—Acercarme a él… —dijo Jack—. Ahí está la dificultad. Necesito marineros para tripular el barco. Nos faltan treinta y dos hombres para completar nuestra dotación; no tenemos esperanzas de que lleguen otros de la leva y creo que rechazarás algunos de los lisiados y vagabundos que nos ha mandado el barco reclutador, no son más que miserables y ladronzuelos. Tengo que conseguir marineros, y la arena del reloj se está acabando… Dime, ¿has traído a Scriven?
—Sí. Pensé que podría encontrar algún empleo.
—Se le da muy bien escribir, ¿verdad? Panfletos y esas cosas. Hice varios intentos de escribir un cartel —incluso dos o tres voluntarios valdrían su peso en oro—, pero no he tenido mucho tiempo y, de todos modos, no creo que sirvan. Mira —dijo, sacando algunos papeles del bolsillo.
—Bueno —dijo Stephen al leerlos—. No; tal vez no.
Tocó la campanilla y mandó al sirviente a decirle al señor Scriven que subiera.
—Señor Scriven —dijo—, tenga la amabilidad de echar un vistazo a estos… ya ve usted de qué se trata… y de hacer un borrador con este propósito. Hay papel y tinta en aquella mesa.
Scriven se puso junto a la ventana; leía, anotaba y gruñía consigo mismo. Jack estaba sentado cómodamente junto al fuego; la inmovilidad y total relajación de su cuerpo le producían una agradable sensación, a la que contribuía la butaca de cuero de suaves curvas en la que se había arrellanado, donde no sentía ninguna tensión. Había perdido el hilo de los comentarios de Stephen y en las pausas exclamaba «¡oh!» y «¡ah!» o sonreía y movía la cabeza como si hubiera comprendido algo. A veces las piernas le daban tirones bruscos, sacándole de esta placidez, pero cada vez que volvía a arrellanarse se sentía más feliz que antes.
—He dicho: «Espero que hayas actuado con cautela» —dijo Stephen, tocándole la rodilla.
—¡Oh, por supuesto! —dijo Jack, captando enseguida a qué se refería—. No he puesto pie en tierra excepto el domingo, y todos los botes que se nos acercan son registrados. En cualquier caso, mañana me desplazaré a Spithead cuando cambie la marea, lo cual evitará sorpresas. He rechazado todas las invitaciones del astillero, incluso la del propio oficial al mando. La única que aceptaré será la de la fiesta de Pullings, porque no hay ningún riesgo; será en un sitio pequeño, bastante retirado, en Gosport, cerca del muelle. No puedo decepcionarle; va a traer a sus amigos del pueblo y a su novia.
—Señor —dijo el señor Scriven—, ¿puedo enseñarle el borrador que he hecho?
«¡5.000 libras un hombre! (o más)
RIQUEZA COMODIDAD DISTINCIÓN
¡SU ÚLTIMA OPORTUNIDAD DE HACER
FORTUNA!
La corbeta de Su Majestad Polychrest se hará a la mar dentro de poco para barrer de los mares a TODOS los enemigos del REY JORGE. Está diseñada para NAVEGAR CONTRA VIENTO Y MAREA y capturará, hundirá y destruirá sin piedad los impotentes barcos de guerra del tirano y acabará con su comercio en los océanos. ¡No hay tiempo que perder! Cuando el Polychrest haya zarpado no habrá más BOTINES,
ni grandes mercantes franceses ni cobardes mercantes holandeses cargados con tesoros, joyas, seda, satén y caros manjares para la lujosa e inmoral corte del usurpador.
Este nuevo y asombroso barco, construido según principios científicos, está al mando del renombrado
Capitán Aubrey
cuya corbeta Sophie, con una batería de 28 libras en cada costado, capturó en la pasada guerra un navío del enemigo valorado en 100.000 libras esterlinas. ¡Con 28 libras! ¡Y el Polychrest dispara 384 libras por cada costado! Imaginaos qué hará con esta proporción. ¡Una cantidad más de DOCE VECES mayor! El enemigo pronto sucumbirá, el final está cerca. ¡Venid a participar en la diversión antes de que sea demasiado tarde y comenzad vuestro negocio!
