Clarissa Oakes, polizón a bordo (11 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Clarissa Oakes, polizón a bordo
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Pero mientras Jack navegaba por mares lejanos (concretamente, por el estrecho de Macassar), el señor Whiters murió, y a su sucesor no se le ocurrió nada mejor que mandarle una gran masa de papeles y pedirle instrucciones sobre montones, cientos de asuntos, tales como cercados, derechos sobre minerales y la disputada herencia de Parsley Meadows, que estaba en la cancillería desde hacía doce años. Jack no sabía nada de aquellos asuntos, pero ahora trataba de ordenar los papeles con ayuda de Adams, su escribiente, aunque a cada paso se encontraba con contradicciones o con que faltaban documentos, comprobantes o recibos.

—¡Al fin! —exclamó, entrando en la cabina de Stephen con uno de esos papeles—. Tengo los detalles sobre los beneficios eclesiásticos de que te hablé hace un tiempo. Pero dime, ¿crees que Martin es una persona idónea?

—¿Idónea para qué?

—¡Oh, simplemente idónea! Dos de los beneficios están vacantes, y esta carta dice que tengo que presentar a una persona idónea.

—Con respecto a los beneficios eclesiásticos, nadie puede ser más idóneo o apropiado que Martin, ya que es un pastor anglicano.

—Entonces eso le convierte en idóneo, ¿verdad? No me había dado cuenta. Bueno, aquí están los detalles de los beneficios que heredé. Los dos vacantes son Fenny Horkell y Up Hellions y deberían estar ocupados ya, pero como estoy de servicio, el obispo tiene que esperar a que mande las propuestas. Ambos se encuentran en la misma diócesis, a pesar de que están muy separados, y me parece que ninguno de los dos, ni siquiera remotamente, se podría considerar una maravilla. Fenny Horkell tiene una casa decente, que construyó hace cuarenta años un pastor rico que quiso quedarse por afición a la pesca, algo que sé que Martin disfrutará. Tiene 60 acres de terreno, aunque es pantanoso, pero el río Test lo atraviesa de un extremo a otro. El diezmo que se recauda asciende sólo a 47 libras y 15 chelines, aunque hay 356 parroquianos. El otro beneficio, Up Hellions, es mejor, pues abarca 36 acres de terreno cultivable, excelente para sembrar trigo, y con un gran número de liebres, sólo hay 137 almas de que ocuparse y la renta es de 160 libras al año. Si a Martin le interesara, podría tener, lo mismo que el otro pastor, un coadjutor en Up Hellions, que es un lugar espantoso.

Como Stephen no decía nada, Jack continuó:

—Supongo que no te importará comunicárselo. Me da un poco de vergüenza ofrecer algo que podría interpretarse como un favor, aunque muy pequeño, sobre todo por el disparatado impuesto sobre la renta que pagaría. Quizá prefiera esperar por Yarell, que tiene más del triple de renta. Lo ocupa el reverendo Cicero Rabbetts, un hombre muy viejo, de más de setenta años, que vive en Bath.

—Ármate de valor, amigo mío, y comunícaselo tú directamente. Enséñale los papeles y dile que medite sobre el asunto.

—Muy bien —dijo Jack con desgana, saliendo de la cabina.

