—No si es una mujer casada, según creo. Y si se mantuviera alejada de la calle Saint James, tendría menos posibilidades de ser reconocida que alcanzada por un rayo. Y aunque así fuera, tengo conexiones que serían, por decirlo así, conductores de rayos. Le hablo de esta manera, Clarissa, porque creo que es usted una mujer discreta y digna, que me aprecia como amigo lo mismo que yo como amiga y que entiende el valor del silencio. Si regresa, le daré una carta para un amigo mío que vive cerca del mercado Shepherd, un hombre bueno y decente a quien le gustaría oír todo lo que me contó a mí y más, y que, sin duda, la protegerá en el improbable caso de que sea apresada.
Después de un largo silencio, Clarissa dijo:
—Indudablemente, preferiría estar en Inglaterra a estar en otro lugar, pero, ¿qué podría hacer allí? Como usted sabe, Oakes es un guardiamarina y no recibirá media paga. Y ahora yo no podría volver a casa de Mother Abbot.
—¡No, no, nunca! No hay la menor duda sobre eso. Pero el capitán Aubrey tiene mucha influencia en el Almirantazgo y mi amigo más todavía, y si entre los dos no consiguen un barco para Oakes enseguida que pase el examen de teniente, tendrá que quedarse en casa con él durante un tiempo. Si lo consiguen, como seguramente usted se sentirá sola, al igual que mi esposa cuando estoy navegando, tal vez le gustaría quedarse con ella. Tiene una casa enorme en el condado… en el condado que esté detrás de Portsmouth. Es demasiado grande para una mujer que vive sólo en compañía de nuestra pequeña Brigid y algunos sirvientes y los caballos. Cría caballos árabes.
Siguió hablando de forma inconexa y era probable que Clarissa, visiblemente turbada, no estuviera atendiendo.
—Sí, pero suponga que en Nueva Gales del Sur cometí un grave delito, como tirar a un niño a un pozo, y suponga que cuando descubran que me escapé lo comuniquen a Inglaterra, ¿no me apresarían y me mandarían allí para ser juzgada?
—Escuche, amiga mía, con hipótesis no se va a ninguna parte. La protección que le ofrezco, si usted es razonablemente discreta, cubrirá muchas faltas, muchas o la mayoría graves. ¡Maldita sea, ahí viene Padeen! Tengo que irme. Piense en lo que le he dicho, pero no se lo cuente a nadie, y tenga en cuenta que todo es una suposición, pues es posible que no pueda persuadir al capitán Aubrey. Y por favor, responda sí o no con una mirada mañana por la mañana. Venga a verme para que la examine cuando tenga tiempo. Que dios la bendiga.
Ya era de día cuando Stephen volvió al alcázar. La mañana era brillante, el sol había subido mucho y paralela al costado de estribor había una franja de tierra cubierta de verde hierba que terminaba en el cabo Eeahu. Tapia estaba en el tope del palo trinquete, guiando la fragata a través del arrecife del sureste.
—¡Vía libre, señor! —gritó—. ¡Nueve brazas de profundidad hasta la bahía!
Bajó y continuó la conversación con los tripulantes de las dos canoas que estaban abordadas con la fragata desde hacía algún tiempo. Entonces Jack vio que el chinchorro se apartaba del
Truelove
con el armero a bordo y, con el fin de disminuir la velocidad de la fragata, ordenó:
—Suban un poco las escotas.
Pero habló en vano porque ya los diligentes marineros lo habían hecho.
—El café se está enfriando y no valdrá la pena comer los calamares —dijo Killick.
—El señor Smith quiere que le comunique que el armero ha desbloqueado todos los cañones del
Truelove
—dijo Pullings, quitándose el sombrero, tras atravesar la cubierta.
La respuesta pasó por la cadena de mando hasta llegar al armero, que dio un paso al frente, y, resoplando y riendo entre dientes, entregó a Jack un pañuelo lleno de clavos lustrosos porque estaban untados con aceite de oliva y con una ranura como la de un tornillo tallada en la cabeza.
—Aprendí este truco cuando estaba en el
Illustrious
—contó, riendo todavía.