El capitán Aubrey ha accedido a aceptar a algunos marineros más. Sólo serán admitidos hombres excepcionalmente despiertos e inteligentes, capaces de levantar un cubo de cuatro celemines
13
lleno de oro. ¡Pero QUIZÁS TÚ SEAS AFORTUNADO! Corre, no hay tiempo que perder. Corre a la cita en… ¡TÚ PUEDES SER EL AFORTUNADO QUE SEA ACEPTADO!
Nada de molestas formalidades. Habrá las mejores provisiones de 16 onzas por una libra esterlina y 4 libras de tabaco al mes. ¡Cerveza, vino y grog gratis! Baile y música de violines a bordo. Un crucero que proporcionará salud y riqueza. Sed sensatos, estaréis sanos y seréis ricos, y bendeciréis el día en que hayáis subido a bordo
del Polychrest.
DIOS SALVE AL REY
—Las cifras que me he permitido poner son sólo como ejemplo —dijo, mirándoles mientras ellos leían.
—Son un poco altas —dijo Jack, escribiendo cantidades más razonables—. Pero me gusta. Le estoy muy agradecido, señor Scriven. ¿Puede usted llevarlas a una imprenta y explicarles cómo deben imprimirlas? Usted entiende admirablemente esas cosas. Pueden hacer una tirada de cien carteles grandes y otros doscientos pequeños para repartir a la llegada de los carros y los coches de los pueblos. Aquí tiene un par de guineas. Stephen, tenemos que ponernos en marcha. Todavía habrá suficiente luz para revisar los nuevos garruchos de cuero, y tienes que seleccionar a los hombres de dos grupos que han sido reclutados; te ruego que no rechaces a ninguno que pueda tirar de un cabo.
—Te gustará conocer a los oficiales —dijo, mientras esperaban por el bote—. Pueden parecer un poco rudos, pero eso es sólo al principio. Han ido al retortero estos días, haciendo el aprovisionamiento, especialmente Parker. El hombre a quien primero le ofrecieron el
Polychrest
vaciló —no se le pudo encontrar, no pudo tomar una decisión— y Pullings, bendito sea, no vino hasta después de que yo llegara. De modo que todo descansaba sobre los hombros de Parker.
Subió al bote y se sentó en silencio, pensando en su primer oficial. El señor Parker era un hombre de cincuenta y tantos años, taciturno, preciso, estricto, muy exigente en la limpieza y en los detalles del uniforme —esto le había hecho ganarse el elogio del príncipe Guillermo—, valiente, activo, concienzudo; pero se cansaba con facilidad, no parecía muy inteligente y era un poco sordo. Peor aún, no entendía a los hombres —su lista negra era tan larga como su brazo, pero los auténticos marinos no le hacían caso—, y Jack tenía la sospecha de que tampoco entendía nada de la mar. También Jack tenía la sospecha, más que la sospecha, de que Parker imponía una disciplina superficial, una disciplina confusa, y de que si no estaba bajo control, el
Polychrest
sería un barco que llamaría la atención, muy bien pintado por fuera, pero sin orden dentro, donde se usaría el látigo cada día y la tripulación estaría malhumorada, poco dispuesta y violenta, o sea, sería un barco infeliz y una ineficiente máquina de combate.
No sería fácil tratar con él. No debía haber discordia en el alcázar; Parker debía ser visto como el encargado del funcionamiento diario del
Polychrest,
a quien el tolerante capitán no minaba la autoridad. No es que Jack fuera tolerante, ni mucho menos; era un oficial ordenado y quería un barco ordenado, pero había servido en un infierno flotante y había visto otros, así que no quería formar parte de uno.