Tan pronto como la puerta se cerró, Stephen siguió escribiendo la carta, una de esas largas cartas llenas de digresiones que solían escribir los marinos a más de cinco mil millas de distancia de la oficina de correos más próxima. Se había calmado un poco pensando que el mundo tranquilo y estable de Sophie, típico de la clase media provinciana, censuraba el de Diana; que a Sophie no le gustaban los caballos porque le parecían malolientes, impredecibles y peligrosos; ni apreciaba el vino porque sólo tomaba una bebida hecha de las flores del saúco en verano y otra hecha de las bayas en invierno, aunque obviamente, los días que tenía invitados no le parecían apropiadas. Pero con respecto al clarete, opinaba que una copa era suficiente para una mujer, una opinión contraria a la de Diana. En verdad era sorprendente ver cuánto se notaba aún la influencia que la señora Williams había tenido en su hija Sophie desde muy temprana edad, pues desaprobaba que Diana tuviera una vida social activa, que fuera a la caza del zorro y que condujera su nuevo coche verde de cuatro caballos sólo con un sirviente que iba de pie en la parte trasera. Stephen reflexionó unos momentos sobre la curiosa interrelación de las clases en Inglaterra, que podía dar lugar a que dos primas carnales pertenecieran a dos culturas completamente diferentes. Esa situación tenía que provocar forzosamente el desacuerdo, aunque Diana hubiera sido una madre devota, lo que, sin duda, no era. Y la consecuencia natural del desacuerdo, aun en el caso de una persona tan bondadosa como Sophie, podría ser un relato de los hechos poco objetivo y que, a pesar de que no contuviera ninguna mentira de principio a fin, sería falso.

Mojó la pluma y continuó:

En la breve nota que fue lo único que pude escribirte antes que el Éclair nos dejara, creo que te dije que descubrí que el ornitorrinco (un animal de pelo suave y cálido, inofensivo, tímido y desprovisto de dientes) tenía medios de defensa que no esperaba: espolones muy parecidos al diente de la serpiente y, como éste, capaces de inyectar veneno; y te conté también cómo sobreviví al descubrimiento. Además te hablé, tal vez en un tono humorístico un poco exagerado, del primer encuentro consciente de nuestro querido Jack con la edad madura, pero me parece que no describí al nuevo miembro de la tripulación, una joven que un guardiamarina trajo a bordo vestida de hombre y que escondió bajo las escotillas, como decimos nosotros, hasta que fue demasiado tarde para que Jack regresara a esa despreciable colonia penal y la entregara a las autoridades, como hubiera sido su deber si Nueva Gales del Sur no hubiera estado tan lejos. Al principio el pobre Jack estaba terriblemente furioso, pálido de rabia, y repetía que debían ser abandonados en una isla. Para guardar las apariencias, como era necesario, simuló que iba a ejecutar la temible sentencia al día siguiente, y los tripulantes, con expresión grave, dieron todos los pasos indispensables para inspeccionar una playa en la parte de la isla más expuesta a las olas y después informaron que era imposible desembarcar con aquel oleaje. Estaba furioso con la joven (detesta que haya mujeres a bordo porque dice que traen problemas y mala suerte y, además, son capaces de usar agua dulce para lavar su ropa), pero ella es muy hermosa, modesta y bien educada, no el tipo de mujer que podría esperarse, y ya se ha resignado a su presencia. Nathaniel Martin casó a los dos jóvenes en la cabina, y la señorita Clarissa Harvill se convirtió en la señora Oakes. Jack reincorporó al señor Oakes a su puesto (aunque finalmente tendrá que irse), y su esposa, que obtuvo la libertad gracias a la ceremonia, también consiguió tener libertad para estar en el alcázar. Escribo sus nombres, lo que no es correcto ni discreto, porque esta carta es poco más que el fantasma de una carta real, ya que estoy casi seguro de que nunca la terminaré ni la enviaré. Pero me encanta conversar contigo, aunque sólo sea con el pensamiento y a través del papel. Así que ella se sienta en el alcázar debajo de un toldo cuando hace un buen día, como ocurre casi siempre, y me han dicho que a veces también por la noche, cuando su esposo está de guardia. Aunque no he llegado a conocerla bien, porque mi trabajo me ocupa mucho tiempo, ya me he dado cuenta de que en su interior hay dos mujeres, lo que no es raro, dirás tú. Pero nunca había visto una diferencia tan grande. Por lo general, está deseosa de agradar y de estar en armonía con todos. Siempre tiene una actitud amable, que demuestra incluso cuando inclina la cabeza cortésmente, sabe escuchar y nunca interrumpe. Los oficiales la tratan con el debido respeto, pero, lo mismo que yo, están deseosos de saber por qué motivo una joven como ella fue enviada a Botany Bay. Todo lo que han podido averiguar es lo que sabe el esposo, o sea, que ella enseñaba francés, música y las constelaciones a los niños de una casa que él visitaba. La información no les ha satisfecho, claro, y a veces van a la caza de más; sin embargo, cuando esto sucede, desaparece la amabilidad (una amabilidad genuina, estoy seguro) y aparece la segunda mujer. Una vez, para mi asombro, Jack insistió en saber más acerca de su viaje y le preguntó que si había visto islas de hielo al sur del cabo de Buena Esperanza, y entonces apareció Medea en vez de Clarissa Oakes y dijo: «Estoy en deuda con usted, señor y le estoy muy agradecida, pero ese fue un período muy doloroso y espero que me perdone si no hablo de él», y su mirada fue aún más elocuente, así que Jack desistió enseguida. Por otro lado, cuando Davidge hizo preguntas similares, ella contestó que su respuesta habitual a las preguntas impertinentes era… Me olvidé de la respuesta exacta, pero incluía las palabras «vulgar curiosidad». Desde entonces creo que nadie la ha molestado.