—Y te hizo
ilustre
—dijo Jack—. Muy bien, Rogers. Buenos días, doctor. No podría haber llegado en un momento más oportuno: tenemos calamares voladores fritos para desayunar. Después que terminaron los calamares, Jack hizo las preguntas de rigor sobre los pacientes y llegó otra cafetera de café recién hecho, Jack dijo en voz baja:
—Me parece que es un desafío al destino hablar de lo que uno va a hacer después de un combate antes de sostenerlo, pero algunas cosas, como poner los contraestayes, se tienen que hacer con antelación, aunque al final resulten inútiles. Así que voy a decirte una cosa: la mejor solución para los problemas de los oficiales es mandar a Oakes con la presa a un puerto inglés. Pero, ¿qué pensará su esposa? No quisiera obligar a esa joven buena y honrada a regresar si no quiere. ¿Qué opinas tú? La conoces mejor que yo.
—No sé, pero voy a verla esta mañana un poco más tarde y me esforzaré por averiguarlo. ¿Cuándo piensas desembarcar?
—Después de la comida. Voy a dejar que las canoas se aborden con la fragata para que los tripulantes chismorreen y Puolani llegue a saber todo sobre nosotros y lo que ocurre. Así no la cogeremos desprevenida. Es horrible que se detenga frente a tu puerta un coche lleno de gente y que baje sonriendo y entre en tu casa cuando está desordenada, las alfombras están quitadas, se está haciendo una limpieza a fondo, los niños gritan y tú estás encerrado en el excusado porque tomaste un purgante y tu mujer fue a Pompey a buscar una nueva cocinera.
A la reina no la cogieron desprevenida y a los tripulantes de la
Surprise
tampoco. Los marineros prepararon las carronadas del alcázar, que eran mucho más ligeras que los cañones largos y causaban más daño a corta distancia, para llevarlas a tierra junto con la pólvora y la metralla, sobre todo metralla en botes de veinticuatro libras. Además, tuvieron que poner más oscuros los mosquetes que ya estaban un poco ennegrecidos por el uso en la mar, porque, dada la tendencia natural de los hombres de mar a pulirlo todo, brillaban más de lo conveniente, como Jack había notado en Pabay. Después que Jack observó atentamente el terreno que estaba a la vista y reflexionó sobre lo que Tapia le había contado, pensó que había muchas posibilidades de llevar a cabo una emboscada. En un lado ya estaban colocadas ordenadamente las picas, las bayonetas, las hachas de abordaje, los sables, las pistolas y otras armas mortíferas; en el otro, las vendas, las tablillas, las agujas y el hilo de seda y el de cáñamo encerados. Naturalmente, el aspecto civil era de gran importancia también, así que en un baúl de sándalo estaban metidos los regalos: un gran espejo, plumas, tela estampada y fondos de botellas. Además, Jack se había echado en el bolsillo una cinta azul que tenía colgada una corona con la cara del rey Jorge. Como los oficiales sabían que los polinesios daban mucha importancia al rango, se pusieron zapatos con hebillas de plata, medias de seda, calzones, magníficas chaquetas y sombrero de dos picos. Por otra parte, los barqueros del capitán se pusieron el uniforme, compuesto de pantalones blancos, chaquetas azul claro con botones de latón y zapatos con un lazo que eran un tormento porque tenían los pies ensanchados por haber caminado descalzos por la cubierta tanto tiempo. Pero, por el calor y por miedo a ensuciarse, nadie se puso nada hasta que la
Surprise
, seguida por el
Truelove
acompañada de muchas canoas, bordeó el cabo Eeahu, se detuvo donde las aguas tenían cinco brazas de profundidad e izó un hermoso conjunto de banderas.
Durante ese largo intervalo Clarissa fue a ver a Stephen y ambos hablaron de la salud de ella sin atreverse a citar la conversación del día anterior.
—La encuentro mejor que nunca —dijo Stephen—. Suspenderé el mercurio y eso acabará con la salivación que ha mencionado. Como sabe, ése es un medicamento específico para la enfermedad que temía padecer, y a pesar de que el diagnóstico del doctor Redfern era acertado, lo usé para eliminar las molestias por las que me consultó la primera vez, y ha hecho efecto. Pero creo que debemos continuar con el hierro y la quina un poco de tiempo para consolidar la mejoría general.