—Ahí está —dijo con un tono como si se pusiera a la defensiva, indicando el
Polychrest
con la cabeza.
—¿Es ese? —dijo Stephen.
Era un barco de tres mástiles —aunque Stephen dudaba si llamarlo navío— de muy buen aspecto, bastante alto en el agua. Sus costados eran de un negro brillante con una franja color limón donde se dibujaban doce portas, también negras; sobre la franja color limón había una línea azul, y encima otra blanca; y desde cada extremo hasta la línea azul había volutas doradas.
—No me parece tan extraño —continuó—, a no ser porque aparentemente tiene los dos extremos puntiagudos y carece de beque, o al menos no es esa pieza curva sumergida a la que estamos acostumbrados; pero después de todo, puede decirse lo mismo de la barquilla de cuero en la que el santo Brendan hizo su viaje. No entiendo de estas cosas.
—¿La barquilla resistió bien? ¿Navegaba contra viento y marea?
—Por supuesto. ¿Acaso no llegó a las islas de las Hespérides?
* * *
El viernes Jack estaba de tan buen humor como no lo había estado desde que había zarpado de Puerto Mahón tras recibir su primer mando. No sólo Pullings había traído a siete malhumorados pero excelentes marineros del
Lord Mornington,
sino que el cartel de Scriven había convencido a cinco jóvenes de Salisbury de que subieran a bordo para «preguntar por algunos detalles». Y aún su humor podía mejorar; Jack y Stephen estaban en cubierta, esperando para ir a la fiesta de Pullings, esperando allí entre la niebla gris a que los torpes tripulantes, importunados por el señor Parker y acosados por el contramaestre, consiguieran bajar la lancha al agua. Entonces de repente, una chalana apareció en las tinieblas y se aproximó a ellos. Había a bordo dos hombres que llevaban chaquetas azules cortas con botones de latón a un lado, pantalones blancos y sombreros alquitranados, y tenían largas coletas, pendientes de oro y corbatas de seda negra. Todo esto les daba un aspecto bastante parecido al de marineros de un navío de guerra, y Jack, con mirada inquisitiva, les observaba desde el pasamanos. Con asombro reconoció el rostro de John Bonden, su anterior timonel, y de otro antiguo tripulante de la
Sophie
cuyo nombre no recordaba.
—Pueden subir a bordo —dijo.
Y cuando Bonden, con una radiante sonrisa, llegó frente a él en el alcázar, le dijo:
—¿Cómo le va? Le veo lleno de energía. ¿Me ha traído un mensaje?
Esa era la única explicación racional de que un marinero cruzara las concurridas aguas de Spithead como si la leva más feroz que se realizaba en muchos años no fuera motivo de preocupación. Pero en la cinta del sombrero que Bonden tenía en la mano no había ningún nombre de barco, y algo en su comportamiento hacía nacer la esperanza.
—No, Señoría —dijo Bonden—. Es que acá, Joe —movía el pulgar señalando a su acompañante (Joseph Plaice, el primo de Bonden, claro. Estaba encargado del ancla de salvación y pertenecía a la guardia de estribor. Era mayor, muy estúpido, pero fiable cuando estaba sobrio, y muy hábil haciendo la variante del nudo Matthew Walker cuando estaba sobrio o callado)—me dijo que usted se hacía a la mar de nuevo, así que hemos venido desde Priddy's Hard para enrolarnos como voluntarios, si es que puede usted hacernos sitio, señor.
Habló tan alegremente como era posible dentro de los límites de la corrección.
—Haré una excepción con usted, Bonden. Y usted, Plaice, tendrá que conseguir un puesto enseñando a los grumetes a hacer el nudo Matthew Walker —dijo Jack en tono jocoso que pasó desapercibido para Joseph Plaice, pero éste puso una expresión satisfecha y se tocó la frente con los nudillos—. Señor Parker, enrole a estos hombres, por favor, y clasifique a Plaice como marinero del castillo. Bonden será mi timonel.