La fragata continuaba navegando con rumbo estenoreste, avanzando rara vez más de cien millas desde un mediodía al del día siguiente, a pesar de que los marineros atendían constantemente la gran cantidad de velamen desplegado. Pero el domingo, inmediatamente después de la ceremonia religiosa, los vientos alisios del sureste volvieron a soplar como debían, y aunque los marineros arriaron las sobrejuanetes y las alas, la
Surprise
recuperó la vida que no tenía desde que había salido del puerto de Sidney. La cubierta se inclinó, la amura de babor descendió y la proa empezó a atravesar las olas dividiéndolas con un ancho surco de blanca espuma. Todos los sonidos producidos por la jarcia (cada grupo de estayes, obenques y burdas producía uno diferente) subían y subían de tono, y cuando llegó la guardia de primer cuartillo, el sonido resultante de todo el conjunto y transmitido hacia delante por el casco alcanzó el triunfante tono agudo que Stephen asociaba con los diez nudos. Bajo el hermoso cielo de un intenso color azul con motas blancas, el viento traía consigo espuma y una extraordinaria frescura. Cuando sonaron las dos campanadas se hizo la medición con la corredera y Stephen oyó con satisfacción que Oakes decía:

—Diez nudos y una braza, señor, con su permiso.

La satisfacción era general. A todos los marineros les encantaba que la fragata navegara muy rápido, con un fuerte cabeceo, con el agua borbotando en los costados y con las olas provocadas por la proa bajando de tal modo junto a la crujía que se veía la placa de cobre. Y aunque el tiempo no era favorable para bailar en el castillo, estaban alineados en el pasamano de barlovento satisfechos y sonrientes.

Clarissa Oakes compartía la alegría de los tripulantes de la
Surprise
. Hacía tiempo que habían quitado el toldo, pero ella seguía sentándose allí, con el asiento amarrado al coronamiento, con un pañuelo en la cabeza, del que sobresalían varios mechones de pelo que ondeaban al viento, y la cara con más color de lo habitual. Por primera vez se había quedado sola, y Stephen se le acercó para preguntarle cómo estaba.

—Muy bien, gracias —respondió ella y luego añadió—: Casi me había decidido a mandarle una nota preguntándole si podría atenderme. Pero quizá tratar los trastornos femeninos no le compete a un cirujano naval.

—La verdad es que tiene poco que ver con él, pero yo también soy médico y, por tanto, sé tratar todo. Me encantará serle útil cuando usted tenga un momento libre… Si usted quiere, ahora mismo, porque todavía hay luz y aún falta tiempo para que haga mi ronda nocturna. Tal vez a su esposo le gustaría estar presente.