—Gracias, querido doctor, por cuidarme tanto —respondió ella y se sentó con las manos cruzadas sobre el regazo, y unos momentos después prosiguió—: He pensado en el regreso a Inglaterra, y si surge la ocasión, me gustaría mucho volver. —Amiga mía, me alegro mucho de que diga eso. La ocasión
ha surgido
. Esta mañana, en el desayuno, el capitán Aubrey me dijo que tenía pensado encargar a su esposo que llevara el
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a un puerto inglés, pero por su causa dudaba si debía hacerlo, pues no sabía si le gustaría, y me pidió que la tanteara. Pero yo estaba tan seguro de que diría que sí que ya he escrito la carta para mi amigo. Su nombre es sir Joseph Blaine y tiene un puesto en la administración. Le pido disculpas por haberla lacrado, pero era necesario porque ésa es la prueba de su autenticidad. No le he contado nada sobre su infancia y su juventud en ella, sólo que estuvo trabajando como contable en casa de Mother Abbott, un lugar que él conoce tan bien como yo, y sabe muchas cosas que pasaron allí.
—¿Le dijo por qué me enviaron a Botany Bay?
—Le dije que un miembro del club Black, del cual también él es miembro; intercedió por usted y eso es suficiente. Es la discreción misma, así que no debe tener miedo de que le haga preguntas personales. Si le dice todo lo que me contó a mí sobre Wray, Ledward y sus amigos, estará satisfecho. Y éste —añadió, cogiendo un pequeño paquete— es un paquete con insectos para él. Le apasionan los insectos y nada sería más apropiado para demostrar que tiene usted buena voluntad. ¿No le desagradan los insectos, amiga mía?
—¡Oh, no, en absoluto! —exclamó Clarissa—. En verdad, a veces he tratado de ayudarlos a subir por las piedras, pero siempre en vano.
—Muy bien. Detesto a las mujeres que gritan: «¡Oh, insectos! ¡Oh, serpientes! ¡Oh, ratones! ¡Oh, un ciempiés!» y están deseosas de aplastarles la cabeza. Amiga mía, es probable que los acontecimientos ocurran deprisa y ninguno de los dos dispongamos de tiempo para hablar, así que permítame decirle una o dos cosas importantes. Como seguramente irán a Batavia, donde la presa será declarada presa de ley y vendida, y de allí viajarán a Inglaterra en un mercante de los que hace el comercio con las Indias procedente de Cantón, aquí tiene una carta para mi banquero en Batavia, que le proporcionará el dinero para viajar bastante cómodamente. Y puesto que los mercantes que llegan a Inglaterra de las Indias Orientales dejan a los pasajeros en el Támesis o cerca, aquí tiene una letra que aceptarán esos miserables que son mis banqueros en Londres, y con ese dinero podrán vivir usted y Oakes hasta que él reciba su paga y el botín.
—Es usted muy, muy…
—Un pequeño préstamo entre amigos no tiene importancia, amiga mía. Y aquí tiene una nota para la señora Broad, de quien ya le he hablado, la dueña de un confortable hostal en el distrito de Savoy. Lo más conveniente sería que se quedara allí, enviara un mensaje a sir Joseph Blaine pidiéndole entrevistarse con él por la noche y alquilara un coche para ir a su casa. No debe tenerle miedo, pues aunque es sensible al encanto de las jóvenes, no es un sátiro. Y no olvide los insectos, Clarissa. Por último, aquí tiene una carta para mi esposa. Si el señor Oakes aprueba el examen de teniente y le dan el mando de un barco, como creo que ocurrirá, seguramente ella le pedirá que le haga compañía hasta que nosotros dos regresemos de la mar… No sé cómo decirle que es necesario que el señor Oakes tenga discreción.
—Puede contar con ello —dijo Clarissa con una extraña sonrisa—, en parte porque él, realmente,
no
sabe nada y en parte porque…
Las restantes palabras fueron ahogadas por fuertes gritos, pitidos y el ruido de pasos rápidos.