Cinco minutos más tarde, Jack y Stephen estaban en la lancha, y Bonden llevaba el timón, como en muchas incursiones sumamente rápidas que habían hecho en la costa española. ¿Cómo era posible que estuviera libre en un momento como ese, cómo se las había arreglado para atravesar el gran puerto ávido de marineros sin haber sido reclutado? Sería inútil preguntarle; respondería con un montón de mentiras. Cuando llegaban a la entrada del puerto envuelta en sombras, Jack dijo:
—¿Cómo está su sobrino?
Se refería a George Lucock, un joven muy prometedor que Jack había clasificado como guardiamarina en la
Sophie.
—¡Oh! ¿Nuestro George, señor? —dijo Bonden en voz baja—. Iba en el
York.
Era sólo un marinero del trinquete; le habían reclutado en un barco que realiza el comercio con las Antillas.
El
York
se había ido a pique en el mar del Norte y toda su tripulación había perecido
—Habría llegado lejos —dijo Jack, sacudiendo la cabeza.
Aún veía al joven en el alcázar, radiante de felicidad por el ascenso obtenido, midiendo la altura del brillante sol de mediodía en el Mediterráneo, mientras salían destellos de su sextante de latón pulido. Y recordaba que el
York
había salido del astillero Hickman, y que corría el rumor de que lo habían botado con las cuadernas en tal estado que no eran necesarios los faroles en la bodega, pues la madera carcomida dejaba pasar la luz. En cualquier caso, no estaba en condiciones de soportar las fuertes tempestades del mar del Norte; era una fábrica de viudas.
Su mente estaba ocupada con estos pensamientos cuando se abrían paso entre las embarcaciones, pasando por debajo de cables que llegaban hasta las enormes siluetas oscuras de los navíos de tres puentes, cruzándose en el camino de los innumerables botes que iban y venían, escuchando a veces palabras airadas o graciosas de los barqueros con autorización; y una vez, desde atrás de una boya llegó el grito: «¡Ahí van los del
error del carpintero
!
»,
seguido de estruendosas carcajadas, lo cual les desanimó.
Stephen permaneció callado, haciendo profundas reflexiones. Y Jack, hasta que no estuvo cerca del muelle y vio la figura de Pullings, que esperaba por él, no volvió a animarse un poco. Pullings estaba con sus padres y una joven asombrosamente hermosa, una dulce criatura de piel rosada y ojos azules, con una expresión muy seria, que llevaba guantes de encaje. Jack la miró con benevolencia y pensó: «Me gustaría llevármela a casa y mimarla».
El viejo señor Pullings era un campesino; trabajaba en un pequeño terreno en las inmediaciones de New Forest. Había traído dos cochinillos, muchas aves de caza y un pastel que fue necesario acomodar en una mesa para él solo; la posada, por su parte, servía la sopa de tortuga, el vino y el pescado. Los otros invitados eran jóvenes tenientes y ayudantes de contramaestre, y al principio la fiesta era más ceremoniosa y fúnebre de lo deseable. El señor Pullings estaba demasiado turbado para ver y oír bien, y después que soltó la parrafada sobre su agradecimiento al capitán Aubrey por lo bondadoso que había sido con su Tom, en voz baja y de un modo tan confuso que Jack sólo entendió la mitad, se puso a darle a la botella con gran perseverancia y en silencio. Los jóvenes estaban hambrientos, pues su hora de cenar ya había pasado hacía rato, y la enorme cantidad de comida que ingerían generaba conversación. Después de un rato ya había un murmullo continuo, se escuchaban risas, la alegría era general. Jack pudo relajarse y se puso a escuchar atentamente a la señora Pullings, que le contaba en tono confidencial la angustia que había pasado cuando Tom se había hecho a la mar apresuradamente, sin «ropa para cambiarse, sin nada para cambiarse, ni siquiera un par de calcetines de lana».