—¡Oh, no! —exclamó, poniéndose de pie—. ¿Vamos?

Y cuando pasaron por la bitácora, dijo:

—Billy, el doctor tendrá la amabilidad de reconocerme ahora.

—Es muy amable —dijo Oakes agradecido, sonriendo a Stephen.

—En cuanto al lugar —dijo Stephen en la escala de toldilla—, la cabina, obviamente, queda descartada. Por otra parte, como los trastornos femeninos son a menudo como son, en su cabina no habrá suficiente luz y con este calor la luz de los faroles será muy desagradable. Mi cabina tiene muchas cosas a su favor, pero le falta intimidad, pues cada palabra que uno dice allí se puede oír en la cubierta. Eso es un hecho, aunque no estoy sugiriendo que mis compañeros de tripulación escuchen a propósito. A menos de una yarda de la lumbrera está el lugar que ocupan el timonel, a veces dos timoneles, y el encargado de las señales, por citar sólo a algunos marineros.

—Podríamos hablar francés —sugirió Clarissa—. Lo hablo con bastante soltura.

—Muy bien —accedió Stephen, abriendo la puerta para que ella entrara y cerrándola con pestillo después para evitar intrusiones.

—¡A propósito! —exclamó ella, quedándose inmóvil con la mano en la abotonadura del vestido—. Es cierto que los médicos, incluso en la mar, nunca hablan de sus pacientes, ¿verdad?

—Es cierto por lo que respecta a los oficiales y sus esposas, pero no con los marineros, pues hay algunas enfermedades de las que se debe dejar constancia. Cuando me hacen una consulta personal, no digo nada a nadie, ni siquiera a mi ayudante o a un especialista sin el consentimiento del paciente. Y el señor Martin igual.

—¡Qué alivio! —exclamó la señora Oakes.

Se quitó el vestido y Stephen vio que tenía una braga hecha de lona número diez, una lona tan gastada por el viento y tan descolorida por el sol que casi tenía la suavidad del cambray. Como ella era tan popular entre los marineros del trinquete, que le lanzaban miradas cargadas de afecto y deseo, y la lona era la que el velero recibía como gratificación, indudablemente él le había hecho ese regalo.

Al final del reconocimiento, Stephen dijo:

—Creo que puedo asegurar, sin miedo a equivocarme, que su idea de que está embarazada es errónea. Y tengo que añadir que las posibilidades de que tenga un embarazo son muy remotas.

—¡Qué alivio! —exclamó otra vez la señora Oakes, pero con mucho más énfasis—. El señor Redfern me lo dijo, pero él es simplemente un cirujano. Me alegro de que alguien con más autoridad haya confirmado su afirmación. No encuentro palabras para expresar la angustia que se siente cuando la horca pende sobre uno como la espada de Damocles. Además, odio a los niños.

—¿A todos los niños?

—Naturalmente, hay algunas pequeñas criaturas muy hermosas y afectuosas, pero preferiría tener a una manada de babuinos en la casa que al típico niño o la típica niña.

—Sin duda, hay algunos babuinos afectuosos. Ahora tengo que recetarle una medicina para que la tome cada noche antes de acostarse. Y venga a verme de nuevo el próximo mes.

Mantuvieron la conversación en francés, que ambos hablaron con absoluta corrección, aunque Clarissa con ligero acento inglés y Stephen con acento del sur. Tan pronto como terminaron y la paciente se fue, Martin entró. Si hubiera escogido con cuidado ese momento no hubiera podido demostrar mejor que en un barco de guerra eran raros los lugares donde se podía hablar en privado. Tenía que consultar un asunto confidencial con su amigo y le sugirió en latín que subieran a la cofa del mesana,
tertii in tabulatum mali
, si el viento no era tan fuerte,
nodi decem
, como para que tuviera miedo de subir o como para que pudieran volarse algunos papeles.

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