, y pasé parte del tiempo muy cerca de la silla del almirante… Debe usted comprender, señora, que lord Howe era muy anciano, tenía setenta años, si no me equivoco, y se sentaba en una silla de madera con brazos. El navío que estaba justo frente al nuestro era el buque insignia al mando del almirante francés, el
Montagne
, de veinte cañones, y el que estaba detrás era
el Jacobin
, de ochenta. Los dos empezaron a disparar a las nueve y media, pero como el viento soplaba de nosotros hacia ellos, el humo se desplazaba a sotavento y podíamos verlos perfectamente bien. El almirante mandó desplegar las juanetes y la trinquete y a avanzar hacia el espacio que había entre ellos con la intención de atravesarlo, dirigir la proa hacia el costado de estribor del
Montagne
y luchar penol a penol, pero cuando estábamos a tiro de pistola, el capitán del
Jacobino
, a quien no le gustaba la idea de que le disparáramos de proa a popa con nuestra batería de estribor cuando rompiéramos la fila, empezó a moverse a sotavento del
Montagne
. El almirante gritó: «¡Estribor!» a pesar de que el
Jacobin
se movía. El señor Bowen, el oficial de derrota, le dijo: «Milord, el navío francés le hará daño si no tiene cuidado». El oficial de derrota, señora, es quien gobierna los barcos en las batallas. Entonces el almirante preguntó: «¿Ya usted qué le importa?» y gritó: «¡Estribor!» El viejo Bowen, no muy alto, replicó: «Si a usted no le importa, a mí tampoco. Acercaré el navío lo bastante para que se le queme su negro bigote». Luego viró el timón hacia estribor con toda su fuerza y el navío apenas logró pasar por aquel espacio. La bandera del
Montagne
rozó los obenques del
Charlotte
y el bauprés del
Charlotte
tocó ligeramente el del
Jacobin
cuando intentaba retroceder. Cuando el navío se situó por la aleta del
Montagne
, le disparamos una y otra vez al tiempo que disparábamos al
Jacobin
con la batería de estribor. Les causamos tanto daño que la sangre salía a chorros por los imbornales. Pero entonces perdimos el palo trinquete y se produjo el caos en la proa. Ellos lograron apartarse de nosotros amparados por la gran nube de humo que se alejaba hacia sotavento. El resto de la fila también se estaba rompiendo y el almirante hizo una señal que daba la orden de empezar la persecución a todos. Después de eso, la confusión aumentó, naturalmente, pero recuerdo muy bien que al final de la tarde me infligieron la única herida que sufrí. El primer teniente había acabado de bajar al combés de un salto y el almirante me ordenó: «Vaya a decir al señor Cochet que ordene dejar de disparar con los cañones del castillo a ese navío porque es el
Invincible»
. Bajé y los dos corrimos hasta la proa. El señor Cochet dijo: «Dejen de disparar al
Invincible»
. Pero el señor Codrington replicó: «No es el
Invincible
sino un navío francés que nos está disparando desde hace rato». El señor Hale estaba de acuerdo. «Lo sé», dijo el señor Cochet. «Lancemos una bala». Metieron el cañón adentro, lo limpiaron, lo cargaron y el señor Cochet lo apuntó, esperó a que subiera con el balanceo y disparó. La bala dio en el blanco.