—¡Jesús, María y José! —exclamó Stephen.
Entonces se quitó las zapatillas y los pantalones de loneta y se puso los elegantes calzones que tenía preparados. Clarissa le metió la camisa dentro por detrás, le abrochó el cuello, le dobló el corbatín y le puso el pasador, le pasó por los hombros el cinto para colgar la espada, le sostuvo en el aire la chaqueta, que aunque estaba desgastada era la mejor que tenía, le arregló la peluca y le dio el sombrero.
—Dios la bendiga, amiga mía —dijo y corrió a la cubierta.
Allí oyó un vozarrón que decía:
—¡Maldita sea! ¿Dónde está el doctor? ¿Nadie puede llamar al doctor?
Avanzaron hacia la costa por entre las filas de las grandes canoas de guerra de doble casco propiedad de Puolani. Jack y Pullings, con sus chaquetas con charreteras y galones dorados; los demás, con sus respectivos trajes de gala. Les recibieron con todas las formalidades que requería una bienvenida oficial, pues a pesar de que el
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era para ellos un viejo amigo, no habían visto nunca en aquellas aguas ninguna embarcación como la
Surprise
, con una plataforma como la de los balleneros, pero sin lanchas como las que solían llevar y con muchos más cañones.
Jack y Pullings, seguidos de Stephen y Martin, Oakes y Adams y finalmente Bonden, que llevaba el baúl de sándalo, y Tapia, que haría de intérprete, avanzaron desde la orilla del mar por entre dos filas de hombres de mediana edad, con gesto grave, que sostenían ramas de helechos, y se dirigieron a una espaciosa construcción sin paredes. Allí, en un amplio banco que iba de lado a lado, había una mujer sentada en medio de varios isleños. Jack notó que ella llevaba una espléndida capa de plumas, pero todos los demás, hombres jóvenes y viejos, mujeres y niñas, estaban desnudos de cintura para arriba.
Cuando ya estaban a unas yardas de distancia de ella, un viejo con muchos tatuajes y un hueso atravesado en el tabique nasal, le entregó a Jack una rama del árbol del pan con muchas hojas. Entonces, los últimos de la fila arrojaron al suelo las ramas que tenían y Tapia le dijo:
—Eso significa que desean la paz. Si usted pone la suya encima, eso quiere decir que usted también la desea.
Jack colocó solemnemente su rama sobre las otras y la mujer se puso de pie. Era tan alta y tan ancha de hombros como Jack, pero no tan gruesa.
—Ésta es la reina Puolani —dijo Tapia, quitándose el sombrero.
Jack hizo una elegante reverencia adelantando una pierna y poniéndose el sombrero bajo el brazo izquierdo. Ella dio un paso al frente y le estrechó la mano al estilo europeo, apretándosela fuertemente, le invitó a pasar y a sentarse a su lado. Después nombró a los demás según el orden jerárquico, haciendo una inclinación de cabeza a cada uno de ellos y sonriendo amablemente. Tenía un hermoso rostro, la piel no más morena que una italiana y muy pocos tatuajes, y aparentaba treinta o treinta y cinco años. En aquel lugar agradable y bien ventilado estaban sentadas unas cuarenta personas, entre hombres y mujeres, y cuando todos los recién llegados se sentaron, todos intercambiaron saludos. La reina propuso que comieran, pero Jack rehusó dando como excusa que habían acabado de comer; sin embargo, aceptó la propuesta de beber
kava
. Mientras pasaba de unos a otros mandó traer los regalos, que fueron bien recibidos; especialmente los penachos de plumas, que, por sugerencia de Tapia, ofreció a las tías y primas de Puolani. Era obvio que ella y sus consejeros estaban demasiado angustiados para prestar atención a las cuentas de collares y los espejos, y también, por las generalidades de la conversación, que muchas de sus preguntas eran puramente formales, que las hacía sólo por cortesía, ya que sabía casi todo lo que había ocurrido por sus súbditos, que habían obtenido información de sus amigos del
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, y de otras fuentes.